Читать книгу No hay lugar seguro - Тана Френч - Страница 8
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ОглавлениеY eso era todo lo que íbamos a obtener de Fiona aquel día. Tranquilizarla habría tomado mucho más tiempo del que podíamos dedicarle. El uniformado de relevo había llegado; le pedí que consiguiera los nombres y los números de teléfono de amigos, familiares, lugares y compañeros de trabajo remontándose hasta el tiempo en que Fiona, Jenny y Pat eran unos mocosos, que trasladara a Fiona al hospital y que se asegurara de que no contara nada a los medios de comunicación. Después la dejé a su cargo. La mujer seguía llorando.
Saqué el móvil y empecé a marcar cuando apenas habíamos dado media vuelta (comunicarse por radio habría sido mucho más sencillo, pero hoy en día hay demasiados periodistas y tipos raros con interceptores de ondas). Agarré a Richie por un codo y lo arrastré carretera abajo. El viento procedente del mar seguía soplando, generoso y fresco, y había peinado el pelo de Richie en mechones; noté el sabor de la sal en mi boca. En vez de aceras, había estrechos senderos polvorientos que recorrían la hierba sin segar.
Bernadette me puso con el agente que se encontraba con Jenny Spain en el hospital. Parecía tener la edad mental de un niño de doce años, proceder de una granja remota y ser un tipo sumiso, justo lo que yo necesitaba. Le di las órdenes pertinentes: si Jennifer Spain salía del quirófano con vida, debía hacer que la instalaran en una habitación privada y vigilar la puerta como un rottweiler. Nadie podía entrar en la habitación sin mostrar un identificativo, nadie debía entrar sin compañía y sus familiares no podían visitarla bajo ningún concepto.
—La hermana de la víctima se presentará en el hospital dentro de un minuto y su madre aparecerá también antes o después. No pueden entrar en la habitación.
Richie estaba inmóvil, mordiéndose la uña del pulgar, con la cabeza inclinada sobre el teléfono, pero mis palabras hicieron que la alzara para mirarme.
—Si quieren una explicación, y sin duda se la pedirán, no les diga que obedece órdenes mías. Discúlpese y explíqueles que es el procedimiento habitual y que no está autorizado a infringirlo, y repita la cantinela una y otra vez hasta que se den por vencidas. Y búsquese una silla cómoda, muchacho. Va a quedarse ahí un buen rato —le aconsejé y colgué.
Richie entrecerró los ojos para mirarme a contraluz.
—¿Crees que exagero? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Si lo que contaba la hermana sobre el allanamiento de morada es cierto, resulta cuando menos espeluznante —respondió él.
—¿Crees que esa es la razón por la que activo el protocolo de máxima seguridad? ¿Porque la historia de la hermana es espeluznante?
Retrocedió unos pasos, con las manos en alto, y caí en la cuenta de que le había alzado la voz.
—Quería decir que... —intentó defenderse.
—Por lo que a mí respecta, la palabra «espeluznante» no existe. Las cosas espeluznantes solo pasan en Halloween y son para niños. Lo que yo estoy haciendo es asegurarme de tener todos los frentes cubiertos. ¿No crees que quedaríamos como unos pardillos si alguien se colara a hurtadillas en ese hospital y finiquitara el trabajo? ¿Querrías explicárselo tú a los medios de comunicación? O ya que nos ponemos, ¿te gustaría explicárselo al comisario si en las portadas de los diarios de mañana apareciera un primer plano de las heridas de Jenny Spain?
—No.
—No. Pues a mí tampoco. Y si es necesario exagerar un poco para evitarlo, que así sea. Ahora, entremos en la casa antes de que este viento malo y grandote acabe por congelar esas pelotitas tuyas, ¿te parece?
Richie mantuvo la boca cerrada hasta que nos encontramos en el camino de acceso a la casa de los Spain.
—Los familiares —señaló entonces con cautela.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Por qué no quieres que la vean?
—¿Cómo que por qué? ¿Has detectado la información clave en lo que Fiona nos ha contado, entre todo eso que a ti te parece tan espeluznante?
—Tenía las llaves —contestó él a regañadientes.
—Efectivamente —coincidí—. Tenía las llaves.
—Está destrozada. Quizá sea un ingenuo, pero a mí me ha parecido sincera.
—Quizá lo sea y quizá no. Pero lo único que sé es que tenía las llaves.
—«Son fantásticos, se quieren mucho, adoran a los niños...». Seguía hablando como si todavía estuvieran vivos.
—¿Y? Si es capaz de mentir con lo otro, también puede mentir en eso. Y su relación con su hermana no era tan cordial como pretende hacernos creer. Vamos a pasarnos mucho más tiempo con Fiona Rafferty.
—De acuerdo —dijo Richie.
Sin embargo, cuando abrí la puerta de un empujón se quedó atrás, en el umbral, inquieto y frotándose la nuca.
—¿Qué sucede? —le pregunté, asegurándome de borrar el tono incisivo de mi voz.
—También ha mencionado otra cosa.
—¿A qué te refieres?
—Los castillos hinchables no son baratos. Mi hermana quería alquilar uno para la comunión de mi sobrina. Cuestan unos doscientos euros.
—¿Adónde quieres llegar?
—Su situación financiera. En febrero despiden a Patrick, ¿no es cierto? Y en abril aún disfrutan de una economía lo bastante boyante como para alquilar un castillo hinchable en la fiesta de cumpleaños de Emma. Sin embargo, en algún momento de julio están demasiado apurados para cambiar las cerraduras, pese a que Jenny cree que alguien ha entrado en la casa.
—¿Qué hay de raro en eso? Se les estaría acabando el dinero del finiquito de Patrick.
—Sí, probablemente. A eso me refiero. Se les estaba acabando antes de lo que debería. Muchos de mis amigos han perdido sus empleos. La mayoría de los que habían trabajado en la misma empresa durante años obtuvieron un finiquito suficiente como para mantenerse durante bastante tiempo, si lo gestionaban con criterio.
—¿En qué piensas? ¿Ludopatía? ¿Drogas? ¿Chantaje?
En la liga de malos hábitos de este país, la bebida bate todos los récords, pero no despluma tu cuenta bancaria en unos pocos meses.
Richie se encogió de hombros.
—Quizá, sí. O quizá continuaron gastando como si siguieran cobrando una nómina. También tengo un par de amigos que lo han hecho.
—Eso es lo que les pasa a los de tu generación —alegué—. A la generación de Pat y Jenny. Jamás habéis estado sin blanca, nunca habéis visto este país arruinado, de manera que ni os lo imaginabais, ni siquiera cuando empezó a derrumbarse ante vuestras narices. Es una buena forma de ser, mucho mejor que la de mi generación: la mitad de nosotros podríamos estar revolcándonos en dinero y seguir paranoicos por tener dos pares de zapatos, por si acaso nos quedamos tirados en la cuneta. Eso no quita, no obstante, que vuestra actitud también tenga un lado negativo.
En el interior de la casa, los técnicos desempeñaban su trabajo. Alguien gritó algo que acababa en un «¿Tienes de sobras?», y Larry contestó alegremente: «Por supuesto, mira en mi...».
Richie asintió.
—Pat Spain no contaba con quedarse en la ruina —continuó—; de lo contrario, no habría despilfarrado la pasta en un castillo hinchable. O bien estaba convencido de que iba a encontrar un nuevo empleo cuando terminara el verano, o bien creía poder obtener dinero por otra vía. Si en algún momento pensó que no iba a ser así y el dinero empezó a acabarse... —Alargó la mano para tocar el borde astillado de la puerta con un dedo, pero la apartó a tiempo—. Para un hombre, saber que no puede mantener a su familia es mucha presión.
—De manera que tú sigues apostando por Patrick —aventuré yo.
—No apostaré nada hasta saber qué opina el doctor Cooper —aclaró él con precaución—. Solo lo menciono.
—Bien. Patrick es nuestro favorito, de acuerdo, pero todavía tenemos un montón de obstáculos por salvar; aún no podemos descartar la posibilidad de que haya sido obra de un extraño. De manera que lo siguiente será ver si podemos conseguir que alguien nos acote el terreno. Sugiero que empecemos por intercambiar unas pocas palabras con Cooper antes de que se largue y luego vayamos a ver si los vecinos pueden contarnos algo. Para cuando hayamos terminado, Larry y sus hombres deberían estar en disposición de aclararnos algunos puntos y tener la planta de arriba lo bastante despejada para que podamos hurgar por ahí e intentar obtener alguna pista sobre cómo pudieron despilfarrar el dinero. ¿Te parece bien?
Asintió.
—Bien visto eso del castillo hinchable —lo felicité, al tiempo que le daba una palmadita en el hombro—. Ahora vayamos a ver qué nos cuenta Cooper.
La casa era un lugar distinto: aquel profundo silencio se había desvanecido, evaporado como la niebla, y el aire estaba iluminado y zumbaba con el trabajo eficaz y confiado. Dos de los muchachos de Larry examinaban metódicamente las salpicaduras de sangre; uno de ellos metía hisopos empapados en los tubos de ensayo mientras el otro se ocupaba de sacar fotos Polaroid para identificar a qué mancha correspondía cada muestra. Una joven flacucha y nariguda pululaba por la casa con una videocámara. El tipo encargado de las huellas dactilares andaba arrancando una tira adhesiva del tirador de una ventana, y el dibujante de la escena del crimen silbaba entre dientes mientras trazaba sus esbozos. Todo el mundo avanzaba a un ritmo constante que indicaba que aún seguirían allí durante un buen rato.
Larry estaba en la cocina, acuclillado sobre un puñado de marcadores de pruebas de color amarillo.
—Menudo follón —exclamó con deleite cuando nos vio—. Vamos a pasarnos aquí toda la eternidad. ¿Habíais entrado en esta cocina antes?
—Nos detuvimos en la puerta —respondí—. Pero los agentes de uniforme sí que entraron.
—Por supuesto. No dejéis que se marchen sin facilitarnos antes las huellas de sus zapatos, para descartarlas.
Se puso en pie y se llevó una mano a los riñones.
—Maldita sea, me estoy haciendo demasiado viejo para este trabajo. Cooper está arriba, con los niños, si lo buscáis.
—No queremos interrumpirlo. ¿Algún indicio del arma?
Larry negó con la cabeza.
—Nada.*
—¿Alguna nota?
—¿Te sirve: «Huevos, té y gel de ducha»? Porque, si no es así, tampoco. Si piensas que lo hizo este tipo —señaló con la cabeza a Patrick—, sabes tan bien como yo que muchos hombres no dejan notas. Son duros y silenciosos hasta el final.
Alguien había tumbado a Patrick boca arriba. Había perdido el color y tenía la boca entreabierta, pero podías hacerte una idea de cuál había sido su aspecto: un tipo guapo, con el mentón cuadrado y las cejas rectas, el tipo de hombre que gusta a las chicas.
—Aún no sé qué pensar —aclaré—. ¿Habéis encontrado algo abierto? ¿La puerta de atrás, una ventana?
—Por el momento, no. Además, las medidas de seguridad de la casa no estaban mal. Había cierres resistentes en las ventanas, doble acristalamiento y una cerradura como es debido en la puerta trasera, no de esas que pueden abrirse con una tarjeta de crédito. No querría inmiscuirme en tu trabajo, no me malinterpretes. Lo que digo es que no me parece que fuera fácil colarse en esta casa, sobre todo sin dejar rastro.
Larry también apostaba por Patrick.
—Hablando de llaves —dije yo—, dime si encuentras alguna. Al menos deberíamos tener tres juegos de llaves de la casa. Y estate al tanto por si encuentras un bolígrafo en el que pone «Golden Bay Resort». Espera...
Cooper avanzaba por el pasillo como si estuviera sucio, con el termómetro en una mano y su maletín en la otra.
—Detective Kennedy —dijo a regañadientes, como si hubiera albergado la esperanza insólita de que yo me esfumara del caso—. Detective Curran.
—Doctor Cooper —saludé—. Espero no interrumpir.
—Acabo de finalizar el examen preliminar. Ya pueden retirar los cadáveres.
—¿Podría proporcionarnos algún dato nuevo?
Una de las cosas que más me molesta de Cooper es que, cuando está cerca, acabo hablando como él.
Cooper levantó su maletín y arqueó las cejas con gesto interrogante mirando a Larry, quien le respondió alegremente:
—Puedes dejarlo junto a la puerta de la cocina, no hay nada de interés ahí.
Cooper colocó el maletín en el suelo, con cuidado, y se agachó para guardar su termómetro.
—Ambos niños parecen haber sido asfixiados —explicó.
Noté que, a mi espalda, Richie se agitaba.
—Es imposible dar un diagnóstico definitivo, pero la ausencia de cualquier otra lesión o síntoma de envenenamiento evidente me inclina a considerar la privación de oxígeno como causa de la muerte. No muestran síntomas de estrangulamiento, no hay marcas de cuerdas y tampoco la congestión y la hemorragia conjuntival que suele asociarse con la estrangulación manual. El laboratorio deberá examinar las almohadas en busca de saliva o mucosidades que indiquen si se presionaron contra las caras de las víctimas.
Cooper miró a Larry, que le respondió levantando los pulgares.
—Aunque, dado que las almohadas en cuestión están sobre las camas de las víctimas, la presencia de fluidos corporales no sería una prueba irrefutable, desde luego. En el examen forense, que empezará mañana por la mañana a las seis en punto, intentaré acotar al máximo la causa de la muerte.
—¿Hay indicios de agresión sexual? —pregunté.
Richie se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Por encima de mi hombro, los ojos de Cooper se deslizaron hacia él durante un segundo, divertidos y desdeñosos.
—En la exploración preliminar —continuó— no se aprecian indicios de abusos sexuales, ni recientes ni crónicos. Por supuesto, exploraré esa posibilidad con más detalle durante la autopsia.
—Por supuesto —dije—. ¿Y esta víctima? ¿Puede darnos alguna información?
Cooper sacó una hoja de papel de su maletín y la inspeccionó con detenimiento, hasta que Richie y yo nos acercamos a él. El papel tenía impresas dos siluetas de un cuerpo masculino, de frente y de espaldas. La primera estaba moteada de puntos y rayas rojos, como un código Morse terrible y preciso.
—El hombre recibió cuatro heridas en el pecho con lo que parece ser una cuchilla de una sola hoja —explicó Cooper—. Una de ellas —señaló dando unos golpecitos en una línea horizontal roja que cruzaba el lado izquierdo del pecho del primer dibujo— es relativamente poco profunda: la hoja topó con una costilla cerca de la línea media y se desplazó unos doce centímetros hacia fuera sobre el hueso, pero no parece que haya penetrado más. Si bien podría haber ocasionado una hemorragia considerable, no habría resultado letal, ni siquiera sin tratamiento médico.
Cooper movió el dedo hacia arriba, hasta las tres manchas con forma de hoja que describían un arco tosco desde la clavícula izquierda del dibujo hasta el centro del pecho.
—Las otras heridas importantes son punciones, también realizadas con una cuchilla de una sola hoja. Esta penetró entre las costillas del cuadrante izquierdo superior, esta impactó en el esternón y esta rasgó el tejido blando del borde esternal. Una vez hayamos concluido la autopsia podré determinar con exactitud la profundidad y trayectoria de las heridas y describir las lesiones que ocasionaron, pero, a menos que el asaltante fuera excepcionalmente fuerte, es probable que la cuchillada directa en el esternón no hubiera hecho más que astillar el hueso. Creo que podemos postular sin temor a equivocarnos que fue la primera o bien la tercera de estas heridas la que le causó la muerte.
El flash del fotógrafo emitió un destello que dejó una estela residual flotando en el aire delante de mis ojos: garabatos de sangre en las paredes, brillantes y tortuosos. Por un instante, casi tuve la certeza de poder oler la sangre.
—¿Hay lesiones de autodefensa? —pregunté yo.
Cooper señaló con el dedo las manchas de rojo en los brazos del dibujo.
—Hay una cuchillada superficial de unos siete centímetros de longitud en la palma de la mano derecha, y una más profunda que alcanzó la musculatura del antebrazo izquierdo. Yo apostaría por que esa herida es el origen de buena parte de la sangre que hay en la escena del crimen, pues debió de sangrar con profusión. La víctima también muestra distintas lesiones menores: leves rasguños, excoriaciones y contusiones en ambos antebrazos congruentes con un enfrentamiento.
Patrick podría haber estado en cualquiera de los dos bandos de ese enfrentamiento, y el corte en la palma cabía interpretarse también de dos maneras: como una herida de autodefensa o bien como el resultado de haber deslizado su mano por la hoja de la cuchilla durante el ataque.
—¿Podría haberse autoinfligido esas heridas con un cuchillo?
Cooper enarcó las cejas, como si yo fuera un niño tonto que por casualidad ha conseguido decir algo interesante.
—Así es, detective Kennedy: cabe contemplar esa posibilidad. Se precisaría una fuerza de voluntad considerable, por supuesto, pero, en efecto, es una posibilidad. El corte superficial podría constituir un intento preliminar de prueba, antes de perpetrar los siguientes, más profundos y certeros. Se trata de un patrón bastante común entre los suicidas que se cortan las venas de las muñecas; no veo ningún motivo por el que no pudiera darse también en otros métodos. Si asumimos que la víctima era diestra, lo cual deberíamos verificar antes de aventurarnos siquiera a teorizar, la localización de las heridas en el lado izquierdo del cuerpo concordaría con la pauta de las lesiones autoinfligidas.
Poco a poco, el siniestro intruso de Fiona y Richie se iba alejando del panorama, desvaneciéndose a lo lejos en el horizonte. Aún no se había largado del todo, pero Patrick Spain empezaba a avanzar posiciones y se perfilaba como principal sospechoso. De hecho, es lo que yo había imaginado desde el principio, pero sentí una leve punzada de decepción. Los detectives de Homicidios somos cazadores; deseamos atrapar a ese león blanco al que hemos seguido la pista por la oscura y sibilante jungla, no a un gatito doméstico que ha sufrido un ataque de rabia. Y bajo todo eso, una vena sentimental me había llevado a sentir por Pat Spain algo parecido a la compasión. Como Richie había observado, aquel tipo lo había intentado.
—¿Podría establecer una hora aproximada de la muerte?
Cooper se encogió de hombros.
—Como siempre, no es más que una estimación; además, el retraso con que se han examinado los cadáveres no ayuda a mejorar la precisión. No obstante, el hecho de que el termostato esté activado para mantener la temperatura de la casa a veintiún grados resulta de utilidad. Diría sin temor a equivocarme demasiado que las tres víctimas fallecieron entre las tres y las cinco de la madrugada, con el signo de la balanza de la probabilidad inclinada hacia la hora más temprana.
—¿Algún indicio de quién falleció primero?
Cooper respondió despacio, como si estuviera hablando con un idiota.
—Fallecieron entre las tres y las cinco de la madrugada. Si las pruebas hubieran aportado más detalles, se lo habría comunicado.
En todos y cada uno de los casos, solo por placer, Cooper encuentra alguna excusa para denostarme delante de la gente con la que tengo que trabajar. Antes o después averiguaré qué tipo de queja debo presentar para mantenerlo a raya, pero por ahora, y él lo sabe, he pospuesto ese cometido: en los momentos que escoge para hacerlo tengo la mente ocupada en asuntos más importantes.
—Estoy seguro de que lo habría hecho —repliqué—. ¿Puede proporcionarnos alguna información sobre el arma? ¿Qué puede decirnos al respecto?
—Una cuchilla de una sola hoja, tal como ya he dicho.
Cooper estaba inclinado de nuevo sobre su maletín, guardando la hoja de papel; ni siquiera se molestó en fulminarme con la mirada.
—Y aquí es donde entramos nosotros —intervino Larry—. Si no le importa, por supuesto, doctor Cooper.
Cooper le hizo un gesto amistoso con la mano; no sé cómo, pero Larry y él se llevan bien.
—Ven aquí, Scorcher. Mira lo que ha encontrado mi amiguita Maureen, solo para ti. O lo que no ha encontrado, para ser más precisos.
La chica nariguda de la videocámara se apartó de los cajones de la cocina y señaló en su interior. Estaban dotados de unos complicados dispositivos a prueba de niños y entendí por qué: en el primer cajón había un bonito estuche con las palabras «Cuisine Bleu» impresas en el interior de la tapa en una elegante tipografía. Había espacio para guardar cinco cuchillos. Cuatro de ellos estaban en su sitio, desde un largo cuchillo de trinchar hasta una cosa insignificante más corta que mi mano: resplandecientes, afiladísimos y pulidos, perversos. Faltaba el segundo cuchillo de mayor tamaño.
—El cajón estaba abierto —explicó Larry—. Por eso los hemos localizado tan pronto.
—¿Y no hay rastro del quinto cuchillo? —pregunté.
Negaron con la cabeza.
Cooper se quitaba los guantes con delicadeza, dedo a dedo.
—Doctor Cooper, ¿podría echar un vistazo y decirnos si el cuchillo que falta podría encajar con las heridas de la víctima?
Ni siquiera se volvió.
—Para emitir una opinión informada se precisaría un examen completo de las heridas, tanto a nivel superficial como transversal, preferiblemente contando con el cuchillo en cuestión para proceder a compararlas. ¿Tiene usted la impresión de que he realizado un examen de tales características?
De niño habría perdido los estribos con Cooper a cada momento, pero ahora sé controlarme y jamás le daría tal satisfacción.
—Si pudiera excluir este cuchillo, quizá por el tamaño de la hoja o por la forma de la empuñadura, necesitaríamos saberlo ahora mismo, antes de que envíe a una docena de refuerzos a perder el tiempo.
Cooper suspiró y echó un segundo vistazo a la caja.
—No veo motivo para excluirlo de mis consideraciones.
—Perfecto. Larry, ¿podemos llevarnos uno de los cuchillos para mostrárselo al equipo de búsqueda e informarles de qué estamos buscando?
—Por favor. ¿Qué te parece este? A juzgar por los moldes de la caja, es básicamente igual que el que estáis buscando, pero un poco más pequeño.
Larry agarró el cuchillo mediano, lo dejó caer con destreza en una bolsa transparente para pruebas y me lo entregó.
—Devolvédmelo cuando hayáis acabado.
—Desde luego. Doctor Cooper, ¿puede darme una idea de qué distancia habría podido recorrer la víctima después de que se infligieran las heridas? ¿Cuánto tiempo pudo sostenerse en pie?
Cooper volvió a mirarme con ojos de pez.
—Menos de un minuto —respondió— o posiblemente varias horas. Menos de dos metros, o tal vez ochocientos. Escoja la opción que más le convenga, detective Kennedy. Me temo que soy incapaz de proporcionarle la respuesta que busca. Hay demasiadas variables en juego para estimar un cálculo inteligente y, al margen de lo que usted haría de estar en mi lugar, me niego a hacer uno que no lo sea.
—Si lo que quieres saber es si la víctima pudo deshacerse del arma, Scorcher —apuntó Larry para suavizar la situación—, puedo decirte que no llegó hasta la puerta. No hay ni una sola gota de sangre en el pasillo ni en la entrada principal. Tiene las suelas de los zapatos y las manos empapadas, y eso es indicativo de que tuvo que agarrarse para sostenerse en pie a medida que se iba debilitando, ¿no es cierto?
Cooper se encogió de hombros.
—Yo creo que sí —continuó Larry—. Además, mirad a vuestro alrededor: el pobre tipo debía de parecer un aspersor. Nos ha dejado manchas por todas partes, por no mencionar el encantador caminito de huellas, como en Hansel y Gretel. No: una vez empezó todo este drama, este tipo no cruzó la puerta de la casa ni subió al primer piso.
—De acuerdo —dije—. Si aparece el cuchillo, quiero saberlo de inmediato. Hasta entonces, nos quitaremos de en medio. Gracias, muchachos.
El flash volvió a destellar. Esta vez inmortalizó la silueta de Patrick Spain ante mis ojos: blanca como la nieve, con los brazos extendidos como si estuviera a punto de realizar un placaje, o como si estuviera cayendo.
—Así que, al final, no ha sido alguien de la familia —comentó Richie mientras avanzábamos por el camino de acceso a la casa.
—No es tan sencillo, muchacho. Patrick Spain podría haber salido al jardín trasero, quizá incluso haber saltado por encima de la tapia, o sencillamente podría haber abierto una ventana y haber arrojado el cuchillo lo más lejos posible. Y recuerda: Patrick no es el único sospechoso. No te olvides de Jenny Spain. Cooper aún no la ha examinado y, por lo que sabemos, cabe la posibilidad de que hubiera salido de la casa, escondiera el cuchillo, regresara y luego se acurrucara junto a su esposo. Podría haber sido un suicidio pactado o podría haber estado protegiendo a Patrick; parece el tipo de mujer que invertiría los últimos minutos de su vida en salvaguardar la reputación de su familia. O quizá esta fiesta fue toda obra suya, de principio a fin.
El Fiat amarillo había desaparecido: Fiona se dirigía al hospital para intentar ver a Jenny. Deseé que condujera el uniformado, con el fin de evitar que se estrellara contra un árbol durante un ataque de llanto. El lugar del Fiat estaba ocupado ahora por una fila de vehículos que se extendía hasta el final de la calle, donde había aparcado la furgoneta de la morgue. Podría haberse tratado de periodistas o bien de residentes a quienes los agentes de uniforme mantenían alejados de la escena, pero la intuición me decía que eran mis refuerzos. Me encaminé hacia ellos.
—Y piensa en lo siguiente —añadí—: Un intruso no entraría en la casa sin un arma y con la esperanza de revolver los cajones de la cocina y encontrar algo interesante. Llevaría una.
—Quizá lo hiciera, pero luego vio aquellos cuchillos y pensó que sería mejor utilizar algo que no lo delatara. O quizá no tenía previsto matar a nadie. O quizá ese cuchillo no sea el arma, para empezar: tal vez lo robara para confundirnos.
—Tal vez, y precisamente por eso necesitamos localizarlo lo antes posible: para asegurarnos de que no nos conduce por la senda equivocada. ¿Quieres darme otro argumento?
—Antes de que se deshaga de él —contestó Richie.
—Exacto. Pongamos que se trata de un intruso: si era lo bastante inteligente, nuestro hombre (o mujer) probablemente arrojara el arma al agua anoche; pero si, por un casual, es demasiado lerdo como para que no se le haya ocurrido por sí mismo, toda esta actividad acabará por darle una pista de que quizá le convendría deshacerse de un cuchillo ensangrentado. Si lo abandonó en algún lugar de la finca, nos interesa sorprenderlo cuando regrese en su busca; si se lo llevó a su casa, tenemos que estar alerta para sorprenderlo cuando se desprenda de él. Todo eso suponiendo que se encuentre en esta zona, claro está.
Dos gaviotas alzaron el vuelo repentinamente de entre un montón de escombros, chillando, y Richie volvió la cabeza sorprendido.
—No dio con los Spain por azar —comentó—. Este no es el tipo de lugar por el que alguien pasa por casualidad y da con un grupo de víctimas que pone en marcha sus mecanismos de actuación.
—No —coincidí—. Desde luego, no es uno de esos lugares. Si no está muerto ni es un lugareño, entonces vino aquí buscando precisamente esto.
Los refuerzos eran siete hombres y una mujer, todos ellos rozaban el final de la veintena y aguardaban alrededor de sus coches con pinta de personas astutas y eficientes, listas para cualquier cosa. Cuando vieron que nos acercábamos irguieron la espalda, se colocaron bien la chaqueta y el tipo más corpulento apagó su cigarrillo. Señalé la colilla y pregunté:
—¿Qué plan tienes?
Se quedó en blanco.
—Pensabas dejarla ahí, ¿no es cierto? En el suelo, para que los de la Policía Científica la encuentren, la clasifiquen y la envíen al laboratorio para analizar el ADN. ¿Qué esperas? ¿Encabezar la lista de sospechosos o la de los capullos que nos hacen perder el tiempo?
Recogió la colilla y la guardó en su paquete. Así de simple: ahora, los ocho refuerzos estaban sobre aviso. Si formas parte de mi investigación, no dejas que se te escape el balón. El Hombre Marlboro enrojeció como la grana pero, por el bien del equipo, alguien tenía que llevarse una buena reprimenda.
—Mucho mejor. Soy el detective Kennedy —me presenté— y este es el detective Curran.
No les pregunté sus nombres; no había tiempo para apretones de manos ni para chácharas y, de todos modos, se me habrían olvidado. No me apunto cuál es el bocadillo favorito de mis refuerzos ni me sé de memoria la fecha de los cumpleaños de sus críos. Lo que sí tengo en mente es la misión que cada uno tiene asignada y si la desempeña bien o no.
—Más adelante os explicaremos el caso en detalle, pero, por el momento, esto es todo lo que debéis saber: buscamos un cuchillo de unos quince centímetros con hoja curva y empuñadura de plástico negra de la marca Cuisine Bleu; forma parte de un juego de cuchillería y es muy parecido a este, solo que algo más grande. —Sostuve en alto la bolsa de pruebas—. ¿Tenéis todos un teléfono móvil con cámara? Sacad una fotografía para tener un recordatorio de qué andamos buscando exactamente. Y borrad la foto antes de abandonar la escena del crimen esta noche. No lo olvidéis.
Sacaron sus móviles y fueron pasándose la bolsa con el cuchillo de mano en mano, manejándola como si estuviera hecha de burbujas de jabón.
—El cuchillo que acabo de describiros probablemente sea el arma del crimen, pero en este juego no hay nada garantizado, de manera que, si encontráis otro cuchillo entre la maleza, os ruego por lo que más queráis que no lo ignoréis solo porque no encaja con la descripción. También debemos estar alerta por si encontramos ropa con manchas de sangre, huellas, llaves o cualquier otra cosa que parezca fuera de lugar, aunque sea remotamente. Si encontráis algo que tiene potencial, ¿qué debéis hacer?
Le hice un gesto con la cabeza al Hombre Marlboro (si le bajas los humos a alguien, luego tienes que darle la oportunidad de resarcirse).
—No tocarlo. Pero tampoco dejarlo desatendido. Llamar a la Policía Científica para que lo fotografíe y lo guarde en una bolsa.
—Exactamente. Y llamarme a mí, también. Quiero ver cualquier cosa que encontréis. El detective Curran y yo estaremos interrogando a los vecinos, así que necesitaréis nuestros números de móvil y viceversa; por ahora no nos comunicaremos por radio. La cobertura en este lugar es nefasta, así que, si no conseguís hablar con nosotros, escribid un mensaje de texto. No dejéis mensajes en el buzón de voz. ¿Lo ha entendido todo el mundo?
En el extremo opuesto de la carretera, nuestra primera periodista se había colocado frente a un pintoresco andamiaje y hablaba a la cámara, intentando que el viento no le levantara los faldones del abrigo. Dentro de una hora o dos habría docenas como ella pululando por allí. Muchos de ellos no tendrían reparo alguno en escuchar ilegalmente el buzón de voz de un detective. Intercambiamos los números de teléfono.
—Dentro de poco llegarán los rastreadores —continué—. Cuando lo hagan, os reemplazarán y os asignaré otra misión, pero por ahora debemos empezar a movernos. Comenzad por la parte de atrás de la casa. Partid de la tapia del jardín y avanzad hacia fuera. Aseguraos de no dejar ningún hueco entre vuestras correspondientes zonas de búsqueda, ya conocéis el protocolo. En marcha.
La casa adosada a la vivienda de los Spain estaba vacía (permanentemente vacía, no había nada en el salón, salvo una bola de papel de diario y una telaraña casi arquitectónica), lo cual era un verdadero fastidio. Las señales de vida humana más próximas se encontraban dos puertas más abajo, en la acera de enfrente, en el número 5: el césped estaba marchito, pero había visillos en las ventanas y una bicicleta de niño tirada a un lado del camino de acceso.
Mientras avanzábamos por el sendero, hubo un movimiento detrás de los visillos. Alguien nos estaba observando.
Nos abrió la puerta una mujer recia, con un rostro plano y receloso y la cabellera oscura recogida en una delgada cola de caballo. Llevaba un jersey con capucha rosa varias tallas grande, unas mallas grises varias tallas pequeñas que le sentaban como un tiro y un exagerado bronceado artificial que, misteriosamente, no conseguía que dejara de parecer pálida.
—¿Sí?
—Policía —anuncié, al tiempo que le mostraba mi placa—. ¿Nos permite entrar para hacerle unas preguntas?
Contempló mi placa como si mi foto no estuviera a la altura de sus expectativas.
—Hace un rato he salido y les he preguntado a los gardas qué sucedía. Me han dicho que me metiera en casa. Tengo derecho a estar en mi propia calle, y los suyos no pueden prohibírmelo.
Esto iba a ser pan comido.
—Lo comprendo —le dije—. Si desea abandonar su casa en algún momento, no se lo impedirán.
—Será mejor que no. No tenía intención de hacerlo, de todos modos. Lo único que quería era saber qué ocurría.
—Se ha cometido un crimen. Nos gustaría intercambiar unas palabras con usted.
Sus ojos se movieron por encima de mi hombro y el de Richie para concentrarse en la acción. La curiosidad puede a la cautela, suele hacerlo. Finalmente, se apartó de la puerta.
La casa había comenzado siendo exactamente igual que la de los Spain, pero no había continuado del mismo modo. El vestíbulo parecía más estrecho debido a los montones de trastos que había por el suelo (a Richie se le enganchó el tobillo en la rueda de un cochecito de niño y soltó un improperio poco profesional), y en el salón, decorado con un abigarrado papel pintado, hacía demasiado calor, reinaba el desorden y olía a sopa y a ropa húmeda. Un crío regordete de unos diez años estaba encorvado en el suelo, con la boca abierta, jugando a algún juego de PlayStation sin duda recomendado para mayores de dieciocho años.
—No ha ido a la escuela porque está enfermo —nos informó la mujer, cruzando los brazos en actitud defensiva.
—Mejor para nosotros —respondí a la vez que saludaba con la cabeza al chaval, que hizo como si no nos viera y continuó pulsando botones—. Quizá nos sea de ayuda. Soy el detective Kennedy y este es el detective Curran. ¿Y usted es...?
—Sinéad Gogan. La señora Sinéad Gogan. Jayden, apaga ese trasto.
Por su acento, supuse que era originaria de alguna barriada periférica de Dublín.
—Señora Gogan —dije al tiempo que tomaba asiento en el sofá floreado y sacaba mi cuaderno de notas—, ¿conoce usted bien a sus vecinos?
Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la casa de los Spain.
—¿A ellos? —preguntó—. Los Spain, sí.
Richie me había seguido hasta el sofá. Los ojos pequeños y afilados de Sinéad Gogan se movieron en nuestra dirección, pero, transcurrido un instante, se encogió de hombros y se apoltronó en un sillón.
—Nos saludábamos, pero no éramos amigos.
—Dijiste que era una bruja esnob —intervino Jayden, sin perder cuerda matando zombis.
Su madre le lanzó una mirada que él no vio.
—Tú cierra el pico.
—¿O?
—O te vas a enterar.
—¿Es una bruja esnob? —inquirí yo.
—Yo nunca he dicho eso. Antes he visto una ambulancia ahí fuera. ¿Qué ha pasado?
—Se ha cometido un crimen. ¿Qué puede contarnos acerca de los Spain?
—¿Han disparado a alguien? —quiso saber Jayden.
El crío era multitarea.
—No. ¿Qué tenían de esnob los Spain?
Sinéad se encogió de hombros.
—Nada. Son geniales.
Richie se rascó una aleta de la nariz con el bolígrafo.
—¿En serio? —preguntó tímidamente—. Porque... no sé, yo no tengo ni idea, no los conocía, pero su casa me ha parecido un poco remilgada. Se nota cuando alguien se las da de rico.
—Pues deberían haberlos visto antes. Con aquel todoterreno aparcado fuera y él lavándolo y encerándolo cada fin de semana, el muy presumido... Pero déjenme que les diga que les duró bien poco.
Sinéad seguía desplomada en el sillón, con los brazos cruzados y sus gruesas piernas separadas, pero la satisfacción vencía por momentos la altanería de su voz. Normalmente no habría dejado que un novato realizara el interrogatorio en su primer día, pero Richie había tomado la senda correcta y su enfoque nos estaba llevando mucho más lejos de lo que nos conduciría el mío, así que lo dejé en sus manos.
—Así que ahora ya no tienen mucho de lo que presumir —convino él.
—Pero eso no les frena. Aún siguen creyéndose superiores. Jayden le dijo algo a la cría...
—La llamé zorra estúpida —aclaró Jayden.
—... y la mujer vino a vernos muy preocupada, diciéndome que los niños no se llevaban bien y que había que encontrar un modo de que se entendieran. Me pareció tan falsa, ¿saben a qué me refiero? Se hacía la dulce. Le dije que los críos son críos y que ya se encargarían ellos de resolver sus asuntos. No le gustó; de modo que ahora no deja que su princesita se nos acerque. Como si no fuéramos lo bastante buenos para ellos. Lo que tiene son celos.
—¿De qué? —quise saber yo.
Sinéad me miró con cara avinagrada.
—De nosotros. De mí.
A mí no se me ocurría ni una sola razón por la que Jenny Spain pudiera sentir celos de aquella gente, pero, al parecer, eso era lo de menos. Probablemente nuestra Sinéad pensara que no la habían invitado a la despedida de soltera de Beyoncé porque Beyoncé estaba celosa.
—Ah —respondí—. ¿Cuándo sucedió eso exactamente?
—En primavera. En el mes de abril, más o menos. ¿Por qué? ¿Ha dicho ella que Jayden les haya hecho algo? Porque él nunca...
Estaba a punto de saltar de la silla, en actitud hostil y amenazadora.
—No, no, no —dije para apaciguarla—. ¿Cuándo fue la última vez que vio a los Spain?
Transcurrido un momento decidió creerme y volvió a repantigarse en el sillón.
—No hemos vuelto a hablar. Desde entonces los veo de vez en cuando, pero no tengo nada que decirles, no después de aquello. La vi entrar en la casa con los críos ayer por la tarde.
—¿A qué hora?
—Hacia las cinco menos cuarto, más o menos. Diría que había ido a recoger al pequeño a la escuela y había estado de compras. Llevaba un par de bolsas. Se creía una gran señora. Al crío le dio un berrinche porque quería patatas fritas. Esos niños son unos consentidos.
—¿Estaban usted y su marido en casa anoche? —pregunté.
—Sí. ¿Dónde íbamos a estar si no? Aquí no hay nada. El bar más cercano está en el pueblo, a veinte kilómetros.
Los locales de Whelan’s y Lynch’s probablemente se hallaran bajo hormigón y andamios en aquellos momentos, arrasados para dejar paso a versiones más nuevas y resplandecientes que aún no se habían materializado. Por un instante recordé el aroma de la comida de los domingos en Whelan’s: pollo frito y patatas fritas congeladas, olor a cigarrillo y sidra.
—Y además, ¿para qué? Después de recorrer un camino tan largo, resulta que luego no puedes beber porque has de coger el coche para regresar a casa, y los autobuses no llegan hasta aquí.
—¿Oyeron algo fuera de lo normal?
Otra mirada, esta más agresiva, como si la estuviera acusando de algo y estuviera sopesando la posibilidad de romperme una botella en la cabeza.
—¿Qué habríamos tenido que oír?
Jayden soltó de repente una risita.
—¿Tú escuchaste algo, Jayden?
—¿Como qué? ¿Como gritos? —preguntó Jayden, quien incluso se había vuelto para mirarnos.
—¿Oíste gritos?
—¡Qué va! —respondió con una mueca de fastidio.
Tarde o temprano, otro detective tropezaría con Jayden en un contexto muy distinto.
—Entonces ¿qué escuchaste? Cualquier cosa podría sernos de ayuda.
Sinéad seguía con aquella mirada en el rostro, una mezcla de antipatía y recelo.
—No oímos nada. Teníamos la tele encendida —aclaró.
—Sí —añadió Jayden—. Nada.
Algo en la pantalla hizo explosión.
—¡Mierda! —exclamó antes de volver a enfrascarse en la partida.
—¿Y qué hay de su esposo, señora Gogan? —inquirí.
—Tampoco oyó nada.
—¿Podríamos confirmarlo con él?
—Ha salido.
—¿A qué hora regresará?
—Cuando le dé la gana —respondió con un encogimiento de hombros.
—¿Puede decirnos si ha visto entrar o salir a alguien de la casa de los Spain recientemente? —le pregunté.
Sinéad frunció los labios.
—Yo no me dedico a espiar a los vecinos —espetó, lo cual significaba que era justo lo que hacía, como si me cupiera alguna duda de ello.
—Estoy seguro de que no —repliqué—. Pero esto no tiene nada que ver con espiar. Usted no es ciega ni sorda; no puede evitar ver si alguien entra o sale, u oír sus coches. ¿Cuántas de las casas de esta calle están habitadas?
—Cuatro. Nosotros y ellos, y dos en el otro extremo. ¿Por?
—Porque si ve a alguien por aquí, no puede más que deducir que ha venido a ver a los Spain. Así que, dígame, ¿han tenido visita últimamente?
Puso los ojos en blanco.
—Si la han tenido, yo no he visto nada. ¿De acuerdo?
—Así que no son tan populares como se creen —intervino Richie con una sonrisita de complicidad.
Sinéad le sonrió.
—Exacto.
Richie se inclinó hacia delante y, en tono confidencial, le dijo:
—¿Hay alguien que se moleste en venir a verlos?
—Ahora ya no. Cuando se mudaron aquí, solían tener invitados todos los domingos: gente como ellos, conducían grandes todoterrenos e iban por ahí pavoneándose con sus botellas de vino. Se ve que las latas de cerveza no son lo bastante buenas para ellos. Solían dar barbacoas. Para presumir.
—¿Y ahora ya no?
La sonrisa se amplió.
—No, desde que él se quedó sin trabajo ya no. Celebraron el cumpleaños de uno de los críos, en primavera, pero fue la última vez que vi a alguien por aquí. Aunque, como ya he dicho, yo no ando husmeando. Pero a veces es imposible no mirar, ¿no es cierto?
—Desde luego. Díganos algo, ¿han tenido problemas de ratones, ratas o algo por el estilo?
Aquello captó la atención de Jayden. Incluso accionó el botón de pausa.
—¡Madre mía! ¿Se los han comido las ratas?
—No —contesté yo.
—¡Ahhh! —exclamó decepcionado, aunque continuó mirándonos.
Aquel crío me ponía nervioso. Tenía los ojos planos y de un color indefinido, como un calamar.
—Nunca ha habido ratas —aclaró su madre—. Aunque, por cómo está el alcantarillado de esta zona, no me sorprendería. Al menos, aún no.
—No hay mucho que hacer ahí fuera, ¿no es cierto? —comentó Richie.
—Es un basurero —dijo Jayden.
—¿Sí? ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—¿Han echado un vistazo? —preguntó Sinéad.
—A mí me parece que está bien —comentó Richie sorprendido—. Casas bonitas, espacios amplios... Y ustedes han conseguido crear un hogar acogedor.
—Sí, eso es lo que creíamos nosotros. Sobre plano parecía genial. Espere...
Se levantó con esfuerzo del sillón, gruñendo, y se inclinó hacia delante (hubiera podido vivir sin tener que ver esa imagen) para escarbar con sus zarpas entre el revoltijo que había sobre una mesita rinconera: revistas del corazón, azúcar esparcido, un monitor de bebés y medio rollito de salchicha en un plato grasiento.
—Tenga —dijo, entregándole un folleto a Richie—. Esto es lo que pensábamos que estábamos comprando.
En la portada del folleto se leían las palabras OCEAN VIEW en la misma tipografía con florituras del cartel colgado en la entrada de la urbanización; bajo el título, la foto de una risueña pareja que abrazaba a sus dos hijos de catálogo frente a una casa blanca como la nieve y un mar azul como el Mediterráneo. En las páginas interiores se detallaban los distintos tipos de residencia: viviendas de cuatro dormitorios, de cinco, independientes, dúplex, lo que se te antojara, todas ellas tan prístinas que casi resplandecían y tan bien retocadas con Photoshop que apenas podía apreciarse que solo eran maquetas a escala. Todas las casas tenían un nombre: «Diamante» era una vivienda independiente de cinco dormitorios con garaje; «Topacio», un dúplex de dos dormitorios, y «Esmeralda», «Perla» y el resto, algo intermedio. Diría que nos encontrábamos en una «Zafiro». Más letras con florituras alababan las beldades de la playa, la guardería, el polideportivo, el supermercado y el parque infantil, en «un paraíso independiente con instalaciones de lujo junto a la puerta de su casa».
Debería haber parecido una perspectiva sumamente atractiva: como ya he dicho antes, mucha gente se manifiesta en contra de la construcción de nuevas urbanizaciones, y no me parece mal su postura, pero a mí me encantan; lo encuentro algo positivo, una gran apuesta de futuro. No obstante, quizá porque ya había visto lo que había fuera, aquel folleto se me antojó, citando las palabras de Richie, «espeluznante».
Sinéad señaló el folleto con uno de sus regordetes dedos.
—Esto es lo que nos prometieron. Todo esto. Hasta lo pone en el contrato.
—¿Y no es lo que han obtenido? —preguntó Richie.
Sinéad soltó una carcajada.
—¿A usted qué le parece?
Richie se encogió de hombros.
—Aún no está acabado. Quizá sea genial cuando lo terminen.
—¡Pero es que los muy capullos no piensan terminarlo! Con la crisis y todo eso, la gente ha dejado de comprar. De manera que los promotores han dejado de construir. Una mañana de hace algunos meses, salimos a la calle y vimos que se habían largado. Se lo habían llevado todo, incluso las excavadoras. Y no han vuelto.
—Joder —lamentó Richie, sacudiendo la cabeza.
—Eso digo yo. Tenemos el aseo de la planta baja hecho un desastre, pero el albañil que lo instaló no quiere venir a arreglarlo porque no le pagaron. Todo el mundo nos dice que deberíamos denunciarlos a los tribunales y obtener una compensación, pero ¿a quién vamos a denunciar?
—¿A la constructora? —sugerí.
Me volvió a mirar con aquella cara de pez, como si estuviera sopesando propinarme un puñetazo por ser idiota.
—Sí, claro, eso ya lo pensamos. Pero no los encontramos. Empezaron por colgarnos el teléfono, y han acabado por cambiar de número. Cuando acudimos a la policía, nos despacharon con la excusa de que nuestro aseo no era un asunto policial.
Richie levantó el folleto para volver a captar la atención de Sinéad.
—¿Y qué hay de la guardería y todo lo demás?
—Ah, eso —dijo Sinéad, y torció la boca en un gesto de asco. Así parecía incluso más fea—. El folleto será el único sitio en el que la veamos. Nos quejamos un millón de veces por lo de la guardería... Ese fue uno de los motivos por los que compramos la casa y luego, nada de nada. Al final, la inauguraron. Pero la cerraron al cabo de un mes porque solo asistían cinco niños. Y lo que se suponía que debía ser el parque infantil parece Bagdad: los críos arriesgan su vida cada vez que juegan en ese sitio. El polideportivo ni siquiera llegó a construirse. De eso también nos quejamos. Pero se limitaron a poner una bicicleta estática en una de las casas vacías y nos dijeron que nos diéramos con un canto en los dientes. Y luego robaron la bici.
—¿Y qué hay del supermercado?
Una risotada irónica.
—Sí, también. Para comprar leche tengo que ir hasta la gasolinera que hay en la autopista, a ocho kilómetros. Y ni siquiera nos han puesto farolas. Me da miedo salir sola a la calle cuando anochece, podría haber violadores o delincuentes... Hay un montón de extranjeros metidos en las casas en Ocean View Close. Y, si algo me ocurriera, ¿vendrían ustedes? Mi marido los telefoneó hace unos meses porque había una panda de maleantes dando una fiesta en una de las casas al otro lado de la calle. Pero ustedes no se presentaron hasta la mañana siguiente. Por la policía, como si nos matan.
En otras palabras, obtener algo de Sinéad siempre iba a ser así de divertido.
—¿Sabe si los Spain tenían los mismos problemas con la constructora, con los que montaban fiestas al otro lado de la calle, con cualquiera?
Encogimiento de hombros.
—No lo sé. Tal como ya le he dicho, no éramos amigos, ¿sabe a qué me refiero? Pero ¿qué les ha pasado? ¿Están muertos o qué?
Los de la morgue iban a sacar los cadáveres en breve.
—Quizá Jayden debería esperar en otra habitación.
Sinéad lo miró.
—No serviría de nada. Escucharía detrás de la puerta.
Jayden asintió.
—Ha habido un ataque con violencia. No estamos autorizados a darle detalles, pero el delito en cuestión es un asesinato.
—¡Madre mía! —exclamó Sinéad echándose hacia delante.
Se quedó con la boca abierta, húmeda y ávida.
—¿A quién han matado?
—No podemos facilitarle esa información.
—La ha matado él, ¿verdad?
Jayden se había olvidado del juego. En la pantalla había un zombi congelado a media caída, con trozos de su cabeza salpicados por todas partes.
—¿Tiene algún motivo para creer que él querría matarla? —pregunté.
Un parpadeo precavido. Se desplomó en el sillón y cruzó los brazos de nuevo.
—Solo preguntaba.
—Si lo tiene, señora Gogan, es su deber decírnoslo.
—Ni lo sé ni me importa.
¡Y un carajo! Pero ya conozco la tozudez de los tontos: cuanto más los fuerzas, más tercos se vuelven.
—De acuerdo —le dije—. En estos últimos meses, ¿ha visto a alguien en la urbanización a quien no reconozca?
Jayden soltó una risilla aguda y afilada.
—La verdad es que casi nunca vemos a nadie —contestó Sinéad—. Y, de todos modos, ni siquiera reconocería a los vecinos. Aquí no somos amigos. Yo tengo mi propio grupo de amigos. No necesito mezclarme con los vecinos.
Traducido: los vecinos no se relacionarían con los Gogan ni por todo el oro del mundo. Aunque lo más probable era que todos los vecinos tuvieran celos de ellos.
—Entonces ¿ha visto a alguien que pareciera fuera de lugar? ¿Alguien que le haya inquietado por el motivo que sea?
—Solo a los extranjeros de Ocean View Close. En esa parte viven docenas de ellos, y apostaría a que muchos son inmigrantes ilegales. Pero seguramente ustedes no vayan a comprobarlo, ¿verdad?
—Lo comunicaremos al departamento pertinente. ¿Ha llamado alguien a su puerta? ¿Alegando que venía a comprobar las cañerías o la instalación eléctrica?¿Algún vendedor, quizá?
—¡Vamos! ¡Como si a alguien le importara nuestra instalación eléctrica! ¡Lo que hay que oír! —Sinéad se tensó de repente—. ¡No irá a contarme que un psicópata se coló en esa casa! Como en ese programa de la tele... ¿Un asesino en serie?
Pareció cobrar vida de súbito. El miedo había desterrado la perplejidad de su rostro.
—No puedo facilitarle los detalles de...
—Porque de ser así, será mejor que me lo digan ahora mismo. No pienso quedarme aquí esperando a que un tarado entre y nos torture mientras ustedes se quedan ahí mirándolo sin hacer absolutamente nada...
Era la primera emoción real que nos mostraba. Los fantasmas azulados de los niños de la puerta de al lado no eran más que pasto de cotilleo, tan poco reales como un programa de televisión, hasta que el peligro se materializaba.
—Señora, le prometo que no nos quedaremos plantados mirando.
—¡No sea insolente! Voy a llamar a la radio, se lo advierto, telefonearé al programa de Joe Duffy...*
Y nos pasaríamos el resto de la investigación abriéndonos camino en mitad del ciclón de los medios de comunicación y los comentarios histéricos sobre cómo la policía no se preocupa del ciudadano de a pie. Ya he pasado por eso. Es como si alguien utilizara una máquina de pelotas de tenis para dispararte cachorros de dogo hambrientos. Antes de que se me ocurriera nada tranquilizador, Richie se inclinó hacia delante y le dijo con seriedad:
—Señora Gogan, tiene usted todo el derecho del mundo a estar preocupada. Al fin y al cabo, es usted madre.
—Exacto. Tengo que velar por mis hijos. No voy a...
—¿Era un pedófilo? —quiso saber Jayden—. ¿Qué les ha hecho?
Empezaba a entender por qué Sinéad no le hacía ningún caso.
—Usted sabe que hay muchos datos que no podemos revelarle —continuó Richie—, pero no puedo dejar que una madre se preocupe, así que voy a confiar en que no se lo contará a nadie. ¿Puedo hacerlo?
Estuve a punto de atajar la conversación en ese mismo momento, pero Richie había manejado aquel interrogatorio tan bien hasta entonces que lo dejé proseguir. Además, Sinéad empezaba a sosegarse; la avidez de su mirada volvía a ocultarse bajo el miedo.
—Claro. De acuerdo.
—Se lo diré en pocas palabras —prosiguió Richie, y se inclinó hacia delante—: No tiene nada de que preocuparse. Si hay alguien peligroso ahí fuera, y fíjese en que digo «si», estamos haciendo lo que hay que hacer para ocuparnos de él.
Hizo una pausa para causar mayor efecto y movió las cejas en un gesto de complicidad.
—¿Ha quedado claro, verdad?
Silencio de confusión.
—Sí —contestó finalmente Sinéad—. Desde luego.
—Así me gusta. Y ahora recuerde: ni una palabra.
—No lo haré —replicó ella con remilgo.
Evidentemente, iba a contarles a todos sus conocidos que sabía algo, pero en realidad no había nada que contar: tendría que poner cara de suficiencia y dar pistas vagas sobre una información secreta que no podía revelar. El truco de Richie estuvo bien. Acababa de ascender un peldaño en mi lista.
—Y ya no estará preocupada, ¿verdad? Ahora que ya lo sabe...
—No, claro. Estoy perfectamente.
El intercomunicador de bebés emitió un chillido furioso.
—¡Joder! —exclamó Jayden, al tiempo que reanudaba la partida y subía el volumen de los zombis.
—El pequeño se ha despertado —dijo Sinéad, sin moverse—. Tengo que ir a atenderlo.
—¿Hay algo más que pueda decirnos sobre los Spain? —intervine—. Lo que sea...
Nuevo encogimiento de hombros. No cambió la cara de pez, pero algo resplandeció en sus ojos. Estaba seguro de que volveríamos a ver a los Gogan.
Mientras caminábamos por el sendero de acceso a la casa, le dije a Richie:
—¿Quieres que hablemos de algo espeluznante? Pues basta con mirar a ese crío.
—Sí —dijo Richie.
Se tocó la oreja y miró la casa de los Gogan por encima de su hombro.
—Ese crío nos oculta algo.
—¿Él? La madre, seguro. ¿Pero el niño?
—Segurísimo.
—De acuerdo. Cuando les hagamos otra visita, es todo tuyo.
—¿En serio?
—Has estado genial ahí dentro. Piensa en cómo lo abordarás. —Me guardé el cuaderno de notas en el bolsillo y añadí—: Entretanto, ¿a quién más quieres interrogar acerca de los Spain?
Richie se volvió para mirarme a la cara.
—¿Quieres que te confiese algo? —me preguntó—. No tengo ni la menor idea. Normalmente apostaría por hablar con la familia, con los vecinos, con los amigos de las víctimas, con sus colegas del trabajo, con los amigos del bar al que él suele ir y con las últimas personas que los vieron con vida. Pero los dos estaban en el paro. Él no frecuenta ningún bar, sencillamente porque no hay ninguno cerca. Nadie viene a visitarlos, ni siquiera su familia, porque esto está en el quinto pino. Podrían haber transcurrido semanas desde que alguien los vio por última vez, salvo, quizá, en la puerta de la escuela. Y eso de ahí son los vecinos.
Señaló con la cabeza hacia atrás. Jayden tenía la nariz pegada a la ventana del salón, el mando en una mano y la boca aún abierta. Me vio mirándonos, pero ni siquiera pestañeó.
—Pobres diablos —dijo Richie en voz baja—. No son nadie.