Читать книгу No hay lugar seguro - Тана Френч - Страница 6

2

Оглавление

La escena del crimen no nos pertenece. De hecho, es una zona vedada, incluso para nosotros, hasta que los de la Policía Científica dan el visto bueno. Hasta ese momento siempre hay otros asuntos de los que ocuparse, como interrogar a los testigos o informar de los posibles supervivientes; y eso es lo que hacemos, comprobando el reloj cada treinta segundos y obligándonos a hacer caso omiso de ese canto de sirena que nos atrae desde el otro lado de la cinta que delimita la escena del crimen. Pero este caso era distinto. Los agentes de uniforme y los paramédicos ya habían pisoteado hasta el último centímetro de la vivienda de los Spain, así que las cosas no empeorarían porque Richie y yo echáramos un vistazo.

Era lo más práctico, puesto que, si Richie se mostraba incapaz de tolerar tal atrocidad, sería mejor averiguarlo sin público. Pero, además, había otros motivos: cuando se te presenta la oportunidad de ver la escena del crimen tal cual, la aprovechas. Lo que te espera al otro lado es el crimen en sí, cada segundo ensordecedor, atrapado y conservado en ámbar para ti. No importa si alguien ha limpiado, ocultado pruebas o intentado fingir un suicidio: el ámbar también lo conserva. En cambio, una vez empieza el procedimiento, todo eso desaparece para siempre; lo único que queda es tu propia gente pululando por la escena y desmantelándola huella a huella, fibra a fibra. Aquella oportunidad se me antojaba un regalo, precisamente en este caso, cuando más lo necesitaba; era un buen presagio. Silencié mi teléfono. Dentro de poco muchas personas querrían ponerse en contacto conmigo. Y todas ellas podían esperar a que yo hubiera recorrido el escenario de mi caso.

La puerta de la casa estaba entreabierta unos pocos centímetros y se mecía levemente por efecto de la brisa. Antes de que los agentes la astillaran para desbloquear la cerradura debía de haber parecido de roble macizo, pero ahora se apreciaba el conglomerado barato del interior. Probablemente la habían roto de un solo hachazo. A través de la grieta se veía una alfombra con un estampado geométrico en blanco y negro, un artículo de moda a juego con un precio elevado.

—Esto es solo una misión de reconocimiento preliminar —le expliqué a Richie—. Haremos un registro en profundidad cuando los de la Científica hayan revisado la escena. Por el momento no podemos tocar nada, y debemos intentar no pisar nada ni respirar encima de nada. Solo vamos a entrar para hacernos una idea de a qué nos enfrentamos y después saldremos. ¿Estás preparado?

Asintió. Empujé el borde astillado con la yema de un dedo y abrí la puerta.

Lo primero que pensé fue que, si el garda Comosellame llamaba «desorden» a aquello, padecía un grave trastorno obsesivo-compulsivo. El pasillo estaba poco iluminado y en perfecto estado: había un espejo resplandeciente, un perchero para abrigos bien organizado y olía a ambientador de limón. Las paredes estaban limpias. En una de ellas había una acuarela, algo verde y pacífico con vacas.

Lo segundo que pensé fue que los Spain tenían un sistema de alarma. Estaba dotado de un panel moderno, discretamente oculto tras la puerta. La luz de apagado permanecía fija e iluminada en amarillo.

Luego vi el agujero en la pared. Alguien había intentado disimularlo con la mesita del teléfono, pero era lo bastante grande como para que aún sobresaliera en forma de media luna irregular. Y entonces lo noté: esa vibración fina como una aguja que se iniciaba en las sienes y me descendía por los huesos hasta llegar a los tímpanos. Algunos detectives la perciben en la nuca y a otros se les eriza el vello de los brazos. Conozco incluso a un pobre infeliz a quien se le hincha la vejiga, lo cual puede resultar bastante molesto. Pero todos los buenos detectives notan algo. Yo lo percibo en los huesos del cráneo. Llámenlo como quieran: extravío social, trastorno psicológico, el animal que todos llevamos dentro o el mismísimo diablo, si creen en él... pero es aquello que pasamos la vida entera persiguiendo. Ni siquiera toda la formación del mundo te proporciona esa voz de alerta cuando trabajas sobre el terreno. Simplemente, la percibes o no.

Miré de reojo a Richie: hacía muecas y se lamía los labios como un animal que ha probado algo putrefacto. Él la notaba en la boca (cosa que debería aprender a ocultar), pero al menos la notaba.

A nuestra izquierda había una puerta entreabierta: el salón. Justo delante estaban la escalera y la cocina.

Alguien había dedicado una considerable cantidad de tiempo a decorar el salón: había sofás de piel marrón, una elegante mesita de café de vidrio y acero cromado y una pared pintada de color amarillo mantequilla por una de esas razones que solo las mujeres y los diseñadores de interiores entienden. Para conseguir esa apariencia de casa habitada, había un buen televisor de pantalla grande, una consola Wii, un puñado de chismes brillantes, una pequeña estantería para libros y otra para DVD y juegos, además de velas y bonitas fotos que adornaban la repisa de la chimenea de gas. Debería haber sido un salón acogedor, pero la humedad había combado el revestimiento del suelo y manchado una pared, y el bajo techo y las proporciones desacertadas de la estancia en general resultaban desconcertantes. Tenían más peso que todo el amor y los cuidados invertidos y convertían aquel en un salón estrecho y poco iluminado, un lugar donde nadie podía sentirse cómodo durante mucho tiempo.

Las cortinas estaban prácticamente corridas, salvo por el resquicio a través del cual se habían asomado los agentes de uniforme. Las lámparas de pie estaban encendidas. Lo que fuera que había sucedido había sucedido de noche, o eso era lo que alguien quería que yo pensara.

Encima de la chimenea había otro agujero en la pared, este del tamaño de un plato. Era más grande que el que había junto al sofá. En su oscuro interior se entreveían las tuberías y un amasijo de cables.

Junto a mí, Richie intentaba mantenerse lo más quieto posible, pero aun así noté que movía una rodilla con gesto nervioso. Quería acabar de una vez con el mal trago.

—La cocina —le señalé.

Costaba creer que la misma persona que había diseñado el salón hubiera ideado algo semejante. Era una cocina-salón-sala de juegos que recorría la parte trasera de la casa en toda su longitud y estaba acristalada prácticamente por completo. En el exterior, el día seguía gris; sin embargo, la luz penetraba a raudales en aquella estancia y deslumbraba lo suficiente como para obligarte a pestañear, iluminándola con un ímpetu y una claridad que revelaban la cercanía del mar. Jamás he logrado entender la supuesta ventaja de que todos tus vecinos sepan qué desayunas (en mi caso prefiero la privacidad de un buen visillo, esté o no de moda), pero con aquella luz estuve a punto de comprenderlo.

Tras el adecentado jardincito había dos hileras más de casas a medio construir, alzándose inhóspitas y feas contra el cielo, y una larga pancarta de plástico que se agitaba con fuerza colgada de una viga desnuda. Tras las casas se erguía el muro que delimitaba la urbanización, y tras él, allí donde el terreno descendía, a través de los toscos ángulos de la madera y el hormigón, lo vi: aquello que mis ojos llevaban esperando todo el día, desde que oí pronunciar de nuevo las palabras «Broken Harbour». La curva redondeada de la bahía, clara como una medialuna; las suaves colinas que resguardaban los extremos; la arena de color gris pálido; los barrones que se combaban para protegerse de la brisa, y los pajarillos diseminados por la orilla. Y el mar, aquel día con marea alta, elevándose ante mí verde y vigoroso. El peso de lo que había en la cocina con nosotros inclinó el mundo e hizo que las olas cobraran fuerza, como si fueran a romper a través de aquellos ventanales resplandecientes.

El mismo esmero que se había puesto en decorar el salón a la moda se había invertido en convertir la cocina en un espacio alegre y hogareño. Una larga mesa de madera clara, sillas de color amarillo girasol, un ordenador sobre un escritorio de madera pintado a conjunto, juguetes de colores vivos, pufs y una pizarra. Había dibujos a lápiz enmarcados y colgados en las paredes. La cocina estaba recogida, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un lugar donde jugaban los niños. Alguien la había ordenado mientras los cuatro miembros de la familia avanzaban hacia el lejano final de su último día. No habían conseguido llegar más allá.

Aquella estancia era el sueño de cualquier agente de la propiedad inmobiliaria, salvo por el hecho de que, una vez más, era imposible imaginar a nadie viviendo en ella. En el fragor de la batalla alguien había lanzado la mesa por los aires, uno de los cantos había impactado en una ventana y había resquebrajado el cristal formando una gran estrella. En las paredes, más agujeros: uno encima de la mesa y otro, grande, detrás de un castillo de Lego puesto del revés. Uno de los pufs había reventado y había diminutas bolitas blancas desperdigadas aquí y allá; en el suelo, un montón de libros esparcidos en abanico y esquirlas de cristal que resplandecían en el punto donde el marco de un cuadro se había hecho añicos. Había sangre por todas partes: salpicaduras en las paredes, estelas salvajes de gotas y huellas entrecruzadas en las baldosas del suelo, grandes manchas en las ventanas, densos coágulos que empapaban la tapicería amarilla de las sillas... A unos centímetros de mis pies había una tabla para medir la altura de los niños medio arrancada y un dibujo infantil en el que un personaje trepaba por un enorme tallo de judías. «Emma 17/06/09» se leía, si bien la firma había quedado casi borrada bajo la sangre coagulada.

Patrick Spain se encontraba en el extremo opuesto de la estancia, en lo que había sido la zona de juegos de los niños, entre pufs, lapiceros y cuadernos para colorear. Llevaba puesto el pijama: una camisa azul marino y unos pantalones a rayas azules y blancas salpicados de costras oscuras. Estaba tendido boca abajo, con un brazo doblado bajo el cuerpo y el otro extendido por encima de la cabeza, como si lo hubiera mantenido en alto hasta el último segundo, intentando avanzar a rastras. Tenía la cabeza vuelta hacia nosotros; quizá había intentado llegar hasta sus hijos, por la razón que se les ocurra. Era un tipo rubio y alto, ancho de hombros; su constitución revelaba que tal vez hubiera jugado al rugby en el pasado. Había que ser muy fuerte, estar muy enfadado o bien muy loco para enfrentarse a él. La sangre del charco que se extendía bajo su pecho había adquirido una consistencia pegajosa y oscura. Estaba esparcida por todas partes, en una espantosa maraña de golpes, huellas de manos y marcas de arrastre; de aquella babel surgían unas huellas de pies borrosas que avanzaban en nuestra dirección y se desvanecían en la nada en mitad de las baldosas, como si los caminantes ensangrentados se hubieran evaporado.

A la izquierda del cadáver, el charco de sangre se extendía y se hacía más denso y brillante. Tendríamos que verificarlo con los agentes de uniforme, pero casi tenía la absoluta certeza de que era allí donde habían encontrado a Jennifer Spain. La mujer debía de haberse arrastrado para morir acurrucada contra el cuerpo de su marido, él se había quedado cerca después de acabar con ella o bien alguien les había permitido hacer aquella última cosa juntos.

Permanecí en el umbral más tiempo del necesario. La primera vez, se tarda un rato en procesar una escena como aquella. Tu mundo interior se escinde del exterior por mera protección: los ojos se te abren como platos, pero lo único que alcanza tu cerebro son manchas de rojo y un mensaje de error. Nadie nos observaba; Richie podía disponer de todo el tiempo que necesitara. Mantuve la mirada apartada de él.

Una ráfaga de viento se estrelló contra la fachada trasera de la casa, penetró a través de alguna grieta e inundó nuestro alrededor como el agua fría.

¡Jesús! —exclamó Richie.

El viento hizo que se sobresaltara. Mostraba un tono más pálido del habitual, pero su voz seguía siendo firme. Hasta el momento, parecía llevarlo bien.

—¿Has notado eso? ¿De qué está hecha esta choza? ¿De papel?

—¡No te quejes! Cuanto más delgadas sean las paredes, más probabilidades tenemos de que los vecinos oyeran algo.

—Eso será si los hay.

—Crucemos los dedos. ¿Listo para continuar?

Asintió con la cabeza. Dejamos a Patrick Spain en su luminosa cocina, con la corriente de aire revoloteando a su alrededor, y subimos la escalera. La planta de arriba estaba a oscuras. Abrí mi maletín y saqué la linterna. Probablemente los uniformados hubieran dejado marcas de sus zarpas grasientas por todas partes, pero, aun así, nunca hay que tocar los interruptores: a alguien podría haberle interesado que una luz en concreto estuviera encendida o apagada. Encendí la linterna y abrí la puerta más cercana dándole un empujoncito con la punta del pie.

El mensaje se había tergiversado en algún momento, porque Jack Spain no había muerto apuñalado. Tras el desbarajuste rojo y viscoso del piso inferior, el dormitorio parecía casi apacible. No había sangre en ningún sitio, ni se había roto ni arrancado nada. Jack Spain tenía la nariz respingona y el pelo rubio y rizado. Estaba tumbado boca arriba, con los brazos por encima de la cabeza y los ojos hacia el techo, como si hubiera caído dormido tras un largo día de fútbol. Habría podido creerse que se le oía respirar, salvo por algo extraño y revelador en su rostro. Tenía la calma secreta que solo tienen los niños muertos, los párpados finos como el papel cerrados con fuerza, como los bebés nonatos, como si cuando el mundo se convierte en un asesino fueran capaces de viajar hacia el interior de sí mismos y retroceder en el tiempo, hasta ese primer lugar seguro.

Richie emitió un leve quejido, como un gato atragantado con una bola de pelo. Recorrí la habitación con la linterna para darle tiempo de asimilarlo. Había un par de grietas en las paredes, pero no agujeros, a menos que estuvieran ocultos tras los pósteres (Jack era fan del Manchester United).

—¿Tienes hijos? —le pregunté.

—No. Todavía no.

Hablaba en voz baja, como si aún pensara que podía despertar a Jack Spain o provocarle una pesadilla.

—Yo tampoco. Con los tiempos que corren, creo que es lo mejor —repliqué—. Los niños te ablandan. Tienes a un detective duro como una piedra, capaz de asistir a una autopsia y después comerse un bistec poco hecho para almorzar y, de repente, su mujer pare un crío y lo siguiente que averiguas es que el tipo se desquicia si la víctima es un menor de edad. Lo he visto docenas de veces. Y en todas ellas he dado gracias al Señor por que existan los anticonceptivos.

Apunté de nuevo hacia la cama con la linterna. Mi hermana Geri tiene hijos y he pasado el suficiente tiempo con ellos como para aventurarme a calcular la edad de Jack Spain: unos cuatro años, quizá tres si era un niño alto. El agente uniformado había apartado el edredón para intentar reanimarlo, sin éxito. Tenía el jerseicito del pijama remangado, dejando al descubierto la delicada caja torácica. Casi podía ver la hendidura donde el intento de reanimación (o al menos eso esperaba que fuera) le había aplastado una o dos costillas. Tenía los labios amoratados.

—¿Lo han asfixiado? —preguntó Richie, esforzándose por mantener la voz bajo control.

—Tendremos que esperar a que lo determine la autopsia —respondí—, pero es posible. En ese caso, los sospechosos serían los padres. En muchas ocasiones se inclinan por un método suave, si es que puede describirse así.

Seguía sin mirar a Richie, pero noté que se tensaba para reprimir un estremecimiento.

—Vayamos a ver a la hija —propuse.

Tampoco allí había agujeros en las paredes, ni señales de lucha. Tras desistir de su intento por devolverla a la vida, el agente había cubierto a Emma Spain con el edredón rosa para salvaguardar su decencia, porque era una niña. Tenía la misma nariz respingona que su hermano, pero los rizos eran de un rubio cobrizo y tenía la cara llena de pecas, que resaltaban contra el fondo azul blanquecino. Era la mayor, de unos seis o siete años: tenía los labios entreabiertos y pude ver que se le había caído una de las paletas. La habitación era de color rosa princesa, llena de florituras y volantes; sobre la cama había un montón de almohadas bordadas y gatitos y perritos de ojos inmensos que nos miraban fijamente. En medio de la oscuridad tan solo interrumpida por la luz de la linterna y junto a aquel pequeño rostro vacío, parecían carroñeros.

No volví la vista hacia Richie hasta que regresamos al descansillo.

—¿Has notado algo raro en los dos dormitorios? —le pregunté al cabo de un rato.

Incluso bajo aquella luz parecía padecer los efectos de una intoxicación alimentaria. Tuvo que tragar saliva dos veces antes de responder.

—No había sangre —dijo.

—Bingo.

Abrí suavemente la puerta del baño con mi linterna. Toallas de colores combinados, juguetes de plástico para la bañera, los habituales champús y geles de ducha y sanitarios de un blanco inmaculado. Si alguien se había lavado en aquel cuarto de baño, lo había hecho con sumo cuidado.

—Pediremos a los agentes de la Científica que analicen este suelo con luminol en busca de huellas, pero, a menos que se nos escape algo, o bien había más de un asesino o primero fue a por los niños. Nadie que saliera de ese berenjenal —dije, señalando con la cabeza hacia la cocina, en la planta inferior— tocó nada aquí arriba.

—Parece que se trata de un caso de violencia doméstica, ¿no crees? —aventuró Richie.

—¿Por qué lo dices?

—Si yo fuera un psicópata que quisiera eliminar a toda una familia, no empezaría por los niños. ¿Qué pasaría si uno de los padres oyera algo, subiera a comprobar si están bien y me pillara con las manos en la masa? La madre y el padre se abalanzarían sobre mí sin pensarlo dos veces. No. Yo esperaría a que todo el mundo estuviera bien dormido y luego empezaría por eliminar a las mayores amenazas. Lo único que me llevaría a comenzar por aquí —aunque le temblaban los labios, continuó— sería saber que nadie va a interrumpirme. Y eso señala a uno de los padres.

—Cierto. No es definitivo, pero, a primera vista, es lo que parece —confirmé—. ¿Has detectado el otro elemento que señala en esa misma dirección?

Richie negó con la cabeza.

—La puerta principal —aclaré—. Tiene dos cerraduras, una Chubb y una Yale, y antes de que los de uniforme la forzaran, ambas estaban echadas. La puerta no se cerró de golpe después de que alguien dejara la casa; estaba cerrada con llave. Y no he visto ninguna ventana abierta ni rota. De manera que, tanto si ese alguien entró desde fuera como si los Spain le abrieron la puerta, ¿cómo consiguió salir? Una vez más, no es un dato definitivo: una de las ventanas podría no estar cerrada con pestillo, el asesino podría haberse llevado las llaves o un amigo o conocido tal vez tuviera una copia. Tendremos que comprobar todas las posibilidades. Pero es indicativo. Por otro lado... —señalé otro boquete con la linterna, más o menos del tamaño de un libro, situado unos centímetros por encima del rodapié del rellano— ¿cómo es posible que las paredes hayan acabado así de agujereadas?

—Una pelea. Después de... —Richie se frotó de nuevo los labios—. Después de los niños; si no, se hubieran despertado. A mí me parece que alguien ha luchado con saña.

—Probablemente, pero eso no es lo que ha destrozado las paredes. Despeja tu mente y vuelve a mirar. Estos desperfectos no son de anoche. ¿Me explicas por qué?

Lentamente, la mirada de inexperto cedió terreno a la concentración que había visto en el coche. Al cabo de un momento, Richie respondió:

—No hay sangre alrededor de los agujeros ni pedazos de yeso en el suelo. Ni siquiera hay polvo. Alguien ha limpiado.

—Ahí lo tienes. Es posible que el asesino o los asesinos se quedaran a pasar el aspirador por la casa, por motivos que solo ellos conocen; pero, a menos que hallemos algún indicio que nos revele qué sucedió, la explicación más plausible es que esos agujeros se realizaron hace un par de días, quizá mucho antes. ¿Se te ocurre a qué pueden deberse?

Ahora que estaba trabajando, Richie tenía mejor aspecto.

—¿A problemas estructurales? —planteó—. Humedades, asentamiento o quizá estuvieran revisando la instalación eléctrica... Hay manchas de humedad en el salón. Has visto el revestimiento del suelo, ¿verdad? ¿Y la mancha en la pared? Además, hay grietas por todas partes; no me sorprendería que la instalación eléctrica también fuera deficiente. La urbanización al completo es un desastre.

—Quizá. Haremos venir a un perito para que eche un vistazo. Pero, francamente, habría que ser un electricista muy chapucero para dejar la casa en este estado. ¿Se te ocurre alguna otra explicación?

Richie se pasó la lengua por los dientes y miró el agujero con aire pensativo.

—Si dejo volar la imaginación, diría que alguien buscaba algo —aventuró.

—Igual que yo. Y ese algo podrían ser armas u objetos de valor, aunque normalmente acostumbra a ser lo de siempre: drogas o dinero en efectivo. Pediremos a la Policía Científica que compruebe si hay trazas de drogas.

—Pero... —me cortó Richie, señalando con la barbilla hacia la puerta de la habitación de Emma— ¿y los niños? ¿Guardaban los padres algo que pudiera costarles la vida? ¿Con los críos en casa?

—Pensaba que los Spain encabezaban tu lista de sospechosos.

—Eso es distinto. La gente se trastoca, comete locuras. Puede ocurrirle a cualquiera. Pero esconder un kilo de heroína detrás del papel pintado, donde tus hijos pueden encontrarla, es algo sencillamente impensable.

De repente, oímos un crujido bajo nuestros pies y ambos dimos media vuelta, aunque no era más que la puerta de entrada meciéndose por efecto del viento.

—¡Vamos, muchacho! Lo he visto centenares de veces. Y apuesto a que tú también.

—No con gente como esta.

—No te tenía por un esnob —repuse enarcando las cejas.

—No, no me refiero a su estatus. Me refiero a que esta gente lo intentaba. Echa un vistazo a este lugar: todo es perfecto, ¿entiendes lo que quiero decir? Todo está impoluto, incluso detrás del inodoro. Todo combina. Ni siquiera las especias de la estantería de la cocina, al menos en las que he podido ver la fecha, están caducadas. Esta familia se esforzaba por que todo mostrara el mejor aspecto posible. No se habrían mezclado en negocios turbios... No creo que fuera su estilo.

—Por lo que sabemos hasta el momento, no —corroboré—. Pero recuerda que, por ahora, no sabemos un carajo de esta gente. Tenían la casa impecable, al menos de vez en cuando, y los han asesinado. Y te aseguro que lo segundo es mucho más revelador que lo primero. Cualquiera puede pasar el aspirador, pero no a todo el mundo lo asesinan.

Richie, bendito sea su ingenuo corazón, me miró con el más puro de los escepticismos y una pizca de indignación.

—Muchas víctimas de asesinato jamás hicieron nada peligroso en sus vidas.

—Algunas no, es cierto. Pero ¿muchas? Te voy a contar un pequeño secreto sobre tu nuevo oficio, amigo mío. Es la parte que nunca sale en las entrevistas ni en los documentales, porque nos la reservamos. La mayoría de las víctimas andaban buscando exactamente lo que han encontrado.

Richie empezó a abrir la boca.

—Obviamente, los niños no. Aquí no estamos hablando de los niños. Pero los adultos... Si intentas vender heroína en el territorio de otro cabronazo, continúas adelante con tus planes de boda con el Príncipe Azul después de que te haya enviado cuatro veces a la UCI o apuñalas a un tipo porque su hermano apuñaló a tu amigo por apuñalar a su primo, entonces, perdóname si te parece políticamente incorrecto, estás suplicando justo lo que al final vas a encontrar. Sé que no es lo que nos enseñan en la academia de detectives, amigo mío, pero ahí fuera, en el mundo real, te sorprendería ver las pocas veces que el asesinato se abre camino a la fuerza en la vida de las personas. En el noventa y nueve por ciento de las ocasiones, entra porque le abren la puerta y lo invitan a pasar.

Richie movió los pies; una bocanada de viento subió por la escalera, se arremolinó alrededor de nuestros tobillos e hizo vibrar el tirador de la puerta de Emma.

—No consigo entender cómo alguien podría buscar un final como este —dijo él.

—Ni yo tampoco, al menos por el momento. Pero si los Spain eran una familia ideal, entonces ¿quién destrozó sus paredes a golpes? ¿Y por qué no se ocuparon de que alguien viniera a reparar los desperfectos a menos que no quisieran que nadie descubriera en qué estaban involucrados? O, como mínimo, en lo que uno de ellos estaba involucrado.

Richie se encogió de hombros.

—Tienes razón, este podría ser ese caso entre cien —dije—. Consideraremos todas las opciones. Y, si en verdad lo es, será un motivo más para que no la pifiemos.

El dormitorio de Patrick y Jennifer Spain era de postal, como el resto de la casa. Lo habían decorado en tonos rosa pastel, crema y dorado, con un estilo clásico. Tampoco allí había sangre ni señales de lucha, ni una mota de polvo en ningún sitio. Sí se distinguía, en cambio, un pequeño agujero, donde la pared y el techo confluían sobre la cama.

Dos cosas llamaban la atención: en primer lugar, el edredón y las sábanas estaban arrugados y retirados, como si alguien hubiera salido de la cama de un salto. La pulcritud del resto de la casa indicaba que la cama no solía dejarse sin hacer. Al menos uno de ellos había estado arropado cuando todo había comenzado.

Y en segundo lugar, las mesillas de noche. En cada una de ellas había una lamparita con una pantalla de borlas color crema; ambas estaban apagadas. En la mesilla más alejada había un par de tarros con productos de belleza, crema para el cutis o algo por el estilo, un teléfono móvil rosa y un libro con la portada también rosa e impresa en una tipografía estrambótica. La mesilla más cercana estaba abarrotada de aparatos: algo que parecían dos walkie-talkies blancos y dos móviles plateados, todos conectados a sus respectivos cargadores, y tres cargadores más vacíos, también plateados. Desconocía qué pintaban allí los walkie-talkies, pero sé que las únicas personas que tienen cinco móviles son los brókeres de altos vuelos y los traficantes de drogas, y aquello a mí no me parecía la casa de un corredor de Bolsa. Por un segundo, pensé que las piezas empezaban a encajar.

Entonces, Richie arqueó las cejas y exclamó:

—¡Joder! Eran un poco exagerados, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—A los intercomunicadores de los críos —dijo señalando la mesilla de noche de Patrick con la cabeza.

—¿Es lo que son?

—Sí. Mi hermana tiene hijos. Los blancos solo sirven para escuchar. Y los que parecen teléfonos emiten imágenes. Son para vigilar a los críos mientras duermen.

—Como en Gran hermano.

Deslicé el haz de luz de la linterna por encima de los dispositivos: los blancos estaban encendidos, con las pantallas ligeramente retroiluminadas; los plateados, apagados.

—¿Cuántos suele tener la gente? ¿Uno por niño?

—Los demás no lo sé, pero mi hermana tiene tres hijos y un solo aparato. Está en la habitación del bebé, para vigilarlo mientras duerme. Cuando las niñas eran pequeñas solo tenía el de audio, uno como esos —los walkie-talkies—, pero el pequeño nació prematuramente, de manera que compró uno con cámara para poder vigilarlo mejor.

—Así que los Spain eran unos padres sobreprotectores. Un intercomunicador en cada habitación.

Debería haberlos visto. Que Richie se distrajera y pasara por alto ciertos detalles era hasta cierto punto comprensible, pero yo no era ningún novato.

Richie sacudió la cabeza.

—Pero ¿por qué? Eran lo bastante mayores para ir a buscar a su madre si la necesitaban. Además, esto no es ninguna mansión: si se hacían daño, se los oiría gritar.

—¿Sabrías cómo es la otra pareja de estos trastos si la vieras? —le pregunté.

—Probablemente.

—De acuerdo. Pues vamos a buscarlas.

Sobre la cajonera rosa de Emma había un objeto blanco y redondo parecido a un radio-despertador que, según Richie, era un intercomunicador de audio.

—Es un poco mayor para esto, pero quizá sus padres tenían el sueño profundo y querían asegurarse de que la oirían si los llamaba...

El otro intercomunicador estaba sobre la cajonera de Jack. No había ni rastro de las cámaras de vídeo; no hasta que regresamos de nuevo al rellano.

—Haré que la Policía Científica examine el desván, por si acaso alguien buscaba...

Enfoqué la linterna hacia el techo y me quedé mudo.

La trampilla del desván se abría a la negrura. La luz de la linterna iluminó la tapa, apoyada contra algo, y dejó entrever momentáneamente, en lo alto, una de las vigas del techo. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, alguien había cubierto la abertura con malla de alambre, desde abajo, sin preocuparse demasiado por la estética, dejando bordes irregulares de alambre y grandes clavos que sobresalían en ángulos violentos. En el rincón opuesto del descansillo, en la parte alta de la pared, había algo plateado y mal montado. No necesité que Richie me dijera que era una cámara, y apuntaba directamente hacia la trampilla.

—¿Qué demonios...?

—¿Ratas? Los agujeros...

—¡No colocas un dispositivo de vigilancia para las ratas! Lo que haces es cerrar la trampilla y llamar a un exterminador.

—Entonces ¿qué?

—No lo sé. Una trampa, quizá, por si quien había agujereado las paredes regresaba para un segundo asalto. La Científica va a tener que esmerarse de lo lindo aquí.

Seguí apuntando hacia el techo con la linterna y la moví en círculo, intentando atisbar qué había en el desván: cajas de cartón, una maleta negra polvorienta...

—Veamos si el resto de las cámaras nos brinda alguna pista más.

La segunda cámara estaba en el salón, sobre una mesa esquinera de vidrio y acero cromado que había junto al sofá. La habían orientado hacia el agujero situado por encima de la chimenea y una lucecilla roja indicaba que estaba encendida. La tercera había rodado hasta un rincón de la cocina, donde había quedado rodeada por bolitas del puf y apuntando hacia el suelo, pero seguía conectada. Había un visor medio escondido bajo los fogones: yo lo había divisado la primera vez que pisamos la cocina, pero lo había confundido con un teléfono. Y había otro bajo la mesa. Sin embargo, no había ni rastro del último ni de las dos cámaras restantes.

—Pondremos al corriente a los agentes de la Policía Científica y les diremos que mantengan los ojos bien abiertos. ¿Te gustaría echar un segundo vistazo a algo antes de que los haga pasar?

Richie parecía inseguro.

—No es ninguna pregunta trampa, muchacho.

—Ah. De acuerdo. Entonces no. Todo en orden.

—Por mi parte, también. Venga, salgamos.

Otra bocanada de aire se apoderó de la casa y, en esta ocasión, ambos nos sobresaltamos. Es lo último que me habría gustado que Richie viera, pero aquel lugar empezaba a ponerme los pelos de punta. No eran los niños ni la sangre. Tal como ya he dicho, soy capaz de manejar ambas cosas sin problemas. Quizá fueran los agujeros en las paredes o la imperturbabilidad de las cámaras... o todo ese vidrio, todos esos esqueletos de casas contemplándonos como animales famélicos alrededor del calor de una hoguera. Tuve que recordarme que había lidiado con escenas del crimen mucho peores y jamás había sudado ni una gota, pero aquel escalofrío que me recorría los huesos del cráneo me decía: «Esto es distinto».

No hay lugar seguro

Подняться наверх