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ОглавлениеARTÍCULO XXIV
Sección 1. La decimonovena enmienda de la Constitución de los Estados Unidos queda derogada.
Sección 2. Este artículo será inoperante a menos que haya sido ratificado como enmienda a la Constitución por las legislaturas de tres cuartas partes de los diversos estados en el plazo de siete años a partir de la fecha de su entrada en vigor.
(Vigente desde el 11 de marzo de 1991)
ARTÍCULO XXV
Sección 1. No se permitirá a ninguna ciudadana de los Estados Unidos desempeñar ningún cargo público por elección o por nombramiento, tomar parte (de manera oficial o no) en las profesiones científicas o investigadoras, trabajar fuera del hogar sin el permiso escrito de su marido o (de no estar casada) de un varón responsable emparentado por sangre o señalado como su tutor por la ley, ni ejercer control sobre el dinero u otras propiedades o posesiones sin permiso escrito.
Sección 2. Dadas las limitaciones naturales de las mujeres, un peligro claro al bienestar nacional cuando no están bajo la cuidadosa y constante supervisión de un ciudadano varón responsable, todas las ciudadanas de los Estados Unidos serán consideradas legalmente como menores, independientemente de su edad; sin embargo, serán tratadas como adultas en los tribunales si cuentan más de dieciocho años de edad.
Sección 3. Ya que las limitaciones naturales de las mujeres son inherentes y, por tanto, ellas no son responsables de las mismas, nada en este artículo debe interpretarse como que se permite el maltrato o el abuso de estas.
Sección 4. El Congreso tendrá poder para reforzar este artículo con la legislación adecuada.
Sección 5. Este artículo será inoperante a menos que haya sido ratificado como enmienda a la Constitución por las legislaturas de tres cuartas partes de los diversos estados en el plazo de siete años a partir de la fecha de su entrada en vigor.
(Vigente desde el 11 de marzo de 1991)
VERANO DE 2205…
Solo había ocho de ellos en la reunión; un número poco idóneo. Además de ser una cantidad muy pequeña para llevar los negocios de manera eficiente, también era par, lo que significaba que, en caso de empate, habría que dar a Thomas Blair Chornyak un voto de calidad, algo que siempre odiaba. Denotaba un elitismo que era completamente contrario a la filosofía de las líneas.
Paul John Chornyak se encontraba presente y metía baza a los noventa y cuatro años, aunque Thomas debería haber sido capaz de proceder sin la interferencia del viejo. Aaron también estaba allí; debía asistir, pues el último punto del orden del día le concernía directamente. Habían congregado a dos de los miembros veteranos mediante el comset, de manera que los rostros de James Nathan Chornyak y de Giles, el cuñado de Thomas, se encontraban entre ellos, algo irritados. Adam estaba allí; solo era dos años más joven que Thomas y formaba parte del grupo de manera oficial. Thomas confiaba en su hermano por muchos motivos, entre ellos, su habilidad para desviar las digresiones de su padre y convencer a Paul John de que sus palabras se tenían en cuenta. Kenneth se encontraba allí porque, al no ser un lingüista, siempre podía escaparse de lo que estuviera haciendo para asistir a las reuniones, y Jason, porque la negociación en la que estaba trabajando se encontraba estancada por un tecnicismo sobre el que no tenía poder alguno, lo que le concedía tiempo libre hasta que el Departamento de Estado lo resolviera.
Cualquiera de estos dos últimos habría resuelto el problema del número par al excusarse con cortesía, pero ninguno estaba dispuesto a hacerlo. En opinión de Jason, ya que Kenneth no era más que un yerno y ni siquiera miembro de las líneas por nacimiento, era él quien tenía que marcharse a cumplir con sus obligaciones en lugar de entorpecer el trabajo. Y, en opinión de Kenneth, tenía tanto derecho a tomar parte en la reunión como Jason: no había renunciado a su apellido y tomado el de Mary Sarah Chornyak para nada. Ahora era un Chornyak, como cualquiera de los otros, y sabía muy bien que una de las cosas que tenía que hacer era subrayar ese hecho a cada oportunidad o los otros hombres más jóvenes lo relegarían al último puesto de la jerarquía. No estaba dispuesto a marcharse.
Era una situación molesta, y Thomas consideró por un instante la posibilidad de pedir a James Nathan que se retirara, pero lo habían despertado para esto, y no le había hecho mucha gracia. Había pasado despierto toda la noche anterior y hasta bastante después del desayuno en busca de una solución para una de las crisis de la Tercera Colonia, de las que, al parecer, había un suministro inagotable, y estaba exhausto. Ahora que lo habían despertado, no sería apropiado que le sugirieran que volviera a la cama: «Lamentamos molestarte, pero pensábamos que te necesitaríamos…». No. No estaría bien, así que lo dejó pasar. Si Thomas tenía que usar su voto de calidad, que así fuera; sobrevivirían. Últimamente, las reuniones en la casa Chornyak eran siempre breves, excepto las semestrales, que tenían un calendario permanente y para las que todos dejaban un día libre en sus agendas. Por la manera en que el Gobierno había impulsado los viajes al espacio en los últimos tiempos, y con la negociación de todo el conjunto de tratados y acuerdos de compra y el establecimiento de relaciones formales, era difícil encontrar a cualquier lingüista de menos de sesenta años que pudiera dedicar una hora a los asuntos internos.
Thomas se contentaría con lo que tenía, y agradeció que no solo estuvieran el viejo Paul John, Aaron y él. Los tres a solas en la mesa habrían compuesto un quorum penoso. La forma de la mesa, una superficie lisa en forma de A sin travesaño, era ideal para las reuniones semestrales. Los hombres se colocaban a su alrededor y, a la vez, contaban con un amplio espacio para tridis y hologramas en la zona sólida en la cúspide de la A. Pero cuando solo había media docena de personas, cada uno tenía que apostarse en un punto arbitrario para llenar la geometría, o bien acurrucarse en un rinconcito y sentirse empequeñecidos. Ese día habían optado por la dispersión. Su padre se encontraba a su derecha, con los comsets al otro lado de la habitación, que gravitaban fuera del alcance de sus cabezas, y los otros cuatro hombres colocados como los puntos de una brújula. Estúpido procedimiento.
Resolvieron sin problema los primeros siete puntos del orden del día y no hubo necesidad de hacer ninguna pausa. Lo único sobre lo que Thomas se sentía un poco más inseguro, el contrato para el REM80-4-801, no tuvo ninguna oposición. A veces, una reunión con una proporción sustancial de jóvenes participantes sin experiencia tenía sus ventajas. Había preparado sus argumentos, por si acaso, pero o bien ninguno de los otros se había percatado de la peligrosa apertura en el subpárrafo once, o no les preocupaba lo suficiente como para perder el tiempo discutiendo al respecto. El resto de asuntos eran pura rutina, y completaron la lista en menos de doce minutos.
Ahora se disponían a abordar el último tema. Con cuidado, Thomas lo leyó con un tono de voz indiferente, sin añadir énfasis alguno y, a continuación, esperó. Como había previsto, Aaron fingió estar tremendamente aburrido; tenía la habilidad propia de la línea Adiness con las expresiones faciales, además de la facilidad que confiere la práctica, y mostró un completo desinterés.
—Este asunto queda abierto a discusión —declaró Thomas—. ¿Algún comentario?
—Sinceramente, no veo ninguna necesidad de discusión —observó Aaron de inmediato—. Creo que habríamos resuelto todo este asunto con facilidad mediante memorandos, y Dios sabe que tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo. Como todos, Thomas; seguro que no soy el único que está atascado con los plazos de entrega federales.
Thomas no estaba dispuesto a pronunciarse todavía; alzó las cejas apenas la fracción precisa, se frotó la barbilla con suavidad y esperó… hasta que Aaron habló.
—Reconozco que tuviste que añadir este asunto a un orden del día formal; me has convencido de ello —comentó—. Y lo hemos hecho. Ha salido a la luz, es una cuestión pública, para que todo el mundo lo vea y aplauda. Y ya hemos perdido demasiado tiempo. Propongo que votemos y acabemos de una vez.
—¿Sin ninguna discusión? —preguntó Thomas con suavidad. Aaron hizo un gesto de indiferencia.
—¿Qué hay que discutir?
Paul John intervino; era lo bastante viejo como para que la arrogancia de este yerno en concreto no le pareciera divertida en absoluto, y demasiado anciano para que su brillante uso del lenguaje o su buen aspecto lo impresionasen.
—Lo descubrirías si dejaras hablar a los demás —repuso el anciano—. ¿Por qué no lo intentas y lo compruebas?
Thomas actuó con rapidez, pues no le interesaba ver a Aaron y Paul John iniciar una de las sesiones de combate dialéctico a las que eran tan aficionados. Eso sí que sería una pérdida de tiempo.
—Aaron —intervino—, esta reunión no es una mera fachada.
—No. Teníamos que discutir esos contratos. Y votar sobre ellos.
—Y este tema tampoco es trivial —insistió Thomas—. Hay un motivo, un buen motivo que nada tiene que ver con hacerlo público, para que lo tengamos en consideración. Porque sentimos, y estamos obligados a sentirlo, algo más que afecto formal hacia la mujer en cuestión.
—Y te recuerdo que, en términos puramente económicos, la mujer merece ese afecto por completo —intervino Kenneth desde el otro extremo de la mesa, en la pata derecha de la A. Estaba nervioso y carecía de la habilidad necesaria para ocultarlo con el tono de voz o el lenguaje corporal, pero mostraba determinación—. Nazareth Chornyak ha dado nueve niños sanos a esta línea —añadió—. Eso son nueve lenguajes alienígenas añadidos a los haberes de esta casa. No se trata de una muchacha sin experiencia.
Thomas vio cómo Aaron permitía que un leve signo de desprecio, un parpadeo de desdén medido con sumo cuidado, surcara su rostro; luego, lo reemplazó por una falsa y empalagosa amabilidad acorde a lo que iba a decir a continuación. No era, en absoluto, una competición justa: por un lado, estaba el pobre Kenneth, salido directamente del populacho y conducido a la casa Chornyak, sin ningún dominio de las habilidades lingüísticas; y, por otro, Aaron William Adiness, hijo de la casa Adiness, la segunda de las dinastías lingüísticas, solo por detrás de la línea Chornyak. Kenneth era un pato en un barril, y Aaron disfrutaba demasiado de la caza como para dejar escapar la ocasión.
—Hay veces, Kenneth —contestó con tono compasivo—, en que resulta obvio en extremo que no naciste lingüista. No aprendes nunca, ¿verdad?
Kenneth se ruborizó, y Thomas sintió lástima por él, pero no interfirió. En cierto sentido, Aaron tenía razón: Kenneth no aprendía. Por ejemplo, todavía no había aprendido que seguir el juego a Aaron solo servía para alimentar su gigantesco ego y era, por tanto, una pérdida de tiempo. Kenneth siempre picaba.
—No es la mujer —agregó Aaron con amabilidad— la que añade los lenguajes alienígenas a los haberes de la casa. Es el hombre. Es este el que se toma la molestia de fecundar a la mujer, a la que se mima y se trata con indulgencia enfermiza para asegurar el bienestar de su hijo. Atribuir crédito alguno a la mujer, que desempeña el papel de un simple receptáculo, es romanticismo primitivo, Kenneth, y completamente acientífico. Relee tus textos de biología.
Releer. Presuponía que Kenneth ya los había leído y que no había aprendido nada de la experiencia. Magnífico. Y típico de Aaron Adiness.
Kenneth farfulló y enrojeció todavía más.
—Maldita sea, Aaron…
Aaron navegó en la corriente de la conversación; Kenneth apenas estaba presente, excepto como objetivo de su misericordiosa instrucción.
—Y harías bien en recordar que, si no fuera por la intervención de los hombres, solo nacerían mujeres. La raza humana degeneraría en una especie compuesta enteramente por organismos inferiores a nivel genético. Tal vez quieras reflexionar sobre ello, Kenneth. No estaría mal que tuvieras en mente esos hechos básicos, como antídoto para las tendencias sentimentales.
Entonces, se reclinó hacia atrás, exhaló una bocanada de anillos de humo hacia el techo, sonrió y dijo:
—No confundamos el continente con el contenido, querido hermano.
En la otra pata de la mesa, Jason se rio en respuesta al viejo chiste. Thomas se sintió decepcionado. Más tarde, le diría unas palabras a su hijo por aplaudir al que utilizaba un arma cuando el blanco era un pato en un barril. Se sintió más satisfecho con lo que sucedió a continuación, cuando la reprimenda llegó de la pantalla del comset donde el rostro de James Nathan parpadeaba y ondeaba contra las fluctuaciones de los suministros de energía de la casa.
—Maldición, Adiness —intervino este otro hijo más capaz—, la única razón por la que no hemos terminado con esto para pasar a esos plazos de entrega por los que estabas tan preocupado hace cinco minutos, y la única razón por la que no estoy de vuelta en la cama, donde, sin duda, debería estar, es por lo mucho que te gusta hablar. Ninguno de nosotros, y eso incluye a Kenneth, a quien pido disculpas por tus malos modales, necesita que recites información que todos los seres humanos conocen desde los tres años de edad. Ahora, daré por hecho que has terminado, Aaron, y te sugiero que así sea.
Aaron asintió con cortesía y aplomo, y sonrió con tranquilidad, y Thomas supo que este consideraba que la reprimenda merecía el placer de haber jugado con Kenneth, Williams de apellido de soltero. Aaron consideraba que el hecho de que Kenneth aportara genes nuevos no justificaba su presencia. Desde el principio, se había opuesto a que entrara en la casa como esposo de Mary Sarah, y nunca ocultó que su opinión no había cambiado, a pesar de los siete años que habían transcurrido. Le gustaba recalcar que Kenneth era «sin duda, afeminado». No delante de él, por supuesto, pero siempre allí donde el insulto llegara a su cuñado al poco tiempo.
—Nazareth ya no puede dar a luz —comentó Jason, consciente de que había sido el único en reírse con el ataque de Aaron, y ansioso por demostrar que en él había algo digno de consideración—. Tiene casi cuarenta años, y ni siquiera de joven fue una gran belleza. ¿Para qué demonios necesita pechos? Es absurdo. Es un tema que no merece ni cinco minutos, y mucho menos una reunión. Estoy de acuerdo con Aaron; propongo que terminemos esta discusión, votemos y levantemos la sesión.
—¿Y hagamos qué? ¿Dejarla morir?
Paul John carraspeó, y los miembros veteranos miraron al techo con educación. Estaba claro que tendrían que pasar más tiempo con Kenneth. Tal vez deberían comentárselo a Mary Sarah…
—¡Por Dios, Kenneth, qué tontería acabas de decir! —exclamó Jason, dándose importancia—. Hay dinero de sobra en la Cuenta Individual Médica de las mujeres para cubrir el tratamiento que Nazareth necesita. ¿Quién habla de dejarla morir? No dejamos morir a las mujeres, idiota. ¿Todavía te crees todo lo que lees en las noticias sobre los lingüistas?
Entonces, Thomas suspiró, lo bastante alto para que lo oyesen, y notó la aguda mirada de Aaron. Tal vez pensara que estaba cansado. Cansado y, para un observador bien entrenado, a punto de desmoronarse. Aaron opinaría que ya era hora de que Thomas dimitiera y cediera el mando de la casa a alguien más joven y capaz, preferiblemente a Thomas Blair II, porque Aaron sabía que lo manipularía con facilidad. Thomas sonrió a Aaron en reconocimiento de la idea y dejó que sus ojos hablaran por él: «Pasarán muchos años antes de que entregue la casa Chornyak a nadie, bastardo engreído», y, entonces, alzó una mano para dar por zanjada la discusión entre Kenneth y Jason.
—Mira… —empezó a decir Kenneth antes de que Thomas lo interrumpiera.
—Los lingüistas no dicen «mira», Kenneth. Tampoco dicen «oye» ni «escucha». Por favor, exprésate con mayor formalidad. —Thomas era un hombre paciente, y seguiría intentándolo con este joven testarudo e impetuoso. Había visto diamantes más toscos en su época, y los cuatro hijos que Kenneth había engendrado hasta ahora eran especímenes soberbios.
Kenneth, evidentemente, no comprendía qué diferencia creaba su elección de predicados sensoriales en las entrañas de la gran casa, a kilómetros de cualquier miembro del público que se contaminara de sus defectos de expresión, pero tenía los suficientes modales como para guardarse sus opiniones. (No pudo borrarlas de su rostro, por supuesto, pero eso no lo sabía, y los demás no tenían motivos para decírselo). Pidió disculpas con un gesto y empezó de nuevo.
—Entiende esto —comentó con cuidado—. Hay dinero suficiente en la CIM de las mujeres para pagar la regeneración de los pechos. Yo llevo las cuentas, ¿recuerdas? Estoy en posición de saber para qué hay dinero y para qué no. Es una suma insignificante; solo hay que implantar una célula o dos y aplicar un poco de estimulación rudimentaria para iniciar la regeneración de las glándulas. ¡Eso es biología y contabilidad elemental! En realidad, cuesta lo mismo que un ordenador de muñeca, y este año hemos comprado cuarenta. ¿Cómo explicamos que no estamos dispuestos a autorizar que se emplee una cantidad tan reducida en beneficio de alguien que ha sido tan eficiente, tenaz y productiva como «receptáculo»? Soy consciente de que no nací lingüista, aun sin los constantes recordatorios de Aaron, pero ahora soy miembro de esta casa, tengo derecho a ser escuchado, no soy ignorante y os digo que me siento incómodo con esta decisión.
—Kenneth —intervino Thomas, y la simpatía de su voz era auténtica—, valoramos la compasión y la empatía que nos transmites. Quiero que lo sepas. Necesitamos tu opinión, sin duda. Pasamos tanto tiempo compartiendo las visiones del mundo de seres que no son humanos que, a veces, nosotros tampoco lo parecemos. Necesitamos a alguien como tú que nos lo recuerde de vez en cuando.
—Entonces ¿por qué…?
—Porque, por mucho dinero que podamos permitirnos, no podemos gastarlo en gestos sentimentales. Siento que esto te decepcione, Kenneth, pero así son las cosas. Todos lo lamentamos, pero, aun así, es cierto. La ley que establece que «ningún lingüista gastará un centavo que el público pueda ver como un desembolso sospechoso» se aplica aquí, como lo hace en todas las casas de las líneas, con absoluto rigor.
—Pero…
—Sabes muy bien, Kenneth, porque procedes del público, y, al contrario que Aaron, no considero que eso sea un defecto, que ningún miembro de ese colectivo haría lo que pides por una mujer ya madura y estéril. ¿Quieres que seamos la casa responsable de una vuelta a las rebeliones antilingüistas, hijo? ¿Para beneficiar a una mujer alocada que ha sido tratada con mimo durante toda su vida y que, ahora, está haciendo una montaña de un par de nidos de hormiga ya gastados? Seguro que no quieres eso, Kenneth, por mucha simpatía que sientas hacia las exigencias de Nazareth.
—Un momento —intervino Aaron con aplomo—. Clarificaré eso último. Nazareth no ha exigido nada, solo lo ha pedido.
—Muy cierto —replicó Thomas—. He exagerado la afirmación.
—Pero el tema es el mismo, Thomas. Estoy seguro de que Kenneth ve ahora este asunto con una luz menos… sentimental.
Kenneth contempló la mesa y no añadió nada más, así que todos se relajaron. Por supuesto, podrían haberse impuesto sin darle la charla. Esa opción siempre quedaba abierta. Pero era preferible evitarlo en la medida de lo posible. Los lingüistas convivían de forma tan cercana que era inevitable que las riñas familiares fueran un obstáculo considerable para el desarrollo normal del día a día, y, con noventa y un miembros bajo su techo, la casa Chornyak era una de las más abarrotadas. En esas circunstancias, se buscaba la paz, y la pronta disposición de Aaron para sacrificar esa paz solo por anotarse uno o dos puntos era una de las razones principales por las que Thomas no quería que consiguiera más poder en la casa. Era Aaron quien, en realidad, no aprendía y, al parecer, no podía hacerlo. Y sin las excusas de Kenneth.
—Bien, entonces estamos de acuerdo, ¿no? —dijo Paul John mientras se frotaba las manos—. Autorizaremos la transferencia de fondos para el tratamiento que destruya el útero enfermo y los pechos de la mujer, y ordenaremos que se haga de inmediato. Eso es todo lo que haremos. ¿De acuerdo, caballeros?
Thomas paseó la mirada por la mesa y por las pantallas comset y concedió algunos segundos de cortesía para asegurarse de que nadie requería su atención. Asintió cuando se hizo evidente que no era el caso.
—¿Algo más? —preguntó—. ¿Algo que no esté claro en el nuevo contrato que ha llegado del Departamento de Análisis y Traducción sobre esos dialectos espejo-imagen? ¿Alguien quiere discutir los términos que ofrecen? Por favor, recordad que se trata de un trabajo informático de principio a fin, no se requiere mucho esfuerzo. ¿Algún asunto personal? ¿Alguna objeción a anotar el voto sobre el tratamiento médico de Nazareth como unánime? ¿No?
»Bien. —Golpeó la mesa con la palma de la mano en un gesto que daba por concluida la sesión—. Entonces, hemos acabado. Aaron, asegúrate de que a tu esposa se le notifique de inmediato nuestra decisión y que vaya enseguida al hospital. No quiero acusaciones por parte de los medios de comunicación de que nos hemos retrasado y hemos puesto su vida en peligro, no importa lo trivial que eso parezca. Tan malo es que nos acusen de maltratar a una mujer como de malgastar millones. ¿Te encargarás de ello?
—Desde luego —contestó Aaron, envarado—. Conozco mis obligaciones. Y soy tan sensible al problema de la opinión pública como todos los demás en esta sala. Haré que madre se encargue de inmediato.
—Tu suegra no está disponible en este momento —repuso Thomas—. Está reunida en una tontería con el Proyecto Codificador. Que otra de las mujeres lo haga en su lugar, o hazlo tú mismo.
Aaron abrió la boca para hacer un comentario, pero la cerró de nuevo. Sabía lo que diría su suegro si ponía otra vez objeciones al tiempo que las mujeres pasaban en su estúpido «Proyecto Codificador». «Las mantiene ocupadas y contentas, Aaron», respondería. «Las ya estériles y las que son demasiado viejas para otros trabajos necesitan hacer algo inofensivo con su tiempo, Aaron», afirmaría. «Si no se entretuvieran con su interminable “proyecto”, se quejarían y nos obstaculizarían. Alégrate de que se contenten con tanta facilidad. A caballo regalado no le mires el diente, Aaron». No tenía sentido pasar otra vez por todo aquello.
Además, Thomas tenía razón. Las escasas mujeres a las que no les interesaban las vacuas actividades del Proyecto siempre daban la lata e interferían a causa del aburrimiento. No dijo nada, salió rápidamente por la puerta lateral, subió las escaleras y se dirigió a los jardines, donde uno de sus hijos lo esperaba para discutir un problema de una traducción. Había estado a la espera demasiado tiempo, pensó Aaron, irritado. Incluso a los siete años, no se puede esperar que un niño varón tenga paciencia ilimitada.
Ya había recorrido la mitad del sendero y se encontraba junto a los bancos de lirios anaranjados que las mujeres cultivaban en grandes cantidades, porque ni siquiera los antilingüistas más fanáticos considerarían que aquello era un despilfarro, cuando se dio cuenta de que, después de todo, había olvidado enviar el mensaje a su esposa. Dios, las mujeres eran una molestia, con sus interminables quejas y sus estúpidas enfermedades. ¡Cáncer, por todos los santos, en el año 2205! Ningún varón humano había contraído cáncer desde…, bueno, desde hacía, al menos, cincuenta años; apostaría por ello. Las mujeres eran criaturas débiles que apenas merecían su manutención, y, desde luego, no su ira.
Tener que regresar a la casa y cumplir su promesa estuvo a punto de hacerle arrancar de raíz un inexcusable rosal amarillo, medio oculto entre los lirios. Solo había uno, pero buscaba problemas. Ya oía a los ciudadanos: «Trabajamos, nos esforzamos y sangramos por conseguir hasta el último centavo, y ni siquiera tenemos dinero para mantener las aceras deslizantes en condiciones porque la mitad de nuestros impuestos va a parar a los jodidos lingos, malditos sean todos ellos, que malgastan el dinero en sus palacios subterráneos y en sus jodidos rosales…». Se imaginaba los eslóganes, los alborotos, las solemnes discusiones de los medios de comunicación sobre las cifras reales de los rosales comprados por los lingüistas en el periodo entre el 2195 y el 2205. A los medios de comunicación les gustaba hablar de décadas porque era más fácil engrosar las estadísticas en bloques de diez años. Y estaba seguro de que aquel empalagoso rosal amarillo era otro más de los pequeños actos de sabotaje con los que la tía abuela Sarah disfrutaba tanto para burlar a los contables.
Se recordó, por enésima vez, que tenía que encontrar sitio en su agenda de este año para parlamentar con los representantes del Congreso sobre la legislación que prohibiría a las mujeres comprar nada sin la aprobación escrita de un varón. El asunto de dejarlas tener dinero para gastos y hacer excepciones con las flores, los dulces, las novelas románticas y otras fruslerías siempre acarreaba complicaciones imprevistas. ¡Era sorprendente lo listas que eran para distorsionar la palabra de la ley! Como los chimpancés, que daban la vuelta a las instrucciones del ejército y actuaban de una forma absurda que no estaba prohibida porque no se había previsto ni en las fantasías más descabelladas. ¿Quién habría pensado que había que enseñar a un chimpancé a no defecar sobre sus propias armas?
Aaron habría preferido ver carteles de «No se permiten mujeres» en todos los negocios. Pero, una vez más, tenía que doblegarse al argumento de que las pobres criaturas eran mucho menos problemáticas si se les permitía pasar las horas muertas de tienda en tienda en vez de hacer todas sus compras a través de los comsets, como hacían los hombres. Aquello no tenía fin, siempre había otra concesión que hacer, y, desde luego, suponía todo un consuelo afirmar que las mujeres de las líneas, las lingüistas, no tenían horas muertas.
Si algo podía tentar a Aaron William Adiness-Chornyak a caer en una blasfemia como la de la existencia de una Creadora era la irracional creación de las mujeres. ¿No podría el Todopoderoso haber tenido el detalle de hacer a las mujeres mudas? ¿O encargarse de que tuvieran el equivalente biológico de un interruptor de encendido/apagado para que los hombres que trataran con ellas lo utilizaran, ya que no se le había ocurrido prescindir de ellas?
—Siéntete afortunado —le habría dicho su padre—. Podrías haber nacido antes de las Enmiendas Whissler. Habrías vivido en una época en que se permitía votar a las mujeres, que se sentaban en el Congreso de los Estados Unidos y eran jueces del Tribunal Supremo de Justicia. Piénsalo, muchacho, y da las gracias.
Aaron se echó a reír mientras recordaba la primera vez que había oído hablar de aquello. Tenía siete años, la misma edad que el niño al que iba a ver, y le habían castigado. Le obligaron a memorizar una docena de páginas de inútiles declinaciones de sustantivos de un lenguaje artificial, igual de inútil, por haber llamado mentiroso a Ross Adiness. Había olvidado aquellas flexiones nominales hacía mucho tiempo, pero la sorpresa nunca lo había abandonado.
—¿Nazareth? —dijo Clara, y se detuvo a mirar.
Nazareth Joanna Chornyak-Adiness, hermana melliza de James Nathan Chornyak, la mayor de la casa y madre de nueve hijos, parecía en ese momento poco más que un servomecanismo estropeado, listo para ser reemplazado. Preparado para el desguace. La desagradable imagen golpeó a la mujer que Aaron había enviado para entregar el mensaje, pero reprimió la conmoción. Sería inexcusable que comunicara la decisión de los hombres con una mirada de repulsión en el rostro.
Pero había algo repulsivo en Nazareth. Algo en el delgado cuerpo, en el pelo gris peinado hacia atrás con tirantez y fijado al cráneo con crueles pinzas, algo en la rígida postura que era una orgullosa respuesta al agotamiento y el esfuerzo insoportables. No parecía en absoluto una noble mujer en ruinas, ni siquiera un animal torturado. ¿Se puede atormentar a una máquina hasta que llegue al estado de Nazareth?, se preguntó Clara.
Se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se echó a temblar. «Dios me perdone» pensó, «si la veo de esa forma. ¡No lo haré! Lo que tengo ante mí es una mujer viva» se reprendió con dureza, «no uno de esos delgados cilindros con un pomo en lo alto que recorren las casas y los lugares de trabajo de los no lingüistas en silencio mientras hacen el trabajo sucio. Es una mujer viva, a la que se puede herir, y le hablaré sin distorsionar mi percepción».
—¿Nazareth? —la llamó con amabilidad—. Querida, ¿te has quedado dormida?
Nazareth dio un respingo, asustada, y se apartó de las paredes transparentes de la interfaz en la que su hijo menor encajaba, tranquilo, unos bloques de plástico con otros bajo la mirada amistosa del alienígena residente.
—Lo siento, tía Clara —contestó—. No te había oído; me temo que mi mente estaba a un millón de kilómetros de distancia. ¿Me necesitas para algo?
Clara interrumpió su misión e hizo un gesto con la barbilla hacia el niño, que ahora se reía por un comentario del AR.
—Le va bien, ¿verdad?
—Eso creo. Parece que ya une frases; son cortas, pero correctas. No está mal, para tener apenas dos años y emplear tres lenguas a la vez. Y su inglés no se ha visto perjudicado en lo más mínimo.
—Tres lenguas —murmuró Clara—. No está nada mal, querida. He llegado a conocer a algunos que aprendían media docena al mismo tiempo, cuando no había tantos niños disponibles.
—¿Te acuerdas de Paul Hadley? ¿Recuerdas lo preocupadas que estábamos todas? Tres años en la interfaz con aquel alfano del norte, y no sabía decir nada, en ninguna lengua, excepto media docena de palabras infantiles.
—Salió bien —le recordó Clara—. Eso es lo único que importa. Este tipo de cosas pasan de vez en cuando.
—Lo sé. Por eso me preocupa que suceda de nuevo. En especial ahora.
Clara carraspeó, y sus manos hicieron un gesto inútil.
—No es probable —repuso.
Nazareth alzó los ojos y miró a su tía. Su rostro tenía el tono amarillo desvaído del papel barato.
—Vienes de parte de los hombres, Clara, y tratas de evitar comunicarme su decisión. No sirve de nada, podríamos encontrar una docena de temas de conversación frívolos para posponerlo, pero sabes que, al final, tendrás que decírmelo.
—Sí.
—No son buenas noticias, ¿verdad?
—Podrían ser peores.
Nazareth se tambaleó y apoyó una mano en la pantalla de la interfaz para sujetarse, pero Clara no hizo ningún ademán para ayudarla. Nazareth no permitía que nadie la ayudase, y tenía buenos motivos.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué han decidido, Clara?
—Te realizarán la cirugía.
—La cirugía láser.
—Sí. Pero no la regeneración de los pechos.
—¿Tan vacías están las cuentas de las mujeres?
—No, Naza, no fue una decisión financiera.
—Ah…, ya entiendo. —Nazareth se llevó las manos a los pechos y los cubrió con ternura, como los habría cubierto un amante contra un viento gélido.
Las dos mujeres se miraron en silencio. Y, de la misma manera en que Clara sufría por la mujer que tenía que aceptar una mutilación evitable, Nazareth sufría por la mujer a quien habían ordenado entregar el mensaje. Pero así eran las cosas. Como Clara había señalado, podría haber sido peor. Podrían haberse negado a autorizar la intervención quirúrgica, aunque entonces los medios de comunicación se habrían aferrado a la historia como otro ejemplo más de la diferencia entre los lingüistas y los seres humanos normales.
—Te irás de inmediato —continuó Clara cuando ya no pudo soportar más la visión de aquella angustia cegadora—. Un robobús que para en el hospital llegará en quince minutos. Quieren que te subas en él, niña. No necesitas llevarte nada contigo, tan solo prepárate para salir. Te ayudaré, si quieres.
—No, gracias, tía Clara. Me las arreglo sola. —Las manos de Nazareth cayeron y se juntaron tras su espalda, fuera de la vista.
—Entonces me encargaré de que alguien autorice la transferencia de créditos a la cuenta del hospital —dijo la mujer mayor—. No hay necesidad de que esperes sentada a que lo verifiquen. Estará todo arreglado antes de que llegues, si encuentro a un hombre que no esté ocupado con algo urgente.
—Como las cuentas de tabaco.
—Por ejemplo.
—Si puede hacerse —contestó Nazareth con aplomo—, lo agradecería. Si no, no te preocupes. Dentro de la línea, soy una de las más acostumbradas a esperar. Unas pocas horas más no me harán ningún daño.
Clara asintió. Nazareth siempre era certera.
—¿Alguna instrucción para los niños? ¿Debo encargarme de algo?
—No lo creo. Judith y Cecily conocen mi plan de trabajo, y si hay algo que no esté en la lista habitual, lo identificarán y te avisarán. Diles que comprueben mi diario por las mañanas para asegurarse.
Clara esperó, pero Nazareth no tenía nada más que añadir; hizo de nuevo el gesto inútil y murmuró:
—Ve en bondad y amor, Nazareth Joanna.
Nazareth asintió, con los labios tensos y grises en su rostro rígido. El movimiento continuó como el de un muñeco de resorte, de esos que se encontraban en las colecciones de los museos, hasta que Clara se dio la vuelta y se marchó. Nazareth no volvió a mirar al pequeño Matthew o al AR, excepto para disponer su cuerpo en la postura obligatoria de despedida de PanSig como requería el protocolo. No era culpa del alienígena, después de todo.
«Piénsalo», se instó Nazareth. «Piensa en el alienígena residente. Usa tu mente inquieta para algo constructivo. No es momento para ideas descabelladas».
El alienígena era interesante, algo que no siempre caracterizaba a los ARS. Nazareth ansiaba conocer más sobre su cultura y su lenguaje, a medida que Matthew creciera y fuera capaz de describirlos. Tres piernas en vez de dos; una cara que parecía más bien una superficie lisa; tentáculos que formaban una especie de cabellera que corría desde lo alto de la cabeza y por toda la espina dorsal, que reaccionaban al entorno y se movían por reflejo o a voluntad. Habían sostenido múltiples discusiones antes de aceptarlo, pues se dudaba de que fuera humanoide. Fue necesario el voto unánime de los jefes de las trece líneas para acabar con el debate y aprobar el contrato, y para convencer al anciano de la casa Shawnessey de Suiza hizo falta mucha persuasión.
«Mi hijo», pensó ella, dándole la espalda. «Mi hijito. Mi último hijo. Si cometieron un error, si ese ser no es verdaderamente humanoide, mi hijo acabará como un vegetal, o algo peor».
«¡Ya estás de nuevo, Nazareth, con tu mente desvariada!». Chasqueó la lengua y apretó las manos con fuerza. Mejor ocupar la mente con las interesantes características del último AR, o revisar el inventario actual de las habilidades lingüísticas de su hijo. Mejor ocupar aquella mente con algo que no fuera la amarga hiel de la simple verdad que le quemaba en la garganta.
Le habían dicho que se preparara para salir, ¿qué querían de ella? Se miró y no vio nada que criticar. Ningún adorno. Una túnica lisa con modestas mangas hasta el codo, de un color que no era color alguno. Sandalias en los pies, nada más. Sabía que su pelo estaba aseado. Nadie podría mirarla y pensar: «¡Mira a esa zorra lingüista!», a menos que la distinguieran por un grado de apariencia empobrecida que solo podía ser el resultado de poder elegir sobre la misma.
Se llevaría su ordenador de muñeca; no había nadie que no poseyera uno, y el suyo era sencillo y estaba desgastado. Lo necesitaría en el hospital público para contactar con la casa de vez en cuando.
«Estoy bien como estoy», pensó. Lista para cualquier cosa. Y si el hospital necesitaba información sobre Nazareth, podían acceder a ella fácilmente por los tatuajes de sus axilas.
Nazareth salió a la puerta de la casa para esperar el robobús. No se molestó en llevarse nada de la habitación que compartía con Aaron. No volvió a tocarse los pechos.