Читать книгу No hay lugar seguro - Тана Френч - Страница 7

3

Оглавление

Les contaré un secretito nada romántico: la mitad del trabajo de un detective de homicidios consiste en desplegar sus habilidades directivas. Los aprendices imaginan al lobo solitario adentrándose en la selva guiado por un oscuro presentimiento, pero, en la práctica, quienes no saben relacionarse con los demás acaban en las filas de la Policía Secreta. Incluso en una investigación pequeña, y esta no iba a serlo, intervienen refuerzos, oficiales de enlace con los medios de comunicación, Policía Científica, el forense y ciento y la madre, y es preciso asegurarse de que todos ellos están en todo momento ayudándote a avanzar con la mayor celeridad posible, de que nadie está entorpeciendo el camino de nadie y de que todos colaboran en un gran plan general, porque, en última instancia, la responsabilidad es tuya. El silencio inmóvil que reinaba dentro del ámbar había concluido: en el mismísimo instante en que pusimos un pie fuera de la casa, incluso antes de que dejáramos de caminar con paso tranquilo, tuve que empezar a discutir con la gente.

Cooper, el forense, estaba al otro lado de la verja, tamborileando con los dedos en el expediente y con cara de pocos amigos. De hecho, es la cara que echa siempre: en un buen día, Cooper es un cabronazo negativo y, cuando yo ando involucrado, nunca es un buen día para él. No le he hecho nada, pero, por algún motivo que desconozco, no le gusto; y cuando no le gustas a un capullo arrogante como Cooper, te lo hace saber. Una errata en un formulario de solicitud y me lo devuelve para que lo redacte de nuevo. Por no mentar que jamás podré meterle prisas con nada: mis casos aguardan su turno, sean urgentes o no.

—Detective Kennedy —me saludó, resoplando como si yo apestara—. ¿Le importa decirme si tengo pinta de ser alguien a quien le guste esperar?

—En absoluto, doctor Cooper. Le presento al detective Curran, mi compañero.

Cooper ignoró a Richie.

—Me alegra saberlo. En ese caso, ¿por qué estoy esperando?

Seguramente se había pasado todo aquel tiempo maquinando tan ingenioso comentario.

—Discúlpeme —dije—. Debe de haberse producido algún malentendido. Obviamente, yo jamás le haría desperdiciar su valioso tiempo. Adelante, la escena del crimen es toda suya.

Cooper me lanzó una mirada fulminante con la que dejó claro que no me creía.

—Lo único que espero —añadió— es que no hayan contaminado demasiado la escena —y pasó junto a mí como un rayo en dirección a la casa, mientras se ajustaba los guantes.

Por el momento, no había ni rastro de los refuerzos. Uno de los agentes uniformados continuaba rondando el coche patrulla y ocupándose de la hermana. El otro estaba en la parte alta de la calle, hablando con un puñado de gente entre dos furgonetas blancas: los tipos de la Policía Científica y la morgue.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté a Richie.

En cuanto salimos de la casa había empezado a inquietarse de nuevo: volvía la cabeza de uno a otro lado para inspeccionar la calle, el cielo o el resto de las casas y no dejaba de repicarse con dos dedos en el muslo.

Mi pregunta lo frenó en seco.

—¿Dejamos que la Policía Científica entre en la casa?

—Desde luego, pero ¿qué tienes previsto hacer tú mientras ellos trabajan? Si nos quedamos por aquí preguntándoles una y otra vez si han encontrado algo, lo único que conseguiremos será hacerles perder el tiempo a ellos y perderlo también nosotros.

Richie asintió.

—Si de mí dependiera, hablaría con la hermana.

—¿No quieres comprobar antes si Jenny Spain puede explicarnos algo?

—He dado por supuesto que transcurrirá un tiempo antes de que pueda hablar con nosotros. Siempre que...

—Siempre que sobreviva. Probablemente tengas razón, pero no podemos darlo por descontado. Debemos anticiparnos.

Yo ya tenía el teléfono en la mano y estaba marcando. A juzgar por la pésima cobertura, cualquiera habría jurado que estábamos en Mongolia Exterior (tuvimos que dirigirnos hasta el final de la calle, más allá de las casas, para recibir señal) y fueron necesarias un puñado de complicadas llamadas de ida y vuelta antes de que pudiera hablar con el médico que había firmado el ingreso de Jennifer Spain y convencerlo de que no era ningún periodista. Sonaba joven y muy cansado.

—Sigue con vida, pero no puedo prometerle nada. Ahora mismo está en quirófano. Si logra sobrevivir, podremos hacernos una mejor idea de la situación.

Activé el altavoz para que Richie escuchara la conversación.

—¿Puede facilitarme una descripción de sus heridas?

—Solo la he examinado brevemente. No estoy seguro...

La brisa marina se llevó el rastro de su voz; Richie y yo tuvimos que inclinarnos sobre el teléfono para poder escucharlo.

—En realidad, me interesaría disponer de un informe preliminar. Nuestro propio médico la examinará más tarde, de un modo u otro. Por ahora, lo único que necesito es poder hacerme una idea general de si le dispararon, la estrangularon, la asfixiaron... Dígamelo usted.

Un suspiro.

—Entienda que el diagnóstico es provisional. Podría equivocarme.

—Entendido.

—Bien. Básicamente, ha tenido suerte de llegar hasta aquí. Presenta cuatro lesiones abdominales que, en mi opinión, podrían haber sido ocasionadas por un cuchillo, pero será su médico quien lo determine. Dos de ellas son profundas, pero no parece que hayan alcanzado los órganos ni las arterias principales, pues, de lo contrario, se habría desangrado antes de llegar al hospital. Presenta otra herida en la mejilla derecha; también parece una cuchillada, y le atraviesa la boca. Si consigue salir de esta, necesitará someterse a diversas operaciones de cirugía plástica. Además, tiene un traumatismo contuso en la nuca. Las radiografías mostraban una fractura craneal y un hematoma subdural, pero, a juzgar por sus reflejos, existe una firme posibilidad de que haya salido de esta sin lesiones cerebrales. Como digo, ha sido muy afortunada.

Probablemente, aquella sería la última vez en que alguien utilizaría ese adjetivo para describir la situación de Jennifer Spain.

—¿Algo más?

Lo escuché remover algo, un café tal vez, y ahogar un bostezo.

—Lo siento. Podría haber lesiones menores, pero no me he preocupado de buscarlas. Mi prioridad era que entrara en quirófano lo antes posible, ya que la sangre podría haber camuflado algunos cortes y contusiones. Sin embargo, no se aprecian otras heridas relevantes.

—¿Algún indicio de agresión sexual?

—Tal como ya le he dicho, comprobarlo no era de máxima prioridad. Sí le diré, no obstante, que no he visto nada que pudiera apuntar en esa dirección.

—¿Cómo iba vestida?

Se produjo un instante de silencio, mientras se preguntaba si me había entendido mal o si yo era algún tipo de pervertido.

—Un pijama amarillo. Nada más.

—Debería haber un agente en el hospital. Me gustaría que metiera el pijama en una bolsa de papel y se lo entregara. Anote todas las personas que hayan podido tocarlo, si puede.

Ya tenía dos evidencias más que me indicaban que Jennifer Spain era una víctima. Las mujeres no se desfiguran la cara y bajo ningún concepto salen a la calle en pijama. Se ponen su mejor vestido, se toman su tiempo para maquillarse y seleccionan el método que consideran (la mayoría de las veces erróneamente) que les aportará un aspecto tranquilo y bello, borrando el dolor de su rostro y dejando nada más que una paz fría y pálida. En algún rincón de sus mentes en pleno desmoronamiento, piensan que no les gustaría que las encontraran con un aspecto peor de como son. La mayoría de los suicidas no creen que la muerte sea el final del camino. Quizá ninguno de nosotros lo haga.

—Ya le hemos entregado el pijama. Le confeccionaré la lista tan pronto como pueda.

—¿Ha recuperado la conciencia en algún momento?

—No. Tal como ya le he dicho, la posibilidad de que lo haga es mínima. Pero lo sabremos mejor después de la intervención.

—Si la recupera, ¿cree que podríamos hablar con ella?

Un suspiro.

—Sé lo mismo que usted. En las lesiones craneales, no hay nada predecible.

—Gracias, doctor. ¿Podría ponerse en contacto conmigo si se produce algún cambio?

—Haré lo que esté en mi mano. Y ahora, si me disculpa, tengo que...

Y acto seguido colgó. Le hice una llama rápida a Bernadette, la administrativa de la brigada, para hacerle saber que necesitaba que alguien empezara a revisar las cuentas bancarias y los registros telefónicos de los Spain a la mayor brevedad posible. Acababa de colgar cuando el teléfono vibró: tres nuevos mensajes de voz, de llamadas que me habían pillado fuera de cobertura. O’Kelly me hacía saber que me había asignado un par más de refuerzos, un contacto periodista me suplicaba una primicia que esta vez no iba a conseguir. Y Geri. La voz se oía entrecortada: «... no puedo, Mick... vomitando cada cinco minutos... no puedo salir de casa, ni siquiera para... ¿Va todo bien? Llámame cuando...».

—¡Joder! —exclamé sin poder contenerme.

Dina trabaja en la ciudad, en una tienda de delicatessen. Intenté calcular cuántas horas tardaría en llegar a algún punto próximo a la ciudad y cuánto tiempo pasaría antes de que alguien encendiera una radio cerca de Dina.

Richie me hizo un gesto interrogativo con la cabeza.

—Nada —respondí.

No tenía sentido llamar a Dina (odia los teléfonos) y no había nadie más con quien contactar. Tomé aire e intenté desterrar aquel pensamiento de mi mente.

—Vamos. Ya hemos hecho esperar suficiente a los técnicos de la Policía Científica.

Richie asintió. Guardé el teléfono y me dirigí hacia la parte alta de la calle para hablar con los hombres de blanco.

El comisario me había hecho un favor: había conseguido que la Científica enviara a Larry Boyle con un fotógrafo, un reconstructor de escenas del crimen y un par de técnicos más. Boyle es un tipo raro con cara de bollo que transmite la impresión de tener en su casa una habitación llena de revistas inquietantes y perfectamente apiladas por orden alfabético, pero maneja las escenas del crimen de un modo impecable y además es nuestro mejor técnico en cuestión de salpicaduras de sangre. Y en este caso, yo iba a necesitar ambas cosas.

—Vaya, ya era hora... —me dijo.

Se había puesto ya el mono blanco con capucha y sostenía los guantes y los protectores para los zapatos en una mano, a punto para colocárselos.

—¿A quién tenemos aquí?

—Mi nuevo compañero, Richie Curran. Richie, este es Larry Boyle, de la Policía Científica. Sé amable con él. Es amigo nuestro.

—Deja de hacerme la pelota hasta que comprobemos si te soy de ayuda —me atajó Larry, haciéndome un gesto con la mano—. ¿De qué se trata?

—Un padre y dos hijos muertos. La madre está en el hospital. Los niños están en la planta de arriba y al parecer han muerto asfixiados; los adultos estaban en la planta baja, probablemente han sido apuñalados. Hay salpicaduras de sangre suficientes para mantenerte contento durante semanas.

—¡Caramba, genial!

—No digas que nunca hago nada por ti. Aparte de lo habitual, me interesa todo lo que podáis averiguar sobre el desarrollo de los acontecimientos: a quién atacaron primero, dónde, qué movimientos hicieron después, cómo intentaron defenderse. Por lo que hemos podido ver, no hay sangre en la planta de arriba, lo cual podría ser significativo. ¿Puedes comprobarlo, por favor?

—Ningún problema. ¿Alguna petición especial más?

—En esa casa pasaba algo raro, y me refiero a mucho antes de anoche —continué—. Hay un montón de agujeros en las paredes y no tenemos ninguna pista acerca de quién los hizo ni por qué. Si descubres algo, huellas, lo que sea, te estaríamos sumamente agradecidos. También hay un montón de intercomunicadores de bebés, al menos dos de audio y cinco de vídeo, cargándose sobre la mesilla de noche, pero podría haber más. Todavía no sabemos para qué los usaban y solo hemos logrado localizar tres de las cámaras: en el rellano de la planta de arriba, en la mesilla esquinera del salón y en el suelo de la cocina. Me gustaría contar con fotografías in situ de todos ellos. Y necesitamos encontrar las otras dos cámaras, o cuantas haya. Lo mismo para las pantallas: hay dos cargándose y dos en el suelo de la cocina, así que, como mínimo, nos falta una.

—¡Vaya, vaya! —comentó Larry entusiasmado—. Muy interesante. Gracias por existir, Scorcher. Una tarde más en mi apartamento y me habría muerto de aburrimiento.

—En realidad, pienso que podría tratarse de un caso de drogas. No es nada definitivo, pero me gustaría saber si hay o ha habido drogas en esa casa.

—No, por favor, drogas otra vez no. Limpiaremos todo lo que parezca prometedor, pero me encantaría que esta vez obtuviéramos un resultado negativo.

—Necesito sus teléfonos móviles y toda la documentación económica que encontréis. Y hay un ordenador en la cocina que convendría revisar. Además, te agradecería que inspeccionaras el desván a conciencia, ¿de acuerdo? No hemos subido, pero el misterio al que nos enfrentamos está vinculado de alguna manera con ese desván. Ya comprobarás a qué me refiero.

—Eso ya me gusta más —comentó Larry alegremente—. Me encantan esas pequeñas rarezas. ¿Podemos empezar?

—La que está en el coche patrulla es la hermana de la mujer herida —expliqué—. Ahora vamos a hablar con ella. ¿Os importa esperar un minuto más, hasta que la apartemos de la vista? No quiero que os vea entrar en la casa, por si enloquece.

—Causo ese efecto en las mujeres... Ningún problema; esperaremos aquí hasta que nos avises. Divertíos, muchachos.

Se despidió de nosotros agitando la mano en la que sostenía los protectores de los zapatos.

Mientras descendíamos de nuevo por la calle en dirección a la hermana, Richie comentó en tono grave:

—No estará tan contento cuando entre en la casa.

—Claro que sí, muchacho. Lo estará, y mucho.

No siento lástima por nadie a quien conozco por medio de mi trabajo. La compasión tiene su gracia, te permite vanagloriarte de lo maravilloso que eres y todas esas cosas, pero no hace ningún bien a las personas a quienes compadeces. En el preciso instante en que empiezas a ponerte sentimentaloide con la terrible situación que deben de estar atravesando, pierdes de vista el balón. Te vuelves débil. Y al momento siguiente descubres que no puedes levantarte de la cama por las mañanas porque eres incapaz de afrontar ir al trabajo, y a mí me cuesta entender en qué sentido eso puede hacerle ningún bien a nadie. Yo invierto mi tiempo y energía en obtener respuestas, no abrazos ni una taza de chocolate.

Pero si siento lástima por alguien, es por los familiares de las víctimas. Tal como le había explicado a Richie, el noventa y nueve por ciento de las víctimas no tienen nada de qué quejarse: han encontrado justo lo que andaban buscando. Las familias, aproximadamente en el mismo porcentaje de veces, jamás habían pedido tener que pasar por ese infierno. No me trago que mamá tenga la culpa de que el pequeño Jimmy trafique con heroína y sea tan tonto como para intentar timar a su proveedor. Quizá su madre no lo haya exactamente ayudado a aprovechar todo su potencial, pero yo también tuve problemas durante mi infancia y no he acabado con dos tiros en la nuca descerrajados por un capo de la droga cabreado. Pasé un par de años yendo al psicólogo para asegurarme de que esos problemas no me impidieran avanzar y, entretanto, me las apañé como pude, porque soy un hombre adulto y eso implica que soy yo quien lleva las riendas de mi vida. Si una mañana aparezco con la cara reventada por una bala, la culpa será toda mía. Y la metralla no debe alcanzar a mi familia bajo ningún concepto.

Cuando trato con los familiares de las víctimas me protejo tras una coraza, pues nada puede confundirte más que la compasión.

Cuando aquella mañana Fiona Rafferty salió de su casa, probablemente fuera una muchacha guapa (a mí me gustan más altas y mucho más arregladas, pero intuía que aquellos tejanos descoloridos ocultaban unas bonitas piernas y tenía una cabellera lustrosa, aunque no se hubiera tomado la molestia de alisársela ni teñírsela de algún color más vistoso que aquel vulgar marrón rata). Ahora, no obstante, estaba hecha un cuadro. Tenía la cara enrojecida, abotargada y cubierta de mocos y churretes de rímel. Los ojos se le habían hinchado de tanto llorar y se había estado enjugando las lágrimas en las mangas de su abrigo rojo de lana gruesa. Como mínimo, había dejado de gritar, al menos por el momento.

El agente uniformado también empezaba a estar un poco crispado.

—Necesitamos hablar con la señorita Rafferty, agente —anuncié—. ¿Por qué no regresa a la comisaría y solicita que nos envíen a alguien para que la acompañe al hospital cuando hayamos concluido?

Asintió con la cabeza y retrocedió. Pude oír su suspiro de alivio.

Richie se arrodilló junto al coche.

—¿Señorita Rafferty? —preguntó con amabilidad.

El muchacho tenía maña tratando a las personas. Quizá incluso se excediera: había apoyado una rodilla en un surco de fango e iba a pasarse el día con aspecto de haberse caído, pero no pareció darse cuenta.

Fiona Rafferty levantó la cabeza despacio, titubeante y con una mirada vacía.

—La acompaño en el sentimiento.

Al cabo de un momento, Fiona Rafferty bajó la barbilla en un leve gesto de asentimiento.

—¿Quiere que le traigamos algo? ¿Agua quizá?

—Tengo que telefonear a mi madre. ¿Cómo voy a...? Dios mío, los niños, no puedo decirle que...

—Un agente la acompañará al hospital —la informé—, le comunicará a su madre que puede reunirse allí con usted y la ayudará a explicárselo.

No me escuchó; su mente había vuelto a estremecerse con aquel pensamiento y se había perdido en algún otro derrotero.

—¿Cómo está Jenny? ¿Se pondrá bien?

—Esperamos que así sea. Se lo comunicaremos tan pronto sepamos algo.

—Los de la ambulancia no me han dejado que la acompañara. Necesito estar con ella, ¿qué pasa si...? Necesito estar...

—Ya lo sé —la reconfortó Richie—, pero los médicos cuidarán de ella. Está en buenas manos. Lo único que usted haría ahora sería entorpecer su trabajo, y dudo que sea eso lo que quiere.

Movió la cabeza de uno a otro lado: no.

—No. Además, de todos modos, primero debe ayudarnos a nosotros. Tenemos que hacerle algunas preguntas. ¿Cree que está preparada para responderlas?

Fiona Rafferty abrió la boca y tomó aire.

—¡No! ¿Preguntas? Ahora no puedo... No. Lo único que quiero es ir a casa. Quiero estar con mi madre. Oh, Dios, quiero...

Estaba a punto de desmoronarse de nuevo. Vi como Richie empezaba a retroceder y alzaba las manos con gesto tranquilizador.

Antes de que la dejara ir, me anticipé.

—Señorita Rafferty, si necesita marcharse a casa un rato y regresar luego para hablar con nosotros, no tenemos inconveniente. Depende de usted. Pero, por cada cinco minutos que perdamos, nuestras posibilidades de atrapar a la persona que ha hecho esto irán mermando. Las pruebas se destruyen, la memoria de los testigos se nubla y el asesino puede alejarse. Considero que debe usted saberlo antes de tomar una decisión.

La mirada de Fiona empezó a enfocarse.

—Si yo... ¿podrían perderlo? Si me pongo en contacto con ustedes más tarde, ¿podría haber escapado ya?

Aparté a Richie de su campo de visión agarrándolo con fuerza por el hombro y me incliné sobre la puerta del coche.

—Así es. Como le he explicado, usted decide, pero, personalmente, no quisiera vivir con ese cargo de conciencia.

Se le crispó el rostro y, por un instante, pensé que la habíamos perdido; sin embargo, se mordió con fuerza los carrillos y logró recomponerse.

—De acuerdo. Está bien. Puedo... Está bien. Yo solo... ¿Podrían darme dos minutos para que me fume un cigarrillo? Luego responderé a sus preguntas.

—Creo que ha tomado usted la decisión correcta. Tómese su tiempo, señorita Rafferty. La esperaremos aquí.

Salió del coche torpemente, como alguien que se pone en pie por primera vez tras una intervención quirúrgica, y avanzó tambaleándose por la calle, entre los esqueletos de las casas. No aparté la vista de ella. Encontró una pared a medio construir en la que sentarse y logró encenderse el cigarrillo.

Nos daba más o menos la espalda, y le hice a Larry un gesto de aprobación con los pulgares. Me saludó jovialmente con la mano y avanzó con pesadez hacia la casa mientras se ponía los guantes, seguido por el resto de los técnicos.

La cochambrosa chaqueta de Richie no estaba hecha para el clima de la campiña; el muchacho no dejaba de moverse arriba y abajo, con las manos remetidas bajo las axilas, esforzándose por disimular que se estaba helando.

—Estabas a punto de decirle que se marchara a casa, ¿no es cierto? —le pregunté en voz baja.

Volvió la cabeza hacia mí rápidamente, desconcertado y receloso.

—Sí. Pensé que...

—Pues no pienses. No sobre algo como esto. Soy yo quien decide si dejamos marchar a un testigo, no tú. ¿Entendido?

—Parecía estar a punto de desmoronarse.

—¿Y qué? Eso no es motivo para dejar que se vaya, detective Curran. Eso es un motivo para que intente recomponerse. Has estado a punto de desperdiciar la oportunidad de llevar a cabo un interrogatorio que no podemos permitirnos el lujo de perder.

—Precisamente intentaba no desperdiciarlo. Pensaba que sería mejor interrogarla dentro de unas horas en lugar de disgustarla tanto que no pudiera ponerse en contacto con nosotros hasta mañana.

—Pues no es así como funciona esto. Si necesitas que una testigo hable, te las ingenias para que lo haga. Fin de la historia. No la envías a su casita para que se tome una taza de té con galletas y le pides que regrese cuando le convenga.

—Pensaba que debía darle la opción de hacerlo. Acaba de perder...

—¿Me has visto acaso poniéndole las esposas? Le he ofrecido todas las opciones posibles. Lo único que tienes que hacer es asegurarte de que va a escoger la que a ti te conviene. Regla número tres, cuatro, cinco y media docena más: en este trabajo no te dejas llevar por la corriente; haces que la corriente vaya por donde tú quieres. ¿Ha quedado claro?

Tras una breve pausa, Richie respondió:

—Sí. Lo siento, detective. Señor.

Probablemente en aquel momento me odiara con todas sus fuerzas, pero puedo vivir con eso. Me importa un bledo que los novatos cuelguen fotos de mí en sus casas y se dediquen a tirarles dardos, siempre que, cuando el polvo se asiente, no hayan perjudicado el caso ni sus carreras.

—No volverá a suceder. ¿No es cierto?

—No. Quiero decir, sí, así es, no volverá a suceder.

—Bien. Entonces vayamos a hablar con ella.

Richie ocultó la barbilla en el cuello de su chaqueta y miró a Fiona Rafferty con ojos dubitativos. Estaba encorvada junto a la pared, con la cabeza casi en las rodillas y el cigarrillo colgando de una mano, olvidado. Desde aquella distancia parecía un desecho, un trapo granate arrugado y arrojado entre los escombros.

—¿Crees que lo soportará?

—No tengo la menor idea. Pero no es problema nuestro, siempre que la crisis nerviosa se desate en el momento oportuno. Adelante, vamos.

Crucé la calle sin volver la vista atrás para comprobar si Richie me seguía. Al cabo de unos instantes, oí tras de mí el crujido apresurado de sus zapatos en la grava.

Fiona parecía haber recuperado un poco la entereza: si bien aún seguía sacudiéndola algún escalofrío esporádico, las manos habían dejado de temblarle y se había limpiado las manchas de rímel de la cara, aunque lo hubiera hecho con la pechera de su camisa. La conduje hasta una de las casas a medio construir, a refugio del fuerte viento y lejos de la vista de lo que Larry y sus muchachos pudieran hacer, le encontré una agradable pila de bloques de cemento sobre los cuales sentarse y le ofrecí otro cigarrillo. Yo no fumo, nunca lo he hecho, pero siempre llevo una cajetilla en mi maletín. Los fumadores son como cualquier otro adicto: la mejor manera de ponerlos de tu parte consiste en emplear sus mismas armas. Me senté junto a ella en los bloques de cemento; Richie encontró un alféizar a la altura de mi hombro desde el que podía observar, aprender y tomar apuntes sin que se notara demasiado. No era la situación ideal para un interrogatorio, pero había tenido que lidiar con cosas peores.

—Bien —le dije mientras le encendía el cigarrillo—. ¿Necesita que le traigamos algo más? ¿Un jersey? ¿Un vaso de agua?

Fiona tenía la mirada clavada en el cigarrillo, el cual sacudía entre los dedos y se fumaba a caladas cortas y rápidas. Tenía todos los músculos del cuerpo en tensión; cuando el día acabara, iba a sentirse como si hubiera corrido un maratón.

—Estoy bien. ¿Podríamos acabar con esto de una vez? ¿Por favor?

—Desde luego, señorita Rafferty. Es comprensible. ¿Por qué no empieza por contarme cómo es Jennifer?

—Jenny. No le gusta que la llamen Jennifer; le suena cursi... Siempre la hemos llamado Jenny, desde que éramos pequeñas.

—¿Quién es la mayor?

—Ella. Yo tengo veintisiete años y ella veintinueve.

Le había supuesto a Fiona menos edad de la que tenía, en parte por su físico (era bajita, con la cara puntiaguda y rasgos pequeños e irregulares bajo el desastre que era hoy su rostro) y en parte también por su ropa, por ese desaliño estudiantil. Cuando yo era joven, las chicas solían vestir así incluso después de terminar los estudios universitarios, pero hoy en día se arreglan mucho más. A juzgar por la casa, habría apostado a que Jenny se esforzaba mucho más por tener un buen aspecto.

—¿A qué se dedica? —pregunté.

—Es relaciones públicas. Bueno, lo era hasta que nació Jack. Desde entonces, se ocupaba de la casa y de los niños.

—Bien jugado. ¿Echa de menos su trabajo?

Por respuesta, hizo un gesto que podría haber sido una negación con la cabeza, salvo por el hecho de que Fiona estaba tan rígida que más bien pareció un espasmo.

—No creo. Le gustaba su trabajo, pero no es una persona superambiciosa ni nada por el estilo. Sabía que, si tenían otro hijo, no podría reincorporarse; si contrataban a alguien para cuidar de los dos críos, no le habrían quedado más de veinte euros de sueldo a la semana. Aun así, decidieron ir en busca de Jack.

¿Tenía problemas en el trabajo? ¿Alguien en particular con quien no se llevara bien?

—No. A mí las otras mujeres de la empresa me parecían todas unas zorras, siempre incordiando con comentarios insidiosos si una de ellas no lucía su mejor bronceado artificial durante unos días... Cuando Jenny estaba embarazada, la llamaban Titanic, le decían que debería ponerse a dieta, por el amor de Dios... Pero Jenny no le daba demasiada importancia. Ella... A Jenny no le gusta imponerse, ¿sabe? Prefiere dejar que las cosas fluyan. Siempre piensa...

Un silbido entre los dientes, como si hubiera sentido una punzada de dolor.

—Siempre piensa que al final todo saldrá bien.

—¿Y qué hay de Patrick? ¿Se lleva bien con la gente?

Hay que mantenerlos siempre en constante alerta, saltar de un tema a otro, no darles tiempo para bajar la vista. Si caen, es posible que no vuelvan a ponerse en pie.

Me miró, con aquellos ojos azul grisáceo hinchados y abiertos como platos.

—Pat es... ¡Dios Santo! ¡No pensarán ustedes que él ha hecho esto! Pat nunca, nunca...

—Lo sé. Pero dígame...

—¿Y cómo demonios lo sabe usted?

—Señorita Rafferty —insistí, en un tono algo más duro—. ¿Quiere ayudarnos o no?

—Por supuesto que sí...

—Bien. Entonces concéntrese en las preguntas que le estamos formulando. Cuanto antes obtengamos nosotros algunas respuestas, antes las obtendrá también usted. ¿Entendido?

Fiona miró a su alrededor como enloquecida, como si la estancia fuera a desvanecerse en cualquier momento y ella fuera a despertar de una pesadilla. Aquel espacio era un despropósito de hormigón y mortero, con un par de vigas de madera apoyadas contra una pared que parecían sostener. Había una pila de barandales de roble sintético recubierto de una densa capa de mugre, tazas de espuma de poliestireno aplastadas en el suelo y una sudadera azul cubierta de barro en un rincón, como un yacimiento arqueológico estancado en el momento en que sus habitantes lo habían abandonado huyendo de una catástrofe natural o de una horda invasora. Aunque Fiona no veía aquel lugar, le iba a quedar grabado en la mente para el resto de su vida. Es uno de los pequeños extras que el asesinato arroja en la vida de los familiares: mucho después de que olvides el rostro de la víctima o las últimas palabras que te dijo, continúas recordando hasta el último detalle del limbo de pesadilla en el que esa cosa le dio un zarpazo a tu vida.

—Señorita Rafferty —dije—. No podemos perder tiempo.

—Sí. Estoy bien.

Aplastó la colilla contra los bloques de cemento y se la quedó mirando fijamente, como si acabara de materializarse en su mano desde la nada.

Richie se inclinó hacia delante, le tendió un vaso de plástico y se lo ofreció en voz baja.

—Aquí tiene.

Fiona asintió, arrojó la colilla al vaso y lo sostuvo, agarrándolo con ambas manos.

—¿Cómo es Patrick? —insistí.

—Es encantador.

Un destello desafiante en sus ojos enrojecidos. Bajo aquellas ruinas había una mujer testaruda.

—Lo conocemos desde siempre. Todos somos originarios de Monkstown y siempre hemos salido con la misma pandilla, desde que éramos niñas. Jenny y él llevan juntos desde los dieciséis años.

—¿Qué tipo de relación mantenían?

—Estaban locos el uno por el otro. El resto de la pandilla pensábamos que salir con alguien más de unas cuantas semanas suponía ya un gran logro, pero Pat y Jenny eran...

Fiona respiró hondo, echó la cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el hueco vacío de la escalera y las caprichosas vigas recortadas sobre el cielo gris.

—Ellos supieron desde el primer momento que habían encontrado al amor de su vida. Y eso hacía que parecieran mayores, más adultos. El resto de nosotros no éramos más que unos críos pasando el rato, solo jugábamos, ¿entiende? Pero Pat y Jenny iban en serio. Era amor verdadero.

El amor verdadero puede matar más que ninguna otra cosa que se me ocurra.

—¿Cuándo se comprometieron?

—A los diecinueve años. El Día de los Enamorados.

—Vaya, muy jóvenes para los tiempos que corren. ¿Qué pensaron sus padres?

—¡Estaban encantados! Adoran a Pat. Solo les pidieron que esperaran hasta terminar sus estudios universitarios y Pat y Jenny no tuvieron inconveniente en hacerlo. Se casaron a los veintidós años. Jenny dijo que no tenía sentido seguir posponiéndolo, puesto que no iban a cambiar de opinión.

—¿Y qué tal les fue el matrimonio?

—¡Genial! Pat trata tan bien a Jenny... Debería verlo: aún sigue iluminándosele la cara cuando descubre que ella quiere algo y no ve el momento de comprárselo. De adolescente, yo siempre soñaba con conocer a alguien que me quisiera como Pat quiere a Jenny. ¿Entiende?

Se tarda un tiempo en dejar de hablar en presente. Mi madre falleció hace mucho, durante mi adolescencia, pero de vez en cuando Dina aún habla de qué perfume lleva mamá o de cuál es su helado favorito. A Geri la enerva. Sin intentar sonar demasiado escéptico, le pregunté:

—¿No ha habido discusiones? ¿En trece años?

—Yo no he dicho eso. Todo el mundo se discute. Pero sus discusiones no tienen mayor trascendencia.

—¿Sobre qué discuten?

Fiona me miraba; una fina capa de recelo empezaba a solidificarse sobre todo lo demás.

—Sobre lo mismo que cualquier otra pareja. Cuando éramos más jóvenes, Pat se enfadaba si algún otro chico se interesaba por Jenny. También recuerdo que, cuando estaban ahorrando para comprar la casa, Pat quería ir de vacaciones y Jenny creía que no debían emplear el dinero en eso. Siempre acababan resolviendo sus diferencias. Como le he dicho, nada importante.

Dinero: la única cosa que mata a más personas que el amor.

—¿A qué se dedica Patrick?

—Trabaja en una empresa de recursos humanos... trabajaba. Nolan and Roberts, una agencia que selecciona personal para compañías de servicios financieros. Lo despidieron en febrero.

—¿Por algún motivo concreto?

A Fiona volvieron a tensársele los hombros.

—No fue por nada que hiciera. Despidieron a varios empleados, no solo a él. Tal y como están las cosas, las empresas de servicios financieros no necesitan contratar más personal, ¿no cree? La recesión...

—¿Tenía algún problema en el trabajo? ¿Algún resentimiento tras el despido?

—¡No! Intenta que parezca que... que Pat y Jenny tienen enemigos por todas partes y que se discuten todo el tiempo. Y no es verdad.

Se había apartado un poco más de mí y tenía el vaso aferrado entre las manos, formando un escudo con los brazos.

—Es el tipo de información que necesito —le expliqué con voz sosegada—. Yo no conozco a Pat ni a Jenny; solo intento hacerme una idea.

—Son encantadores. Caen bien a todo el mundo. Se adoran. Y quieren mucho a los niños. ¿De acuerdo? ¿Le sirve eso para hacerse una idea?

En realidad no me servía para un carajo, pero estaba claro que no iba a conseguir nada mejor.

—Desde luego —contesté—. Se lo agradezco mucho. ¿Sigue viviendo la familia de Patrick en Monkstown?

—Sus padres fallecieron. Su padre murió cuando éramos niños y su madre hace unos años. Tiene un hermano menor, Ian; vive en Chicago. ¿Por qué no llama a Ian y le pregunta cómo eran Pat y Jenny? Le explicará exactamente lo mismo que yo.

—Estoy seguro de que así será. ¿Guardaban Pat y Jenny objetos de valor en la casa? ¿Dinero en efectivo, joyas o algo por el estilo?

Los hombros de Fiona se destensaron un poco mientras pensaba la respuesta.

—El anillo de compromiso de Jenny, por el que Pat pagó un par de miles de euros, y un anillo de esmeraldas que nuestra abuela le dejó en herencia a Emma. Y Pat tiene un ordenador; es bastante nuevo, se lo compró con el dinero del finiquito y quizá aún valga algo... ¿Todo eso sigue aún en la casa o lo han robado?

—Lo comprobaremos. ¿Ningún objeto de valor más?

—No tienen objetos de valor. Compraron un todoterreno, pero tuvieron que devolverlo al no poder pagar las letras. Y supongo que también la ropa de Jenny; solía gastar mucho dinero en ropa hasta que Pat perdió su empleo. Pero ¿quién haría algo semejante por un puñado de ropa de segunda mano?

Hay personas que lo harían por mucho menos, pero no consideré oportuno comentarlo.

—¿Cuándo fue la última vez que los vio?

Tuvo que pensárselo.

—Quedé con Jenny en Dublín para tomar un café el pasado verano, hará unos tres o cuatro meses. Hacía mucho que no veía a Pat, desde abril, creo. No sé cómo ha podido pasar tanto tiempo...

—¿Y qué hay de los niños?

—Desde abril, igual que a Pat. Vine para celebrar el sexto cumpleaños de Emma.

—¿Notó algo fuera de lo normal?

—¿Como qué?

La cabeza levantada, la barbilla saliente en actitud defensiva.

—Cualquier cosa —le dije—. Algún invitado fuera de lugar, quizá. Una conversación extraña.

—No. No vi nada raro. Había un puñado de críos de la clase de Emma, y Jenny encargó instalar un castillo hinchable. Dios mío... Emma y Jack... Los dos... ¿está seguro de que los dos...? ¿No estará alguno de ellos solo herido, solo, solo...?

—Señorita Rafferty —la interrumpí con mi tono más amable, a la par que firme—, estoy seguro de que ninguno de los dos está solo herido. Le comunicaremos inmediatamente cualquier cambio que se produzca, pero por el momento necesito que siga aquí hablando conmigo. Cada segundo cuenta, ¿recuerda?

Fiona se llevó una mano a la boca y tragó saliva con fuerza.

—Sí.

—Bien hecho.

Le ofrecí otro cigarrillo y encendí el mechero.

—¿Cuándo fue la última vez que habló usted con Jenny?

—Ayer por la mañana —respondió sin dudar—. La telefoneo cada mañana a las ocho y media, cuando llego al trabajo. Nos tomamos el café mientras charlamos, solo unos minutos. Para empezar el día, ¿entiende?

—Suena bien. ¿Qué tal estaba Jenny ayer?

—¡Normal! ¡Completamente normal! No noté nada extraño, se lo juro por lo que más quiera, he revisado la conversación en mi cabeza un montón de veces y no me dijo nada raro...

—Estoy seguro de que así fue —intenté tranquilizarla—. ¿De qué hablaron?

—De trivialidades, no recuerdo bien. Una de mis compañeras de piso toca el bajo en una banda y dentro de poco dan un concierto. Se lo expliqué a Jenny. Ella me contó que había estado buscando un estegosaurio de juguete en internet, porque el pasado viernes Jack había traído a casa a un amiguito del parvulario y habían estado cazando estegosaurios en el jardín... Sonaba bien. Absolutamente bien.

—¿Cree que, de haber ido algo mal, se lo habría explicado?

—Sí, creo que sí. Lo habría hecho. Estoy segura.

Lo cual no sonaba en absoluto a certeza.

—¿Están ustedes muy unidas? —quise saber.

—Es mi única hermana —contestó Fiona, pero, al escucharse, se dio cuenta de que aquello no era una respuesta y se corrigió—: Sí. Estamos unidas. Lo estábamos más cuando éramos más jóvenes, adolescentes. Luego cada una tomó su propio camino. Y, además, ahora que Jenny vive aquí no resulta tan fácil.

—¿Desde cuándo viven aquí?

—Compraron la casa hace unos tres años.

En 2006: el momento álgido de la burbuja inmobiliaria. Desconocía cuánto habían pagado, pero hoy en día esa casa no valía ni la mitad.

—Pero entonces no había nada —añadió—, todo eran campos. La compraron sobre plano. Pensé que se habían vuelto locos, pero Jenny no cabía en sí de alegría. Estaba tan emocionada... Una casa de propiedad.

Fiona torció el gesto, pero logró recomponerse.

—Se mudaron hace un año, más o menos. En cuanto terminaron las obras.

—¿Y qué hay de usted? ¿Dónde vive? —inquirí.

—En Dublín. En Ranelagh.

—¿Ha dicho usted que comparte piso?

—Sí, con otras dos chicas.

—¿A qué se dedica?

—Soy fotógrafa. Estoy intentando montar una exposición, pero, mientras tanto, trabajo en Studio Pierre, el Pierre del programa en televisión sobre bodas irlandesas de alcurnia, no sé si lo conoce. Yo me encargo principalmente de fotografiar bebés o, si Keith (Pierre) consigue dos bodas el mismo día, cubro una de ellas.

—¿Estaba fotografiando bebés esta mañana?

Tuvo que esforzarse por recordar, le quedaba muy lejos.

—No. Estaba revisando unas fotos de la semana pasada. La madre tiene que venir hoy a recoger el álbum.

—¿A qué hora se ha marchado del trabajo?

—A las nueve y cuarto, aproximadamente. Uno de mis compañeros me dijo que acabaría de montar el álbum por mí.

—¿Dónde está Studio Pierre?

—Junto a Phoenix Park.

A una hora de Broken Harbour, como mínimo, con el tráfico matinal y esa birria de coche.

—¿Estaba preocupada por Jenny?

Esa sacudida de cabeza, como si hubiera sufrido un cortocircuito.

—¿Está segura? Es mucha molestia solo porque alguien no responda al teléfono.

Un tenso encogimiento de hombros. Fiona dejó el vaso de plástico en equilibrio junto a ella y sacudió la ceniza con cuidado.

—Quería asegurarme de que estaba bien.

¿Por qué no iba a estarlo?

Porque no. Siempre hablamos. Todos los días. Desde hace años. Y, además, yo tenía razón, ¿no es cierto? No estaba bien.

Le temblaba la barbilla. Me incliné hacia ella para ofrecerle un pañuelo de papel y no retrocedió.

—Señorita Rafferty. Ambos sabemos que hay algo más. Nadie se escapa del trabajo, a riesgo de disgustar a un cliente, y conduce una hora solo porque su hermana no contesta al teléfono durante cuarenta y cinco minutos. Podría haber supuesto usted que se había acostado porque tenía migraña, que había perdido el teléfono o que los niños habían contraído la gripe, hay infinidad de excusas, todas ellas mucho más probables que lo que ha ocurrido. Pero, en lugar de ello, usted llegó inmediatamente a la conclusión de que algo iba mal. Tiene que explicarme por qué.

Fiona se mordió el labio inferior. El aire apestaba a humo de cigarrillo y lana chamuscada (supuse que le habría caído ceniza sobre el abrigo) y su aliento despedía un olor frío, húmedo y acre que se filtraba por todos los poros de su cuerpo. Un dato interesante de primera línea: el dolor más puro huele a hojas rasgadas y ramas astilladas, un alarido verde y quebrado.

—No era nada —contestó finalmente—. Pasó hace un montón de tiempo... meses. Lo tenía prácticamente olvidado, hasta que...

Esperé.

—Era solo que... Una noche Jenny me llamó. Dijo que alguien había entrado en la casa.

Noté cómo Richie se ponía en alerta a mi espalda, como un terrier listo para salir corriendo en busca del palo.

—¿Lo denunció Jenny a la policía? —quise saber.

Fiona apagó el cigarrillo y tiró la colilla en el vaso.

—En realidad no pasó nada. No había nada que denunciar. No rompieron ninguna ventana ni forzaron la cerradura ni nada por el estilo. Y tampoco les robaron nada.

—Entonces ¿qué la hizo sospechar que alguien había entrado en la casa?

Ese encogimiento de hombros de nuevo, esta vez más tenso. Agachó la cabeza.

—Solo tuvo esa impresión. No lo sé.

—Esto podría ser importante, señorita Rafferty —insistí, dejando que la firmeza de mi voz desbancara a la amabilidad—. ¿Qué le dijo su hermana exactamente?

Fiona respiró profundamente, temblorosa, y se remetió el cabello por detrás de la oreja.

—Está bien —dijo al fin—. De acuerdo. Está bien. Jenny me llamó por teléfono y me preguntó: «¿Has hecho un duplicado de nuestro juego de llaves?». Solo las tuve por muy poco tiempo, durante el invierno pasado, cuando Jenny y Pat se llevaron a los niños a pasar una semana en las islas Canarias y querían que alguien pudiera entrar en la casa si había un incendio o cualquier otro problema. Le respondí que no, que por supuesto que no...

—¿Y lo había hecho? —intervino Richie—. ¿Mandó hacer una copia?

Se las ingenió para que sonara a mero interés, sin rastro de acusación, lo cual estaba bien: significaba que no tendría que abroncarlo, o al menos no con demasiada severidad, por intervenir cuando no era su turno.

—¡No! ¿Por qué iba hacerlo? —repuso enderezándose bruscamente.

Richie se encogió de hombros, le sonrió con desaprobación y dijo:

—Solo quería asegurarme. Tenía que preguntárselo, entiéndalo.

Fiona volvió a desplomarse.

—Sí, supongo que sí.

—¿Hay alguien que pudiera haber hecho una copia durante esa semana? ¿Dejó las llaves en algún lugar donde sus compañeras de piso o alguien del trabajo pudieran cogerlas? ¿Nada de eso? Tal como le he dicho, debemos asegurarnos.

—Las llevaba en mi llavero. No las guardé en ninguna caja fuerte ni nada por el estilo. Cuando estoy en el trabajo, las llaves están en mi bolso y, cuando estoy en casa, las cuelgo de un gancho en la cocina. Pero nadie habría sabido de dónde eran, si es que a alguien le hubiera importado. No recuerdo siquiera haberle dicho a nadie que las tenía...

En cualquier caso, íbamos a mantener una charla en profundidad con sus compañeras de piso y sus colegas; además, comprobaríamos sus antecedentes.

—Regresemos a la conversación telefónica —propuse—. Usted le dijo a Jenny que no había hecho un duplicado de las llaves...

—Sí. Y Jenny me dijo: «Pues hay alguien que las tiene y tú eres la única persona que ha podido dárselas». Tardé casi media hora en convencerla de que no entendía a qué se refería y le pedí que me explicara qué sucedía. Finalmente me explicó que había salido con los niños aquella tarde, de compras o a algún otro sitio, y que, al regresar a casa, descubrió que alguien la había registrado.

Fiona había comenzado a hacer trizas el pañuelo de papel; las briznas blancas que se desprendían contrastaban con la tela roja de su abrigo. Tenía las manos pequeñas, los dedos delgados y se mordía las uñas.

—Le pregunté cómo podía estar tan segura y, aunque al principio se negaba a decírmelo, conseguí sonsacárselo: las cortinas no estaban bien colocadas y le habían desaparecido medio paquete de jamón y el bolígrafo que siempre tiene junto a la nevera para anotar la lista de la compra. Le contesté que tenía que estar de broma, y a punto estuvo de colgarme el teléfono. La tranquilicé y, una vez dejamos de discutir, me pareció que sonaba realmente asustada, ¿entiende? Tenía miedo, y sé que Jenny no es ninguna cobardica.

Este era uno de los motivos por los que había regañado tan severamente a Richie tras su intento de posponer aquel interrogatorio. Si consigues que alguien hable justo después de que su mundo se acabe, existe una firme posibilidad de que sea incapaz de detenerse. En cambio, si esperas al día siguiente, habrá comenzado a reconstruir sus maltrechas defensas (cuando las apuestas son altas, la gente trabaja con rapidez). Si lo arrinconas justo después de que el hongo nuclear eclosione, te lo contará todo, desde sus gustos pornográficos hasta el apodo secreto con el que se refiere a su jefe.

—Es natural —alegué—. Debe de ser bastante inquietante.

—¡Pero si solo eran unas cuantas lonchas de jamón y un bolígrafo! Si le hubieran robado las joyas o la mitad de su ropa interior o lo que sea, sí, claro, entiendo que perder la cabeza sería lo normal. Pero esa chorrada... Le dije: «Está bien. Imaginemos que alguien ha entrado en tu casa por alguna razón concreta. No era precisamente Hannibal Lecter, ¿no te parece?».

—¿Y cómo reaccionó Jenny? —pregunté antes de que asimilara lo que acababa de decir.

—Volvió a ponerse hecha un basilisco conmigo. Me dijo que lo importante no era lo que había hecho, sino todo lo que ella no podía saber: si había estado en las habitaciones de los niños, si había registrado sus cosas. Jenny llegó a decir que, si pudieran permitírselo, tiraría todo lo que tenían los niños y lo compraría de nuevo, solo por si acaso. No sabía qué podía haber tocado y me dijo que, de repente, todo parecía un poco fuera de lugar, unos centímetros, como si lo hubieran desplazado. ¿Cómo había entrado? ¿Y por qué había entrado? Eso era lo que de verdad la inquietaba. No dejaba de repetir: «¿Por qué nosotros? ¿Qué quería de nosotros? ¿Tenemos pinta de ser gente con dinero? ¿Qué?».

Fiona se estremeció, y un escalofrío repentino casi consiguió que su cuerpo se doblegara.

—Es una buena pregunta —opiné—. Disponen de un sistema de alarma; ¿sabe si lo tenían activado aquel día?

Negó con la cabeza.

—Se lo pregunté. Y Jenny dijo que no. No solía utilizarlo, al menos no durante el día... Creo que sí lo conectaban por la noche, antes de irse a dormir, pero lo hacían porque los chicos de los alrededores suelen celebrar fiestas en las casas vacías y a veces pierden el control. Jenny decía que la urbanización estaba prácticamente muerta durante el día, como ustedes mismos pueden comprobar, de manera que no se preocupaba de activar la alarma. Sin embargo, dijo que empezaría a hacerlo a partir de entonces. «Si tienes esas llaves, será mejor que no las utilices», me advirtió. «Voy a cambiar el código de la alarma ahora mismo y, después de esto, va a estar conectada día y noche, fin de la historia». Como ya les he dicho, parecía muy asustada.

Sin embargo, cuando los agentes uniformados forzaron la puerta y después de que los cuatro anduviéramos pisoteando la preciosa casa de Jenny, yo había observado que la alarma estaba desactivada. La explicación obvia era que los Spain le habían abierto la puerta a quienquiera que hubiera venido desde fuera y que Jenny, por muy asustada que estuviera, no sentía miedo de esa persona.

—¿Cambió la cerradura?

—También se lo pregunté... Tenía previsto hacerlo. Parecía indecisa, y al final me dijo que no, que probablemente no lo haría, porque iba a costarle unos doscientos euros y no podía permitirse aquel gasto. La alarma bastaría. Me dijo: «La verdad es que no me importa que intente entrar de nuevo. De hecho, casi me gustaría que lo hiciera. Así al menos averiguaríamos quién es». Como ya les he explicado, de cobarde no tiene un pelo.

—¿Dónde estaba Pat ese día? ¿Sucedió antes de que perdiera su empleo?

—No, después. Había ido a Athlone para una entrevista de trabajo; fue cuando Jenny y él aún tenían los dos coches.

—¿Y qué opinaba él del posible allanamiento de morada?

—No lo sé. Jenny no me lo dijo. Pensé... Para ser sincera, pensé que no se lo había contado. Recuerdo oírla susurrar al teléfono. Quizá fuera solo porque los críos estaban durmiendo, pero ¿en una casa tan grande? Y, además, hablaba en primera persona: «Voy a cambiar el código de la alarma... No puedo permitirme el gasto... Si encuentro a ese tipo se va a enterar...». No usó el plural en ningún momento.

Y ahí estaba de nuevo: ese elemento fuera de lugar, el regalo que había anunciado a Richie que debía aguardar con atención.

—¿Por qué no habría de decírselo a Pat? ¿No debería ser lo primero que hiciera si pensaba que un intruso había asaltado su hogar?

Nuevo encogimiento de hombros. Fiona tenía la barbilla clavada en el pecho.

—Porque no quería preocuparlo, supongo. Ya tenía bastantes cosas de las que preocuparse. Por eso pensé que tampoco iba a cambiar la cerradura. No podía hacerlo sin contárselo a Pat.

—¿Y a usted no le pareció un poco raro? ¿Arriesgado, incluso? Si alguien había entrado en su casa, ¿no tenía Pat derecho a saberlo?

—Quizá, no lo sé, pero yo no creí que hubiera entrado nadie; es decir, ¿cuál es la explicación más lógica? ¿Que Pat se llevó el bolígrafo y se comió el puñetero jamón y que uno de los niños había estado toqueteando las cortinas, o que un ladrón fantasma había atravesado la pared porque le apetecía prepararse un bocadillo?

Había tensión en su voz; empezaba a ponerse a la defensiva.

—¿Le dijo eso mismo a Jenny? —inquirí.

—Sí, más o menos. Pero solo sirvió para que se enfureciera aún más. Me dijo que era el bolígrafo del hotel donde habían pasado la luna de miel y que era especial y que Pat no lo cambiaría de sitio, y que además ella sabía cuánto jamón quedaba en el paquete...

—¿Es de la clase de personas que sabría esas cosas?

Al cabo de un momento, Fiona contestó, algo herida:

—Sí, supongo que sí. A Jenny... le gusta hacer las cosas bien, de manera que, cuando dejó de trabajar, se tomó muy en serio su papel de madre y ama de casa, ¿sabe? La casa estaba impoluta, alimentaba a los niños con comida orgánica que ella misma preparaba, compró un DVD de ejercicios para recuperar la figura y los practicaba todos los días... Así que es posible que supiera exactamente qué tenía en el frigorífico, sí.

—¿De qué hotel era el bolígrafo? ¿Lo sabe? —preguntó Richie.

—Del Golden Bay Resort, en las Maldivas...

Levantó un poco la cabeza y lo miró fijamente.

—¿De verdad cree...? ¿De verdad creen que alguien se lo llevó? ¿Creen que es la persona que... que...? ¿Cree que regresó y...?

Su voz se sumía en una espiral peligrosa. Antes de darle tiempo a que perdiera pie, le pregunté:

—¿Cuándo ocurrió ese incidente, señorita Rafferty?

Me miró con los ojos desmesuradamente abiertos, apretó con fuerza el pañuelo hecho trizas y se recompuso.

—Hará unos tres meses.

—¿En julio?

—O podría haber sido antes, quizá. Durante el verano, en cualquier caso.

Tomé nota mentalmente de revisar las llamadas nocturnas a Fiona en el registro telefónico de Jenny y comprobar las fechas de los informes acerca de cualquier posible merodeador en la zona de Ocean View.

—Y desde entonces, ¿no habían vuelto a tener ningún problema de ese tipo?

Fiona tomó una bocanada de aire y noté el dolor de su garganta al tragar.

—Podría haber vuelto a suceder. Pero yo no lo sabría. Jenny no me lo habría contado, no después de la primera vez.

Empezó a temblarle la voz.

—Le dije que se controlase, que dejara de decir chorradas. Pensé...

Sonaba como un cachorrillo al que han propinado una patada. Se tapó la boca con las manos y rompió a llorar desconsoladamente.

—Pensé que estaba loca.

Le costaba respirar.

—Pensé que había perdido la cabeza. Que Dios me perdone, pensé que se había vuelto loca.

No hay lugar seguro

Подняться наверх