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Prólogo

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Estamos en el año 1991, Estados Unidos presenta una enmienda a la Constitución. Las mujeres pierden sus derechos civiles; a partir de ese momento, estarán tuteladas en todo momento por un hombre, ya sea un familiar o alguien cercano. Se las considera menores de edad e incapaces de tomar decisiones a todos los niveles, salvo en los tribunales, donde serán juzgadas como adultas.

Saltamos a algún momento del futuro, mucho después de ese infausto año de 1991. Una editora llamada Patricia Ann Wilkins nos habla de un manuscrito titulado Lengua materna escrito por una figura anónima que firma como «la mujer de la casa estéril Chornyak». La editora agradece la labor del erudito que ha encontrado el texto, nos habla de lo excepcional que es la novela, no solo como obra literaria sino como documento histórico, y menciona la labor de las lingüistas y su papel en las líneas. Empezamos a vislumbrar, un poco, un mundo de mujeres privadas de sus derechos, obligadas a convivir unas con otras en grandes grupos familiares sin, teóricamente, formación. Y sin embargo, en este mundo hubo lingüistas, mujeres que escribían a espaldas de sus hombres custodios para retratar su cruel realidad. Mujeres que han creado un lenguaje propio como ya ocurrió en su momento en el siglo xix con el Nü Shu (escritura de mujeres) creado por las mujeres chinas para comunicarse entre ellas, escribir poesía y, en suma, expresar todo lo que debían callar ante los hombres.

Finalmente, nos situamos entre el 2179 y el 2205. La exploración del espacio y el establecimiento de relaciones comerciales y diplomáticas con otros planetas son una realidad para los seres humanos. En esta sociedad destacan los lingüistas, que han creado un poderoso lobby para hacerse con el monopolio de la traducción de lenguas extraterrestres y cuyo secreto se transmite de generación en generación dentro de un reducido número de familias (las líneas). Los lingos, como los llama despectivamente el resto de la población, detentan un enorme poder porque poseen el «don de las lenguas», una cualidad que se adquiere genéticamente y sin la que el comercio y la diplomacia intergaláctica serían totalmente imposibles. La historia principal nos habla de las historias de varias de las mujeres de las líneas y, en especial, de Nazareth, de la casa Chornyak (nombre que recuerda fónicamente a Chomsky), y en la revolución que inician las mujeres para construir una lengua (el láadan) con la que combatir la opresión masculina.

Esta estructura literaria de referencias dentro de referencias, al mejor estilo de Otra vuelta de tuerca, nos lleva al juego de posibilidades que nos presenta Suzette Haden Elgin, la autora de Lengua materna, que se publicó en 1984.

Para el lector que se acerque a ella por primera vez, quizá resulte una experiencia curiosa, como si el libro entre sus manos no fuera tan original ni interesante como debería ser. Recuerdo que me pasó algo parecido la primera vez que vi Ciudadano Kane; me pareció una película normal y corriente. No fue hasta que la puse en perspectiva cuando entendí que lo que hace de Ciudadano Kane una obra maestra es que inventó todo lo que décadas después nos parece el ABC del cine.

Pongamos Lengua materna en perspectiva. Se publicó un año antes que El cuento de la criada de Margaret Atwood. Unos veinte años antes de que La historia de tu vida, de Ted Chiang, llegara a las estanterías. Casi treinta años antes que China Miéville publicara Embassytown: La Ciudad Embrujada. Recordemos también que la novela de Atwood había quedado casi en el olvido hasta que la serie de televisión la devolvió a la posición que merecía, y que la adaptación al cine del cuento de Ted Chiang es lo que ha hecho llegar ese relato al gran público. Y, mientras tanto, Lengua materna lleva décadas publicada, a la espera de su rescate.

Es inevitable ver la influencia de la novela de Suzette Haden Elgin en obras posteriores. Es también inevitable ver que cada autor ha aprovechado un tema distinto de los que presenta Lengua materna.

Si alguien, al leer esta obra, tiene la sensación de «esto lo he leído en algún otro sitio» o piensa «esto ya lo he visto en otros libros», no es porque sea una obra poco original o que trate temas que ya se han desarrollado antes, es porque muchas obras contemporáneas le deben más de lo que podríamos pensar a simple vista. Más de lo que se nos ha dejado ver.

Es una obra incómoda, que lanza a la cara de la sociedad la verdad de algo que ha ocurrido en el pasado, que sigue ocurriendo en la actualidad y que, si no tenemos cuidado, es perfectamente plausible que vuelva a ocurrir.

Por supuesto, la obra no es perfecta y en algunos aspectos el tiempo le ha pasado factura, en especial los que parten de premisas lingüísticas que, incluso en ese momento, ya empezaban a quedarse desfasadas. Aunque narrativamente potente, el tropo de que la lengua que se habla o aprende modifica la cognición se ha descartado en la actualidad. No es que importe demasiado. Es una gran premisa y una pequeña fantasía de poder que todos los que hemos escrito alguna vez compartimos: que nuestras palabras cambien el mundo. Y nadie se lo echó en cara a Ted Chiang cuando usó la misma premisa en 1998 al escribir La historia de mi vida. Este relato funciona bajo la hipótesis de Sapir Whorf, una suposición lingüística que defiende que la lengua determina el pensamiento de los hablantes, que es la idea en torno a la que gira parte de la trama de Lengua materna.

Tampoco la idea de las líneas genéticas se mantiene en la actualidad, tenemos una visión menos determinista del aprendizaje y el desarrollo. Que solo ciertas personas tengan la capacidad, de origen genético, para aprender a comunicarse con seres extraterrestres, con todas las barreras culturales que ello conlleva, puede parecer reduccionista y, quizá, otra fantasía de poder propia de los lingüistas. Pero nadie se lo echó en cara a China Miéville cuando publicó Embassytown: La Ciudad Embrujada en 2011.

Establecer una dicotomía entre la percepción del mundo que tienen mujeres y hombres, así como su capacidad empática y emocional, abre la puerta a ideas que más pronto que tarde se convierten en armas de doble filo. Pero la feroz denuncia de la sociedad patriarcal, de la inercia que lleva a menospreciar y ocultar la aportación cultural de las mujeres, sigue tan vigente en la actualidad como lo era en 1984. Y, por supuesto, la verdad universal de que no se puede oprimir de manera permanente a ningún sector de la población sin que este encuentre el modo de rebelarse ante dicha opresión y, con su propio discurso, logre romper las cadenas. Algo de rabiosa actualidad en estos días que vivimos.

Aunque, por la época en la que se escribió, algunos elementos de la opresión patriarcal puedan parecer desfasados en la novela, son las formas, no el contenido, lo que ha cambiado con el paso del tiempo. Algunos, porque otros pueden encontrarse todavía y casi a diario en muchos hogares de cualquier parte del mundo.

Si la realidad descrita por Suzette Haden Elgin en Lengua materna todavía nos resulta familiar en algunos aspectos, es porque la lucha todavía no ha terminado.

De hecho, reivindicar a Suzette Haden Elgin y rescatarla del limbo de obras descatalogadas (y autoras olvidadas) en el que estaba hasta ahora en nuestro país era necesario. Fue una de las grandes autoras de ciencia ficción de los ochenta y noventa. Fundó la Asociación de Poesía de Ciencia Ficción y se la considera una figura importante en el campo de los lenguajes artificiales tanto por su obra literaria como por sus numerosos ensayos en el campo de la lingüística. Sus planteamientos sobre la importancia del uso del lenguaje en el feminismo han sido la base de numerosos estudios y ella misma planteó esta teoría en toda su obra ya fuese en narrativa o en ensayo. «Las mujeres tienen que darse cuenta de que la ciencia ficción es el único género que permite explorar la cuestión de cómo sería el mundo si nos deshiciéramos de (Y), donde (Y) está formado por cualquiera de los innumerables hechos reales que constriñen y oprimen a las mujeres. Las mujeres necesitan atesorar y apoyar la ciencia ficción». Esta idea estuvo presente siempre en su trabajo y se expresa de modo muy claro en Lengua materna.

El láadan, la lengua que crea para la novela, fue un lenguaje en el que trabajó durante toda su vida. Un proyecto muy ambicioso que incluía la creación de un millar de palabras y las reglas para permitir la construcción de frases. En la introducción al primer diccionario de esta lengua (A First Dictionary and Grammar of Láadan: Second Edition, 1988), se afirma que el proceso de elaboración es similar al de un trabajo de patchwork, una metáfora perfecta que une la lengua de las mujeres con un trabajo tan tradicionalmente femenino como es la costura. Y cobra más sentido aún cuando sabemos que las colchas de patchwork o quilts se bordaban y cosían con un significado temático importante bien para la costurera o para la futura dueña de la colcha. Cada colcha tiene un modelo «cabaña de troncos» que significa «hogar» y que suele tener un cuadro rojo en el centro para representar el calor de las cocinas, el corazón de las casas. Cada mujer usa los colores y los motivos que prefiere, cada uno con su propio significado, que representa un momento en la vida, una celebración de la familia, un recuerdo. Cada quilt es único. Cada quilt es un mensaje pensado para pasar de una generación de mujeres a otra. En la novela, de hecho, las mujeres esconden los textos del láadan entre sus útiles de costura y se reúnen con la excusa de coser en compañía para seguir construyendo su lenguaje. También las mujeres que usaban el Nü Shu ocultaban los textos entre dibujos en sus abanicos o lo bordaban en la ropa.

Según Haden Elgin, las lenguas actuales no tienen términos precisos para expresar la percepción femenina del mundo, un problema que se había propuesto poner en relieve mediante la creación del láadan. Al ser lingüista, sabía que probablemente este idioma nunca tendría un uso oficial y ni siquiera extendido, pero consideraba que al ser estudiado por otros lingüistas, sería una herramienta para mostrar la importancia del sentir femenino. Su enfoque era un reflejo de unas experiencias vitales que los hombres no podían conocer.

El proyecto era enorme, y su autora trabajó en él durante toda su vida con la esperanza de dar a conocer la importancia de la comunicación de la experiencia femenina del mundo, de sacar a la luz muchas vivencias desconocidas o premeditadamente infravalorada por pertenecer a la esfera del «mundo de las mujeres».

Por eso leer Lengua materna es importante, porque es reivindicar una vez más el principal derecho del feminismo: el de que las mujeres sean escuchadas y sus experiencias se tengan en consideración y se valoren.

Concepción Perea Gómez

26 de agosto de 2020

Lengua materna

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