Читать книгу No hay lugar seguro - Тана Френч - Страница 9

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Los dos vecinos del extremo opuesto de la calle estaban en el trabajo o en algún otro lugar. Cooper se había largado, supuse que hacia el hospital, a echar un vistazo a lo que quedaba de Jenny Spain. La furgoneta de la morgue también se había marchado: los cadáveres estarían de camino hacia el mismo hospital a la espera de que Cooper se ocupara de ellos, una planta o dos más abajo que Jenny, si es que esta había logrado sobrevivir.

El equipo de la Científica seguía trabajando con denuedo. Desde la cocina, Larry me hizo una señal con una mano para que me acercara.

—Ven aquí, jovencito. Mira esto.

«Esto» eran los visores de los monitores de bebés, cinco, cuidadosamente dispuestos en bolsas transparentes sobre la encimera, todos ellos cubiertos del polvo negro para detección de huellas.

—Hemos encontrado el quinto en ese rincón de allí, bajo una pila de libros infantiles —explicó Larry triunfante—. Su Señoría pide las videocámaras y nosotros le damos las videocámaras. Y, créeme, son bastante buenas. No soy ningún experto en este tipo de cachivaches, pero diría que son de gama alta. Tienen opción de panorámica y de zoom; durante el día captan la imagen en color, y cuando anochece se activa automáticamente un infrarrojo que graba en blanco y negro. Es probable que también te preparen unos huevos pasados por agua para el desayuno...

Recorrió la fila de monitores con dos dedos, chasqueando alegremente la lengua para sí mismo. Asió uno de ellos y, a través del plástico, pulsó el botón de encendido.

—Adivina qué es esto. Adelante, adivínalo.

La pantalla se iluminó en blanco y negro para mostrar una serie de cilindros y rectángulos grises que se agolpaban a los lados, motas de polvo blanco que flotaban en el aire y una mancha informe y oscura que se cernía en el medio.

—¿La Masa? —aventuré, recordando aquella vieja película de terror de los años cincuenta.

—Es lo mismo que he pensado yo al principio. Pero entonces Declan, ese de allí... Declan, saluda a estos señores tan amables... entonces Declan se ha percatado de que este armario estaba entreabierto apenas una rendija, ha mirado en su interior y adivina qué ha encontrado.

Larry abrió de par en par la puerta del armario con un gesto ostentoso y agregó:

—Míralo tú mismo.

Un anillo de sombrías luces rojas nos devolvió la mirada desde el otro lado; al cabo de un momento, se atenuaron y se apagaron. La cámara estaba sujeta a la parte interior de la puerta del armario con lo que parecía un rollo completo de cinta aislante. Habían apartado las cajas de cereales y las latas de legumbres a los lados de los estantes. Tras ellas, alguien había excavado un agujero del tamaño de un plato en la pared.

—¿Qué diablos es eso? —pregunté.

—Para el carro... Antes de decir nada, echa un vistazo a esto.

Otro monitor. Los mismos tonos borrosos y monocromos: vigas inclinadas, latas de pintura y una maraña mecánica con púas que no atiné a desentrañar.

—¿Es el desván? —pregunté.

—Justamente. ¿Y ves esa cosa que hay en el suelo? Es una trampa. Una trampa para animales. Pero no una de esas para ratoncitos. No soy ningún experto en naturaleza y no sé decirte con certeza para qué sirve, pero puedo asegurarte que esa trampa podría inmovilizar a un puma.

—¿Tiene cebo? —preguntó Richie.

Me gusta —dijo Larry dirigiéndose a mí—. Un chico listo, va directo al grano. Llegará lejos. No, detective Curran, por desgracia no hay cebo, así que no hay modo de saber qué pretendían atrapar. Hay un agujero bajo los aleros por el que podría haber entrado algo, pero no te emociones, Scorcher, no estamos hablando de una persona. Quizá podría haberse colado un zorro a dieta, pero nada que requiriera semejante trampa para osos. Hemos peinado el desván en busca de huellas o excrementos de animales para comprobar si obteníamos alguna pista en ese sentido, pero lo más grande que hemos visto es una cagadita de araña. Si vuestras víctimas tenían alimañas, eran unas alimañas muy, muy discretas.

—¿Habéis encontrado huellas?

—Oh, sí. Hay huellas a patadas. Huellas dactilares en las cámaras, en la trampa y en la malla de alambre que cubre la trampilla del desván. No obstante, y aunque no busca afán de protagonismo, el joven Gerry afirma que el examen preliminar invita a pensar que no hay razón para que no coincidan con las de tu víctima (me refiero a este tipo de aquí, evidentemente, no a los críos); de todos modos, tendrá que confirmarlo en el laboratorio. Y lo mismo con respecto a las huellas de zapatos del desván: corresponden a un hombre adulto y el número coincide con el de este tipo.

—¿Y qué hay de los agujeros en las paredes? ¿Habéis encontrado algo en ellos?

—De nuevo, montones de huellas. No bromeabas al decir que estaríamos ocupados, ¿eh? Hay infinidad de ellas y, a juzgar por su tamaño, corresponden a los críos, que debían de andar explorando. Con respecto al resto de las huellas, Gerry afirma lo mismo: no hay razón para creer que la mayoría no encajen con tu víctima, pero necesitará examinarlas en el laboratorio para confirmarlo. A bote pronto, yo diría que las víctimas fueron quienes hicieron esos agujeros y que estos no tienen nada que ver con lo sucedido anoche.

—Fíjate en este lugar, Larry. Yo soy un tío ordenado, pero mi casa no ha estado así de pulcra desde el día en que me mudé. Esta gente dejaba en evidencia a la persona más hacendosa del mundo. Incluso alineaban los envases de champú... Me juego cincuenta euros a que no eres capaz de encontrarme una mota de polvo. ¿Por qué iban a molestarse en tener la casa impoluta si luego iban a llenar las paredes de agujeros? Y si tuvieron que agujerearlas por algún motivo, ¿por qué no las repararon luego? ¿O por qué no taparon los agujeros?

—La gente está chiflada —se limitó a contestar Larry.

Estaba perdiendo interés; lo único que a Larry le importa es lo que ha ocurrido, no el porqué.

—El mundo se ha vuelto loco. Y tú deberías saberlo, Scorch. Lo único que digo es que, si un intruso cavó todos esos agujeros, hay dos opciones: o bien limpió después las paredes, o bien llevaba guantes.

—¿Algo más alrededor de los orificios? ¿Sangre, residuos de drogas? Lo que sea...

Larry negó con la cabeza.

—No hay sangre, ni dentro ni alrededor de esos agujeros, salvo la que ha salpicado por culpa de todo este follón. Tampoco hemos encontrado residuos de drogas, pero, si crees que se nos podría haber escapado algo relacionado con el asunto, haré que traigan un perro adiestrado.

—De momento no hace falta, a menos que algún indicio apunte en ese sentido. ¿Y qué hay de esta estancia? ¿Has encontrado algo en la sangre? ¿Alguna huella que no corresponda a nuestras víctimas?

—Pero ¿tú has visto este sitio? ¿Cuánto rato crees que llevamos aquí? Tendrás que volver a preguntármelo dentro de una semana. Aquí hay más huellas de pisadas que en un desfile de una banda musical de Drácula, pero apuesto a que la mayoría de ellas corresponden a los uniformados, a los paramédicos y a sus enormes y torpes pies. Nuestra única esperanza es que algunas de las huellas del crimen se hubieran secado lo suficiente como para conservar la forma incluso después de que esos inútiles las pisotearan una y otra vez. Y lo mismo te digo con respecto a las huellas dactilares: hay muchísimas, pero nadie sabe si nos servirán de algo.

Estaba en su elemento: a Larry le encantan las complicaciones y poder quejarse de todo.

—Si alguien puede salvarlas, Lar, ese eres tú. ¿Algún rastro de los móviles de las víctimas?

—Tus deseos son órdenes para mí. El móvil de la mujer estaba sobre su mesilla de noche y el del hombre sobre el taquillón del recibidor; hemos guardado el teléfono fijo en una bolsa, solo por pura diversión. También tenemos el ordenador.

—Magnífico —repliqué—. Envíalo todo a Delitos Informáticos. ¿Qué hay de las llaves?

—Había un juego completo en el bolso de la mujer, sobre el taquillón; las dos llaves de la puerta principal, una de la puerta trasera y la llave del coche. Y otro juego completo en el bolsillo del abrigo de él. Además, había un juego extra de la casa en el cajón del taquillón. Por el momento no hemos encontrado ningún bolígrafo del Golden Bay Resort, pero, si damos con él, lo sabrás enseguida.

—Gracias, Larry. Vamos a echar un vistazo en el piso de arriba, si te parece bien.

—Y yo que pensaba que iba a encontrarme con otra aburrida sobredosis... —comentó Larry en un tono jovial, mientras nos marchábamos—. Gracias, Scorcher. Te debo una.

El dormitorio de los Spain desprendía un brillo borroso y acogedor. Las cortinas permanecían cerradas para impedir que los vecinos, que salivaban de curiosidad, se asomaran, y evitar que los periodistas desplegasen sus teleobjetivos y captasen el interior; sin embargo, tras tomar las huellas de los interruptores, los muchachos de Larry nos habían dejado las luces encendidas. El aire tenía ese olor íntimo e indefinible propio de los lugares habitados: un leve toque de champú, loción para después del afeitado y piel.

Había un armario empotrado que ocupaba una de las paredes y dos cajoneras de color crema en las esquinas, de esas con las patas torneadas que alguien ha lijado para conferirles una atractiva pátina de antigüedad. Sobre la cajonera que había en el lado de Jenny descansaban tres fotografías enmarcadas de veinticinco por veinte centímetros. Dos correspondían a bebés rojos y regordetes; la imagen del medio era una fotografía de bodas tomada en la escalera de un coqueto hotel rural. Patrick vestía un esmoquin con corbata rosa y llevaba una rosa en el ojal; Jenny lucía un vestido ajustado con una cola que se abría sobre los escalones, a sus pies, y sostenía un ramo de rosas en las manos; la madera era de un tono oscuro y los rayos de sol penetraban cual lanzas a través de la ornamentada ventana del descansillo. Jenny era guapa, o lo había sido. De estatura media y esbelta figura, llevaba el pelo largo, liso, teñido de rubio y peinado en un trabajado recogido. En aquel entonces Patrick estaba en mejor forma, con el pecho ancho y abdominales planos. Rodeaba a Jenny con un brazo y ambos sonreían de oreja a oreja.

—Empecemos por las cajoneras —propuse, y me dirigí hacia la de Jenny.

Si alguno de los dos guardaba un secreto, tenía que ser ella. Si las mujeres fueran capaces de tirar alguna vez las cosas, el mundo sería un lugar distinto, mucho más complicado para nosotros y de una feliz ignorancia para los maridos.

El primer cajón contenía sobre todo cosméticos, más un blíster de píldoras anticonceptivas (faltaba la del lunes, las había tomado hasta el último momento) y un joyero azul de terciopelo. A Jenny le gustaba la joyería: tenía de todo, desde ostentosa bisutería barata hasta algunas piezas de buen gusto que a mí se me antojaron bastante caras (a mi ex esposa le gustaban los pedruscos, así que sé calcular más o menos bien los quilates). El anillo de esmeraldas que Fiona había mencionado seguía allí, en una cajita negra bastante maltrecha, a la espera de que Emma se hiciera mayor.

—Mira esto —dije.

Richie miró en mi dirección. Se hallaba revisando el cajón de la ropa interior de Patrick, y procedía con rapidez y eficacia: daba a cada par de calzoncillos una sacudida y después los colocaba en una pila en el suelo.

—De manera que no fue un ladrón —comentó.

—Probablemente no. En todo caso, no un profesional. Si fue obra de un ladronzuelo aficionado y la cosa se torció, quizá se asustara y se largara por piernas, pero un profesional o alguien dispuesto a saldar una deuda no se marcharía de aquí sin llevarse lo que andaba buscando.

—Un aficionado no encaja. Como ya hemos comentado antes, esto no ha sido aleatorio.

—Es cierto. ¿Puedes proponer una teoría que resuma lo que tenemos hasta ahora?

Richie fue desenrollando pares de calcetines y arrojándolos en un montoncito mientras ordenaba sus ideas.

—El intruso del que habló Jenny —dijo al cabo de un momento—. Pongamos que encuentra un modo de volver a entrar en la casa, más de una vez, quizá. La propia Fiona nos ha dicho que Jenny no se lo habría contado.

No había condones clandestinos en el fondo del joyero ni ningún «amiguito de mamá» oculto entre los pinceles de maquillaje.

—Sin embargo, Jenny sí le contó a Fiona que pensaba empezar a utilizar la alarma. ¿Cómo logró el tipo salvar ese obstáculo?

—La primera vez consiguió forzar la cerradura. Todo apunta a que Patrick pensaba que entraba por el desván. Y es posible que estuviera en lo cierto y se colara a través del tejado de la casa contigua, quizá.

—Si Larry y su equipo hubieran encontrado un punto de acceso en el desván, nos lo habrían dicho. Y ya los has oído: lo han buscado.

Richie empezó a plegar ordenadamente los calcetines y los calzoncillos y a meterlos de nuevo en el cajón. Por lo general, no nos preocupamos por dejar las cosas en perfecto estado; yo no sabía si lo hacía porque imaginaba que Jenny tenía que regresar a aquella casa, su hogar, lo cual, a juzgar por las escasas perspectivas de que alguien la comprara, era una posibilidad real, o para evitar que Fiona tuviera que limpiarla y ordenarla. En cualquier caso, la empatía era algo que tendría que aprender a dominar.

—Está bien —continuó—. Quizá nuestro hombre logró desactivar el sistema de alarma. Quizá se dedique a instalarlos. Y puede que así fuera como escogió a los Spain: les instaló el sistema, se obsesionó con ellos...

—Según el folleto, el sistema venía instalado de origen. Estaba aquí antes que ellos. Así que frena el carro, muchacho, que no estamos en Un loco a domicilio.

El cajón de la ropa interior de Jenny estaba dividido claramente entre prendas sexis para ocasiones especiales, ropa interior deportiva de color blanco y lo que supuse que serían sus braguitas y sujetadores de diario, en rosa, blanco y con volantes; no había nada morboso ni juguetes sexuales. Al parecer, los Spain eran gente chapada a la antigua.

—Sin embargo —continué—, supongamos por un momento que nuestro hombre encontró un modo de entrar en la casa. ¿Qué pasó entonces?

—Quizá su presencia empezara a hacerse más visible, quizá comenzara a hacer esos agujeros en las paredes. Ya no habría habido manera de ocultárselo a Patrick. Tal vez Patrick pensara como Jenny: quizá quisiera descubrir qué sucedía, y puede que prefiriera pillar al tipo en lugar de impedir que entrara o asustarlo para que no volviera. De manera que decidió instalar las cámaras de vigilancia donde sabía o creía que había estado el intruso.

—¿Crees entonces que lo que hay en el desván es una trampa para personas? ¿Para atrapar al tipo in fraganti y retenerlo hasta que ellos llegaran?

—O hasta que Patrick hubiera acabado con él —aventuró Richie—. Depende.

Arqueé las cejas.

—Tienes una mente muy retorcida, muchacho. Y eso es bueno. Pero no dejes que te pierda.

—Si alguien asustara a tu querida esposa y amenazara a tus hijos...

Richie sacudió unos pantalones de color caqui; en comparación con su escuálido trasero parecían inmensos, como si hubieran pertenecido a un superhéroe.

—... quizá estarías dispuesto a infligirle un poco de dolor —remató.

—Encaja. No es ningún disparate. Tiene sentido. —Cerré el cajón de la ropa interior de Jenny—. Salvo por una cosa: el porqué.

—¿Te refieres a por qué iba a ir nadie a por los Spain?

—¿Por qué iba alguien a hacer algo así? Estamos hablando de meses de acoso, rematados con una masacre. ¿Por qué escoger a esta familia? ¿Por qué colarse en su casa y no hacer nada peor que comerse unas lonchas de jamón? ¿Por qué volver a entrar y destrozar las paredes? ¿Por qué continuar escalando hasta llegar al asesinato? ¿Por qué asumir el riesgo de comenzar por los críos? ¿Por qué asfixiarlos a ellos y apuñalar a los adultos? ¿Por qué todo esto?

Richie pescó una moneda de cincuenta céntimos del bolsillo trasero de los pantalones caqui y se encogió de hombros como un niño, subiéndolos hasta las orejas.

—Quizá ese tipo esté loco —respondió.

Dejé lo que estaba haciendo.

—¿Es eso lo que tienes previsto redactar en el expediente para el fiscal? ¿«No sé, quizá esté rematadamente loco»?

Richie se puso como la grana, pero no se retractó.

—No sé cómo lo denominan los médicos, pero ya sabes a qué me refiero.

—Si te soy sincero, muchacho, no lo sé. Estar «loco» no es un motivo. Hay locos de todos los colores, la mayoría no son violentos y todos y cada uno de ellos actúan según una cierta lógica, pese a que para ti o para mí carezca de sentido. Nadie masacra a una familia porque ese día se ha vuelto loco.

—Me has pedido una teoría que resuma lo que tenemos hasta ahora. Eso es lo mejor que se me ocurre.

—Una hipótesis edificada sobre un «porque está loco» no es ninguna teoría. Es solo una manera de escurrir el bulto. Y señal de un pensamiento vago. Espero algo mejor de ti, detective.

Le di la espalda y volví a enfrascarme en los cajones, pero lo noté tras de mí, inmóvil.

—Vamos, suéltalo de una vez —lo alenté.

—Le dije a la señora Gogan que no tenía de qué preocuparse, que no había ningún psicópata. Solo quería impedir que se pusiera en contacto con los medios, pero el hecho es que tiene todo el derecho del mundo a estar asustada. No sé qué palabra quieres que utilice, pero, si este tipo es un loco, entonces nadie andaba buscando problemas. Él los trajo consigo.

Cerré el cajón, apoyé la espalda en la cómoda y me metí las manos en los bolsillos.

—Hubo un filósofo hace unos cuantos siglos que afirmó que la mejor solución es siempre la más simple —expliqué yo—. Pero no se refería a la respuesta más fácil. Se refería a la solución que implica añadir los menos elementos adicionales posibles a lo que ya tienes entre manos. Cuantos menos «sis» y «quizás», menos tipos anónimos tendremos que hayan podido verse implicados en esto por casualidad. ¿Entiendes adónde quiero llegar?

—Tú no crees que fuera ningún intruso —contestó Richie.

—Te equivocas. Lo que yo creo es que lo que tenemos entre manos implica a Patrick y a Jennifer Spain, y cualquier solución que los involucre necesita menos extras que cualquier otra que no lo haga. Lo que ha sucedido aquí vino de uno de estos dos lugares: de dentro o de fuera de la casa. No digo que no hubiera un intruso. Lo que afirmo es que, aunque el asesino viniera de fuera, la solución más simple es que la razón procedía de dentro.

—Espera un segundo —intervino Richie—. Tú dijiste que aún quedaba espacio para pensar en un intruso. Y además, está la trampilla del desván: dijiste que quizá el objetivo fuera atrapar al tipo que excavó los agujeros. ¿Qué...?

—Richie —suspiré—. Al decir «intruso», me refería al tipo que le dejó a Patrick Spain dinero para jugar, al tipo a quien Jenny se follaba a escondidas, a Fiona Rafferty. No hablaba del maldito Freddy Krueger. ¿Captas la diferencia?

—Sí —contestó Richie.

Hablaba con voz tranquila, pero la tensión de su mandíbula indicaba que empezaba a molestarse.

—Lo entiendo.

—Sé que este caso parece... ¿qué palabra has utilizado antes?... «espeluznante». Sé que es el tipo de caso que invita a dejar volar la imaginación. Pero eso es un motivo de más para mantener los pies en el suelo. La solución más probable sigue siendo la que barajábamos cuando veníamos hacia aquí: el típico homicidio con suicidio, común y corriente.

—Eso —dijo Richie señalando el agujero que había sobre la cama—, eso no es común ni corriente. Eso para empezar.

—¿Cómo lo sabes? Quizá disponer de tanto tiempo libre estaba consumiendo los nervios de Patrick Spain y había decidido hacer algunas mejoras en la casa, o quizá había algún problema con la instalación eléctrica, tal y como tú mismo has sugerido antes, e intentó repararlo por su cuenta en lugar de pagar a un electricista. Eso podría explicar también por qué la alarma estaba desactivada. O quizá hubiera una rata, consiguieron atraparla y decidieron dejar la trampa en el desván por si algún otro roedor asomaba la nariz. Quizá los agujeros se agrandan debido a las vibraciones cada vez que un coche pasa por la calle y querían grabar un vídeo para reproducirlo ante los tribunales cuando denunciaran a la constructora. Por lo que sabemos, todas las rarezas de esta casa se reducen a los desperfectos causados por una construcción chapucera.

—¿Eso es lo que crees? ¿En serio?

—Lo que creo, amigo Richie, es que la imaginación es un arma muy peligrosa. Regla número seis o la que sea que toque: quédate con la solución más fácil y aburrida, la que requiera menos imaginación, e irás bien encaminado.

Y me dispuse a escarbar entre las camisetas de Jenny Spain. Reconocí algunas de las etiquetas: tenía los mismos gustos que mi ex. Al cabo de un minuto, Richie sacudió la cabeza, lanzó la moneda de cincuenta céntimos sobre la cajonera y empezó a doblar los pantalones color caqui de Patrick. Nos dejamos tranquilos el uno al otro durante un rato.

El secreto que yo había estado esperando me aguardaba en el fondo del último cajón de Jenny y era un bulto escondido en la manga de un jersey de cachemira rosa. Cuando sacudí la manga, algo salió volando y aterrizó sobre la gruesa alfombra, algo pequeño y duro, bien guardadito en un pañuelo de papel.

—Richie —dije, pero él ya había dejado el suéter que lo tenía ocupado y se había acercado a echar un vistazo.

Era una chapa redonda y barata, de esas que se compran en los puestos callejeros si sientes el impulso irrefrenable de llevar una hoja de marihuana o el nombre de una marca prendidos de la ropa. La pintura estaba en parte descolorida, pero en un principio había sido azul cielo; a un lado había un sol amarillo y sonriente, y al otro algo blanco que podría haber sido un globo aerostático o quizá una cometa. En el centro, con alegres letras amarillas, se leía: YO VOY A JOJO’S.

—¿Qué opinas de esto? —pregunté.

—A mí me parece una chapa normal y corriente —replicó Richie con mirada severa.

—A mí también, pero el lugar donde la he encontrado no lo es. Así, a bote pronto, ¿podrías darme una explicación simple y corriente?

—Quizá uno de los críos la escondiera ahí. A los niños les gusta esconder las cosas.

—Quizá.

Puse la chapa sobre la palma de mi mano y le di la vuelta. En el alfiler había dos rayas de óxido, lo cual indicaba que había pasado un largo tiempo prendida de la misma pieza de ropa.

—De todos modos, me gustaría saber qué es. ¿Te dice algo el nombre de JoJo’s?

Negó con la cabeza.

—¿Una coctelería? ¿Un restaurante? ¿Un jardín de infancia?

—Podría ser. Jamás lo he oído mencionar, pero tal vez haga tiempo que no existe; esta chapa no parece nueva. Podría estar en las Maldivas o en algún otro sitio al que fueran de vacaciones. Pero no veo por qué Jenny Spain tendría que ocultar algo así. Si fuera un objeto valioso, podría pensar que es el regalo de un amante, pero ¿esto?

—Si recobra la conciencia...

—Le preguntaremos qué es. Sin embargo, eso no significa que vaya a decírnoslo.

Volví a guardar la chapa en el pañuelo de papel y busqué una bolsa para pruebas. Desde la cajonera, Jenny me sonreía acurrucada en la curva del brazo de Patrick. Bajo su caprichoso peinado y todas las capas de maquillaje, era solo una chica que se había casado a un edad ridículamente temprana. El sencillo y resplandeciente triunfo que se reflejaba en su rostro me dijo que a partir de aquel día su vida no había sido para ella más que una nube borrosa y dorada: «Vivieron felices y comieron perdices».

Cooper estaba de mejor humor, probablemente porque el caso que nos ocupaba superaba con creces el peor de los casos macabros que hubiera visto. Una vez hubo echado un vistazo a Jenny Spain, me telefoneó desde el hospital. Para entonces, Richie y yo habíamos empezado a revisar ya el armario ropero de los Spain, en el que habíamos encontrado más de lo mismo: prendas de marcas en su mayoría asequibles, aunque a la moda, y en una gran cantidad (Jenny tenía tres pares de botas Ugg). No había drogas ni dinero en efectivo, y no parecían tener un lado oscuro. En una vieja lata de galletas guardada en el estante superior de Patrick había un puñado de cañas secas, un trozo de madera pintada de verde desconchada y gastada por el mar, un puñado de guijarros y conchas descoloridas: regalos de los niños, recogidos durante los paseos por la playa para dar la bienvenida a papá cuando regresara a casa.

—Detective Kennedy —dijo Cooper—. Le complacerá saber que la víctima sigue con nosotros.

—Doctor Cooper —lo saludé. Activé el altavoz y sostuve la BlackBerry entre mi oreja y Richie, quien dejó un puñado de corbatas (muchas de ellas de Hugo Boss) para escuchar—. Gracias por ponerse en contacto con nosotros. ¿Cómo se encuentra?

—Su estado es crítico, pero el médico que la atiende cree que tiene muchas posibilidades de sobrevivir.

Le solté un «¡Sí!» mudo a Richie, quien me respondió con una mueca de reticencia: que Jenny Spain sobreviviera sería fantástico para nosotros, pero no tanto para ella.

—Y debo decirle que estoy de acuerdo con el diagnóstico, pese a que los pacientes vivos no son mi especialidad.

—¿Puede revelarnos algún dato acerca de sus heridas?

Se produjo una pausa mientras Cooper consideraba si me hacía esperar a que redactara el informe oficial, pero el buen humor le pudo.

—Sufrió varias heridas, algunas de ellas de consideración. Tiene un corte que va desde el pómulo derecho hasta la comisura derecha de los labios, otro que parte del esternón y se extiende hacia el pecho derecho, una herida de arma blanca justo debajo del omóplato derecho y una última en el abdomen, a la derecha del ombligo. Presenta, además, varios cortes menores en la cara, el cuello, el pecho y los brazos; los detallaré en mi informe, e incluiré un diagrama. El arma fue un cuchillo, o puede que varios, de un solo filo y coincide con la utilizada para apuñalar a Patrick Spain.

Cuando alguien le desfigura la cara a una mujer, sobre todo a una mujer guapa y joven, suele haber un motivo personal para hacerlo. Miré de reojo aquella sonrisa y aquel ramo de rosas y les di la espalda.

—Presenta también una contusión en la nuca, justo en la parte izquierda de la línea media. La golpearon con un objeto contundente cuya superficie de impacto se corresponde, aproximadamente, con la forma y el tamaño de una pelota de golf. Tiene moretones recientes en las muñecas y los antebrazos; su forma y ubicación indican que alguien la sujetó con las manos durante un forcejeo. No hay indicios de agresión sexual y no ha mantenido relaciones sexuales recientemente.

Alguien se había ensañado de lo lindo con Jenny Spain.

—¿El agresor o los agresores eran personas fuertes?

—A juzgar por los contornos de las heridas, el arma debía de estar muy afilada, lo cual indica que no se requería una fuerza excepcional para infligir las puñaladas y los cortes. La contusión de la nuca dependería de la naturaleza del arma que se empleó: si el atacante la golpeó con una pelota de golf en la mano, por ejemplo, sí habría requerido una fuerza considerable, pero si la pelota hubiera estado metida en un calcetín, por poner un ejemplo, el impulso habría compensado la falta de fuerza, lo cual implica que hasta un crío podría haberlo hecho. Sin embargo, los moretones de las muñecas indican que no fue un niño: los dedos del agresor resbalaron durante el forcejeo y eso me impide medir el tamaño de las manos que retuvieron a la señora Spain, pero puedo asegurarle que no se corresponden con las de un niño pequeño.

—¿Existe alguna posibilidad de que ella misma se infligiera esas heridas?

Hay que comprobar dos veces todos los datos, incluso las cuestiones en apariencia más obvias, o el abogado de la defensa lo hará por ti.

—Se requeriría a un suicida con un talento extraordinario para apuñalarse a sí mismo debajo del omóplato, golpearse en la nuca y luego, en una milésima de segundo antes de quedar inconsciente, ocultar ambas armas con tal esmero que pasaran inadvertidas durante al menos unas pocas horas —opinó Cooper, usando su tono de hombre-que-susurraba-a-los-imbéciles una vez más—. En ausencia de pruebas de que la señora Spain sea una experta contorsionista o una maga, creo que podemos excluir la posibilidad de que ella misma se infligiera esas heridas.

—¿Probable o definitivamente?

—Si duda de mí, detective Kennedy —alegó Cooper con dulzura—, lo invito a que pruebe usted a perpetrar tal hazaña —y colgó.

Richie se rascaba detrás de la oreja como un perro, concentrado.

—Eso elimina a Jenny de la ecuación —sentenció.

Me guardé de nuevo el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

—Pero no a Fiona. Y si iba a por Jenny, por la razón que fuera, es muy probable que pretendiera desfigurarle la cara. Ser la normalita de las dos podría haberla ido minando a lo largo de los años. Adiós a la hermana mayor, nada de mostrar el ataúd abierto, se acabó ser la niña bonita de la familia.

Richie contempló la fotografía de la boda.

—En realidad, Jenny no es más guapa que ella. Solo iba mejor peinada.

—El resultado es el mismo. Si las dos salían de discotecas juntas, me apuesto lo que quieras quién captaba la atención de los hombres y quién era el premio de consolación.

—No hay que olvidar que esa fotografía corresponde a la boda de Jenny. A diario quizá no se arreglara tanto.

—Te apuesto lo que sea a que sí. Hay más maquillaje en ese cajón del que Fiona ha utilizado en toda su vida, y cada prenda de ropa vale más que todo su vestuario... y ella lo sabía. ¿Recuerdas su comentario sobre lo cara que era la ropa de Jenny? Jenny es una mujer atractiva y Fiona, no; tan sencillo como eso. Y ya que hablamos de captar la atención de los hombres, piensa en esto: Fiona se mostró muy, muy protectora con Patrick. Contó que su amistad se remontaba a mucho tiempo atrás; me gustaría conocer un poco más en detalle su historia. He visto muchos triángulos amorosos extraños a lo largo de mi vida.

Richie asintió sin dejar de examinar la foto.

—Pero Fiona es demasiado menuda. ¿Crees que podría haber derribado a un tipo corpulento como Patrick?

—¿Contando con un cuchillo afilado y el factor sorpresa? Sí, creo que podría haberlo hecho. No digo que sea la sospechosa número uno, pero aún no podemos descartarla.

Fiona escaló uno o dos peldaños más en la lista cuando retomamos la búsqueda. Escondido en el fondo del armario de Patrick, tras el estante zapatero, se hallaba el premio gordo: un grueso archivador de color gris. Fuera de la vista (puesto que no encajaba con la decoración), pero no por ello menos importante: los Spain habían conservado tres años de datos contables perfectamente ordenados. Estuve a punto de besar aquella caja. Si me dan a escoger una perspectiva desde la cual contemplar la vida de una víctima, me quedo de largo con la económica. La gente envuelve sus correos electrónicos, amistades e incluso sus diarios en múltiples capas de invenciones, pero los extractos de sus tarjetas de crédito nunca mienten.

Si bien todo aquello iría con nosotros a la comisaría para que pudiéramos familiarizarnos con los datos, decidí echar un primer vistazo de inmediato. Nos sentamos en la cama (Richie dudó por un segundo, quizá por temor a contaminarla, o viceversa) y abrimos el archivador.

Primero estaban los documentos más importantes: las cuatro partidas de nacimiento, los cuatro pasaportes y el certificado de matrimonio. Tenían un seguro de vida contratado y vigente que liquidaba la hipoteca en caso de que se produjera el fallecimiento de uno de los dos. También había habido otra póliza, con doscientos mil euros para Patrick y cien mil para Jenny, pero había vencido durante el verano. En su testamento se lo dejaban todo el uno al otro y, en el caso de que ambos fallecieran, todo, incluida la custodia de los niños, quedaba en manos de Fiona. Hay mucha gente por ahí a quien le encantaría hacerse con unos cientos de miles de euros y una casa nueva, y les gustaría incluso más si no viniera con un par de críos incluidos en el lote.

Pero luego, al llegar a los extractos bancarios, Fiona Rafferty cayó tan abajo en la lista que apenas la divisaba. Los Spain habían optado por la vía más simple: todos los ingresos y retiradas se efectuaban a través de una única cuenta conjunta, lo cual nos iba de fábula. Y, tal como habíamos supuesto, estaban en la ruina. El antiguo empleo de Patrick le había procurado un finiquito nada desdeñable, pero, desde entonces, sus únicos ingresos habían sido el subsidio por desempleo y la prestación por los niños. Y habían continuado derrochando. En febrero, marzo y abril, el dinero había continuado fluyendo al mismo ritmo que siempre. En mayo habían empezado a recortar gastos. Y en agosto la familia vivía con menos de lo que lo hago yo solo.

Demasiado poco, demasiado tarde. Llevaban tres meses de retraso en el pago de la hipoteca y habían recibido dos cartas de la entidad crediticia (una empresa con un nombre que sonaba a pueblo del Lejano Oeste llamada HomeTime), la segunda mucho más desagradable que la primera. En junio, los Spain habían transferido sus móviles de contrato a tarjeta y ambos habían dejado prácticamente de realizar llamadas: los recibos de las recargas de los últimos cuatro meses que habían guardado sujetos con un clip sumaban una cantidad que no bastaría para cubrir el gasto semanal de móvil de una adolescente. En el mes de julio, el todoterreno había regresado por donde había venido e iban con una letra de retraso en el pago del Volvo, con cuatro meses de demora en la tarjeta de crédito y debían además cincuenta euros de la factura de la luz. Según el último extracto bancario, en su cuenta corriente había trescientos catorce euros y cincuenta y siete céntimos. Si los Spain se habían dedicado a alguna actividad sospechosa, o bien habían sido pésimos haciéndola o bien les había ido a las mil maravillas.

Sin embargo, y a pesar de haberse vuelto más cuidadosos con sus gastos, habían seguido manteniendo la conexión inalámbrica a internet. Necesitaba ponerme en contacto con Delitos Informáticos para que etiquetaran el ordenador como prioridad máxima. Patrick y Jenny quizá hubieran dejado de verse con sus conocidos, pero disponían de toda la red para hablar, y algunas personas revelan en el ciberespacio cosas que no explicarían ni siquiera a sus mejores amigos.

En cierto sentido, podría decirse que se habían arruinado incluso antes de que Patrick perdiera su empleo. Entonces cobraba un buen sueldo, pero el límite de su tarjeta de crédito era de seis mil euros y lo habían superado con frecuencia (había un montón de cargos de tres cifras a nombre de los grandes almacenes Brown Thomas y Debenhams, y de unas cuantas páginas web dirigidas al público femenino que me eran vagamente familiares), además de los préstamos de los coches y la hipoteca. No obstante, solo los inocentes creen que la ruina se mide por cuánto cobras y cuánto debes. Pregúntenle a cualquier economista: la ruina se mide por cómo te sientes. La crisis crediticia no ocurrió porque la gente se despertara un día y fuera más pobre que al acostarse; sucedió porque la gente se despertó asustada.

En enero, después de que Jenny se hubiera gastado doscientos setenta euros en una página web llamada Shoe 2 You, los Spain habían continuado como si nada. Pero en julio, cuando la sola idea de cambiar las cerraduras para protegerse del intruso la había asustado, ya estaban sumidos en la miseria.

Cuando las alcanza un tsunami, algunas personas clavan las uñas en la tierra y resisten contra viento y marea; se concentran en los aspectos positivos y continúan visualizando el camino hasta que se abre de nuevo ante ellas. Pero otras pierden la cordura. La ruina puede llevar a las personas a lugares que jamás habrían imaginado. Es capaz de empujar a un ciudadano que cumple con la ley por ese borroso precipicio donde una docena de delitos distintos parecen estar al alcance de la mano. Puede echar por tierra una vida decente y pacífica hasta que lo único que queda son los dientes afilados, las garras y el terror. Casi pude oler el hedor del miedo, húmedo y frío como algas en descomposición, emanando de aquel oscuro lugar en el fondo del armario donde los Spain habían ocultado sus monstruos.

—Parece que al final no vamos a tener que perseguir a la hermana —comenté.

Richie volvió a pasar el pulgar sobre los extractos bancarios y se detuvo en aquella patética última hoja.

—Caray —dijo, sacudiendo la cabeza.

—Un tipo honrado, con esposa e hijos y un buen empleo, consigue la casa y la vida que quería y, de repente, todo empieza a desmoronarse delante de sus narices. Pierde el trabajo, se queda sin coche y su casa está en peligro... Y ¿quién sabe? Quizá Jenny planeara abandonarlo, ahora que ya no aportaba nada, y llevarse a los niños. Tal vez eso fuera la gota que colmara el vaso de Patrick.

Y todo en menos de un año —concluyó Richie.

Depositó los extractos bancarios sobre la cama junto a las cartas de HomeTime, sosteniéndolos con la punta de los dedos como si fueran elementos radiactivos.

—Sí. Bien podría ser, desde luego.

—Aún tenemos un montón de «sis» sobre la mesa. Pero si los muchachos de Larry no encuentran ninguna prueba de la presencia de un extraño, si el arma aparece en algún lugar accesible y si Jenny Spain no recobra la conciencia y nos explica una historia plausible en la que el perpetrador de este desbarajuste haya sido otra persona y no su marido... este caso podría cerrarse mucho antes de lo que esperábamos.

Entonces volvió a sonarme el teléfono.

—Y ahí lo tienes —anuncié, mientras lo sacaba del bolsillo—. ¿Qué te apuestas a que es uno de los refuerzos informando de que han encontrado el arma en un lugar cercano y conveniente?

Era el Hombre Marlboro y estaba emocionado.

—Señor —dijo con la voz quebrada como un adolescente—. Señor, tienen que venir a ver esto.

Estaba en Ocean View Walk, la doble hilera de casas (no se la podía calificar propiamente de «calle») entre Ocean View Rise y el mar. Las cabezas de los refuerzos emergían de agujeros en las paredes a nuestro paso, como si fueran animales curiosos. El Hombre Marlboro nos hizo una señal con la mano desde una ventana de la primera planta.

La casa había llegado a la fase de tener paredes y tejado, bloques grises densamente tapizados de enredaderas verdes. El jardín delantero estaba invadido por hierbajos y aulagas que llegaban a la altura del pecho, se agolpaban en el sendero de entrada y penetraban a través del hueco de la puerta principal. Tuvimos que escalar por el andamio oxidado, sacudiéndonos las enredaderas de los pies, y entrar a través de la abertura de una ventana.

—No estaba seguro de si... —dijo el Hombre Marlboro—. Me refiero a que sé que está usted ocupado, señor, pero como dijo que lo llamáramos si encontrábamos algo interesante. Y esto...

Con sumo cuidado y empleando una cantidad considerable de tiempo, alguien había convertido la planta superior de la casa en su guarida particular. Había un saco de dormir de calidad, como los que se usan en las expediciones, con una piedra tosca de hormigón encima para que el viento no se lo llevara. Las aberturas de las ventanas estaban cubiertas con plásticos gruesos clavados a las paredes para guarecerse del frío y había tres botellas de agua de dos litros alineadas limpiamente contra una pared, además de una caja de plástico transparente con espacio suficiente para que cupieran una barra de desodorante Right Guard, una pastilla de jabón, detergente para la ropa, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico. En un rincón limpio había una escoba y un recogedor: aquel espacio estaba libre de telarañas. Una bolsa de supermercado sujeta bajo otro pedazo de hormigón, un par de botellas vacías de bebida energética Lucozade, unos cuantos envoltorios de chocolatinas y la corteza del pan de un bocadillo que sobresalía de un papel de aluminio arrugado. Colgado de un clavo en una viga había también uno de esos impermeables de plástico para la lluvia que suelen llevar las mujeres mayores. Y, sobre el saco de dormir, un par de prismáticos negros junto a su caja, ahora maltrecha.

No parecían de una marca especialmente buena y, de todos modos, no era necesario que lo fueran: las aberturas de las ventanas traseras daban directamente a la acogedora cocina acristalada de Patrick y Jenny Spain, situada a unos escasos diez metros de distancia. Larry y su equipo conversaban acerca de algo relacionado con uno de los pufs.

—Caray, caray —dijo Richie en voz baja.

Yo no dije ni media palabra. Estaba tan enfadado que lo único que habría podido proferir habría sido un rugido. Todo lo que sabía de aquel caso se había elevado en el aire, se había vuelto del revés y me había caído encima como una losa. Aquel no era el puesto de vigilancia de ningún sicario contratado para recuperar dinero o drogas; un profesional habría limpiado antes de hacer el trabajo, y jamás habríamos detectado su presencia en aquella casa. Allí estaba el loco de Richie, cargado con toda su artillería de problemas.

Patrick Spain era ese uno entre un centenar, a fin de cuentas. Lo había hecho todo bien. Se había casado con su amor de juventud, habían engendrado dos niños sanos, había comprado una bonita casa y se había dejado la piel trabajando para pagarla, acondicionarla y dotarla de todo lo necesario para convertirla en un hogar perfecto y resplandeciente. Había hecho todo lo que se suponía que debía hacer, absolutamente todo. Y luego aquel pedazo de mierda se le había acercado con sus prismáticos baratos, había reducido su mundo a cenizas y se lo había arrebatado todo, dejando a Patrick solo con la culpa.

El Hombre Marlboro me miraba nervioso, preocupado por haberla fastidiado de nuevo.

—Bien, bien, bien —dije con frialdad—. Al parecer esto libra a Patrick de parte de la culpa.

—Parece el nido de un francotirador —observó Richie.

Es exactamente como el nido de un francotirador. Está bien: todo el mundo fuera. Detective, llame a sus colegas y dígales que se retiren de la escena del crimen. Dígales que lo hagan con naturalidad, como si no hubiera ocurrido nada importante, pero que lo hagan ahora mismo.

Richie arqueó las cejas; el Hombre Marlboro abrió la boca, pero algo en mi rostro hizo que la cerrara de nuevo.

—Ese tipo podría estar observándonos en este preciso instante —aclaré—. Y, por ahora, lo único que sabemos de él es que le gusta mirar, ¿no es cierto? Les garantizo que ha estado observándonos toda la mañana, esperando a ver si nos gustaba su obra.

Hileras de casas a medio construir a la derecha, a la izquierda y delante, agolpándose para contemplarnos boquiabiertas. La playa a nuestra espalda, toda dunas de arena y grandes matas de hierbas sibilantes; los cerros en ambos extremos, con líneas irregulares de rocas a sus pies. Podría haberse ocultado en cualquier sitio. Allá donde mirara, tenía la sensación de que alguien estaba apuntándome a la frente con un arma.

—Toda esta actividad podría haberlo asustado e incitado a retirarse durante un tiempo —continué—. Si estamos de suerte, no nos habrá visto encontrar esto. Pero regresará. Y, cuando aparezca, nos interesa que crea que su refugio sigue siendo un lugar seguro. Porque, a la primera oportunidad que se le presente, vendrá. A por eso.

Señalé con la cabeza hacia abajo, en dirección a Larry y su equipo, que pululaban por la luminosa cocina.

—Me apuesto hasta el último céntimo a que no será capaz de mantenerse alejado.

No hay lugar seguro

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