Читать книгу Lengua materna - Suzette Haden Elgin - Страница 10

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Supongo que cada uno de nosotros, cuando viene aquí a sabiendas de que su trabajo implicará entrar en contacto con extraterrestres, piensa que él será una excepción, que encontrará un medio de entablar amistad con al menos alguno de ellos. Uno se imagina que conseguirá que el lingo le enseñe unas cuantas palabras: «¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Qué bonito lo que sea que tienes ahí!». Ese tipo de cosas. Uno piensa que no podemos ser extraños eternamente, ¿no? Pero, cuando llega el momento, y uno ve a un alienígena de cerca, comprende de qué hablan los científicos cuando afirman que no es posible. Es una sensación que te abruma. No es solo miedo, ni simples prejuicios. Es algo que nunca has sentido antes, algo que nunca se olvida cuando se ha experimentado una vez.

¿Saben lo que hacen los bichos que se encuentran bajo una roca, los que se vuelven locos y cavan y se enroscan en un intento de escapar de la luz? Así es como uno se siente después de estar cerca de un alienígena, o cuando se está en contacto con uno a través del comset durante más de un par de minutos. Uno desea tener un sitio donde esconderse. Todo se pone en alerta roja, y lo único que uno siente son deseos de gritar ¡ALIENÍGENA! ¡ALIENÍGENA! Uno se alegra entonces, les aseguro, uno se alegra mucho entonces de que no se espere amabilidad por su parte. Solo cortesía, eso es todo, incluso después del entrenamiento exhaustivo que se imparte aquí. Solo cortesía.

(Miembro de enlace del Departamento de Estado,

en una entrevista con Elderwild Barnes, de Spacetime)

El ferviente énfasis que el Gobierno ponía en los valores cristianos tradicionales y en volver a las raíces de Escuela-Biblia-Fiestas-de-Guardar (no importaba que aquello supusiera un lastre para la cultura norteamericana, como si se colocaran cuñas de plomo en los lados de una rueda, girando la vida en un loco ángulo de vuelta hacia el siglo xx), respaldaba las maldiciones de Brooks Showard. No necesitaba ser inventivo y usar los recursos de su doctorado en filosofía para conjurar juramentos exóticos. Las maldiciones e imprecaciones imprescindibles que sus antepasados habían utilizado parecían ahora como confitura que decoraba lo que de otro modo sería una simple barra de pan, y le servían a la perfección.

—¡Por los clavos oxidados de la cruz de Cristo! —exclamó, por tanto—. ¡Por todos los santos del cielo y las siete legiones del infierno! ¡Oh, mierda!

Los otros técnicos habían vuelto de la interfaz, la perfecta y adecuada interfaz donde Brooks sostenía al niño en brazos. Habían formado un grupito que se comportaba como si no tuviera nada que ver con aquel último y lamentable desarrollo de los acontecimientos. ¿Quiénes, ellos? Solo pasaban por allí. Simplemente se encontraban en el vecindario, ya sabes…

—¡Venid aquí! —les gritó, se colocó al bebé bajo el brazo y agitó su puño libre ante ellos como si fuera un loco maníaco caído del espacio, cosa que se consideraba a sí mismo en este momento—. ¡Venid aquí y ved esta debacle, mierdecillas, sois tan culpables de esto como yo! ¡Moved el culo y venid a ver esto!

Se movieron un par de centímetros. Showard maldijo con más ímpetu, con lo que sacó a colación la barba de Job, las partes íntimas de los doce apóstoles y una variedad de prácticas y principios prohibidos. No iban a acercarse. No iban a participar en esto, a compartir la culpa y propagar el horror, no por voluntad propia. ¡Tendría que llevarlo hasta ellos, los muy cobardes! Y quizás la próxima vez él tampoco tuviera las agallas suficientes para entrar en la interfaz, debido a lo que se retorcía allí dentro, y entonces todos serían cobardes en cristiana hermandad, ¿no?

Tras él, a salvo en su entorno especial, el Alienígena Residente existía, por lo que sabían. Si hubiera muerto, los diversos indicadores de las pantallas se lo habrían comunicado, al menos en teoría. No se podía decir que el AR estuviera sentado, exactamente, o que estuviera de pie, o que hiciera algo o se encontrara en algún estado en particular. Estaba, y eso era todo. Si lo que le había pasado al niño humano le preocupaba, no había manera de saberlo, y posiblemente nunca la habría. A veces, Showard no estaba seguro de que él no fuera el AR; por la forma en que se movía (¿?), sin ninguna pauta en sus movimientos (¿?), hacía falta que el ojo terrestre estuviera atento hasta que aparecían grandes puntos planos de color flotando en el aire entre el observador y la fuente de estimulación sensorial. Y también estaban las otras ocasiones en las que uno deseaba profundamente no poder verlo.

Los lingüistas llamaban también a los suyos Alienígenas Residentes, y lo abreviaban a AR como hacían los técnicos; pero los suyos eran diferentes. Era posible mirar a uno de ellos y al menos poder nombrar sus partes. Aquella cosa era una extremidad, supongamos. Ese bultito de allí podría ser una nariz. Eso era el culito sonrosado, ¿ves? Cosas así. Era plausible que la criatura accediera a tomar «residencia» en el entorno simulado y sellado que habías construido para ella dentro de tu casa, y que le encantara recibir visitas y compartir su lenguaje con tu retoño. Dios sabía que las líneas tenían hijos para dar y vender; los lingos se reproducían como ratas. Pero Brooks no imaginaba que a la cosa que había dentro de esta interfaz se le permitiera «residir» en una casa humana. ¿Tenía «partes»? ¿Quién sabe?

Y, además, estaba el bebé.

—Caballeros —dijo el técnico de Trabajo Gubernamental Brooks Everest Showard, ostentador en secreto del rango de coronel en las Fuerzas Aeroespaciales de los Estados Unidos, división de Inteligencia Extraterrestre—. Estoy hasta los mismísimos cojones de matar a bebés inocentes.

Todos lo estaban. Este sería, pensaron con resquemor, el cuadragésimo tercer niño humano ofrecido «voluntario» por sus padres a Trabajo Gubernamental. Los que habían sobrevivido estaban todavía en peor estado que aquellos que habían muerto; no había sido posible dejar que vivieran. La cosa que el coronel llevaba bajo el brazo como un trozo de carne ya estaría muerta; era algo de lo que estar agradecido.

Había muchos corazones heridos que llamaban al personal de T. G. «mercenarios». Y eso eran. Lo que hacían, lo hacían por dinero; desde luego, no por amor. A veces les gustaba pensar que era por el honor y la gloria, pero aquella excusa era cada vez más débil. ¿Y los padres? Uno no dejaba de preguntarse si los padres, de permitírseles ver lo que sucedía allí, considerarían que la generosa bonificación que se les pagaba era una compensación adecuada. Uno se preguntaba si aquellos que habían ofrecido a sus hijos de forma voluntaria estarían interesados en recibir la Medalla Infantil a título póstumo con su cajita de terciopelo negro y el cierre de plata maciza si tuvieran un poco más de información. La clasificación obligatoria de top secret del procedimiento, el permiso firmado por adelantado para cremarlos (no se puede correr el riesgo de que bacterias o virus alienígenas contaminen nuestro entorno, lo comprenden ustedes, por supuesto, señor y señora X), ayudaba. Pero uno no dejaba de preguntárselo.

—Bien, Brooks —dijo finalmente uno de ellos—. Supongo que ha vuelto a suceder.

—¡Oh! ¡Así que puedes hablar, después de todo!

—Mira, Brook…

—¡Pues este niño no puede hablar! ¡No puede hablar inglés, no puede hablar Beta-2, no puede hablar nada, y nunca lo hará! —Una cancioncilla obscena resonaba una y otra vez en su cabeza, y lo ponía enfermo: ALFA-UNO, BETA-DOS, AL BEBÉ ME LO COMO YO… Dulce Dios de los cielos, haz que pare—. ¿Sabes lo que ha hecho, gracias a nuestra experta intervención en su corta vida?

—Brooks, no queremos saberlo.

—¡Sí! ¡Ya sé que no!

Avanzó hacia ellos, inexorable, y agitó al bebé muerto como había agitado su puño, lo sacudió delante de todos como a un saco de patatas, y ellos vieron la imposible condición que de alguna manera había adquirido. Brooks se aseguró de que lo vieran. Le dio la vuelta para que lo observaran con claridad desde todos los ángulos.

Ninguno vomitó esta vez, aunque un niño que había sido vuelto del revés por la violencia de sus convulsiones, de modo que la piel estaba, en su mayoría, dentro de sus órganos y sus (¿qué?) fuera en su mayoría, era algo nuevo. No vomitaron porque habían visto cosas igual de horribles antes; si uno se preocupaba de hacer una clasificación de abominaciones, cosa que no hacían.

—Deshazte de él, Showard —intervino uno de ellos. Lanky Pugh era su desafortunado nombre. Desafortunado por partida doble porque tenía la forma de un barril de cerveza, y tampoco era mucho más alto. Desafortunado por partida doble porque, cuando te decía su nombre, uno se sentía inclinado a sonreír un poco y olvidar el respeto debido a un hombre que manejaba un ordenador de la misma manera que Liszt hubiera usado un metasintetizador—. Vaporízalo, Showard. ¡Ahora mismo!

—Sí, Brooks —convino Beau St. Clair. No llevaba allí tanto tiempo como los demás, y se estaba poniendo verde—. Por el amor de Dios…

—¡Dios no tiene nada que ver con esto! —espetó Brooks, con los dientes apretados—. ¡Incluso Dios habría tenido la misericordia de no resucitar a esta cosa de entre los muertos!

El hombre al mando del grupo, que no había tenido agallas para entrar en la interfaz a por el bebé cuando pareció estallar súbitamente allí dentro, sintió que tenía que hacer algún tipo de gesto que reafirmase su liderazgo. Carraspeó un par de veces para asegurarse de que lo que iba a producir no fuera solo un ruido, y dijo:

—Brooks, lo hacemos lo mejor que podemos. Por el bien de la humanidad, Brooks. Creo que Dios lo comprendería.

¿Dios lo comprendería? Brooks miró a Arnold Dolbe, que le observó con cautela y retrocedió un par de pasos más. Arnold no correría el riesgo de que le entregara el bebé, eso estaba claro.

—Dios permitió que su hijo amado fuera sacrificado por un bien mayor —explicó Arnold con solemnidad—. Estoy seguro de que ves el paralelismo.

—Sí —escupió Showard—. Pero Dios solo permitió la crucifixión y un par de azotes, puñetera mierda piadosa. No habría permitido esto.

—Cumplimos con nuestro deber —dijo Dolbe—. Alguien tiene que hacerlo, y nosotros lo hacemos lo mejor posible, como ya he dicho.

—No lo haré otra vez.

—¡Oh, sí que lo harás, Showard! ¡Lo harás de nuevo, porque si no lo haces, nos encargaremos de que te carguen con toda la culpa de esto! ¿Verdad, amigos?

—Oh, cierra el pico, Dolbe —dijo Showard, cansado—. Ya sabes lo jodido que es todo esto, una palabra al respecto, tan solo una, y todos nosotros, hasta el último servomecanismo que limpia los lavabos de este establecimiento, seremos eliminados. Como los bebés, Dolbe. Sin piedad. De forma permanente. Desapareceremos como si ninguno de nosotros hubiera existido jamás. Tú lo sabes, y yo lo sé. Todos lo sabemos. Así que cállate, anda. Compórtate de acuerdo con la edad que tienes, Dolbe.

—Sí —coincidió Lanky Pugh—. Habría un «incidente desafortunado» que lo vaporizaría todo convenientemente hasta un par de metros más allá de las instalaciones de T. G. Sin que suponga un peligro para la población, por supuesto, no hay causa de alarma, amigos, es solo una de esas explosiones rutinarias. Maldita sea, Dolbe, estamos en esto juntos.

Brooks Showard depositó en el suelo, a sus pies, la horrible pila de tejidos deformados que hasta hacía muy poco habían sido un bebé humano sano y se sentó a su lado con cuidado. Apoyó la cabeza en las rodillas, las rodeó con sus brazos, y rompió a llorar. La rápida intervención de Arnold Dolbe impidió que el servomecanismo que corría para recoger lo que había interpretado por basura se llevara al bebé. Dolbe agarró a la criatura de debajo del borde del cilindro y corrió hacia la compuerta del vaporizador; una vez hubo arrojado al bebé dentro, se frotó las manos con violencia contra los lados de su bata de laboratorio. ¡Ahí va su hijo, señor y señora Landry, pensó en un arrebato de locura, y aquí tenemos una medalla para ustedes!

—Gracias, Dolbe —suspiró Lanky—. No quería seguir mirando a esa cosa. De verdad, no era decente.

Lanky pensaba en el señor y la señora Landry. Porque era el encargado de borrar todos los datos de los ordenadores después de cada fracaso, y recordaba los nombres de los padres. No debía hacerlo. Se esperaba que los borrara al mismo tiempo de su mente. Pero era el que tenía que escribir los nombres en un trozo de papel antes de borrarlos, y el encargado de transferir los nombres a las tarjetas de datos de su caja fuerte, para que no hubiera ninguna oportunidad de perder realmente lo que había sido borrado. Lanky se sabía los cuarenta y tres nombres de memoria, en orden numérico.

En la pequeña sala de conferencias, después de que Showard recuperara cierto control sobre sí mismo, si se ignoraba el temblor de sus manos, los cuatro técnicos de T. G. permanecieron sentados y escucharon al representante del Pentágono. Claro y directo, sin malgastar nada. No estaba demasiado complacido con ellos.

—Tenemos que descifrar ese lenguaje —les dijo llanamente—. Al cien por cien. Sea lo que sea lo que esa cosa de la interfaz tenga por lenguaje, tenemos que llegar hasta él. Está claro como el agua que no puede usar el PanSig para comunicarse. Tenemos que encontrar un medio para hacerlo, para comunicarnos con esa cosa, quiero decir. Con esa cosa y con sus jodidos amigos. Es un asunto de vital importancia.

—Oh, claro —contestó Brooks Showard—. Naturalmente.

—Coronel —replicó el hombre del Pentágono—, no se trata de querer hablar con esas cosas, y usted lo sabe. Necesitamos lo que tienen, no podemos pasar sin ello. Y no hay forma de conseguirlo sin negociar con ellos.

—Necesitamos lo que tienen. Siempre «necesitamos» lo que alguien tiene, general. Quiere decir que ansiamos lo que tienen, ¿no?

—Esta vez no. ¡Esta vez no! Lo necesitamos.

—A toda costa.

—A toda costa. Correcto.

—¿De qué se trata? ¿Es el secreto de la vida eterna?

—Sabe que no puedo decírselo —contestó el general, paciente, como le habría hablado a una mujer temerosa con la que estuviera siendo indulgente.

—Se supone que debemos aceptarlo de buena fe, como de costumbre.

—¡Puede aceptarlo como quiera, Showard! Eso no supone ninguna diferencia. Pero estoy aquí, con el poder que me confiere el Gobierno federal de esta gran nación, para apoyarlo a usted y a su personal a que lleve a cabo actos que son tan ilegales y criminales, impensables e inenarrables que ni siquiera podemos mantener archivos sobre ellos. Y estoy aquí para ofrecerles mi sagrado juramento de que no voy a participar en ese tipo de asunto por bagatelas, triquiñuelas y una nueva variedad de abalorios; ni lo harán los oficiales que, con tremenda reluctancia, se lo aseguro, me autorizan a servir en esta facultad.

Arnold Dolbe sonrió al general mostrándole los dientes mientras intentaba no pensar en que el uniforme era anticuado. Había buenas y excelentes razones para conservar los antiguos uniformes, y estaba familiarizado con ellas. Tradición. Respeto a los valores históricos. Antídoto contra el síndrome del shock del futuro. Etc. Y quería asegurarse de que el general le recordara como un tipo cooperativo, un auténtico jugador del equipo en la mejor tradición reaganiana. Se aseguraría de que el general era plenamente consciente de ello. Sentía que debía hacer un breve discurso, algo con gusto pero, al mismo tiempo, memorable, y pensó que no subestimaba el caso cuando se consideraba el más indicado para hacerlo.

—Lo comprendemos, general —empezó a decir, conciliador—, y lo valoramos. Nos sentimos agradecidos por ello. Créame, no hay ni un solo miembro de este equipo, ni uno solo, que no apoye este esfuerzo hasta el final, excepto aquellos que no necesitan conocerlo, por supuesto. Y no es que no apoyen el esfuerzo, claro… Es que no conocen en detalle lo que apoyan. Nosotros sí. Los que estamos en esta habitación lo sabemos. Y sentimos cierta humildad al haber sido elegidos para esta noble tarea. El coronel Showard está un poco extenuado en este instante, y es comprensible, pero le apoya en todo momento. Lo que ocurre es que hemos tenido una mañana desagradable, aquí en Trabajo Gubernamental. Sin embargo…

—Estoy seguro de que ha sido el caso —intervino el hombre del Pentágono, que lo interrumpió de una forma que hirió profundamente a Dolbe—. Estoy seguro de que habrá sido un infierno. Sabemos por lo que están pasando, y les honramos por ello. Pero hay que hacer algo para preservar la civilización en este planeta. ¡Y hablo en serio, caballeros! Literalmente para prevenir el fin de la humanidad en esta verde y dorada Tierra nuestra; el fin permanente, podría añadir. No hablo de unas pocas décadas en las colonias hasta que las cosas se enfríen y podamos volver al planeta. Hablo del fin. Permanente. Definitivo. Total.

Lo dijo como si lo creyera. De hecho, era posible que así fuera, aunque solo se debiera al hecho de que era un buen soldado, y no se puede ser un buen soldado si se piensa que los que están encima de uno en la cadena de mando te cuentan mentiras. Y, por supuesto, esos también eran buenos soldados, y no pensarían que aquellos que les decían lo mismo les mentían. Nadie sabía con exactitud dónde paraba la pelota en este asunto. El general tenía la sensación de que la pelota continuaba pasando y pasando en una eterna cinta de Moebius. A veces se preguntaba quién estaba al mando. El presidente no, desde luego. Uno de sus deberes primarios era asegurarse de que el presidente nunca supiera mucho sobre este asunto de la rama ejecutiva. El general no caía en la ilusión de que el Pentágono no fuera parte de la rama ejecutiva.

El general hizo tamborilear los dedos y los miró con dureza durante largo rato, y advirtió que solo Dolbe se rebullía intranquilo bajo su mirada.

—¿Y bien, caballeros? —preguntó—. ¿Qué harán ahora? Tengo que llevar alguna respuesta razonable a mis superiores. No hacen falta detalles, solo una idea general. Y últimamente no se sienten muy pacientes. Nos hemos cansado de perder el tiempo, caballeros. Esta vez estamos contra las cuerdas.

Se produjo un tenso silencio mientras los dedos del general tamborileaban ligeramente sobre la mesa, el renovador de aire zumbaba con suavidad y la bandera americana ondeaba de vez en cuando con la brisa mecánica.

—¿Caballeros? —insistió el general—. Soy un hombre muy ocupado.

—Oh, qué demonios —intervino Brooks Showard. Lo sabía. O hablaba él, o permanecerían allí sentados hasta el fin de los tiempos. Lo cual, si daban crédito al general, no sería demasiado—. Sabe muy bien lo que tenemos que hacer a continuación. Ya que los incompetentes del Gobierno y los militares son demasiado gallinas para meter en prisión a todos los malditos lingüistas por traición, asesinato, incitación a la rebelión, lenocinio, sodomía o lo que haga falta para que esos jodidos lingos cooperen…

—¡Sabe que no podemos hacer eso, coronel! —Los labios del general estaban tan tensos como dos tiras de tocino congeladas—. ¡Si los lingüistas tuvieran una excusa, cualquier excusa, se retirarían de todas las negociaciones que tenemos en curso con los alienígenas, y eso sería nuestro fin! ¡Y no hay nada que podamos hacer al respecto, coronel, nada en absoluto!

—Ya que, como he dicho, son ustedes demasiado cobardes para hacer eso y hacerlo bien, solo nos queda una opción. Ustedes quieren conservar las manos limpias, estoy seguro. Pero nosotros tenemos que robar un niño lingüista, un bebé lingo. Para beneficio de ustedes, por supuesto. Por el bien de toda la humanidad. ¿Qué le parece como plan B?

Todos se agitaron, incómodos. Los bebés voluntarios ya eran algo desagradable. Pero ¿robados? No es que los jodidos lingüistas no se lo merecieran, y no es que no tuvieran bebés de sobra para consolarse. Pero, de alguna manera, el bebé no se lo merecía. Todos estaban dispuestos a seguir con la línea religiosa impuesta, pero ninguno se tragaba de verdad la historia de los pecados de los padres repetidos en los hijos, etc. Robar un bebé. No era muy agradable.

—Sus mujeres paren en las salas públicas de los hospitales —observó Showard—. No será difícil.

—Oh, cielos.

El general apenas podía creer que hubiera dicho eso. Lo intentó de nuevo.

—Pero ¡por todos los santos!

—¿Sí?

—¿Es la única opción que nos queda, coronel Showard? ¿Está absolutamente seguro?

—¿Tiene alguna otra sugerencia? —replicó Showard.

—General —intervino Dolbe—, ya hemos hecho todo lo demás. Sabemos que nuestra interfaz es un duplicado exacto de las que usan los lingüistas. Sabemos que nuestros procedimientos son exactamente los mismos que los suyos, aunque no sean gran cosa. Ponemos al alienígena o, mejor aún, a dos de ellos, si podemos conseguir una pareja, en un lado. Al bebé en el otro. Y nos quitamos de en medio. Es lo único que se puede hacer. Eso es lo que hacemos, igual que ellos, lo hemos intentado una y otra vez. Y ya sabe lo que sucedió cuando lo probamos con los bebés probeta; fue lo mismo, solo que peor. No me pida que se lo explique. Hemos traído a todos los expertos en ordenadores, científicos, técnicos…

—Pero entienda que…

—¡No, general! No hay nada que entender. Hemos comprobado y vuelto a comprobar una y mil veces. Hemos seguido hasta la última variable no solo una vez, sino muchas. Y tiene que ser, general, por alguna razón que solo los lingüistas conocen (y estoy convencido de que, por algún motivo, guardar ese conocimiento para sí constituye traición por su parte), que solo los niños lingüistas son capaces de aprender las lenguas alienígenas.

—Se refiere a alguna razón genética.

—¿Por qué no? Mire lo interrelacionados que están, en la frontera con el incesto. ¿De qué estamos hablando? ¡De trece familias! No es un gran acervo genético. Es cierto que de vez en cuando introducen material externo, pero básicamente son estos trece grupos de genes, una y otra vez. Debe de ser por una razón genética.

—General —añadió Beau—, lo único que hacemos aquí es sacrificar a los hijos inocentes de los no lingüistas en algo que nunca va a funcionar. Tiene que ser un niño nacido en una de las líneas, y eso es todo.

—Ellos lo niegan —dijo el general.

—Bueno, ¿no lo negaría usted en su lugar? A los traidores bastardos les conviene controlar a todo el maldito Gobierno; mientras tanto, reparten sus migajas de sabiduría cuando les place y viven del sudor y la sangre de la gente decente. Y si tenemos que asesinar a bebés inocentes en un intento de hacer lo que ellos deberían hacer por nosotros, pues bien, maldita sea, no les importa. Eso pone a su merced a todos los ciudadanos americanos, y a todos los ciudadanos de todos los países de este planeta y sus colonias. ¡Claro que lo niegan!

—Mienten —resumió Showard, con la sensación de que Beau St. Clair había dicho ya todo lo que él iba a decir—. Mienten descaradamente.

—¿Está seguro?

—Por completo.

El general produjo el mismo sonido que haría un caballo inquieto, y se quedó allí sentado mientras se mordía el labio superior. No le gustaba. Si los lingos sospechaban, si había una filtración… Y siempre las había…

—Mierda —maldijo Lanky Pugh—, tienen tantos bebés que nunca echarán a uno en falta, siempre y cuando nos hagamos con una hembra. ¿Lo conseguiríamos con una hembra?

—¿Por qué no, señor Pugh?

—Bueno, quiero decir, ¿puede hacerlo una hembra?

El general miró a Pugh con el ceño fruncido y se volvió a los demás en busca de una explicación. Aquello estaba más allá de su alcance.

—Se lo repetimos a Lanky una y otra vez —explicó Showard—. Se lo explicamos constantemente. No hay correlación entre la inteligencia y la adquisición de los lenguajes por parte de los niños pequeños, excepto al nivel de un retraso grave cuando se es un niño permanente. Se lo decimos, pero parece que le ofende o algo por el estilo. No parece capaz de admitirlo.

—Yo diría que el señor Pugh debería estudiar al menos la literatura básica sobre la adquisición del lenguaje —comentó el general.

Se equivocaba. Lanky Pugh, que había intentado aprender tres lenguajes humanos diferentes porque sentía que un especialista en ordenadores debería saber al menos un lenguaje más que no fuera informático —y que no había tenido éxito—, no tenía que ponerse al día con la literatura sobre la adquisición de una lengua materna. Si las hembras lingos podían aprender idiomas extranjeros (¡idiomas alienígenas, por el amor de Dios!), cuando solo eran bebés, entonces, ¿por qué él no podía ni siquiera hablar un francés pasable? Todos los niños lingüistas tenían fluidez nativa en un idioma alienígena, tres idiomas terrestres de diferentes familias, el lenguaje de signos americano y el PanSig, además de un dominio razonable de cuantos lenguajes terrestres pudieran aprender. Y había oído que muchos de ellos hablaban como nativos dos idiomas alienígenas. Mientras que él, Lanky Pugh, solo hablaba inglés. Solo inglés. No, no le gustaba, y no quería analizar la cuestión en detalle. Era algo sobre lo que no quería pensar más.

—… echarlo de aquí —decía Showard—. Pero es el mejor técnico informático del mundo, el mejor, y no podemos trabajar sin él, y si elige no saber de nada más que de ordenadores, es su decisión. Eso es lo único que se le requiere que sepa, general, y de eso sabe más que nadie, en cualquier parte, en toda la historia. Y, sin embargo, no descifraremos el Beta-2 con un ordenador. Lo siento.

—Ya veo —contestó el general. Con ello, daba el tema por zanjado. Se levantó y recogió su graciosa gorra con toda su quincalla—. No es asunto mío, por supuesto. Estoy seguro de que Dolbe dirige bien la nave.

—¿General?

—¿Sí, Dolbe?

—¿No quiere discutir…?

—¡No, no quiere discutir cómo nos encargaremos del asunto del secuestro, Dolbe! —gritó Brooks Showard—. ¡Por el amor de Dios, Dolbe!

El general asintió.

—Exacto —accedió—. Exacto. Ojalá no supiera lo que ya sé.

—Usted nos lo preguntó, general —señaló Showard.

—Sí, soy consciente de ello.

Se marchó con una sonrisa antes de que pudieran añadir nada más. El general llegaba, hacía su trabajo y se marchaba. Por eso él era general y ellos se encargaban del negocio de robar bebés. Y de matarlos.

La única cuestión ahora era decidir quién iba a hacerlo. Porque tenía que ser uno de ellos. No había nadie más en quien se pudiera confiar para sacar a un bebé lingüista de un hospital. Y sería mejor que no fuera Lanky Pugh, porque era el único Lanky Pugh que tenían, y no podían perderlo. No se atrevían a correr el riesgo.

Arnold Dolbe, Brooks Showard y Beau St. Clair se dirigieron miradas de odio los unos a los otros. Y Lanky Pugh fue a buscar las pajitas.

Showard pensaba que se sentiría nervioso, pero no lo estaba. La bata blanca de laboratorio era la misma que vestía en el trabajo. No tenía la sensación de llevar un disfraz. Los pasillos del hospital eran como los de los hospitales y los laboratorios de cualquier parte; si no hubiera sido por el constante bullicio y confusión del cambio de turno y los visitantes que entraban y salían, podría estar en T. G. La única concesión que hacía al hecho de que se encontraba en este lugar para secuestrar un bebé humano era el estetoscopio que colgaba de su cuello, y había dejado de ser consciente de él casi de inmediato. La gente que pasaba por su lado murmuraba «Buenas noches, doctor» de forma automática, sin que nada más que el antiguo símbolo de la profesión lo identificase, incluso cuando llegó a la sala de maternidad. En cualquier otra profesión haría cien años que habrían sustituido un instrumento tan grotesco, inservible y obsoleto como el estetoscopio, pero no en la medicina. Para los médicos no había ninguna insignia pequeña en el cuello de la camisa. Ningún botoncito sofisticado. Los médicos conocían el poder de la tradición, y nunca flaqueaban.

—Buenas noches, doctor.

—Hum —contestó Showard.

Nadie le prestaba atención. Las mujeres tenían bebés a cualquier hora del día y de la noche, y un doctor en la planta de maternidad diez minutos antes de la medianoche no era algo que llamara la atención.

El comunicado había llegado hacía veinte minutos:

—¡Una zorra lingo acaba de parir en el Memorial hace aproximadamente media hora! ¡Ponte en marcha!

Y aquí estaba. Para él no suponía ningún consuelo que el bebé fuera una hembra, pero pensó que Lanky estaría complacido.

Era un hospital antiguo, uno de los más viejos del país. Dedujo que habría salas modernas en alguna parte, con medicápsulas que se encargaban de todas las quejas de los pacientes, sin la necesidad de la intervención de los seres humanos; pero esas salas estaban en las plantas superiores, en las torres que daban al río. Con ascensores privados para asegurarse de que los pacientes adinerados subieran en ellos y no se sintieran ofendidos por la crudeza del resto de los edificios. En los pabellones públicos, las cosas habían cambiado muy poco desde que le extirparon el apéndice a los seis años. Por lo que veía, excepto por los uniformes de las enfermeras y los ordenadores junto a cada cama, tenía el aspecto propio de los hospitales durante el último siglo. Y la sala de maternidad, ya que solo servía para las mujeres, era el último sitio en cuya renovación se gastarían dinero.

Una luz sobre una cabina al final del pasillo le indicó dónde debía ir. La enfermera de guardia estaba inclinada sobre su ordenador y se aseguraba de que las entradas de las unidades adosadas a cada cama coincidían con las entradas de los registros. Muy poco eficaz, pero Showard supuso que tenía que hacer algo para entretenerse durante la noche.

Se sacó la placa de identificación falsa del bolsillo de la bata y se la tendió.

—Tome —dijo—. ¿Dónde está el bebé lingo?

La enfermera lo miró, inclinó la cabeza con deferencia y observó la placa.

BEBÉ ST. SYRUS, decía. EVALUAR POTENCIALES. Y el garabato indescifrable que era la marca gráfica del auténtico doctor en medicina.

—Llamaré a una enfermera para que le traiga al bebé, doctor —respondió de inmediato, pero él meneó la cabeza.

—No puedo perder el tiempo esperando a sus enfermeras —repuso, con toda la brusquedad posible, ciñéndose a su papel de médico—. Dígame dónde está el bebé y yo iré.

—Pero doctor…

—Tengo el conocimiento y la formación suficientes como para recoger a un bebé y llevarlo a neurología —respondió, e hizo todo lo posible por darle a entender que ella era inferior al polvo que había bajo sus valiosos pies—. ¿Va a cooperar o tendré que llamar a un hombre para que se encargue del servicio aquí?

Ella se acobardó, como es natural. Bien entrenada, a pesar de hallarse en el gran mundo exterior del antiguo hospital. Su rostro ansioso se tornó pálido, y lo miró con la boca medio abierta, petrificada. Showard chasqueó los dedos bajo su nariz.

—¡Vamos, enfermera! —dijo con fiereza—. ¡Tengo pacientes esperando!

Tres minutos más tarde tenía al bebé St. Syrus en los brazos y se encontraba a salvo en el ascensor de la salida trasera, que daba a un tranquilo jardín con naranjos, una variedad de plantas feas y unos pocos bancos estropeados. Una luz brillaba en el jardín, y a medianoche uno no veía su propia mano delante de la nariz, lo habían comprobado.

Fue tan fácil que resultó ridículo. Salió del ascensor, apretando al bebé con fuerza contra su cuerpo.

—Disculpe, doctor.

—En absoluto, discúlpeme usted a mí.

—Discúlpeme, doctor.

—Buenos días, doctor.

Eran muy científicos en este lugar. Pasaban dieciséis minutos de la medianoche y ya decían buenos días.

Recorrió el pasillo, giró a la derecha. Otro pasillo. Un pequeño vestíbulo, donde otra enfermera de guardia lo miró brevemente y volvió a su ausente comprobación de los registros. Otro pasillo.

—Buenos días, doctor. —Un hombre mayor que llevaba flores—. Dios le bendiga, doctor. —Casi reverente. Debía de resultar hermoso ser médico y recibir toda aquella adoración.

—Gracias —contestó Showard, cortante, y el hombre lo miró con absurda sorpresa.

Y entonces llegó a la puerta. Sintió un débil cosquilleo en la nuca mientras caminaba hacia ella; si iban a detenerlo, si iba a sonar alguna alarma e iban a perseguirlo, aquí era donde ocurriría.

Pero no pasó nada.

Abrió la puerta, cubrió la cabeza del bebé con la sábana, se aseguró de que aún podía respirar, salió y se encaminó al volador estacionado en el perímetro del aparcamiento. Con las pegatinas Cruz Rosa/Escudo Rosa en sus puertas.

Fue, como solían decir, pan comido.

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