Читать книгу Lengua materna - Suzette Haden Elgin - Страница 8
2
ОглавлениеEl término lingüístico «codificación léxica» se refiere a la manera en que los seres humanos eligen una fracción particular de su mundo, externo o interno, y asignan a esa fracción una estructura superficial que será su nombre; se refiere al proceso de creación de palabras. Cuando las mujeres usamos «Codificación», con «C» mayúscula, queremos decir algo diferente. Nos referimos a la creación de un nombre para una fracción del mundo que hasta el momento no ha sido nombrada en ninguna lengua humana, y que no ha sido creada, encontrada o inventada súbitamente en una cultura. Nos referimos a dar nombre a una fracción que ha rondado durante mucho tiempo pero que jamás se ha considerado de importancia suficiente como para merecer su propio nombre.
Las codificaciones léxicas ordinarias se pueden hacer de forma sistemática; por ejemplo, se pueden analizar las palabras de una lengua existente y decidir que se desea un equivalente en una de las lenguas maternas. Entonces, es solo cuestión de disponer la combinación de fonemas disponibles y con significado en ese lenguaje para formular los equivalentes. Pero no hay manera de crear de forma sistemática las Codificaciones con «C» mayúscula. Surgen de la nada, y una cae en la cuenta de que siempre han sido necesarias; pero no se pueden buscar, y no aparecen como entidades concretas claramente dispuestas a la vista y con un letrero de NÓMBRAME. Son, por tanto, de gran valor.
(Casa Estéril Chornyak,
Manual para principiantes, página 71)
INVIERNO DEL 2179…
Aquina Chornyak estaba aburrida. Era una negociación aburrida, sobre un contrato aburrido, para enmendar un tratado aburrido, con un grupo de Alienígenas en Tránsito aburridos hasta la saciedad. Nunca se esperaba que un AET. fuera exactamente una compañía estimulante, y no había motivos para suponer que lo que un terrestre encontrara estimulante fuera estimulante para ellos, o viceversa, pero a veces había unos cuantos destellos interesantes en medio de la palabrería burocrática.
Esta vez no. Los jeelods eran tan parecidos en su forma a los terrestres que resultaba difícil recordar que eran AET.s; no tenían tentáculos extraños, colas, orejas puntiagudas, ni narices gemelas. Eran bajos y regordetes, un poco más cuadrados que los típicos humanoides terrestres, y tenían largas barbas. Y eso era todo. Con sus abultados monos parecían un trío de… fontaneros. Algo por el estilo. Era aburrido. ¿Y a quién le importaba (excepto a los jeelods, por supuesto, ya que si no les hubiera importado no habrían solicitado la negociación), a quién le importaba si los contenedores en los que la Tierra les enviaba armas eran azules o no?
A ellos les importaba. Lo habían dejado claro. El azul, habían dicho, era un color ofensivo para los jeelods, un insulto al honor de cada individuo; era un asunto twx’ twxqtldx. Aquina no era capaz de pronunciarlo, pero tampoco tenía que hacerlo; estaba aquí meramente como apoyo y traductora social para Nazareth, que era la portavoz nativa del REM34-5-720 para la Tierra. Nazareth lo pronunciaría con la misma facilidad con que habría dicho paparruchas. Y, además, le había intentado explicar pacientemente lo que significaba la palabra.
Si Aquina lo entendía bien, usar aquellos contenedores azules era el equivalente a que los jeelods enviaran sus cargueros a la Tierra en contenedores rebosantes de heces fecales humanas; era curioso cómo los mismos estúpidos tabúes aparecían en tantas razas humanoides por todo el universo. Pero los jeelods no cooperarían para resolver el asunto de la manera en que dos culturas terrestres lo habrían hecho en una situación similar.
—¿Quieres decir que el hecho de que los contenedores sean azules equivale a echarles mierda por encima?
—¡Exacto!
—Vaya, no lo sabíamos. Nuestras disculpas, ¿eh? ¿Qué color les va bien?
—El rojo.
—Hecho.
Y la reunión habría terminado. No…, desde luego, aquello era más complicado y podía hacerse de esa forma. (Y, para ser sinceros, había culturas en la Tierra que tampoco lo habrían resuelto de aquella manera).
Cada vez que Nazareth lo explicaba, hablando primero a los jeelods en un REM34-5-720 intachable y, a continuación, en perfecto inglés a los representantes del Gobierno americano, sucedía lo mismo. Los jeelods empalidecían, se volvían de espaldas, se sentaban en el suelo y se cubrían la cabeza con las manos. Nazareth explicó que aquella posición indicaba que no estaban presentes en ningún sentido legal de la palabra. Estos periodos de ausencia legal duraban, según los imperativos culturales jeelod, exactamente dieciocho minutos y once segundos. A continuación, se sentaban de nuevo ante la mesa de conferencias y Nazareth lo intentaba de nuevo. Pobre chiquilla.
Si ella misma estaba aburrida, pensó Aquina, Nazareth, a su edad, estaría al borde del colapso. Once años no es una edad paciente, ni siquiera para una niña de las líneas. Y, al contrario que los hombres del Departamento de Estado, que salían a tomar café exactamente dieciocho minutos y once segundos cada vez que sucedía, Nazareth se quedaba en la sala. Era imposible determinar cuál habría sido la reacción de los AETs si su intérprete hubiera abandonado la sala durante su ritual ofensivo.
Pasaron otros quince minutos del último episodio, y Aquina suspiró y pensó en salir a tomar café; puesto que actuaba como un mero apoyo, posiblemente podía hacerlo. Pero sería complicado, ya que tendría que encontrar a un hombre dispuesto a escoltarla. Y no sería lo correcto. Nazareth le caía bien, era muy especial para ser una niña de once años. Aquina la miró con cariño, deseó contarle un chiste o hacer algo para aliviar el tedio, y entonces vio que la niña tenía la cabeza inclinada en total concentración sobre una libreta de papel. Escribía algo en ella, y la punta de su lengua asomaba por entre los labios apretados con fuerza. Aquina la tocó con suavidad para llamar su atención y, entonces, le hizo una pregunta por señas; de espaldas, los jeelods nunca sabrían que las terrestres usaban un lenguaje de signos.
—¿Estás dibujando, querida? ¿Puedo verlo? —se comunicó por signos.
La niña parecía intranquila, y sus hombros se encorvaron con ademán protector sobre su trabajo.
—No importa —dijo Aquina—. No importa… No quería fisgonear.
Pero Nazareth le sonrió y se encogió de hombros.
—Tranquila —contestó, también por señas, y le pasó el cuaderno para que lo mirara.
Ahora que lo tenía entre las manos, Aquina no supo de qué se trataba; no eran dibujos, desde luego. Parecían palabras, pero ninguna que hubiera leído antes. Nazareth estaba muy por delante de ella en el REM34-5-720, porque esa era su responsabilidad; era su lengua materna, igual que el inglés y el ameslán. Pero estas palabras no podían ser REM34-5-720. Aquina conocía las reglas para la formación de palabras en aquel idioma… y esto era algo distinto.
—Son Codificaciones —explicó Nazareth, al darse cuenta de que estaba perpleja.
—¿Qué?
—Codificaciones. —Nazareth lo deletreó con los dedos, para asegurarse de que la entendía, y Aquina la miró con la boca abierta.
¡Codificaciones! ¿Qué demonios…?
Antes de que pudiera preguntar, oyó las suaves pisadas de las sandalias a su espalda; los hombres del Departamento de Estado regresaban. Nazareth se enderezó en la cabina de intérprete, donde Aquina y ella quedaban lo suficientemente ocultas a la vista para evitar a los frágiles egos de los varones la humillación de ver a las mujeres de cuyos servicios dependían en esta transacción interplanetaria. Toda la atención de Nazareth se volcó en los jeelods y sus contrapartidas terrestres, y dejó el cuadernillo en las manos de Aquina. Nazareth conocía sus obligaciones, y las cumplía a rajatabla. Aquina la oyó hablar y producir con facilidad las imposibles agrupaciones de consonantes con sus imposibles modificaciones de chasquidos, glotalizaciones y gorjeos, en un intento de expresar sus objeciones que no forzara a los jeelods a «ausentarse» de nuevo de las negociaciones.
Aquello permitió a Aquina estudiar el cuaderno, al principio con desinterés, luego cada vez más emocionada. ¡Codificaciones, había dicho la niña! Nuevas formas de lenguaje para conceptos aún no lexicalizados en ninguna lengua… Codificaciones. Con C mayúscula, ¿verdad?
Miró los símbolos de trazo claro; los hijos de las líneas, entrenados para realizar transcripciones fonéticas a los seis años, no producían más que símbolos ordenados. Entonces reconoció las palabras: eran los intentos de Nazareth con el langlés, y eran patéticos. Con los recursos que ofrecía el langlés a un acuñador de palabras, estaban condenados a serlo; y, con lo poquísimo que Nazareth podía conocer sobre el langlés, ni siquiera eran de un patetismo destacado. Pero se sintió emocionada de todas formas.
Eran los conceptos en sí, la semántica de las formas que Nazareth trataba de hacer pronunciables, los que hicieron que su corazón latiera desbocado. Tal vez existieran en algún idioma que no conocía, claro, algo que debería comprobar; pero también podrían no existir. Y si así era…, bien, sería como encontrar un disco de carta blanca en una acera móvil, sin nadie alrededor que te viera recogerlo. Sería bastante fácil, ahora que Nazareth había descrito la semántica, darles las formas adecuadas, convertirlos en palabras…
Tenía la frente y las palmas de las manos cubiertas de un fino sudor; miró a la niña que tenía al lado como habría mirado a un alienígena interesante. Y vio que Nazareth estaba exasperada, y no con los jeelods. Aquina se había perdido algo, lo que significaba que su labor de apoyo era inútil. El cuadernillo tendría que esperar, y Aquina comunicó por señas un apresurado «¡Lo siento, Naza!» y volvió a prestar atención a su trabajo. Nazareth ya estaba lo suficientemente atareada intentando resolver aquella maraña de lenguaje y costumbres sin tener que tomar notas, buscar formas en los diccionarios y tranquilizar a los tipos del Gobierno cuando se agitaban. Aquina apartó el cuadernillo de su mente y se centró en su trabajo.
No pudo volver a la casa Estéril Chornyak y discutir del tema con alguien hasta casi medianoche. Primero fueron las interminables series de «ausencias». Según había contado, veintinueve antes de que Nazareth encontrara un par de expresiones equivalentes en los dos lenguajes que sirvieran al propósito y no ofendieran a ninguno de los dos grupos negociadores. A continuación, vino la larga disputa sobre el color que tendrían los contenedores en el futuro. Nazareth les había advertido de que no tenía sentido elegir otro color para descubrir más tarde que también era tabú, con lo que habría que empezar de nuevo.
Aquina apenas había podido seguir lo que hacía la niña, y no conocía la mitad de las palabras. (Ese era el problema de tener solo un apoyo informal, en vez de otro hablante nativo, por supuesto, pero cuando el otro único hablante apenas comenzaba a caminar, una lo hacía lo mejor que podía). Nazareth había contado una historia a los jeelods, como se cuenta una historia cualquiera; a través de ella, había introducido, uno a uno, los términos jeelod para los colores, los once tonos básicos, y unos cuantos adicionales. Sabía lo que hacía, eso era obvio; en teoría, esto era el equivalente jeelod de tantear el terreno antes de llegar a un lugar seguro. A medida que cada color se introducía en la historia, Nazareth hacía un determinado movimiento de hombros, un chasquido de la lengua, un sonido de olfateo…, seguramente eran pautas de lenguaje corporal de los jeelods, aunque Aquina no conocía su significado. La niña observaba con impresionante intensidad mientras hablaba y buscaba algo en ellos, una fracción de lenguaje corporal que le diera la clave que necesitaba. Mientras tanto, los hombres del Gobierno se revolvían inquietos. No tenían paciencia, como de costumbre; Aquina se preguntaba qué encontraba el Gobierno de particular en ellos. Como de costumbre.
Por fin, por fin, apareció el color adecuado, y no hubo ninguna reacción desagradable por parte de los alienígenas. Luego vino la cuestión de que la nueva cláusula del tratado especificase ese color, y aquello no fue fácil, por razones que sin duda eran claras para Nazareth Chornyak, pero que no se molestó en aclarar al resto, sin duda porque estaba demasiado exhausta.
Y, cuando todo terminó y la negociación hubo concluido con éxito, con los jeelods de regreso a casa felices, y el contrato firmado, sellado y enviado, Aquina y Nazareth esperaron mientras los retardados del Gobierno se quejaban a sus anchas al hombre Chornyak que había venido a recogerlas y llevarlas a casa. Nazareth era una incompetente, etc., etc. Aquina no servía de nada, etc., etc. Una desgraciada pérdida de tiempo y dinero, etc., etc. Si esto era lo mejor que podían proporcionar los lingüistas, el Gobierno solo podía decir etcétera, etcétera.
Su conductor escuchó con gravedad, asintiendo de vez en cuando para no interrumpir el torrente de quejas y así acabar pronto; al final, los incompetentes se quedaron sin nada más de que quejarse. En ese momento, el conductor sugirió que, si de verdad estaban insatisfechos con el trabajo de Nazareth y Aquina, podían sentirse libres para contratar a un equipo diferente de intérprete/traductor para su siguiente contacto con los jeelods.
No había otro equipo, por supuesto, ya que Nazareth Joanna Chornyak era la única terrestre viva que hablaba el idioma jeelod con la mínima fluidez. Dos niños Chornyak lo aprendían de ella, por supuesto, así que habría alguien que la sucedería más adelante y serviría como apoyo formal. Uno de ellos tenía nueve meses y el otro iba a cumplir dos; no se podían esperar grandes habilidades negociadoras de ninguno en algún tiempo. Los incompetentes lo sabían, y los lingüistas sabían que lo sabían, y todo resultaba tan absurdo como los rituales de ausencia de los jeelods. Y pareció durar lo mismo.
—Dieciocho minutos once segundos —murmuró Aquina a la cansada niña que esperaba a su lado a que terminaran; Nazareth soltó una risita y dijo algo verdaderamente obsceno en francés barriobajero. No subieron a la furgoneta hasta casi las once, e incluso a esa hora el tráfico de Washington era tan denso que tardaron otros veinte minutos en subir al volador. Nazareth tendría que levantarse a las cinco y media para la rutina del día siguiente, como siempre, y volver a otra cabina de interpretación a las ocho en punto. ¡Era muy divertido ser una niña de las líneas!
Igual que ser una mujer de las líneas, claro. Había muchas mujeres aún despiertas en la casa Estéril a medianoche, y estaban lo suficientemente ocupadas —y cansadas— para agradecer una interrupción y escuchar lo que Aquina tenía que contar. Empezó con un público reducido y dudoso: ella misma, Nile, Susannah y una nueva residente llamada Thyrsis a quien no conocía bien y que había decidido, por alguna razón todavía inexplicada, que prefería estar aquí que en la casa Estéril Shawnessey. Sin duda, ya lo contaría a su debido tiempo. Aquina comenzó con esas cuatro y, a medida que hablaba, su público aumentó de manera considerable.
—No comprendo —intervino Thyrsis Shawnessey la primera vez que Aquina hizo una pausa.
—Eso es porque Aquina está excitada. Nunca habla con claridad cuando lo está; por suerte, siempre se aburre en las negociaciones, o quién sabe qué clase de cosas nos habría contado ya.
—¿Cómo puedes estar excitada a estas horas de la noche, Aquina?
—Porque es excitante —insistió Aquina.
—Cuéntanoslo de nuevo.
Aquina se lo contó e intentó no sonar precipitada. Ellas escucharon y asintieron, y Susannah se levantó, preparó té y lo sirvió.
Cuando se aseguró de que todo el mundo tenía en su poder las humeantes tazas, pidió a Aquina que parase.
—Permíteme comprobar si lo he entendido bien, sin todos los toques exóticos —dijo—. Lo que dices es que esa niña, por sí misma, ha escrito Codificaciones y creado palabras para ellas en langlés. Sin ninguna ayuda ni instrucción por parte de nadie. Ni ninguna información sobre el langlés, excepto los fragmentos que las niñas pequeñas aprenden aquí y en la casa principal, lo que nos ven hacer con los ordenadores y demás. ¿Lo he entendido bien, Aquina?
—Bueno, se trataba de un langlés lamentable, Susannah, era de esperar.
—Por supuesto.
—Pero lo has entendido bien. Si se considera con lo que tiene que trabajar, lo ha hecho muy bien. Al menos, podría decirse que se pretendía que las formas fueran en langlés. Y, aun así, eso no es lo importante, sino la semántica, maldita sea. Y tuve la oportunidad de preguntarle un par de cosas mientras esperábamos a que los hombres acabaran con sus juegos de dominación y nos dejaran volver a casa. Dice que lleva haciéndolo bastante tiempo.
—A su edad, eso significará un mes o dos.
—Tal vez sí, tal vez no. Afirma que tiene más páginas en casa. Lo anota en un cuaderno, como yo escribo en un diario. ¡Lo que daría por echarle un vistazo!
—Crees que esto es importante, ¿verdad, Aquina? No es solo el juego de una niña pequeña, sino algo de gran importancia.
—Bueno, ¿tú no?
—Aquina, no estuvimos allí, no vimos lo que escribió. Y tú no lo recuerdas muy bien. ¿Cómo podemos juzgar con tan pocos datos?
—Copié una Codificación.
—Sin pedirle permiso.
—Sí. Sin pedirle permiso. —Aquina estaba acostumbrada a meterse en líos con las otras habitantes de la casa y a encontrarse en el extremo equivocado de sus líneas éticas; no se molestó en mostrarse desafiante—. Pensé que importaba, y todavía lo pienso. Tomad, por favor, mirad esto. —Y les tendió una muestra de lo que había en el cuadernillo de Nazareth.
Abstenerse de preguntar con malas intenciones; en especial cuando está claro que alguien quiere con fervor que se le pregunte: por ejemplo, cuando alguien desea que se le pregunte por su estado mental o de salud y es evidente que quiere hablar sobre el tema
—¿Y bien? —preguntó después de que lo hubieran mirado el tiempo suficiente para comprenderlo—. ¡Decid algo!
—¿Y le ha dado a esto una lexicalización como una palabra en langlés?
—¡Por todos los demonios, mujer, Nazareth no conoce la existencia de ningún otro idioma femenino además del langlés! Como es natural, eso es lo que ha intentado hacer. ¿No lo ves? ¡Si puede formular conceptos semánticos como estos, nosotras sabemos qué hacer con ellos!
—Pero Aquina —objetó Susannah—, entonces la niña esperaría que apareciesen en los ordenadores de los programas de langlés. Y eso significaría que los hombres tendrían acceso. No podemos permitirlo, y lo sabes.
Hubo un coro de asentimiento, y Aquina agitó la cabeza con fiereza y gritó:
—¡En ningún momento he dicho…! —Entonces, bajó la voz y empezó de nuevo. Estaba demasiado cansada para chillar, aunque fuera lo apropiado—. ¡En ningún momento he dicho que le dijéramos a Nazareth que estamos usándolos, no soy completamente estúpida!
—Pero, entonces, ¿cómo los conseguiríamos?
—Yo me encargaré —dijo Aquina—. Soy el apoyo informal de Nazareth en todas las negociaciones con los jeelods, y estos vuelven con alguna queja estúpida cada dos semanas. Pasaré ociosa bastante tiempo con ella como para averiguar dónde guarda el cuaderno. No en el dormitorio de las niñas, eso está claro; yo no lo haría jamás. Pero nunca ha tenido la oportunidad de llevarlo muy lejos de esta casa o de la casa grande; estará dentro de un árbol, en un agujero o en algún otro sitio parecido. Y ella me lo dirá.
—¿Y entonces?
—Entonces, yo, con sumo cuidado para que no lo sepa nunca, iré cada semana y copiaré lo que haya añadido.
En ese momento, todas se sorprendieron. Sabían que para hacer una tortilla era necesario romper los huevos, pero no les sirvió de mucho consuelo; tenían tanto sentido político como Nazareth, aunque se las pusiera a todas juntas.
—No puedes hacer eso —intervino Nile, y se cubrió con su chal cuando una súbita ráfaga de aguanieve golpeó la ventana junto a ellas.
—¿Por qué no?
—¿Cómo te habrías sentido si alguien hubiera hecho eso con tu diario cuando eras pequeña?
—Existe una diferencia.
—¿Cuál?
—Mi diario solo era importante para mí. El cuaderno secreto de Nazareth es importante para todas las mujeres de este planeta, todas las mujeres del exterior y todas las mujeres por venir. No es lo mismo.
Susannah alargó el brazo y depositó su mano, encogida por la artritis e hinchada con venas azules, pero segura, fuerte y amable, sobre la de Aquina.
—Querida, te comprendemos —dijo con suavidad—. ¡Pero recapacita, por favor! Todas vivimos en casas comunales desde el día en que nos traen del hospital, ¡y en las salas públicas antes que eso, por Dios! No pasamos ni un instante fuera de la casa excepto el tiempo en que estamos encerradas con unos u otros en las cabinas de traducción. ¡Aquina, tenemos tan poca intimidad! Es muy preciada. No puedes violar la intimidad de Nazareth y robarle su cuaderno de donde lo tenga escondido solo porque es una niña y no sospechará de ti; es despreciable. No me creo que hables en serio.
—¡Oh, pero lo hace! —exclamó Caroline, que se unió a las demás con una taza de café solo. A Caroline no le gustaba el té, y no lo bebía ni siquiera para ser amable—. ¡Puedes estar segura de que habla en serio!
—Claro que sí —afirmó Aquina.
Susannah chasqueó la lengua y retiró la mano; y Aquina deseó tener su chal cerca, pero para protegerse del frío del interior de la casa, no el provocado por el clima. No comprendía por qué todavía la lastimaba que todas las mujeres estuvieran en su contra. Mañana cumpliría cincuenta y cinco años, más de medio siglo, había vivido en la casa Estéril durante tantos… y aún le dolía. Se avergonzaba de ser tan blanda. Y lamentaba habérselo dicho, pero ya era demasiado tarde.
—Averiguaré dónde guarda el cuaderno —prosiguió entre dientes—, lo revisaré cada dos semanas para copiar lo que haya añadido y traeré los datos para que trabajemos con ellos.
—Trabajarás sola si lo haces.
—Estoy acostumbrada —repuso Aquina con amargura.
—Supongo que es así.
—Y como Nazareth nunca lo sabrá, no buscará esas palabras en las pantallas de los ordenadores de langlés y estarán a salvo. Pero las emplearemos.
—Deberías avergonzarte.
—No lo hago —respondió ella.
—¿Hacen falta huevos para hacer una tortilla?
Aquina cerró la boca y no dijo nada; no había aprendido a que no la hirieran, pero sí a no permitir que la atormentasen.
Y entonces, porque se sentía cansada y sola, se dispuso a decirles lo que pensaba de su maldita ética, pero Susannah la interrumpió al instante. Y Belle-Anne, atraída por la discusión, sonrosada como un ángel, con el pelo rubio suelto sobre la espalda, acudió en su ayuda. Frotó los tensos hombros de Aquina, le sirvió una nueva taza de té y permaneció a su lado hasta que se tranquilizó. Entonces, Susannah cambió de tema y lo llevó a territorio neutral.
Lo que resultaba una auténtica lástima, decían, era que tuviera que pasar tanto tiempo antes de tener a Nazareth con ellas. Con ellas y trabajando en el lenguaje femenino en todos sus ratos libres, con completo conocimiento de lo que hacía.
—¿Sabéis que la madre de Nazareth me dijo que la facilidad para el lenguaje de la niña es la mayor que se ha visto desde que llevamos la cuenta? —intervino Nile—. ¡Sobrepasa la escala! Esperan cosas increíbles de ella, y fue una suerte que le dieran ese horrible lenguaje jeelod; al parecer, no ha tenido ningún problema con él.
—No nos será de utilidad hasta dentro de, ¿cuánto? ¿Cuarenta años? —aventuró Aquina, con la voz tensa por el resentimiento incluso bajo las caricias y los masajes de Belle-Anne—. Ahora tiene once años, se casará, tal vez para marcharse a otra casa, y dará a luz a la docena obligatoria de hijos.
—¡Aquina! ¡No lo hagas peor de lo que es! Thomas Blair Chornyak nunca la perderá de vista, puedes contar con eso. ¡Y no tendrá que dar a luz una docena de hijos, eso es absurdo!
—Muy bien, entonces media docena. Seis niños, siete, los que queráis, montones de hijos. Y siempre trabajando con los contratos del Gobierno, sin apenas tiempo de levantarse de la cama para regresar a las cabinas de intérprete, hasta que al fin se seque y la menopausia acuda a bendecirla.
—Incluso así —intervino Caroline—, tal vez no venga a nosotras. No lo hará si su marido quiere que se quede con él, o si se conserva bien. O si tiene suerte y el hombre la valora por algo más que por su cuerpo.
—O si le es útil de alguna manera —añadió Thyrsis con una nota brusca en la voz que llamó la atención de las demás. De modo que era eso, había venido a la casa Estéril Chornyak en contra de los deseos de su marido, porque le era útil de alguna forma, tenía talento en algo que a él le gustaba que hiciera. Y, si se hubiera ido a la casa Estéril Shawnessey, él habría estado cerca para presionarla y que regresara a la casa principal. Les interesaría saber cómo había vencido la autoridad de su marido cuando llegara el momento en que se sintiera libre para contarles más.
—Maldición, maldición y maldición —murmuró Aquina—. Eso son cuarenta años o más malgastados. ¿No lo comprendéis? ¿Es que ninguna de vosotras lo comprende?
—Exageras, el Proyecto Codificador no solo depende de Nazareth, todas trabajamos en él. Y las mujeres de las otras casas Estériles trabajan también en lo mismo. Sé razonable.
Todas la consolaron. La consolaron y la coaccionaron, ansiosas porque cambiara de perspectiva a pesar de su desazón. Estaba muy cansada, se sentiría mejor por la mañana, se daría cuenta de que todo se debía al esfuerzo que había hecho. Una y otra vez…
Aquina las dejó hablar, y se mantuvo en sus trece. Mañana, lo primero que haría sería buscar a Nazareth y averiguar dónde escondía aquel cuaderno. Sus propias prioridades, gracias a Dios, estaban en el lugar adecuado.