Читать книгу No hay lugar seguro - Тана Френч - Страница 5

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Antes que nada, aclaremos algo: yo era el hombre idóneo para este caso. Les sorprendería saber cuántos de los muchachos habrían puesto pies en polvorosa de haber tenido la posibilidad de hacerlo, y yo la tenía, al menos al principio. Un par de ellos me dijeron a la cara: «Prefiero que pringues tú, colega». Pero a mí no me preocupó lo más mínimo. De hecho, los compadecía.

A algunos detectives no les gustan mucho los casos notorios e importantes; demasiada mierda de los medios de comunicación, dicen, y si no los resuelves te metes en una buena. Pero esa actitud negativa no va conmigo. Si inviertes tu energía en pensar en lo doloroso que será el batacazo, ya estás a medio caer. Yo prefiero concentrarme en los aspectos positivos, y los hay a patadas: aunque uno puede fingir que está por encima de eso, todo el mundo sabe que son los grandes casos los que acarrean grandes promociones. Dadme los casos con titulares y quedaos con los apuñalamientos entre camellos. Si no sois capaces de comeros el marrón, seguid vistiendo el uniforme.

Hay muchachos que no soportan los casos en los que hay niños involucrados, lo cual me parece comprensible, pero si no soportas un asesinato desagradable —y perdón por expresarlo así—, ¿qué coño haces en el Departamento de Homicidios? Apuesto a que en el Departamento de Derechos de la Propiedad Intelectual les encantaría contar con ellos. Yo he llevado casos de bebés, de ahogamientos, de asesinatos con violación y el de un tipo al que decapitaron con una escopeta y cuyos sesos quedaron esparcidos por las paredes y, siempre que el caso se haya resuelto, nada de ello me ha quitado el sueño. Alguien tiene que hacerlo. Y si ese alguien soy yo, al menos sé que se hará bien.

Porque, ya que estamos, dejemos otra cosa clara: soy condenadamente bueno en mi trabajo. Lo creo de verdad. Llevo diez años en el Departamento de Homicidios y desde hace siete, cuando me habitué al puesto, ostento la tasa de casos resueltos más alta de la comisaría. Este año voy a quedar segundo, pero es que al tipo que me ha superado le tocó una ristra de casos domésticos que eran pan comido, casos en los que el sospechoso prácticamente se ponía las esposas solo y se entregaba en bandeja servido con puré de manzana. A mí, en cambio, me cayeron los más difíciles, expedientes soporíferos de yonquis en los que nadie nunca ha visto nada, y aun así conseguí resolverlos. Si nuestro comisario hubiera tenido alguna duda sobre mí, habría podido apartarme de los casos en cualquier momento. Pero no lo hizo.

Lo que intento decirles es que este caso debería haber ido como la seda. Debería haber acabado figurando en los manuales como paradigma del trabajo bien hecho. Desde todos los puntos de vista, debería haber sido el caso soñado.

En cuanto aterrizó en comisaría, supe que se trataba de algo gordo. Todos lo supimos. Los homicidios básicos van directos a la sala de la brigada y se asignan a quien esté de turno o, si no está presente, a quien ande por ahí; solo los grandes casos, los casos delicados que necesitan caer en las manos adecuadas, se entregan al comisario para que sea él quien elija al hombre indicado. De manera que cuando el comisario O’Kelly asomó la cabeza por la puerta de la sala de la brigada, me señaló con el dedo, dijo: «Kennedy, a mi despacho» y desapareció, lo supimos.

Agarré mi chaqueta del respaldo de la silla y me la puse. El corazón me latía con fuerza. Había pasado mucho tiempo, demasiado, desde que el último de aquellos casos se cruzó en mi camino.

—No te muevas de aquí —le dije a Richie, mi compañero.

—¡Ooooh! —soltó Quigley con horror fingido desde su mesa, agitando su regordeta mano—. ¡Scorcher vuelve al infierno! Nunca pensé que llegara este día.

—Regálate la vista, socio —repliqué, al tiempo que comprobaba si llevaba la corbata recta.

Quigley se comportaba como un capullo porque él era el siguiente en la lista. De no haber sido por el espacio que ocupaba, tal vez O’Kelly le habría asignado el caso.

—¿Qué has hecho esta vez?

—Me he tirado a tu hermana. Y me llevé mis propias bolsas de papel.

Los muchachos soltaron una risita; Quigley frunció los labios como una viejecita.

—No tiene gracia.

—La verdad ofende.

Richie estaba boquiabierto y a punto de saltar de la silla movido por la curiosidad. Me saqué el peine del bolsillo y me atusé rápidamente el pelo.

—¿Estoy guapo?

—Lameculos... —farfulló Quigley, enfurruñado.

Le hice caso omiso.

—Sí —respondió Richie—. Estás fantástico. ¿Qué...?

—No te muevas de aquí —le repetí, y fui en busca de O’Kelly.

Segunda pista: O’Kelly estaba de pie detrás de su mesa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, balanceándose adelante y atrás sobre los talones. Aquel caso le había disparado la adrenalina lo bastante como para no caber siquiera en su asiento.

—Veo que te has tomado tu tiempo...

—Lo siento, señor.

Permaneció donde estaba, chasqueando la lengua mientras releía la hoja de ruta que había sobre su escritorio.

—¿Qué tal va el caso Mullen?

Me había pasado las últimas semanas organizando un expediente para el fiscal general sobre un lío peliagudo con un narcotraficante, pues quería asegurarme de que a aquel mierdecilla no le quedara ni una sola grieta por la que colarse. Algunos detectives creen que su trabajo concluye en el preciso instante en que se presentan los cargos, pero, cuando una de mis presas se retuerce en el anzuelo para soltarse, cosa que rara vez ocurre, yo me lo tomo muy en serio.

—Listo para entregar, más o menos.

—¿Podría finiquitarlo otra persona?

—Desde luego.

Asintió y continuó leyendo. A O’Kelly le gusta que le pregunten, para dejar claro quién es el jefe, y como de hecho es mi jefe, no tengo mayor inconveniente en ponerme panza arriba como un buen cachorrillo si eso sirve para que la situación fluya.

—¿Ha entrado algún caso, señor?

—¿Conoces Brianstown?

—Jamás he oído ese nombre.

—Yo tampoco lo había oído nunca. Es una de esas zonas de nueva construcción; está en la costa norte, pasado Balbriggan. Antes se llamaba Broken Bay o algo por el estilo.

—Broken Harbour —lo corregí—. Sí. Conozco Broken Harbour.

—Pues ahora se llama Brianstown. Y esta noche todo el país habrá oído hablar de ese lugar.

—Malas noticias —aposté.

O’Kelly dejó caer pesadamente una mano sobre la hoja de ruta, como si quisiera sujetarla para que no volara.

—Marido, mujer y dos críos apuñalados en su propia casa. La mujer va de camino al hospital; no saben si sobrevivirá. Los demás están muertos.

Guardamos silencio un momento, sintiendo cómo temblaba el aire tras aquella noticia.

—¿Cómo se ha descubierto?

—Por la hermana de la mujer. Hablan por teléfono cada mañana y, al ver que hoy nadie lo cogía, se ha puesto nerviosa, se ha metido en el coche y ha puesto rumbo a Brianstown. El vehículo del matrimonio estaba en el camino de acceso a la casa, con las luces encendidas en pleno día, y nadie respondía al timbre, así que ha llamado a la policía. Los agentes han echado la puerta abajo y... ¡sorpresa!

—¿Quién está ahora en la escena del crimen?

—Solo los uniformados. Han echado un vistazo, han visto que el asunto les quedaba demasiado grande y nos han telefoneado.

—Bien —dije yo.

Hay un montón de imbéciles sueltos que se habrían pasado horas jugando a ser detectives y revolviendo el caso hasta destrozarlo antes de admitir una derrota y llamar a quien corresponde. Al parecer, habíamos sido afortunados al dar con un par de policías con un cerebro que funcionaba.

—Quiero que te ocupes de este caso. ¿Lo aceptas?

—Será un honor.

—Si hay algo que no puedas delegar, dímelo ahora y se lo asigno a Flaherty. Esto tiene máxima prioridad.

Flaherty es el tipo que se ha anotado los casos chupados y ha conseguido la mayor tasa de expedientes resueltos.

—No será necesario, señor. Puedo asumirlo —le aseguré.

—Bien —replicó O’Kelly.

Sin embargo, no me entregó la hoja de ruta. La inclinó hacia la luz y la inspeccionó mientras se frotaba la mandíbula con el pulgar.

—¿Y Curran? —preguntó—. ¿Está libre para ayudarte?

El joven Richie solo llevaba dos semanas en la brigada. A la mayoría de los muchachos no les gusta formar a los novatos, así que yo me encargo de hacerlo. Si conoces bien tu trabajo, es tu responsabilidad transmitir ese conocimiento a los recién incorporados.

—Lo estará —le aseguré.

—Puedo enchufarlo en cualquier otro sitio y facilitarte a alguien que sepa lo que se hace.

—Si Curran no es capaz de apechugar con un caso así, será mejor que lo descubramos cuanto antes.

No me interesaba que me asignaran a nadie que supiera lo que se hacía. El lado bueno de formar a los cachorros es que te ahorra muchos problemas: todos los que llevamos tiempo trabajando en el departamento tenemos nuestra propia manera de hacer las cosas y, en ese sentido, dos son multitud. Si sabes manejarlo, un novato te hace perder mucho menos tiempo que un viejo zorro. Y yo no podía permitirme perder tiempo jugando al «después de ti; no, tú primero», no en este caso.

—En cualquier caso, tú dirigirías la investigación.

—Confíe en mí, señor. Estoy seguro de que Curran estará a la altura.

—Es un riesgo.

Los novatos se pasan el primer año en período de prueba. No es oficial, pero eso no lo hace menos serio. Si Richie cometía un error recién salido de la escuela y con un caso como este, ya podía empezar a recoger los trastos de su mesa.

—Lo hará bien. Me aseguraré de que así sea —respondí.

—No me refiero solo a Curran —añadió O’Kelly—. ¿Cuánto hace que no te ocupas de un caso importante?

Me escudriñaba con ojos entrecerrados y penetrantes. Mi último caso relevante había salido mal. No había sido culpa mía: alguien a quien creía un amigo me tendió una trampa y me dejó tirado, pero, aun así, la gente no olvida.

—Casi dos años —aclaré.

—Así es. Resuelve este caso y volverás a estar en el ajo.

No mencionó la otra posibilidad, que se posó como un objeto denso y pesado sobre el escritorio que nos separaba.

—Lo resolveré.

O’Kelly asintió con la cabeza.

—Eso es lo que imaginaba. Mantenme informado.

Se inclinó hacia delante, por encima de la mesa, y me entregó la hoja de ruta.

—Gracias, señor. No le defraudaré.

—Cooper y la Policía Científica están de camino. —Cooper es el forense—. Necesitarás refuerzos; haré que la Unidad General te envíe un puñado de eventuales. ¿Con seis te bastará?

—Seis suena bien. Si necesito más, le telefonearé.

Ya me iba cuando O’Kelly añadió:

—Y por lo que más quieras, haz algo con la ropa de Curran.

—Ya hablé con él sobre eso la semana pasada.

—Pues hazlo de nuevo. ¿Qué era lo que llevaba ayer? ¿Una capucha?

—He conseguido que deje de llevar zapatillas deportivas. Pasito a pasito.

—Si quiere seguir en este caso, será mejor que dé un paso de gigante antes de que lleguéis a la escena del crimen. Los medios se van a abalanzar sobre el lugar como moscas sobre la mierda. Al menos, oblígalo a que se ponga el abrigo y se tape el chándal o lo que sea con lo que ha decidido honrarnos hoy.

—Tengo una corbata de repuesto en mi mesa. Lo adecentaré.

O’Kelly murmuró algo acerca de un cerdo vestido de esmoquin.

De regreso a la sala de la brigada, leí por encima la hoja de ruta: justo lo que O’Kelly acababa de contarme. Las víctimas eran Patrick Spain, su esposa Jennifer y sus dos hijos, Emma y Jack. La hermana que había dado el aviso se llamaba Fiona Rafferty. Bajo su nombre, en mayúsculas y a modo de advertencia, el remitente había añadido: «NOTA: EL OFICIAL AVISA DE QUE LA MUJER QUE LLAMA ESTÁ HISTÉRICA».

Richie estaba de pie, dando saltitos de un pie a otro como si tuviera muelles en las rodillas.

—¿Qué...?

—Coge tus cosas. Vamos a salir.

—Te lo dije —le dijo Quigley a Richie.

Richie lo miró con cara de inocentón.

—¿De verdad? Lo siento, tío, no te estaba prestando atención. Tenía otras cosas en la cabeza, ¿sabes?

—Estoy intentando hacerte un favor, Curran. Puedes tomarlo o dejarlo —replicó Quigley, aún con cara de estar dolido.

Me puse el abrigo y comprobé el contenido de mi maletín.

—Vaya, parece que habéis mantenido una conversación fascinante. ¿De qué iba?

—De nada —se apresuró a decir Richie—. Andábamos dándole a la sinhueso.

—Le decía al joven Richie —me aclaró Quigley en tono de superioridad moral— que no es buena señal que el comisario te llame aparte y te dé la información a espaldas de tu compañero. ¿Qué implica eso con relación al puesto que ocupa el muchacho en la brigada? He creído conveniente que reflexionara un poco sobre ello.

A Quigley le encanta jugar a confundir a los novatos, tanto como le gusta apretar a los sospechosos un poco más de la cuenta; todos lo hemos hecho alguna vez, pero él disfruta haciéndolo más que la mayoría. No obstante, por lo general es lo suficientemente listo como para no meterse con mis muchachos. Richie lo habría molestado con algo.

—Va a tener mucho sobre lo que reflexionar en un futuro inmediato —repliqué—. No puede permitirse perder el tiempo en tonterías. Detective Curran, ¿listos para marcharnos?

—Vale —contestó Quigley, remetiendo los carrillos hacia dentro—. No me hagáis caso.

—Nunca lo hago, socio.

Saqué la corbata de mi cajón y me la guardé en el bolsillo del abrigo parapetándome tras la mesa: no había necesidad de darle munición a Quigley.

—¿Listo, detective Curran? En marcha.

—Nos vemos —se despidió Quigley de Richie, no muy cordialmente, cuando nos dirigíamos hacia la puerta.

Richie le lanzó un beso en el aire, pero se suponía que yo no debía verlo, así que no lo hice.

Corría el mes de octubre, una mañana de martes gris, fría y densa, nublada y desapacible como un día de marzo. Saqué mi Beemer plateado favorito del garaje (oficialmente, se supone que el primero que llega es el primero que escoge coche, pero, en la práctica, a ningún chaval del Departamento de Violencia Doméstica se le ocurre acercarse al mejor vehículo de Homicidios, con lo que los asientos están siempre como me gustan y no hay envoltorios de hamburguesas por el suelo). Habría apostado lo que fuese a que aún era capaz de llegar hasta Broken Harbour con los ojos cerrados, pero no era día para descubrir si estaba en lo cierto, de manera que activé el GPS. Resultó que aquel aparato no sabía dónde estaba Broken Harbour. Solo sabía llegar a Brianstown.

Richie se había pasado las dos primeras semanas en la brigada ayudándome a componer el informe sobre el caso Mullen y a volver a interrogar a algún que otro testigo; este iba a ser el primer caso de homicidios real que vería y literalmente se moría de impaciencia por la emoción. Logró contenerla hasta que nos pusimos en marcha.

—¿Tenemos un caso? —me soltó de pronto.

—Así es.

—¿Qué tipo de caso?

—Un caso de asesinato.

Me detuve en un semáforo en rojo, saqué la corbata del bolsillo y se la pasé. Estábamos de suerte: vestía una camisa, aunque fuera una baratija blanca tan fina que, de haberlo tenido, se le habría transparentado el pelo en el pecho, y unos pantalones grises que habrían estado bien de no haberle quedado una talla grandes.

—Ponte esto.

Miró la corbata como si no hubiera visto ninguna en su vida.

—¿En serio?

—En serio.

Por un momento pensé que tendría que echar el freno y ponérsela yo mismo; probablemente, la última vez que se había puesto una había sido para la confirmación, pero al final consiguió anudársela, más o menos. Inclinó el espejo de la visera para comprobar cómo le quedaba.

—Estoy elegante, ¿eh?

—Mejor, sí —confirmé.

O’Kelly tenía razón: la corbata servía de bien poco. Era una corbata bonita, de seda granate con una sutil raya ondulada, pero hay gente que sabe vestir y gente que no. Richie mide un metro setenta y cinco, eso en un día bueno, todo él codos, piernas canijas y hombros estrechos. Nadie le echaría más de catorce años, pese a que en su expediente figura que tiene treinta y uno. Y seguramente tenga mis prejuicios, pero con solo echarle un vistazo habría podido decir exactamente de qué barrio procede. Lo lleva escrito: el pelo demasiado corto y de color indefinido, los rasgos afilados y esa manera de andar saltarina e inquieta, como si tuviera un ojo puesto en buscar problemas y el otro en detectar cualquier puerta que no esté bien cerrada. Al llevarla él, la corbata parecía robada.

La frotó con un dedo, como si quisiera experimentar su tacto.

—Es bonita. Te la devolveré.

—Quédatela. Y cómprate unas cuantas cuando tengas un momento.

Me miró y, por un instante, pensé que iba a decir algo, pero se contuvo.

—Gracias —replicó en cambio.

Habíamos llegado a los muelles y nos dirigíamos hacia la autopista M1. El viento marino soplaba con fuerza por el río Liffey, obligando a los viandantes a agachar la cabeza. En un momento de atasco (un inútil en un 4 × 4 no se había dado cuenta de que no conseguiría atravesar la intersección o le había importado un bledo no hacerlo), saqué la BlackBerry y le envié un mensaje a mi hermana Geraldine: «Geri, favor URGENTE. ¿Puedes recoger a Dina en el trabajo lo antes posible? Si se resiste alegando que va a perder sus horas, dile que yo le pagaré los gastos. No te preocupes, está bien, al menos por lo que yo sé, pero será mejor que se quede contigo un par de días. Te llamo después. Gracias».

El comisario tenía razón: contaba aproximadamente con un par de horas antes de que los medios de comunicación inundaran Broken Harbour, y viceversa. Dina es la pequeña; Geri y yo seguimos cuidando de ella. Cuando escuchara la noticia, necesitaría estar en un lugar seguro.

Richie no hizo comentario alguno sobre mi mensaje, lo cual estaba bien. En su lugar, se dedicó a observar el GPS.

—Vamos fuera de la ciudad, ¿no? —preguntó.

—A Brianstown. ¿Te suena?

Negó con la cabeza.

—Por el nombre, debe de ser una de esas urbanizaciones nuevas.

—Así es. Está en la costa norte. Antes era un pueblecito llamado Broken Harbour, pero al parecer lo han urbanizado desde entonces.

El capullo del todoterreno había logrado quitarse de en medio y el tráfico volvía a avanzar. Una de las cosas buenas de la crisis: ahora que por las carreteras ya no circulan ni la mitad de los coches, quienes todavía tenemos que ir a algún sitio conseguimos llegar.

—Dime algo. ¿Qué es lo peor que has visto en este trabajo?

Richie se encogió de hombros.

—Trabajé en tráfico mucho tiempo, antes de incorporarme a Vehículos Motorizados. Vi algunas cosas duras. Accidentes.

Todos lo creen. Estoy seguro de que yo también lo pensé alguna vez.

—Chaval, aún no has visto nada. Eso me demuestra lo inocente que eres todavía. Sé que no hace ninguna gracia ver a un crío con la cabeza partida en dos porque un gilipollas ha tomado una curva a demasiada velocidad, pero eso no es nada comparado con ver a un niño con la cabeza abierta porque un cabronazo lo ha machacado contra la pared hasta que ha dejado de respirar. Hasta ahora, solo has visto lo que la mala suerte puede hacerle a la gente. Estás a punto de echar un vistazo a lo que las personas pueden hacerse entre sí. Y créeme: no es lo mismo.

—¿Es un niño lo que vamos a ver? —preguntó Richie.

—Una familia. El padre, la madre y los dos hijos. La mujer quizá sobreviva. Los demás han muerto.

Las manos se le habían quedado inmóviles sobre las rodillas. Era la primera vez que lo veía completamente quieto.

—Dios. ¿Qué edad tenían los críos?

—Todavía no lo sabemos.

—¿Qué les ha sucedido?

—Al parecer, los han apuñalado. En su propia casa, probablemente durante la noche pasada.

—El mundo está podrido. Podrido del todo.

Richie hizo una mueca.

—Sí —confirmé—, lo está. Y para cuando lleguemos a la escena del crimen, necesito que lo hayas asimilado. Regla número uno, y será mejor que la anotes bien: nada de mostrar emociones en la escena del crimen. Cuenta hasta diez, reza el rosario, explica chistes verdes, haz lo que tengas que hacer. Si necesitas algún consejo sobre cómo afrontarlo, pídemelo ahora.

—Estoy bien.

—Será mejor que así sea. La hermana de la mujer está allí y no tiene ningún interés en verte afectado. Lo único que quiere saber es que tenemos la situación controlada.

Tengo la situación controlada.

Bien. Lee esto.

Le pasé la hoja de ruta y le di treinta segundos para que la leyera por encima. Le cambiaba el rostro cuando se concentraba; parecía mayor y más inteligente.

—Cuando lleguemos allí —le dije una vez se le había acabado el tiempo—, ¿cuál será la primera pregunta que querrás hacerles a los uniformados?

—El arma. ¿La han encontrado en la escena del crimen?

—¿Y por qué no: «Hay indicios de que hayan forzado la puerta»?

—Porque alguien podría haberlos falseado.

—No te andes con rodeos —lo reprendí—. Por «alguien» te refieres a Patrick o a Jennifer Spain.

El estremecimiento fue tan débil que, de no haber estado esperando que se produjera, se me podría haber pasado por alto.

—Cualquiera que tuviera acceso. Un pariente o un amigo. Cualquiera a quien le hubieran abierto la puerta.

—Pero eso no es lo que tenías en mente, ¿no es cierto? Tú pensabas en los Spain.

—Sí. Supongo que sí.

—Suele pasar, hijo. No tiene sentido fingir que no es así. El hecho de que Jennifer Spain haya sobrevivido la convierte en la principal sospechosa. Por otra parte, en estos casos, el culpable suele ser el padre: una mujer lo máximo que hace es matar a los niños y luego suicidarse, pero el hombre arremete contra toda la familia. No obstante, en cualquier caso no suelen preocuparse de fingir que alguien ha forzado la puerta. Hace mucho que han dejado de preocuparse por nimiedades como esa.

—De acuerdo, pero supongo que ya tendremos tiempo de llegar a una conclusión una vez la Científica haga acto de presencia; no vamos a fiarnos de lo que nos digan los agentes de uniforme. En cambio, con respecto al arma, yo querría saber si la han localizado desde el principio.

—Buen chico. Esa es la máxima prioridad para los uniformados, estoy contigo. ¿Y qué es lo primero que le preguntarás a la hermana?

—Si alguien tenía algo contra Jennifer Spain. O contra Patrick Spain.

—Desde luego, pero eso se lo preguntaremos a todos a los que interroguemos. ¿Qué querrías preguntarle a Fiona Rafferty en concreto?

Negó con la cabeza.

—¿Nada? Personalmente, a mí me interesa mucho saber qué hace en la casa —opiné.

—Aquí dice... —Richie sostuvo en alto la hoja de ruta— que las dos hermanas hablaban todos los días. Y hoy no ha conseguido contactar con ella.

—¿Y? Piensa en la hora, Richie. Pongamos que normalmente hablan ¿qué? ¿En torno a las nueve? ¿Después de que los maridos se hayan largado al trabajo y los críos se hayan ido a la escuela?

—O cuando ellas mismas llegan al trabajo. Puede que ambas trabajaran.

—Jennifer Spain no trabajaba. De lo contrario, la hermana habría informado de que no ha ido a trabajar, y no de que no ha conseguido hablar con ella. Así pues, tenemos que Fiona telefonea a Jennifer en torno a las nueve, a las ocho y media como muy temprano; hasta entonces, todo el mundo ha estado atareado poniéndose en marcha. Y a las diez y treinta y seis —le di unos toquecitos a la hoja de ruta— está ya en Brianstown avisando a la policía. No sé dónde vive Fiona Rafferty ni dónde trabaja, pero lo que sí sé es que Brianstown está a una hora larga de distancia de cualquier otro sitio. En otras palabras, cuando Jennifer se retrasa una hora en su charla matutina (y estamos hablando de una hora como máximo, podría ser mucho menos), Fiona se pone lo bastante nerviosa como para dejarlo todo y poner rumbo al último rincón del mundo. A mí eso me suena a una reacción desmedida. No sé tú, jovencito, pero a mí me gustaría saber por qué se ha puesto las bragas tan aprisa.

—Es posible que no viva a una hora de distancia. Quizá viva en la puerta contigua y simplemente se haya acercado a ver qué sucedía.

—Entonces ¿por qué tendría que conducir? Si está demasiado lejos como para ir a pie, entonces también lo está como para que resulte raro que se acercara a comprobar qué sucedía. Y ahora te daré la regla número dos: cuando alguien se comporta de un modo extraño, te está haciendo un pequeño regalo, y no debes desprenderte de él hasta que lo hayas abierto. Ya no estás en Vehículos Motorizados, Richie. En una situación como esta nunca se descarta nada con un «Bah, probablemente no tenga importancia. Es que ese día estaba un poco rara. Olvidémoslo». Nunca.

Se produjo la clase de silencio que significa que la conversación no ha concluido. Finalmente, Richie dijo:

—Soy un buen detective.

—Estoy seguro de que algún día serás un detective magnífico. Pero por el momento, te queda casi todo por aprender.

—Tanto si llevo corbata como si no.

—No tienes quince años, colega —le repliqué—. Vestir como un atracador no te convierte en una amenaza para el sistema; solo te convierte en un imbécil.

Richie toqueteó el fino tejido de la pechera de su camisa y escogió sus palabras con cuidado antes de decir:

—Sé que los detectives de Homicidios no suelen venir de donde yo vengo. Pero eso no nos convierte a todos los demás en paletos. Ni a ellos en unos maestros. No soy lo que esperabais. Eso ya lo he entendido.

Por el retrovisor pude ver sus ojos verdes y serenos.

—No importa de dónde vengas —objeté—. No hay nada que puedas hacer para remediarlo, de manera que no malgastes tu energía pensando en ello. Lo que importa es adónde vas. Y eso, amigo, sí puedes decidirlo.

—Ya lo sé. Por eso estoy aquí.

—Y es mi trabajo ayudarte a llegar aún más lejos. Una manera de controlar hacia dónde te diriges consiste en actuar como si ya estuvieras allí. ¿Me entiendes?

Parecía perplejo.

—Digámoslo de otro modo: ¿por qué crees que vamos al volante de un Beemer?

Richie se encogió de hombros.

—He supuesto que te gustaba este coche.

Solté una mano del volante para apuntarle con el dedo.

—Has supuesto que a mi ego le gustaba este coche, quieres decir. No te equivoques: no es tan sencillo. No andamos detrás de ladronzuelos de tiendas, Richie. Los asesinos son los peces gordos en este estanque. Lo que hacen, lo hacen a lo grande. Si apareciéramos en la escena del crimen con un Toyota del 95 destartalado, pareceríamos irrespetuosos, como si las víctimas no se merecieran lo mejor que podemos darles. Y eso irrita a las personas. ¿Es así como te gustaría empezar?

—No.

—Pues claro que no. Y además de eso, un Toyota viejo y destartalado nos haría parecer un par de perdedores. Y eso importa, amigo mío. No es solo cuestión de ego. Si los malos ven a un par de perdedores, creerán que tienen más pelotas que nosotros y entonces resulta más difícil conseguir que se vengan abajo. Y si los buenos de la historia ven a un par de perdedores, pensarán que jamás resolveremos este caso, de manera que ¿para qué molestarse en ayudarnos? Y si nosotros vemos a un par de perdedores cada vez que nos miramos al espejo, ¿qué crees que sucede con nuestras posibilidades de resolver el caso?

—Que se reducen, supongo.

—¡Bingo! Si quieres anotarte un éxito, Richie, no puedes ir por ahí oliendo a fracaso. ¿Entiendes lo que intento decirte?

Se tocó el nudo de la corbata nueva.

—Que vista mejor, básicamente.

—Salvo porque no es tan básico, chaval. No hay nada básico en vestir mejor. Las reglas existen por un motivo. Antes de romperlas, hay que meditar bien sobre cuál es ese motivo.

Me incorporé a la M1 y pisé el acelerador, dejando que el Beemer demostrara de lo que es capaz. Richie miró de reojo el velocímetro, pero yo sabía sin necesidad de mirar que avanzaba justo a la velocidad límite, ni un solo kilómetro por encima, y mantuvo el pico cerrado. Probablemente pensara que yo no era más que un capullo aburrido. Mucha gente lo piensa. La mayoría son adolescentes, si no física, al menos mentalmente. Solo los adolescentes piensan que el aburrimiento es malo. Los adultos, los hombres y mujeres maduros que las han visto ya de todos los colores, saben que el aburrimiento es un regalo divino. La vida esconde demasiadas emociones bajo la manga, lista para golpearte cuando menos te lo esperas, sin necesidad de que le añadas más drama. Si Richie aún no lo había descubierto, estaba a punto de hacerlo.

Soy un firme defensor del desarrollo urbanístico; culpen ustedes de esta crisis a los constructores y a los banqueros y a los políticos acomodaticios, si quieren, pero el hecho es que, si ellos no hubieran pensado a lo grande, jamás habríamos salido de la anterior. Prefiero ver un bloque de viviendas rebosante de gente que sale a trabajar cada mañana y mantiene el país activo y luego regresa al acogedor hogar que se han ganado con el sudor de su frente, que un campo que no sirve a nadie, salvo a un par de vacas. Los lugares son como las personas o los tiburones: si dejan de moverse, mueren. Y sin embargo, todo el mundo tiene un lugar que anhela que no cambie jamás.

En el pasado, cuando era un chaval flacucho con el pelo cortado en casa y los tejanos remendados, me conocía Broken Harbour como la palma de la mano. Los críos de hoy en día han crecido disfrutando de vacaciones al sol durante el boom económico: dos semanas en la Costa del Sol como mínimo. Pero yo tengo cuarenta y dos años, y nuestra generación tenía pocas expectativas. Unos cuantos días a orillas del mar de Irlanda en una caravana alquilada te convertían en alguien especial.

En aquel entonces, Broken Harbour se encontraba en medio de la nada. Una docena de casas diseminadas ocupadas por familias apellidadas Whelan o Lynch que llevaban en aquel lugar desde la prehistoria, un comercio llamado Lynch’s, un pub llamado Whelan’s y un puñado de parcelas para caravanas, a solo una carrera descalzos por resbaladizas dunas de arena y entre matas de barrones de la vastedad color crema de la playa. Íbamos allí dos semanas cada mes de junio y nos alojábamos en una roulotte con cuatro literas oxidadas que mi padre reservaba con un año de antelación. Geri y yo ocupábamos las literas superiores y Dina dormía en la inferior, enfrente de mis padres. Geri era la primera en elegir, dada su condición de mayor, pero le gustaba más dormir en la parte que daba a tierra, porque así podía ver los ponis en el prado que se extendía detrás de la caravana. Así, cada mañana, mis ojos se encontraban con blancas líneas de espuma marina y aves zancudas correteando por la arena, todo ello bajo la resplandeciente luz del amanecer.

Los tres nos despertábamos y salíamos afuera al alba, con una rebanada de pan con azúcar en cada mano. Nos pasábamos el día jugando a los piratas con los niños de las otras caravanas, nos salían pecas y nos pelábamos a causa de la sal y el viento y de alguna que otra hora esporádica de sol. Para la cena, mi madre freía huevos y salchichas en el hornillo de camping y después mi padre nos enviaba a Lynch’s a comprar helados. Al regresar, encontrábamos a mi madre sentada en el regazo de mi padre, con la cabeza apoyada en la curva de su cuello y sonriendo con ojos soñadores de cara al mar; él ovillaba la larga cabellera de ella alrededor de su mano libre para evitar que la brisa marina se la metiera en el helado. Yo esperaba todo el año para contemplarlos así.

Una vez hube sacado el Beemer de las carreteras principales empecé a recordar el camino, como había sabido que haría, como un recuerdo descolorido en mi memoria: dejar atrás esta arboleda (los árboles estaban más altos ahora) y doblar a la izquierda en esa curva en el muro de piedra. Justo entonces el agua debería haber aparecido ante nuestros ojos por encima de un cerro verde, pero la urbanización pareció surgir de la nada y nos impidió el paso como una barricada: hileras de tejados de pizarra y gabletes encalados se extendían por lo que parecían varios kilómetros en todas las direcciones, tras un alto muro paravientos. Un panel en la entrada indicaba, con unas vistosas letras enroscadas del tamaño de mi cabeza: BIENVENIDOS A OCEAN VIEW, BRIANSTOWN, UNA NUEVA FORMA DE CONFORT. CASAS DE LUJO EN EXPOSICIÓN. Alguien había pintado con espray rojo un gran pene con testículos encima del cartel.

A primera vista, Ocean View parecía bastante selecto: grandes casas no adosadas que daban la impresión de valer su precio, elegantes parcelas de césped, pintorescas señales que conducían a la GUARDERÍA JOYITAS Y AL POLIDEPORTIVO DIAMANTE EN BRUTO. Pero a segunda vista, el césped necesitaba que lo segaran con urgencia y los caminos para peatones estaban llenos de baches. Y, a tercera vista, había algo que simplemente no encajaba.

Las casas eran demasiado parecidas. Incluso aquellas que lucían un triunfal cartel en rojo y azul que anunciaba a gritos VENDIDA. Nadie había pintado la puerta de color mierda, ni había colocado macetas en los alféizares y tampoco había juguetes de plástico esparcidos por los jardines. Sí que había algunos coches aparcados diseminados, pero la mayoría de los caminos de acceso a las casas estaban vacíos, y aquel vacío no insinuaba que alguien estuviera fuera estimulando la economía. Se podían atravesar con la mirada tres de cada cuatro casas y divisar fragmentos de cielo gris a través de las desnudas ventanas. Una muchacha corpulenta con un anorak rojo empujaba un cochecito por uno de los senderos peatonales, con el viento enzarzándose en su melena. Ella y su bebé de cara de luna bien podrían haber sido las únicas personas en kilómetros a la redonda.

—¡Caray! —exclamó Richie, y en medio de aquel silencio su voz sonó lo bastante alta como para sobresaltarnos a ambos—. Parece el pueblo de los malditos.

Según la hoja de ruta, la casa ocupaba el número 9 de Ocean View Rise,* lo cual habría tenido mucho más sentido si el mar de Irlanda hubiera sido un océano o, al menos, si hubiera resultado visible, pero supongo que cada uno saca el máximo partido de lo que tiene. El GPS pareció hundirse en las profundidades: nos condujo por Ocean View Drive hasta una calle sin salida llamada Ocean View Grove** (nombre que remataba el trío, pues no había árboles a la vista en ningún sitio) y nos informó de que: «Ha llegado a su destino. Hasta pronto».

Di media vuelta y decidí guiarme por la vista. A medida que nos adentrábamos en aquella urbanización, las casas se iban volviendo más esquemáticas. Era como ver una película al revés. Al cabo de poco, apenas eran combinaciones aleatorias de muros y andamios, con alguna que otra abertura para una ventana; en las viviendas sin fachada, las estancias aparecían llenas de escaleras de mano rotas, tuberías enrolladas y sacos de cemento a punto de pudrirse. Cada vez que doblábamos una esquina, esperaba encontrarme con un enjambre de albañiles al tajo, pero lo más cerca que estuvimos de eso fue cuando vimos una excavadora amarilla averiada en una parcela vacía, escorada de lado en un barrizal, y montones de escombros y basura por todas partes.

Allí no vivía nadie. Intenté retomar las indicaciones generales de la entrada, pero la urbanización estaba construida como uno de esos antiguos laberintos vegetales, toda ella calles sin salida y curvas pronunciadas, y nos perdimos casi de inmediato. Sentí una pequeña punzada de pánico. Nunca me ha gustado desorientarme.

Frené en una intersección (por acto reflejo: tampoco es que nadie fuera a salir disparado delante de mí) y, en el silencio que siguió al ruido del motor, escuchamos el rugido del mar. Entonces Richie alzó la cabeza y preguntó:

—¿Qué ha sido eso?

Era un grito breve, descarnado y desgarrador que se repetía una y otra vez, con tal regularidad que parecía mecánico. Se extendía a través del barro y del hormigón y rebotaba en las paredes por terminar, por lo que podía proceder de cualquier sitio, o de todos. Aquel y el del mar debían de ser los únicos sonidos en la urbanización.

—Apuesto a que es la hermana —dije.

Me miró como insinuándome que pensaba que le estaba tomando el pelo.

—Debe de ser un zorro o algo así. Quizá lo hayan atropellado.

—Vaya, y yo que creía que eras Don Curtido en la Calle y que sabía perfectamente la tragedia a la que nos enfrentábamos. Prepárate bien, Richie. ¡Ahora viene lo bueno!

Bajé una ventanilla y me guie por el sonido. Los ecos me desviaron del camino unas cuantas veces, pero no nos cupo ninguna duda cuando llegamos a nuestro destino. Una cara de Ocean View Rise estaba formada por prístinas casas adosadas con ventanas panorámicas, alineadas por pares, pulidas como fichas de un dominó; la otra era todo andamiajes y escombros. Entre las piezas del dominó, por encima del muro de la urbanización, se balanceaban unas esquirlas de mar gris. Delante de un par de casas había aparcados un vehículo o dos, pero frente a otra había tres: un Volvo de cinco puertas blanco en el que se veía la palabra «familiar», un Fiat Seiscientos amarillo que había conocido días mejores y un coche patrulla. La cinta azul y blanca que indicaba la escena del crimen recorría la tapia de baja altura que rodeaba el jardín.

Hablaba en serio cuando le dije a Richie que, en este trabajo, todo importa, hasta el modo en que abres la puerta del coche. Mucho antes de pronunciar la primera palabra ante un testigo o un sospechoso, este debe saber que Mick Kennedy ha llegado y que tiene el caso bien agarrado por las pelotas. En este sentido, soy afortunado en algunos aspectos: soy alto, conservo todo mi pelo, que sigue siendo castaño oscuro en un noventa y nueve por ciento, tengo un aspecto decente (y no peco de modestia) y la suma de todo ello ayuda, pero además he acumulado práctica y experiencia en otros aspectos. Mantuve la velocidad hasta el último segundo, frené en seco, salí del coche con un solo movimiento ágil, maletín en mano, y me dirigí a la casa con paso rápido y eficiente. Richie ya se espabilaría.

Uno de los agentes de uniforme estaba acuclillado torpemente junto a su coche, consolando a alguien que se sentaba en el asiento trasero y que, sin lugar a dudas, era la fuente de aquellos gritos. El otro caminaba de un lado a otro delante de la verja, demasiado rápido, con las manos enlazadas a su espalda. El aire era fresco, dulce y salado, y olía a mar y a campo. Hacía más frío que en Dublín. El viento silbaba con poco entusiasmo a través de los andamios y las vigas de obra vista.

El tipo que caminaba rondaba mi edad, pero tenía barriga y parecía un saco de arena: sin duda, en los veinte años que debía de llevar en el cuerpo jamás había visto nada parecido, y le habría gustado no verlo durante otros veinte más.

—Soy el garda* Wall —se presentó—. Y el que está junto al coche es el garda Mallon.

Richie le tendió la mano. Era como tener un cachorro. Antes de darle tiempo a hacer amigos, dije:

—Yo soy el detective Kennedy, sargento, y este es el detective Curran, garda. ¿Han estado en la casa?

—Solo cuando llegamos. Salimos tan pronto como pudimos y les telefoneamos.

—Buen trabajo. Explíqueme exactamente qué han hecho, desde que han entrado hasta que han salido.

Los ojos del policía uniformado se posaron sobre la casa, como si le costara creer que fuera el mismo lugar al que había llegado apenas un par de horas antes.

—Nos llamaron para comprobar que todo iba bien —nos explicó—. La hermana de la inquilina estaba preocupada. Llegamos al domicilio justo después de las once e intentamos establecer contacto con los residentes llamando al timbre y por teléfono, pero no obtuvimos respuesta. No detectamos indicios de que se hubiera forzado la puerta, pero a través de la ventana delantera vimos que las luces de la planta baja estaban encendidas y que parecía haber cierto desorden en el salón. Las paredes...

—Veremos el desorden con nuestros propios ojos dentro de un minuto. Continúe.

Nunca hay que dejar que nadie te describa los detalles antes de llegar a la escena del crimen, pues, de lo contrario, ves lo que otros han visto.

—De acuerdo. —El uniformado parpadeó y retomó el hilo—. Intentamos dirigirnos a la parte trasera de la casa, pero, como comprobarán ustedes mismos, por ahí no pasa ni un niño.

Tenía razón: entre las casas únicamente quedaba un hueco para la pared medianera.

—Consideramos que el desorden y lo preocupada que estaba la hermana bastaban para forzar la puerta delantera. Y encontramos...

Alternaba el peso entre sus pies, intentando encauzar la conversación de tal manera que pudiera ver la casa, como si fuera un animal acorralado que pudiera saltar en cualquier momento.

—Entramos en el salón y no encontramos nada, por decirlo de algún modo: estaba desordenado, pero nada más... Luego procedimos a revisar la cocina, donde encontramos a un hombre y a una mujer en el suelo. Ambos apuñalados, o al menos eso parecía. Tanto yo como el garda Mallon vimos claramente una de las heridas, en el rostro de la mujer. Parecía una herida de cuchillo...

—Eso lo determinarán los médicos. ¿Qué hicieron a continuación?

—Pensábamos que ambos estaban muertos. Estábamos seguros de ello. Hay un montón de sangre, muchísima...

Hizo un gesto vago hacia su propio cuerpo, un movimiento sin forma con la mano. Hay un motivo por el que algunos hombres jamás abandonan el uniforme.

—El garda Mallon les tomó el pulso de todos modos, por si acaso. La mujer estaba de cara al hombre, como enroscada frente a él. Tenía la cabeza... tenía la cabeza apoyada en el brazo de él, como si estuviera dormida... El garda Mallon descubrió que aún tenía pulso. Se llevó un susto de muerte. Jamás lo habría sospechado... No daba crédito, no hasta que agachó la cabeza y la oyó respirar. Entonces llamamos a la ambulancia.

—¿Y mientras esperaban?

—El garda Mallon permaneció junto a la mujer, hablándole. Estaba inconsciente, pero... Le decía que todo saldría bien, que éramos policías, que había una ambulancia en camino y que aguantara... Yo subí al piso de arriba. En los dormitorios de la parte de atrás... Hay dos críos pequeños, detective. Un niño y una niña, en sus camas. Intenté reanimarlos. Están... estaban fríos, tiesos, pero lo intenté de todos modos. Después de lo que había ocurrido con la madre, pensé que nunca se sabe, que quizá aún...

Se frotó las manos en la chaqueta, de manera inconsciente, como si intentara liberarse de aquella sensación. No lo regañé por echar a perder pruebas; se había limitado a hacer lo que le había indicado el instinto.

—No hubo manera. Una vez estuve seguro de que así era, me reuní con el garda Mallon en la cocina y los telefoneamos a ustedes y al resto.

—¿La mujer recuperó la conciencia? —pregunté—. ¿Dijo algo?

Él negó con la cabeza.

—No se movió. Pensábamos que se nos moriría allí mismo. Tuvimos que comprobar varias veces que seguía con vida... —Volvió a limpiarse las manos.

—¿Hay alguien con ella en el hospital?

—Llamamos a la comisaría para dar parte y que enviaran a alguien. Quizá uno de nosotros debería haberla acompañado, pero había que garantizar que nadie entrara en la escena del crimen, y la hermana, la hermana... Bueno, ya la oyen.

—Se lo han explicado —dije.

Siempre que puedo, soy yo quien da la noticia. La primera reacción es muy reveladora.

—Le indicamos que esperara fuera antes de entrar —aclaró el uniformado a la defensiva—, pero no teníamos a nadie para que se quedara con ella. Aguardó un buen rato, pero luego entró en la casa. Estábamos con la víctima, esperándolos; la hermana se dejó caer en el suelo de la cocina antes de que advirtiéramos siquiera su presencia. Empezó a gritar. Yo la acompañé fuera de nuevo, pero no dejaba de revolverse... Tuve que explicárselo, detective. Era el único modo de conseguir que dejara de intentar entrar en la casa, aparte de esposarla, claro está.

—De acuerdo. Lo hecho, hecho está. ¿Qué pasó luego?

—Yo me quedé fuera con la hermana. El garda Mallon esperó junto a la víctima hasta que llegó la ambulancia. Luego salió de la casa.

—¿Sin hacer un registro?

—Yo volví a entrar una vez él hubo salido para ocuparse de la hermana. El garda Mallon, señor, tiene aversión a la sangre; no quería registrar la casa. Yo realicé un registro de seguridad básico, solo para confirmar que no había nadie en el domicilio. Nadie vivo, quiero decir. Dejamos el registro en profundidad para ustedes y la Policía Científica.

—Así me gusta.

Arqueé una ceja mirando a Richie. El muchacho estaba prestando atención.

—¿Han encontrado el arma? —se apresuró a preguntar.

El agente negó con la cabeza.

—Pero podría estar ahí dentro. Bajo el cuerpo del hombre o... en cualquier otro sitio. Tal como les he dicho, hemos intentado no alterar la escena del crimen más de lo imprescindible.

—¿Alguna nota?

Otra negativa con la cabeza.

Hice un gesto en dirección al coche patrulla.

—¿Cómo se encuentra la hermana?

Hemos conseguido que se tranquilice un poco, a ratos, pero cada vez... —El policía miró abrumado por encima del hombro, en dirección al coche—. Los enfermeros querían darle un sedante, pero se ha negado. Podemos solicitar que regresen si...

—Sigan intentando calmarla. No quiero que esté sedada si podemos evitarlo, al menos hasta que haya hablado con ella. Vamos a echar un vistazo a la escena del crimen. El resto del equipo está de camino: si llega el forense, hágalo esperar aquí, pero asegúrese de que los tipos de la morgue y la Policía Científica mantengan las distancias hasta que hayamos interrogado a la hermana. Si los ve, enloquecerá de verdad. Aparte de eso, manténgala donde la tienen, mantengan a los vecinos alejados y, si por casualidad alguien intenta acercarse, no se lo permitan. ¿Ha quedado claro?

—Completamente —respondió el policía de uniforme.

Habría sido capaz de bailarme «Los Pajaritos» si se lo hubiera pedido, del alivio que sentía al ver que alguien le quitaba aquel asunto de las manos. Lo imaginé deseando ir al bar del barrio a beberse un whisky doble de un solo trago.

Yo, en cambio, solo deseaba poder entrar en aquella casa.

—Guantes —le dije a Richie—. Protectores de zapatos.

Yo ya estaba sacándome los míos del bolsillo. Él rebuscó los suyos y echamos a andar por el camino de acceso a la casa. El largo y siseante rugido del mar se aceleró y nos recibió de frente, a modo de bienvenida... o de desafío. A nuestra espalda, aquellos chillidos seguían resonando como martillazos.

No hay lugar seguro

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