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La única forma de adquirir un lenguaje, lo que implica conocerlo tan bien que no se tenga consciencia del propio conocimiento, es exponerse a ese lenguaje desde que se es muy joven; cuanto más joven, mejor. El niño humano tiene el mecanismo de aprendizaje del lenguaje más perfecto de la Tierra, y nadie ha sido nunca capaz de duplicar ese mecanismo o de analizarlo en profundidad. Sabemos que implica una búsqueda de pautas y un almacenamiento de aquellas que se encuentran, y eso es algo que podemos conseguir en un ordenador. Pero nunca se ha podido fabricar un ordenador con la capacidad de adquirir un lenguaje. De hecho, nunca hemos podido construir un ordenador que pueda aprender una lengua de la manera imperfecta en que un humano adulto puede hacerlo.

Podemos tomar una lengua que ya se conozca y programar un ordenador para que la use introduciéndola en él pieza a pieza. Y podemos construir un ordenador que esté programado para buscar pautas y las almacene con mucha eficacia. Pero no podemos poner esos dos ordenadores uno al lado del otro y esperar que el que no conoce la lengua la adquiera del otro. Hasta que averigüemos cómo hacer eso (así como muchas otras cosas), dependemos de niños humanos para la adquisición de todas las lenguas, sean terrestres o extraterrestres; no es el sistema más eficaz imaginable, pero sí el más eficaz que tenemos.

(de Clase de formación, n.° 3, para el nuevo personal.

Departamento de Análisis y Traducción de los Estados Unidos).

PRIMAVERA DE 2180...

Ned Landry se sentía muy satisfecho con su esposa, ya que cumplía hasta el último detalle las características que había especificado (a excepción de aquella leve tendencia a tener poca masa muscular en las caderas, pero no era un fanático. Sabía que no se podía esperar la perfección absoluta). Su familia había pagado por ella una buena suma a la agencia, pero mereció la pena, y desde entonces les había retribuido con intereses. Elegir a una mujer de entre cualquier grupo de féminas disponibles en su círculo de amistades no le atraía; quería algo de calidad garantizada, y nunca le había importado la espera. Había sido un poco molesto tener en su propia boda nada más que una lista de especificaciones en un archivo, cuando sus amigos estaban de camino a convertirse en cabezas de familia, pero ahora lo envidiaban. Todos lo hacían, y eso lo satisfacía.

Michaela hacía todas las cosas que él esperaba de una esposa. Se encargaba de la casa, las comidas, su confort y sus necesidades sexuales. Llevaba todos los asuntos tan bien que nunca tenía tiempo de preguntarse por qué Michaela no había hecho una cosa u otra, porque ella ya lo había hecho. A menudo, hasta que no advertía algún detalle, algún cambio, no caía en la cuenta de que era algo que deseaba. Las flores en los jarrones estaban siempre frescas; la ropa limpia se materializaba como por arte de magia en el armario; una túnica que estaba a punto de mostrar signos de desgaste aparecía tan expertamente renovada que parecía nueva, o era reemplazada de un día para otro; nunca tenía que echar de menos nada o arreglárselas sin algo.

Ned solo necesitaba mencionar de pasada que una comida en concreto le interesaba, y en cuestión de un día o dos aparecía en su mesa, y, si no le gustaba, nunca la volvía a ver. Las reparaciones de la casa, el mantenimiento, la limpieza, el jardincillo del que estaba tan orgulloso, cualquier asunto doméstico, el cuidado de sus posesiones y colecciones…, todo era atendido en su ausencia. Su única contribución a la perfecta serenidad de la casa era revisar las facturas que su contable le entregaba al final de cada mes y firmar o rehusar la autorización para gastar la suma que Michaela hubiera solicitado.

Era una existencia dichosa; él la atesoraba. Excepto en su trabajo, donde ninguna mujer podía inmiscuirse y, por tanto, Michaela no podía calmar las aguas, Ned Landry no sufría ni el más leve rastro de irritación. Y ella siempre estaba allí, con su cabello dorado peinado en el elegante moño que a él le gustaba tanto por el contraste que ofrecía cuando, en la cama, ella se lo soltaba para que cubriera en abanico, como una red de seda pálida, las almohadas.

Valoraba a Michaela por todo lo que hacía, reconocía su valor y la recompensaba no solo con las fiestas de cumpleaños y los regalos comunes que se esperan de cualquier marido cortés, sino con atenciones extraordinarias que no tenía obligación de ofrecer. Tenía cuidado de no establecer ninguna pauta que la hiciera creer que su indulgencia estaba garantizada; cuando se tiene algo tan perfecto como Michaela en el bolsillo, uno no actúa como un idiota y corre riesgos. No tenía intención de echarla a perder. Pero, de vez en cuando, por ninguna razón en concreto, le traía alguna fruslería, ese tipo de tonterías que siempre gustan a las mujeres. Ned se enorgullecía de comprender lo que les agradaba y de su habilidad para conseguirlo. Michaela era de pura raza, soberbiamente entrenada, como la agencia le había garantizado.

Pero lo que más le agradaba de su esposa, lo que constituía el centro mismo del matrimonio para él, no era ninguno de los pormenores habituales. Podría haber contratado a cualquiera para que hiciera lo que ella hacía en la casa, incluidos los servicios sexuales, aunque siempre había que tener mucho cuidado con esto último. Habría tenido que dar órdenes en lugar de ver cómo las anticipaban, pero se habría acostumbrado. Podría haber comprado servomecanismos que ejecutaran muchas de aquellas órdenes. Y cualquier cosa para la que no tuviera una solución permanente la habría conseguido a través del comset en cuestión de minutos.

Lo que le importaba de verdad, el único servicio que no podía conseguir en otra parte, era el papel de Michaela como oyente. ¡Oyente! Aquello no tenía precio, y fue una sorpresa para él desde el principio.

Cuando regresaba a casa por las tardes, a Ned le gustaba entretenerse un rato. Le gustaba quedarse allí de pie, tal vez caminar un poco, con un cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra, y contar cómo le había ido el día. Qué había dicho él, y qué le había contestado fulano de tal, el hijo de puta, y qué había repuesto él entonces, y cómo lo había encajado el hijo de puta, por Dios. Las buenas ideas que había tenido, y cómo habían funcionado cuando las puso en práctica. Las ideas que tendrían que haber salido bien, y que lo habrían hecho si no fuera por esto-y-aquello, estúpido gilipollas. Y lo que había descubierto sobre el estúpido gilipollas y que le sería útil cualquier día de estos.

Le gustaba caminar un rato y, luego, quedarse de pie, y después caminar un poco más, hasta que se deshacía de la energía de la mañana y la expulsaba de su sistema mientras hablaba. Y cuando por fin se relajaba, le gustaba sentarse en el sillón y disfrutar del segundo vaso de whisky y el quinto cigarrillo, y hablar un poco más.

Aquella función de Michaela como oyente era muy importante para Ned Landry, porque le encantaba hablar y contar historias. Disfrutaba de coger las historias, alargarlas y pulirlas hasta que eran perfectas. Añadía algunos detalles aquí, inventaba unos pocos adornos allá, cortaba una línea que no alcanzaba sus estándares. Para Ned, ese tipo de charla era uno de los placeres principales de la vida de un hombre.

Por desgracia, no se le daba bien, pese a todos sus múltiples esfuerzos, y nadie lo escuchaba mucho tiempo si podían evitarlo. Hablar con alguien que no fuera Michaela significaba aquel segundo de atención que atormentaba su necesidad; y luego la súbita retirada, los ojos en blanco, la cara de póker, el cuerpo inquieto, las miradas furtivas al reloj del ordenador de muñeca. Sabía lo que pensaban: ¿cuánto tiempo más, señor? Eso era lo que pensaban, no importaba lo mucho que algunos trataran de ocultarlo por educación.

No lo comprendía. Porque era un hombre de gustos refinados, inteligente y sofisticado, y trabajaba con ahínco para ser un narrador, para formar y pulir sus narraciones hasta que fueran obras de arte oral. Le parecía que si la gente era demasiado estúpida para advertirlo y apreciar la habilidad con la que utilizaba el lenguaje, era culpa de ellos, no suya; él hacía más de lo que le correspondía y, en su opinión, lo hacía realmente muy bien. No obstante, le frustraba que la gente no quisiera escucharle; era culpa de ellos, pero era él quien pagaba el pato.

Excepto Michaela. Si Michaela pensaba que era pomposo, aburrido e interminable, ni el más mínimo gesto había aparecido nunca en su rostro, en su cuerpo o en sus palabras. Incluso mientras hablaba de la injusticia de que un hombre como él sufriera tantísimas alergias (y Ned estaba dispuesto a admitir que sus alergias no eran, probablemente, el tema de conversación más atractivo del mundo, pero a veces necesitaba hablar de ello), incluso entonces, Michaela siempre parecía interesada. No tenía que responderle, porque él no deseaba entablar conversación: solo quería que lo escucharan, que le prestaran atención; pero cuando ella respondía, su voz nunca llevaba aquel deje de impaciencia y aburrimiento que tanto le irritaba en los demás.

Michaela escuchaba. Y se reía en los momentos que él consideraba graciosos. Y sus ojos brillaban en los momentos en que él pretendía construir tensión. Y nunca, ni una vez en tres años de matrimonio, le había dicho: «¿Podrías ir al grano, por favor?». Ni en una sola ocasión. De vez en cuando, antes de que él hubiera inventado una nueva historia, o cuando solo hacía comentarios tontos sobre la jornada y no había tenido tiempo de inventar historias al respecto, Ned se daba cuenta de que tal vez se había salido un poco del tema, o había dicho alguna cosa más de una vez, pero Michaela nunca mostraba ningún signo de cansancio. Se colgaba de sus palabras. Como él quería que los demás se colgaran, no por obligación, sino con gusto. Esa era la diferencia. Podría haberle pagado a cualquier mujer para que lo oyera por obligación, a tantos créditos la hora, claro. Pero se notaría. Se notaría que solo escuchaba por el dinero, como si tuviera un contador en marcha. No sería lo mismo. ¿Un penique por sus pensamientos, señor Landry? Claro…

Michaela era diferente, era una mujer con auténtica clase, y no había nada obligatorio en la atención que le proporcionaba. Era una atención cuidadosa, intensa, total; no era por compromiso. Y lo alimentaba. Cuando terminaba de hablar con Michaela, en las últimas horas de la tarde, se hallaba en un estado de excitación que borraba los desaires que sufría de los demás, como si nunca hubieran sucedido. En ese momento, Ned creía que realmente era uno de esos oradores irresistibles, uno de esos hombres con los que cualquiera pensaría que es un privilegio sentarse y escucharlo durante horas, como le parecía que debería ser. Sabía que sus historias eran tan buenas como las de cualquiera; demonios, sabía que eran mejores. ¡Muchísimo mejores! La gente era estúpida, eso era todo; y Michaela lo dejaba claro.

Eso fue precisamente lo que la llegada del bebé le estropeó. Habría soportado todo lo demás. Que Michaela pareciera cansada por la mañana en vez de mostrar su habitual perfección era molesto; ver que su atención se desviaba mientras hacían el amor porque el bebé lloraba era irritante; tuvo que decirle que se ocupara de los jarrones de las flores dos veces, y en una ocasión, dejó que se agotara su reserva de whisky. Aquello le molestó, ya que lo único que Michaela tenía que hacer era pulsar un botón del comset para que el reparto se lo llevara. Pero, aun así, lo habría soportado.

Comprendía todas estas cosas. Era su primer bebé, y ella no dormía todo lo necesario; Ned era un hombre razonable, y lo entendía. Ella tenía que hacer muchas cosas a las que no estaba habituada, y era difícil, claro. Todo el mundo sabía que había que mimar a las nuevas madres, del mismo modo que hay que mimar a las mujeres embarazadas. Él estaba dispuesto. Confiaba en que ella se recuperaría y volvería a la normalidad en un mes o dos, y no le importaba concederle todo el tiempo que necesitara. No sentía ningún respeto hacia los hombres que no trataban bien a las mujeres, y él no era de ese tipo.

¡Pero nunca le entró en la cabeza que el bebé también interfiriera en sus charlas con Michaela! Jesús, de haberlo sabido la habría esterilizado antes de casarse con ella. Tenía hermanos que sacarían adelante la línea familiar, y multitud de sobrinos que adoptar a una edad adecuada si quería que alguien desempeñara el papel de «hijo» bajo su techo.

Apenas empezaba a contarle cómo ese maldito técnico gilipollas había aparecido con un nuevo cambio en los procedimientos, solo un par de frases, cuando el jodido bebé comenzaba a lloriquear. Estaba en un punto de una historia que empezaba a quedar perfecta, una que contaba desde hacía tiempo pero que ahora empezaba a tomar forma, un punto en el que era crucial no perderse ni una sola de las palabras que decía, ¡y el jodido bebé se ponía a llorar!

Sucedía una y otra vez. Y no había ninguna diferencia entre ordenarle a Michaela que hiciera callar al mocoso u ordenarle que lo dejara llorar, en cualquier caso, aunque, por supuesto, ella hacía exactamente lo que él le decía, ya no conseguía captar su atención. Ella no le escuchaba, no de verdad; su mente se hallaba con aquel pequeño tirano llorón. Nunca había considerado aquella posibilidad, algo que nadie le había advertido nunca, algo para lo que no estaba preparado. Ned no estaba dispuesto a tolerarlo. ¡Oh, no! La atención de Michaela era un factor importante en su bienestar, y por Dios que iba a tenerla. No lo pondría en riesgo.

El hecho de que pudiera cobrar una bonificación de diez mil créditos por el niño al ofrecerlo, más un porcentaje garantizado si funcionaba —cobraría el dinero trimestralmente durante el resto de su vida, ojo—, fue un agradable añadido. Había cosas que quería comprar, y los diez mil irían muy bien. No le importaría. Podría permitirse el lujo de comprar algo bonito para Michaela, ya que, en cierto sentido, también era su hijo. Pero habría ofrecido voluntario al cabroncete a Trabajo Gubernamental aunque hubiera tenido que pagarles en vez de recibir una bonificación, porque no estaba dispuesto a dejar que una criatura que no pesaba ni seis kilos y ni siquiera tenía aún dientes destrozara su vida. No señor. Esta era su casa, y pagaba por ella, por todo lo que había dentro y por su mantenimiento, y por Dios que tendría una esposa como había especificado. Todo aquel que lo dudara solo tenía que echar un vistazo a su historial.

También estaba el atractivo de que su hijo fuera el primero en descifrar un lenguaje no humanoide, eso estaría muy bien. No veía ninguna razón para que no ocurriera; iba a suceder en algún momento, ¿por qué no lo lograría su hijo? Tenía sentido. Y podía imaginar cómo se sentiría al ser el responsable de haber roto por fin el yugo que los jodidos lingos tenían sobre los contribuyentes de este país. ¡Por Dios, sería magnífico! De ser así, la gente consideraría su conversación de oro. Desde luego. Si sucedía, Ned le cogería el gusto.

Por supuesto, no le cuentas a una mujer que vas a hacer algo que la molestaría. Las cosas se hacen y ya está; después, se dicen. De inmediato, para acabar pronto con sus quejas y todas las tonterías. O se espera el mayor tiempo posible, para no tener que soportarlas. Depende. Esta era una de las ocasiones en que había que hacerlo al momento, ya que Ned no podía ofrecer una explicación plausible para que el bebé no estuviera allí cuando Michaela regresara de la fiesta en casa de su hermana, a la que le había permitido asistir.

Ella se sorprendió cuando le dijo que podía ir. No era propio de él. No aprobaba que estuviera fuera de casa de noche sin él, en especial ahora que era tan importante para ella recuperar fuerzas para regresar a su trabajo matutino en el hospital. El dinero que ganaba como enfermera le resultaba útil, pues iba a una cuenta especial para la que tenía grandes planes, y las semanas en que no recibía ningún crédito por los servicios de ella lo irritaban. No le gustaba perder ese dinero.

Pero, en esta ocasión, la fiesta fue un golpe de suerte, y Ned hizo un buen trabajo al decirle que se merecía un poco de diversión, y que incluso podía quedarse hasta medianoche si quería. Aquello le dio el tiempo suficiente para que el tipo de T. G. trajera los papeles para que los firmara —y recibiera aquella hermosa transferencia de dinero—, y para que Ned entregara al bebé junto con toda su ropa, juguetes y demás. Tuvo especial cuidado en que no quedara nada que recordara a Michaela al niño, aunque aquello significó tener que subir y revisar la habitación personalmente, y era alérgico al spray no tóxico que usaban allí, que le hacía toser, atragantarse e hincharse como un sapo. Pero quería asegurarse de que todas las cosas del bebé desaparecieran.

Sospechaba que Michaela guardaba una holografía del bebé en alguna parte de su persona, tal vez en el camafeo que llevaba todo el tiempo, y tendría que encargarse de aquello cuando estuviera dormida. No tenía sentido montar una escena al respecto y alterarla, esa no era la manera de tratar a una mujer. A excepción del holograma, no había nada más. Los archivos y las copias de seguridad que necesitaba si Trabajo Gubernamental trataba alguna vez de echarse atrás estaban en sus ordenadores, en el ordenador de su contable y en la caja fuerte de su abogado. No había nada que ella pudiera ver u oler. Lo había dispuesto todo como si nunca hubiera habido un bebé. Y nunca debería haberlo de nuevo. Era culpable de la mala planificación al no prever aquello; estaba dispuesto a admitirlo. Habría evitado todas aquellas molestias si lo hubiera pensado un poco.

Y se sintió orgulloso de ella, porque lo aceptó como la auténtica dama que era. Estaba preparado para una escena, y estaba dispuesto a enfrentarse a las típicas histerias y tonterías femeninas. Pero ella no dijo ni una palabra. Sus ojos que tanto le gustaban, de un azul oscuro como flores de aciano, se abrieron de par en par, y vio que daba un pequeño respingo, como si la hubieran golpeado y le hubieran arrebatado el aire. Pero no dijo nada. Cuando él le contó que tenía que ir a la clínica por la mañana y ser esterilizada antes de que sucediera de nuevo, Dios no lo quisiera, ella palideció un poco y adquirió aquella hermosa expresión que tenía cuando estaba asustada.

Le hizo algunas preguntas, y él le dio respuestas breves que no la informaban más que de lo estrictamente necesario. Había ofrecido al bebé, y eso era todo. Le recordó que aquello era algo de lo que cualquier norteamericano de bien estaría orgulloso, pues era un sacrificio heroico por el bien de los Estados Unidos de América, la Tierra entera y todas sus colonias, por el amor de Dios. Le explicó con mucho cuidado que, mientras los lingos no cumplieran con su condenado deber y pusieran a sus bebés a trabajar en los lenguajes no humanoides, mientras continuaran con su jodida traición, quedaba en las manos de la gente normal dar un paso al frente y mostrarles que podían hacerlo ellos mismos sin su ayuda, y al demonio con los lingos. Todo el mundo sabía que los lingos conocían cómo llegar a las lenguas no humanoides, si no disfrutaran tanto de mantenerlo en secreto. Pasó un buen rato explicándole a Michaela que todo era culpa de los lingüistas. Y le dijo que el presidente les enviaría una nota de agradecimiento, sin dar detalles, claro, ya que la versión oficial era que el Gobierno no tenía ninguna conexión con T. G., pero podrían contárselo a un par de amigos íntimos.

Sería una historia magnífica, en especial si el Presidente llamaba, y a Ned le habían contado que a veces lo hacía; ya sabía cómo la comenzaría. Cuando Michaela le dijo que no comprendía por qué la agencia se llamaba Trabajo Gubernamental si se suponía que el Gobierno no tenía nada que ver con ella, advirtió que aquello sería un buen añadido a la historia, le palmeó el trasero con cariño y le explicó el viejo refrán: «Bastante bueno para trabajo gubernamental», solían decir. Lo que fuera que eso significara.

No le habló del dinero porque no quería que pensara cosas raras, y las mujeres siempre lo hacen. Se la imaginaba hablando de la fuente que su estúpido cuñado había permitido que su hermana pusiera en el salón, y entonces le diría que con diez mil créditos podía instalarle una igual. No. Le compraría algo bonito, pero sería algo que necesitara, no una pieza de basura que tan solo deseaba porque otra mujer tenía una igual. Y dejó entrever, al final de la discusión, que planeaba algo especial para ella. Había que reconocerlo, después de todo; para ser una mujer, era muy sensata.

—¿Sabes, Mikey? —dijo, feliz y orgulloso de no demostrarlo—, para ser mujer, eres terriblemente sensata. De verdad.

Ella le sonrió, y él admiró la encantadora curva en las comisuras de sus labios: había especificado una sonrisa así cuando aún buscaba esposa.

—Gracias, querido —contestó ella, puro azúcar, puro dulce azúcar, sin mostrar siquiera un mohín porque él la había llamado «Mikey», cosa que odiaba. ¡Demonios, «Mikey» era bonito! No le importaba decir «Mi-cha-e-la» delante de gente, la complacía casi siempre, pero le gustaba llamarla «Mikey», era cómodo. Al pensarlo, lo repitió, y extendió la mano para tirar de las horquillas del pelo para que tuviera que arreglárselo otra vez. Parecía molesta, y él se rio. Dios, qué guapa estaba cuando se contrariaba, era un hombre muy afortunado, y se encargaría de regalarle algo realmente especial.

—Deja que te cuente lo que sucedió en la maldita reunión —empezó a decir, a la vez que observaba los rápidos movimientos de sus dedos al reparar el desastre que había provocado en el cabello de seda—. Ahora verás, cariño, fue la peor basura que MetaComp ha intentado hasta el momento, si sabes a lo que me refiero, y siempre lo sabes, ¿verdad, dulzura? Deja que te lo cuente, es muy bueno. Estábamos todos allí sentados…

Se detuvo y dio una larga y placentera calada a su cigarrillo, dejándola expectante, disfrutando del momento. Expulsó las volutas azules de humo por la nariz, le sonrió, aguantó, aguantó… Y entonces, cuando estuvo preparado, continuó y le contó lo que había sucedido. Y ella escuchó y le prestó toda su atención, como antes de la llegada del bebé, sin decir una sola palabra referente a que eran las tres de la madrugada o algo por el estilo. ¡Dios, que su casa volviera a ser como antes era maravilloso! Se sentía tan bien que bebió cuatro vasos de whisky, y supo que no estaría despierto para el desayuno especial de los sábados que ella encargaba siempre: jamón, huevos, gofres y fresas, por Dios, y si las fresas le producían urticaria, pues que lo hicieran. Estaba preparado. Pero no estaría despierto para todo aquello, no aquella mañana.

No importaba. Cuando se levantara tendría el desayuno preparado, fuera la hora que fuera. Podía contar con ella. La vida era sencillamente magnífica.

Michaela se mostró preocupada al día siguiente al traerle las cápsulas Null-Alk antes de que se levantara de la cama, y admitió de inmediato que había sido culpa suya que no las hubiera tomado al acostarse la noche anterior. Se quedó sentada junto a él mientras murmuraba sus condolencias hasta que las píldoras hicieron efecto y se sintió de nuevo a sus anchas. Que tu esposa fuera una enfermera experta tenía muchas ventajas, además del dinero que le reportaba. Cuando uno no se sentía bien, era gratificante saber que había alguien que sabía qué hacer, o cuándo era el momento de llamar a alguien más porque era un asunto que una mujer no podía tratar sola. Era muy cómodo.

—Te quiero, cariño —dijo, desde las almohadas que ella le había mullido. A las mujeres les gustaba oír eso. Y a él le apetecía mostrarse indulgente con ella esa mañana, pues sabía que tenía todo el día, demonios, el resto de su vida, para saborearlo sin el jodido bebé.

Se quedó allí tendido, sonriéndole y preparado para recibir su desayuno especial (con doble ración de fresas), cuando oyó el ruido.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó. Parecía proceder del vestidor.

—¿Qué, querido? ¿Oyes algo?

—Sí… Sí, ahí está otra vez. ¿No lo oyes?

—Ned, querido —respondió ella—, ya sabes que mis oídos no son tan agudos como los tuyos, no oigo nada. Menos mal que te tengo para que cuides de mí.

Vaya si tenía razón. Ned aplastó el cigarrillo y tomó un sorbo del café que ella le había traído tras las píldoras, mezclado con whisky, tal como a él le gustaba.

—Lo comprobaré —dijo.

—No tienes más que indicarme dónde mirar, Ned —sugirió ella, pero él sacudió la cabeza y apartó las sábanas.

—No. Será mejor que vaya yo. Tal vez sea un monitor que se ha estropeado. Volveré en un segundo.

No vio las avispas hasta que entró en el vestidor y cerró la puerta tras de sí. ¡Había cuatro, maldición, enfadadas, bastardas furiosas, zumbando y zumbando allí dentro! Tanteó en busca de la puerta, tenía que salir de allí enseguida. ¡Mierda, eran del tamaño de colibrís! Las había visto en el exterior antes, iba a mencionárselas a Michaela para que se deshiciera de ellas, pero ¿cómo coño habían entrado? Hasta que no se dio cuenta de que iban a por él aunque se moviera con cuidado, no advirtió que a la puerta le pasaba algo. Oh, Jesús, algo raro le pasaba a la puerta, la placa que había que pulsar para abrirla desde dentro no estaba. ¡Oh Jesús, había un puñetero espacio vacío donde tenía que estar!

Entonces, empezó a llamar a Michaela a gritos, y agradeció sinceramente a Dios que ella nunca, ni una sola vez, le hubiera hecho esperar por nada.

Michaela lo sorprendió. Le hizo esperar largo rato. Lo suficiente para asegurarse. Lo suficiente para acabar con los insectos y echarlos al vaporizador. Lo suficiente para arreglar la puerta para que abriera como siempre, desde ambos lados, y borrar todas las huellas. Lo suficiente para comprobar que solo hubiera huellas de él en todo lo que debía haber tocado. A menudo era muy útil ser enfermera; sabían muchas cosas que no se enseñaban a las mujeres en general. Muchas cosas que ahora le vendrían muy bien; desde luego.

Solo cuando dio un paso atrás y no vio nada fuera de lo corriente en ningún aspecto, a excepción del cadáver en el suelo, gritó pidiendo ayuda y se desmayó en el umbral de la casa, a la vista del monitor de seguridad. Cayó con cuidado, asegurándose de que no se hacía ningún daño. Tenía que cuidar de sí misma porque ahora era ella quien tenía todos los grandes planes.

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