Читать книгу La sombra de nosotros - Susana Quirós Lagares - Страница 9
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Оглавление—Juliette…
La voz del capitán de la Policía de Elveside sonó cansada a través del auricular. Estuvo a punto de colgarle. Eran las tres de la mañana y había trabajado en un artículo hasta muy tarde. Intentó cerrar los ojos, mientras el jefe Johnson se disculpaba por la hora. Pero nada, ya se había desvelado.
Con un sonoro bufido, se levantó atusándose el revuelto cabello castaño y entró en la cocina rumbo a preparar su primera dosis de cafeína. Encontró el bote vacío. Le sacó la lengua a la cafetera como burla, volvió a colocar la taza en su correspondiente armario y lo cerró de un portazo.
—… por eso he pensado que podrías ayudarnos.
—Claro, Eriol. Siempre es un placer contribuir a que la ciudad sea más segura —le respondió con los ojos en blanco.
Esa dosis de sarcasmo hizo que se sintiera mejor. Quizás, haber pasado tanto tiempo analizando a criminales le había contagiado algo. O a lo mejor tenía que ver con lo que había ocurrido dieciocho meses atrás. De cualquier manera, no había estado escuchando a Eriol divagar. Su amigo era, al fin y al cabo, de ese tipo de personas que daban mil rodeos antes de pedirte un favor, y aún no se encontraba lo bastante espabilada para soportarlo.
—¿Crees que podrías pasarte por la comisaría a eso de las siete? Es un asunto delicado.
¿Las siete? ¿En serio? ¿Y la llamaba cuatro horas antes? Algo dentro de su cerebro empezó a gritar y patalear. Puede que se tratase de la única neurona que permanecía despierta a esa hora.
—En realidad, Eriol, a las siete comienzo a trabajar. —Mentira. Era su día de descanso—. Estaré allí a las cinco.
Colgó antes de que su interlocutor procesase lo que había dicho y pudiese protestar… o ella explotar. Últimamente se encontraba al límite.
Se sintió tentada a abrir la caja que se encontraba bajo su cama, pero no creía ser aún capaz de soportarlo. Optó por buscar en el armario un modelo recatado para evitar tener que aguantar los «ingeniosos» chistes del honorable Cuerpo de Policía de Elveside. Finalmente, tras mucho rebuscar y dejar el suelo de la habitación hecho un desastre, logró encontrar una sencilla blusa y unos pantalones oscuros. Su uniforme de batalla.
«Pantalones. Siempre pantalones, querida. ¿De qué te escondes?».
Alejó esa irritante, a la par que conocida, voz masculina de su cabeza pellizcándose el puente de la nariz. Con una mueca, salió del apartamento y cerró la puerta sin mirar atrás.
Al esquivar a un ciclista madrugador, en busca de una cafetería decente donde pudiese encontrar un café bien cargado y con mucho azúcar —la cafeína y la glucosa eran lo único que le permitían aguantar su rutina diaria—, reflexionó sobre por qué no se había retirado aún. En el periódico la habían ascendido y cobraba suficiente dinero para mantenerse con solo ese empleo. De hecho, hacía unos meses le habían subido el sueldo, algo por lo que protestó al no creer merecerlo. Sospechaba que era una especie de consuelo debido a su «depresión». Pero Jack había insistido y logrado salirse con la suya. Ya no necesitaba ese hobby policíaco y, siendo sincera, tampoco lo veía ya tan emocionante. En ciertas ocasiones la aburría y enfadaba a partes iguales. Le traía recuerdos que, por su salud mental y emocional, estaban bien donde los escondía. Sin embargo, en cierto modo se sentía responsable, y creía que debía compensar su actitud de hacía dos años. Demostrar al mundo que volvía a ser la misma.
No era policía. Tenía veintiún años cuando empezó a trabajar en el diario local, compatibilizando la carrera de Periodismo y la de Psicología. Allí se encargó de la redacción de noticias para la sección económica del periódico. Un puesto demasiado aburrido del que pronto se hartó. Una noche, poco antes de entregar un artículo, decidió tirar de su abundante imaginación y hacer una creativa interpretación de la situación financiera de la ciudad que, lejos de ganarse una bronca de su editor, provocó el efecto contrario: la felicitó, soltó una sonora carcajada y le propuso un cambio de sección, enviándola derechita a artículos de opinión. Juliette no tardó en adaptarse a su nuevo puesto. Se sentía como pez en el agua, impregnando su columna de humor negro y teorías conspiratorias. Hasta que un nuevo criminal se convirtió en la pesadilla de toda la localidad, y ella se vio en la necesidad de dar su opinión sobre este nuevo sujeto.
Acertó. De pleno.
No solo en su motivación, sino en el tipo de lugar donde se escondía, quién sería su próxima víctima e incluso su posible pasado en una familia desestructurada. La policía la sometió a un interrogatorio y la dejaron ir, pensando que había sido una simple casualidad. Pero a este caso aislado le sucedieron Devon Dempsey, un electricista que asesinaba a familias a base de impulsos eléctricos, y Esdras Gaiman, un caníbal cuyo menú estaba compuesto por jóvenes alumnas de instituto.
Si uno es casualidad, tres te llevan directa a la pila de sospechosos. La interrogaron, hablaron con su jefe, con sus amigos, con todos sus conocidos, pero tenía coartada. Siempre la tenía. Para ser una chica que apreciaba tanto la soledad, disponía de una vida social que su yo adolescente jamás habría imaginado. Su única justificación era que las evidencias estaban allí, y ella solo las había interpretado del modo correcto. Tras esto, el doctor del Departamento de Criminalística la sometió a una evaluación psicológica y llegó por fin a una conclusión.
Julie —como sus compañeros ya insistían en llamarla— era inteligente, intuitiva y capaz de ver cosas que para los demás pasaban desapercibidas, patrones que se repetían con los que lograba meterse en la cabeza de criminales y anticiparse a sus actos.
No le sorprendió. Tenía la capacidad de citar en qué página se encontraba determinada fotografía de un libro, encontrar sin problema su coche en un abarrotado aparcamiento, saber quiénes eran de fiar y quiénes no… Había pasado años observando, almacenando información y detalles desde su ventana, con demasiado miedo para vivir su propia vida.
Además, la sometieron al test de Davis, donde obtuvo un resultado perfecto que demostraba que formaba parte de lo que se conocía como «superreconocedores». Personas con la habilidad para memorizar, reconocer y asociar rostros a situaciones concretas. Una capacidad muy valorada en el ámbito policial, pues facilitaba labores de reconocimiento incluso en imágenes con escasa definición.
Le ofrecieron colaborar con la policía en ciertas ocasiones. Los estudios en Psicología inclinaron aún más la balanza a favor de su contratación, sobre todo en una comisaría con tan pocos recursos. Aceptó, le pareció divertido. Y el «en ciertas ocasiones» se convirtió en veinticuatro casos resueltos en cinco meses. La policía recibió condecoraciones y galardones, y sus artículos, aunque nunca revelaron esta parte de su vida por su seguridad, eran los favoritos de toda la ciudad.
La obligaron a adoptar un seudónimo para firmar su columna, como medida de protección de su identidad. Su editor sugirió que se hiciese llamar «el Ángel Despierto». Le iba como anillo al dedo.
Elveside era una ciudad como cualquier otra del estado de Illinois. Relativamente cerca de Chicago, solo compartía con ella su elevado índice de criminalidad, pero carecía de la sofisticación de sus rascacielos e increíble arquitectura. Cuando vivías en Elveside, a menudo olvidabas que existía algo como la Ciudad de los Vientos. No había nada en ella que la hiciese destacar, salvo un número de crímenes casi tan alto como el de una urbe cuatro veces mayor.
No siempre fue así. Hubo una época en la que Elveside podía considerarse, si bien no bonita, al menos sí amigable. Aunque eso fuera casi un siglo atrás, aún se conservaban algunos carteles que invitaban a empezar una vida llena de oportunidades gracias a su puerto fluvial y su nueva zona de negocios. Sin embargo, esto atrajo también a delincuentes que buscaban un lugar donde esconderse. Así fueron formando sus propios barrios y comunidades. Los antecesores de los Elvetrash, término que proviene del original Elverats, se afincaron cerca del río, en una zona muy útil para sus trapicheos. La manzana podrida se encontraba en las altas esferas, en manos de aquellos que debían protegerlos. Bastaron un par de alcaldes codiciosos y una comisaría corrupta para abrir una brecha entre los barrios marginales y los de clase alta. Elveside se convirtió en una mancha, en el polvo que se barre bajo la alfombra. Poco a poco, la ciudad se aisló del exterior, destruyéndose a sí misma en el proceso.
Todo el mundo quería marcharse de allí: los jóvenes soñaban con estudiar fuera y no volver, los ancianos con mudarse a casa de familiares alojados en el extrarradio y las familias, en cuanto tenían sus primeros hijos, salían corriendo sin mirar atrás. Quizás por eso, la ciudad era hogar de criminales, porque en ella solo quedaban dos tipos de personas: los que no podían permitirse un alquiler en cualquier otro lugar y aquellos a los que el miedo no les permitió huir cuando pudieron. Los mismos que años después, cuando decidían coger la sartén por el mango, se daban cuenta de que ya no serían capaces de hacerlo. Eran peatones amargados que veías paseando con la cabeza gacha, con grandes maletines y un deseo en la mirada: que algo les saliera mal para lanzar sus frustraciones a un torpe camarero, a un niño demasiado ruidoso o a un jefe perverso.
Así que los habitantes de la antaño preciosa Elveside se reducían a delincuentes, humildes y resentidos. Aunque con el tiempo, Juliette, como parte de su odiosa tendencia a llevar la contraria, había descubierto una cuarta categoría dentro de la fauna de Elveside: los supervivientes, aquellos a los que les emocionaba encontrarse allí, bien por una insana adicción a la adrenalina —como ella—, aspirar a un puesto de trabajo lleno de retos —como Eriol—, o por ser unos optimistas incansables con un posible pasado hippy, y que eran capaces de ver belleza en las grises y sucias calles de su hogar. Ese era el caso de la camarera que le estaba causando dolor de cabeza con su excesiva verborrea mientras le servía café.
—Y yo le dije, papá, sé que parece que David es una víctima más del capitalismo, pero ambos sabemos que esos zapatos que llevas ahora mismo son de piel, así que, si no quieres que mamá te suelte su discurso sobre la importancia de la moda responsable, vamos a tener la fiesta en paz… ¿Leche? —interrumpió su monólogo ofreciéndole una sonrisa.
¿Pero a quién le apetecía sonreír a las cuatro de la mañana? En serio, ¿a quién? O incluso charlar. ¿Es que una no podía encontrar a un camarero sucio y desagradable que gruñese en vez de hablar y simplemente le cobrase un maldito café?
—No, hoy me apetece solo —recalcó para comprobar si funcionaba mejor que su entrecejo fruncido y la mueca arisca.
—Perfecto, guapa —respondió la camarera, ajena al cabreo de su clienta, y le mostró otra sonrisa de anuncio—. Pues eso, no me puedo creer que quisiese engañar a mamá porque…
—¿Sabes? No me había dado cuenta de que es tan tarde. ¿Me lo pones para llevar? —Juliette se obligó a esbozar una sonrisa y extenderle un billete de cinco dólares—. ¿Por favor?
Diez minutos después, y con la cabeza a punto de explotar, logró salir de la cafetería criticando por lo bajo a novios banqueros, padres hipócritas y zapatos de piel. Tenía que llegar hasta el otro extremo de la ciudad para reunirse con Eriol en la comisaría.
«Al menos está bueno», pensó para sí misma.
Sin embargo, ajena a lo que le rodeaba, y con la oscuridad de la noche aún presente en las calles, no se percató de que la observaban con curiosidad desde las escaleras de incendios del callejón de al lado.
El ambiente en la comisaría era el de siempre. Nada más entrar por la puerta se enfrentó al encantador aroma a cigarrillo barato que solía desprender Leo, fruto del par de cajetillas que devoraba cada noche para hacer frente a la guardia. Tras una inclinación de cabeza —y una mirada de reojo—, refunfuñó algo y la dejó pasar al control. Allí, el bonachón de Will, aún con esa ilusión propia de los novatos, le preguntó por su próximo artículo. Mientras hablaban, un malhumorado Héctor le dirigía miradas, furioso por no haber sido él quien la había recibido.
Dando gracias a su suerte, Juliette se abstuvo de sacarle la lengua como una niña pequeña y le dedicó una sincera sonrisa a Will. Le agradaba ese chico. Era charlatán y coqueto. Conservaba esa inocencia de los jóvenes ricos del otro lado del río. Esos que solo habían visto asesinatos y robos en televisión y descendían a Elveside para vivir emocionantes aventuras. Hasta que se les acababa el dinero, claro. Aun así era dulce. Y guapo. En cualquier otro momento de su vida, Julie hubiese entrado en ese juego de adulaciones, solo por el placer de alimentar su ego. Pero eso habría sido antes del incidente. Ahora solo podía observar al joven como una futura víctima de la urbe. ¿Qué sería? ¿El juego? ¿Una chica? ¿Una persecución que terminaría con él como víctima? Tarde o temprano su preciosa ciudad acababa con las personas, tanto mental como físicamente. No había lugar para la inocencia en Elveside. Ni para la bondad.
Al fin, tras un par de comentarios acerca del nuevo local de moda, Will le dejó ir hacia el despacho de Eriol.
Eriol Johnson era, sin duda, lo mejor que le podía haber pasado al Cuerpo de Policía de Elveside en mucho tiempo. Comenzó como cadete, pero sus escrúpulos y su perseverancia le hicieron destacar por encima del resto de los agentes en poco tiempo. Los ascensos se sucedieron sin demora. Cuando Gregory Murphy fue destituido a causa de un escándalo, no tardaron en darle el puesto de capitán. En gran medida por sus logros, aunque también como parte de una campaña para dar mejor imagen a los agentes de policía. Descendiente de varias generaciones de hombres dedicados a las fuerzas de seguridad, su legado era bastante conocido. Lo llevaba en la sangre. Y en lugar de convertirse en un nuevo títere de la alcaldía o dejarse enredar en turbios asuntos, como ocurrió con sus compañeros, sorprendió a todos expulsando a gran parte de sus agentes veteranos: todos aquellos implicados en acciones ilegales. Contrató a nuevos policías recién salidos de la academia, quienes crecieron y brillaron bajo su mando. Aunque polémico, era probablemente el capitán más querido y respetado por sus subordinados. Incluida Juliette.
Con una sonrisa, abrió la puerta sin llamar. Sabía que con Eriol no era necesario protocolo alguno. El hombre era un segundo padre para ella, y la reprendía cuando actuaba con él de forma cortés o distante.
—Hola, jefazo, ¿qué tal la semana?
En cuanto vio la cara agotada del jefe Johnson, su enfado se esfumó por completo. Conocía la seriedad con la que él se tomaba su puesto de trabajo. Debía de estar preocupado. Aquella llamada a deshora no era habitual en él.
—Hola, Julie. Ha pasado bastante tiempo. —Una chispa de alegría inundó unos instantes los ojos azules de Eriol—. ¿Continúas en ese aburrido trabajo?
—¡Eh! Que mi aburrido trabajo paga las facturas, y además me deja mejor aspecto.
Le guiñó un ojo mientras se dejaba caer en la silla de enfrente. Le debía mucho a Eriol. La había apoyado incluso cuando supo la verdad. Le ofreció una mano cuando ella misma no creía merecerla.
—Bueno, entonces no te interesará un nuevo caso…
Dejó el comentario en el aire, pero Juliette lo conocía bien. Eriol era incapaz de mantener las manos quietas cuando se sentía emocionado. Y aquello debía ser algo grande, pues tamborileaba con ambas en la mesa.
—Bueno, paga las facturas, aunque no los caprichos más caros. —Juliette descruzó las piernas para inclinarse hacia delante—. ¡Dispara!
Hacía más de un año que Eriol no le sonreía de un modo tan descarado y, durante un instante, pudo apreciarse la complicidad que los había caracterizado en sus primeros casos. El dolor del pasado, las mentiras, los engaños, la traición y el rencor se desvanecieron por un momento. Hasta que el teléfono sonó, y Juliette apartó la vista. Mientras el capitán atendía la llamada, los sentimientos que tanto le había costado encerrar en sus recuerdos volvieron a ella con una irrefrenable intensidad. Se le empañaron los ojos y tuvo que apretar el puño para sentir cómo las uñas se le clavaban en la palma de la mano. El dolor la hizo despertar. Solo así fue capaz de volver a cerrar esa puerta.
«Aún no. Aquí no», se repitió a sí misma.
Tras aquellos tediosos minutos de respiración entrecortada y emociones desbordadas, volvió a alzar la cabeza. Observó cómo Eriol, ajeno a la brecha en su coraza, colgaba y se disculpaba por la interrupción.
—No te preocupes, señor ocupado. Desembucha, que no tengo todo el día.
—Menos mal que soy yo el ocupado —protestó al sacar unos archivos del cajón—. A ver… Este caso es de los tuyos. La señora Eden, una jubilada de sesenta y ocho años, afirma que su exmarido entró recientemente a robar en su casa. Marido que fue encarcelado hace treinta años.
—Pues no parece un caso demasiado interesante. No sé en qué podría ayudarte.
—Si me dejaras terminar, te enterarías —dijo al extraer una hoja de la carpeta que sostenía en las manos—. Robert Eden cometió una serie de importantes robos junto a su banda. Fue atrapado en un golpe en solitario y le condenaron a cadena perpetua. Jamás se supo la identidad de sus compañeros, ni siquiera cuando años después se descubrieron pruebas que lo relacionaban con un par de asesinatos y fue sometido a un nuevo juicio.
Cuando Juliette miró las fotos vio a un hombre entrado en los cuarenta, que sonreía a la cámara en todos sus perfiles. No parecía el tipo de persona que se beneficiase de una reducción de la condena por buena conducta.
—Y quieres que te elabore un perfil de este sujeto, supongo. Necesitaré todo lo que tengas sobre él, como informes médicos o historial familiar. Será complicado analizar a alguien por su conducta de treinta años, pero creo que podré hacerlo. Siempre y cuando…
—No —la interrumpió—, quiero un perfil de ella.
Juliette no pudo ocultar la sorpresa.
—¿De ella? —De repente, nada parecía tener sentido—. ¿Por qué la mujer? Lo más seguro es que desvaríe a su edad. Apuesto a que ni lo ha visto de verdad.
—Eso espero, porque resulta que Robert murió hace catorce años mediante inyección letal.
La sonrisa de orgullo de Eriol provocó que le diesen ganas de darle un puñetazo en la cara. Otra vez.
—¿Qué? ¿Cómo? Espera, ¿qué? —Ahora sí que no entendía nada—. Está claro que se lo ha inventado. Fin del caso. Si esta es tu forma de intentar que vuelva al trabajo… No pienso perder el tiempo en esto. —Se levantó y lo miró indignada—. Adiós y buenos días, Eriol.
—¡Juliette!
—¿Qué?
Una carpeta le golpeó la cabeza antes de que se diese siquiera la vuelta. Frotándose la zona donde había hecho diana, el de repente lanzador olímpico Eriol Johnson recogió los distintos papeles que se habían dispersado por el suelo.
—Junto al testimonio de la señora Eden hay una docena de vecinos que afirman lo mismo. Además de cinco heridos, cuatro de ellos graves. Este sujeto ha revuelto toda su casa buscando un objeto que desconocemos. Y ha asesinado a dos ancianos. Quiero saber qué podría hacer creer a todo un vecindario que un antiguo residente, fallecido, está rondando su antiguo hogar y quién podría querer atacar a dos personas, en un principio, sin nada en común. Pero, sobre todo, quién querría reclamar las pertenencias de un criminal muerto. ¿Entiendes el problema?
—Lo… lo entiendo —balbuceó la joven.
—Bien, es todo por ahora. Por tu expresión, supongo que aceptas el caso. Puedes irte.
—Sí, hablamos más tarde. —Se dirigió hacia la puerta, aunque se detuvo a dos pasos de ella—. Eriol, yo…
—Lo sé. No pasa nada. —El capitán intentó sonreír sin éxito, y sin mirarla—. Tómate tu tiempo y no te presiones. Es tu primer caso después de… Después de tu retiro.
Juliette asintió, abrió la puerta y salió del despacho. Con la mente cargada de ideas, decidió dirigirse a la biblioteca municipal para intentar ordenar todo antes de ponerse a ello. Como en los viejos tiempos.