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Bremen y Kinson Ravenlock pasaron la noche en el bosque que había en las inmediaciones de Paranor. Encontraron una arboleda de píceas que proporcionaba suficiente amparo para ocultarse; incluso aquí recelaban de los cazadores alados que rondaban por el cielo nocturno. Tomaron una cena fría: un poco de pan, queso y manzanas de primavera, todo regado con cerveza, mientras comentaban lo que había sucedido aquel día. Bremen le explicó los resultados de sus intentos de hablar ante el Consejo Druídico y le informó de las conversaciones que había tenido con quienes había hablado mientras había estado dentro de la Fortaleza. Kinson se limitó a asentir con seriedad y a musitar gruñidos para expresar su decepción, pero tuvo la entereza y la buena educación de no decirle «Te lo dije» cuando el anciano le contó su fracaso al tratar de convencer a Athabasca.

Más tarde durmieron, cansados como estaban debido a la larga caminata desde Streleheim y la cantidad de noches en vela que habían pasado antes. Montaron guardia por turnos, pues no confiaban en que la proximidad de la presencia de los druidas los mantuviera a salvo. Ninguno de los dos creía que iba a estar a salvo en ningún lugar durante un buen tiempo. A estas alturas, el Señor de los Brujos se dirigía hacia donde quería y sus cazadores hacían las veces de ojos en cualquier rincón de las Cuatro Tierras. Bremen, que velaba el primer turno, creyó por un momento haber notado algo, una presencia en algún lugar muy cerca de ellos que ponía todos sus instintos en alerta. Era medianoche, estaba a punto de terminar el turno y ya estaba pensando en dormir, de modo que por poco no lo percibió. Sin embargo, no vio nada y el picor que le había recorrido la columna se desvaneció casi con la misma rapidez con la que había aparecido.

Bremen durmió profundamente y sin soñar, pero se despertó antes del alba, y estaba pensando en lo que debía hacer a continuación con tal de luchar contra la amenaza que representaba el Señor de los Brujos cuando Kinson surgió de entre las sombras, sigiloso como un gato, y se arrodilló a su lado.

—Hay una muchacha que quiere verte —dijo.

Bremen asintió sin decir nada y se irguió hasta quedar sentado. La noche estaba palideciendo, tiñéndose de gris, mientras que al este el cielo se manchaba de plateado en el borde del horizonte. El bosque que lo rodeaba parecía vacío y abandonado, un laberinto enorme y oscuro de ramas enmarañadas en forma de bóveda que los circundaba y los encerraba como si fuera su tumba.

—¿Quién es? —preguntó el anciano.

Kinson sacudió la cabeza.

—No me ha dicho cómo se llama. Al parecer, es una druida. Lleva sus mismos ropajes y la insignia.

—Vaya, vaya —musitó Bremen y se levantó. Le dolían los músculos y tenía las articulaciones agarrotadas y rígidas.

—Ha dicho que esperaría, pero sabía que ya estarías despierto.

Bremen bostezó.

—Me he vuelto demasiado previsible para mi propio bien. ¿Una muchacha, has dicho? No hay muchas mujeres, y menos muchachas, que sirvan entre los druidas.

—Yo tampoco creía que hubiera demasiadas. En cualquier caso, no parece representar una amenaza y está bastante resuelta a hablar contigo.

Kinson parecía indiferente a lo que resultara de todo aquello, lo que significaba que seguramente creía que era una pérdida de tiempo. Bremen se alisó el vestido arrugado. Le vendría bien un lavado, y a él también.

—¿Has visto algún cazador alado cuando montabas guardia?

Kinson sacudió la cabeza.

—Pero he notado su presencia. Rondan por estos bosques, no te quepa duda. ¿Hablarás con ella?

Bremen le miró.

—¿Con la muchacha? Por supuesto. ¿Dónde está?

Kinson lo guio desde el refugio que les ofrecían las píceas hasta un pequeño claro que había a poco más de cincuenta pies de distancia. Allí estaba la muchacha, una presencia oscura y silenciosa. No era muy alta, más bien al contrario; era bajita y de complexión delgada, envuelta en la cogulla, y llevaba la capucha puesta para que no se le viera el rostro. No se movió cuando Bremen apareció, sino que se quedó quieta, esperando a que fuera él quien se le acercara primero.

Bremen redujo el paso. Le fascinaba que los hubiera encontrado con tanta facilidad. Habían acampado bien adentro del bosque a propósito, con la intención de que fuera difícil que alguien los pudiera descubrir mientras dormían. Y, sin embargo, esa muchacha lo había conseguido, de noche y sin la ayuda de ninguna otra luz que la de las estrellas y la luna cuando penetraba más allá de la densa bóveda de ramas. O era una buena Rastreadora o se había servido de magia.

—Deja que hable con ella a solas —le dijo a Kinson.

Cruzó el claro hacia el lugar donde estaba ella, cojeando levemente mientras sus articulaciones intentaban librarse de la rigidez de una noche de sueño al raso. La muchacha se bajó la capucha para que él pudiera verla. Era muy joven, pero no lo era tanto como Kinson había creído. Llevaba el pelo moreno muy corto y tenía unos ojos negros enormes, con unos rasgos delicados, la piel tersa y una expresión cándida. Tal y como había dicho el fronterizo, llevaba la cogulla de los druidas, así como la mano alzada con la antorcha del Eilt Druin cosida en el pecho.

—Me llamo Mareth —anunció cuando él se le acercó, y le ofreció la mano.

Bremen se la estrechó. Tenía una mano pequeña, pero un agarre firme y la piel de la palma de la mano endurecida, fruto del trabajo.

—Mareth —la saludó.

Ella retiró la mano. Lo observaba fijamente y le sostuvo la mirada mientras hablaba con un tono bajo y convincente:

—Soy aprendiz de druida, todavía no me han aceptado en la orden, pero aun así se me permite formarme en la Fortaleza. Llegué hace diez meses, como curandera. Estuve estudiando varios años en el reino del río de Plata y luego, dos años más en Storlock. Comencé a instruirme como curandera cuando tenía trece años. Mi familia vive en las Tierras del Sur, más allá de Leah.

Bremen asintió. Si le habían permitido empezar sus estudios como curandera en Storlock, debía de tener talento.

—¿Y qué deseas de mí, Mareth? —le preguntó con dulzura.

Aquellos ojos oscuros pestañearon.

—Quiero acompañaros.

Bremen esbozó media sonrisa.

—Ni siquiera sabes adónde me dirijo.

Ella asintió.

—No importa. Sé la causa a la que servís. Sé que los druidas Risca y Tay Trefenwyd os acompañarán. Quiero formar parte de vuestra compañía. Esperad. Antes que digáis nada, escuchadme. Dejaré Paranor tanto si me lleváis con vos como si no. No me ven con buenos ojos, en especial Athabasca. Y la razón por la que no me ven con buenos ojos es que elijo proseguir los estudios sobre magia cuando me lo han prohibido. Han decidido que tan solo voy a ser curandera. Solo voy a poder usar las habilidades y los conocimientos que el Consejo crea apropiados.

«Para una mujer», pensó Bremen que podría haber añadido; era la frase que sus palabras escondían.

—Ya he aprendido todo lo que podían enseñarme —continuó ella—. No lo admitirán, pero es así. Necesito un nuevo mentor. Os necesito. Sabéis más sobre magia que cualquier otro. Entendéis los matices, las exigencias y las complicaciones que pueden resultar de usarla, las dificultades de integrarla en vuestra vida. Nadie tiene vuestra experiencia. Me gustaría estudiar con vos.

Bremen sacudió la cabeza despacio.

—Mareth, adonde me dirijo no debería aventurarse nadie que no tenga experiencia.

—¿Será peligroso? —preguntó.

—Incluso para mí. Sin duda, lo será para Risca y Tay, quienes, como mínimo, tienen algo de experiencia en el uso de la magia. Pero sobre todo lo sería para ti.

—No —replicó ella en voz baja. Era evidente que estaba preparada para mantener esa discusión—. No sería tan peligroso para mí como creéis. Hay algo que todavía no os he contado. Algo que no sabe nadie de los de aquí, de Paranor, aunque creo que Athabasca lo sospecha. No carezco de habilidades. Tengo experiencia en el uso de la magia más allá de la que obtendría gracias a practicarla a partir de lo que he aprendido. Nací con magia.

Bremen se la quedó mirando de hito en hito.

—¿Posees magia innata?

—No me creéis —respondió ella enseguida.

En realidad, no. La magia innata no tenía precedentes. La magia se adquiría mediante el estudio y la práctica, no se heredaba. Al menos, no en esta época. En la época del viejo reino de la magia las cosas habían sido distintas, claro, porque esta formaba parte del carácter heredado de cada criatura del mismo modo que formaba parte de la composición de la sangre y los tejidos. Ahora bien, no había habido nadie en las Cuatro Tierras, al menos que nadie pudiera recordar, que hubiese nacido con magia.

Nadie que fuera humano.

Siguió mirándola fijamente.

—Veréis, la dificultad que presenta mi magia —continuó ella— es que no siempre la puedo controlar. Viene y va, según arranques de emociones, dependiendo del subir y bajar de la temperatura, a trancas y barrancas según lo que pienso y varias docenas de vicisitudes más que no puedo controlar del todo. Puedo invocarla, pero luego, a veces, hace lo que quiere.

Dudó y, por primera vez, bajó la vista un momento antes de volver a alzarla para sostenérsela a Bremen. Cuando retomó la palabra, este creyó detectar un dejo de desesperación en aquel tono de voz tan bajo:

—Tengo que ser precavida con todo lo que hago. Siempre escondo pedacitos de mi forma de ser, soy extremadamente cuidadosa con el comportamiento y las reacciones que tengo, incluso con las costumbres más inocentes. —Apretó los labios—. No puedo seguir viviendo así. Vine a Paranor para que me ayudaran. No lo han hecho. Así que ahora os pido ayuda a vos.

Hizo una pausa y luego añadió:

—Por favor.

Esas dos palabras lo conmovieron de tal modo que Bremen se sorprendió. Durante unos segundos, había perdido la compostura, esa presencia de hierro templado que había perfeccionado para protegerse del resto. Todavía no sabía si se la creía, aunque pensó que quizá en el fondo lo hacía. Con todo, estaba seguro de que la necesidad que ella tenía, fuera de la naturaleza que fuera, era auténtica.

—Aportaré algo de utilidad a vuestra compañía si me aceptáis —insistió ella, bajito—. Seré una aliada fiel. Haré cualquier cosa que se me pida. Si os veis forzados a enfrentaros al Señor de los Brujos o a sus acólitos, lucharé a vuestro lado. —Se inclinó hacia delante con un movimiento apenas perceptible, poco más que la inclinación de la cabeza morena—. La magia que poseo —le contó con un hilo de voz— es muy poderosa.

Bremen le agarró la mano y la sostuvo entre las suyas.

—Si estás de acuerdo en esperar hasta que el sol haya salido, meditaré sobre esta cuestión —le dijo—. Debo consultarlo con los demás, con Tay y Risca cuando lleguen.

Ella asintió y fijó la mirada en un punto tras Bremen.

—¿Y con vuestro amigo grandullón?

—Sí, con Kinson también.

—Pero él no sabe usar la magia como el resto de la compañía, ¿verdad?

—No, pero tiene otro tipo de habilidades. Puedes notarlo, ¿no es cierto? ¿Que no usa la magia?

—Sí.

—Cuéntame, ¿usaste la magia para encontrarnos aquí, en nuestro escondite?

Ella sacudió la cabeza.

—No, fue por instinto. Podía sentiros. Siempre he sido capaz de hacerlo. —Se quedó contemplándolo de hito en hito y percibió la mirada que él le estaba echando—. ¿Se trata de un tipo de magia, Bremen?

—Efectivamente. No es una magia que se pueda identificar con tanta facilidad como otras, pero es magia. La magia innata, me atrevería a añadir… Y sin habilidad adquirida.

—No tengo ninguna habilidad adquirida —afirmó ella mientras se cruzaba de brazos, como si de repente tuviera frío.

Bremen la observó durante un instante mientras cavilaba.

—Siéntate aquí, Mareth —dijo él al final, y señaló un lugar que había tras ella—. Espera conmigo a que lleguen los demás.

Así lo hizo. Se dirigió hacia una parcela de hierba que había crecido en una de las zonas en las que los árboles habían dejado pasar la luz del sol, cruzó las piernas y se sentó en el montículo que formaron los ropajes. Parecía una estatuilla negra. Bremen la contempló durante un instante y luego se alejó por el claro hacia el lugar donde Kinson lo esperaba.

—¿Qué quiere? —interrogó el fronterizo al volverse para caminar junto a él por la linde del bosque.

—Me ha preguntado si puede acompañarnos —respondió Bremen.

Kinson alzó una ceja con aire especulativo.

—¿Por qué querría hacerlo?

Bremen se detuvo y se volvió hacia Kinson.

—Todavía no me lo ha dicho. —Echó un vistazo hacia donde ella estaba sentada—. Me ha dado razones suficientes para considerar su petición, pero todavía hay algo que no me ha contado.

—En tal caso, ¿se lo negaréis?

Bremen sonrió.

—Esperaremos a los demás y lo discutiremos.

La espera fue corta. El sol se alzó por encima de las colinas y coronó la linde del bosque al cabo de unos minutos, iluminando los recovecos llenos de sombras y persiguiendo los últimos rescoldos de penumbra que quedaban. La tierra recuperó el color: tonos de verde, marrón y dorado asomaron entre la oscuridad que se desvanecía. Los pájaros se despertaron y entonaron una melodía de bienvenida a ese nuevo día. La niebla se aferraba con tenacidad a los huecos más oscuros del brillante bosque y Risca y Tay Trefenwyd aparecieron al travesar la cortina de bruma que rodeaba los muros de Paranor. Ambos se habían desecho de la cogulla de druida y habían optado por ropa cómoda para viajar. Cargaban con un morral holgado que se balanceaba, colgado de sus espaldas anchas. El elfo iba armado con un arco y un cuchillo de caza delgado. El enano llevaba un sable corto que podía usar con ambas manos, un hacha de guerra atada a la altura de la cintura y blandía un garrote tan ancho como su propio antebrazo.

Se dirigieron directamente hacia Bremen y Kinson sin fijarse en Mareth. Mientras ellos se acercaban, ella se alzó por enésima vez y se quedó de pie, esperando.

Tay fue el primero en darse cuenta de que estaba allí; se volvió al percibir un movimiento inesperado por el rabillo del ojo.

—Mareth —dijo en voz baja.

Risca lo miró y gruñó.

—Me ha pedido acompañarnos —anunció Bremen, directo al grano—. Afirma que nos puede ser de utilidad.

Risca volvió a gruñir y se alejó de la muchacha.

—Es una niña —musitó.

—Ha perdido el favor de Athabasca por tratar de estudiar magia —observó Tay mientras se volvía para contemplarla. La sonrisa que lucía en aquel rostro élfico se ensanchó—. Es una joven prometedora y me gusta la determinación que muestra. Athabasca no la asusta ni una pizca.

Bremen lo miró.

—¿Es de confianza?

Tay se echó a reír.

—Mira que es rara esta pregunta. ¿De confianza para quién? ¿Para hacer qué? Hay quien dice que nadie es de confianza excepto tú y yo, y yo solo puedo poner la mano en el fuego por mí. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza hacia Kinson—. Buenos días, fronterizo. Me llamo Tay Trefenwyd.

El elfo le dio un apretón de manos a Kinson y, acto seguido, Risca también se introdujo. Bremen les pidió disculpas por haberse olvidado de hacer las presentaciones. El fronterizo respondió que ya estaba acostumbrado a eso y se encogió de hombros de manera significativa.

—Bueno, veamos, la muchacha. —Tay recondujo la conversación hasta el punto de partida—. Me gusta, pero Risca tiene razón. Es muy joven. No sé si quiero pasarme el rato cuidando de ella.

Bremen frunció los labios finos.

—No parece creer que tengáis que hacerlo. Afirma que sabe usar la magia.

Esta vez, Risca resopló.

—Es una aprendiz. Hace menos de tres estaciones que llegó a Paranor. ¿Cómo puede saber algo sobre el uso de la magia?

Bremen le echó un vistazo a Kinson y vio que el fronterizo ya lo había resuelto.

—Es poco probable que sepa algo, ¿verdad? —le dijo este a Risca—. Bien, pues votad. ¿Nos va a acompañar o no?

—No —respondió Risca de inmediato.

Kinson se encogió de hombros y sacudió la cabeza para mostrar su acuerdo.

—¿Tay? —preguntó Bremen al elfo.

Tay Trefenwyd suspiró a regañadientes.

—No.

Bremen dedicó un rato para tomar en consideración las respuestas y luego asintió.

—De acuerdo, aunque todos habéis votado en contra, creo que debería acompañarnos. —El resto se quedó mirándolo de hito en hito. Su rostro curtido se arrugó debido a una sonrisa repentina—. ¡Deberíais ser capaces de verlo! Muy bien pues, dejad que os lo explique. Por un lado, hay algo sobre la petición que me intriga y que no os he mencionado antes. Quiere estudiar conmigo, aprender cosas sobre la magia. Está dispuesta a aceptar casi cualquier condición con tal de conseguirlo. Está bastante ansiosa y, aunque no ha suplicado ni implorado, he visto la desesperación reflejada en su mirada.

—Bremen… —empezó Risca.

—Por el otro —continuó el druida, y con gestos pidió al enano que hiciera silencio—, afirma que posee magia innata y creo que tal vez nos dice la verdad. En tal caso, nos haría bien descubrir su naturaleza y emplearla bien. Al fin y al cabo, solo estaremos nosotros cuatro si no viene.

—No estamos tan desesperados como para… —insistió Risca.

—Ah, pero sí que lo estamos, Risca —lo cortó Bremen—. Sin lugar a dudas. Somos cuatro contra el Señor de los Brujos, los cazadores alados, los acólitos salidos del averno y la totalidad de la nación troll. ¿Se podría estar más desesperado? Nadie aquí en Paranor se ha ofrecido a ayudarnos. Solo Mareth. No me inclino demasiado a rechazar a alguien de plano a estas alturas.

—Antes has dicho que hay algo que no te ha contado —señaló Kinson—. Eso no inspira la confianza que buscas, precisamente.

—Todos guardamos secretos, Kinson —lo reprendió Bremen con tacto—. No hay nada extraño en eso. Mareth apenas me conoce. ¿Por qué debería confiármelo todo en el transcurso de nuestra primera conversación? Está siendo precavida, sin más.

—No me gusta —declaró Risca, hosco. Se recostó el garrote pesado contra el enorme muslo—. Quizá disponga de magia y puede que tenga el talento necesario para usarla, pero eso no cambia que casi no sabemos nada de ella. En especial, desconocemos si podemos confiar en ella, y no me gusta correr ese tipo de riesgos cuando mi vida está en juego, Bremen.

—Bien, creo que deberíamos darle el beneficio de la duda —replicó Tay, con buen humor—. Ya tendremos tiempo de tomar una decisión antes de que surja la oportunidad de poner a prueba su valentía. Con todo, ya hay cosas que podemos decir a su favor. Sabemos que eligió ser aprendiz de los druidas; ese hecho de por sí dice mucho de ella. Y es curandera, Risca. Puede que necesitemos sus habilidades.

—Dejad que venga —coincidió Kinson de mala gana—. De todos modos, Bremen ya se ha decidido.

Risca frunció el ceño con aire sombrío. Se puso derecho, tan ancho como era.

—Pues puede que se haya decidido, pero no lo habrá hecho por mí. —Se volvió hacia el anciano y se quedó mirándolo de hito en hito, sin mediar palabra, durante un rato. Tay y Kinson esperaron, expectantes. Con todo, Bremen no ofreció nada más. Se limitó a quedarse allí, de pie, en silencio.

Al final, fue Risca quien cedió. Sacudió la cabeza, se encogió de hombros y giró sobre los talones.

—Eres el líder, Bremen. Que nos acompañe si quieres. Pero no esperes que le limpie los mocos.

—Tranquilo, me aseguraré de hacérselo saber —le notificó Bremen mientras le guiñaba el ojo a Kinson. Acto seguido, le hizo señas a la muchacha para que se uniera a ellos.

***

Partieron al cabo de poco, una compañía de cinco miembros: Bremen la encabezaba, Risca y Tay lo flanqueaban, Kinson iba un paso por detrás y Mareth iba en la retaguardia. Ahora el sol estaba alto, coronaba los Dientes del Dragón por el este e iluminaba el valle densamente arbolado. El cielo era radiante y azul, sin rastro de nubes. La compañía se dirigió hacia el sur, avanzaron por sendas y caminos sinuosos y poco transitados, cruzaron arroyos anchos y sosegados y se metieron por estribaciones cubiertas de matorrales que los sacaron de los bosques y los condujeron hasta el desfiladero de Kennon. Al mediodía ya salían del valle y entraban en el desfiladero; el aire se tornó cortante y gélido. Al volver la vista atrás, vieron los muros sólidos de Paranor; la Fortaleza de los druidas se erigía alta, por encima del promontorio rocoso entre la foresta vetusta. La luz intensa del sol le otorgaba a la piedra un aspecto plano e implacable en medio de una capa de árboles, como un eje en el centro de una rueda inmensa. Se volvieron para observarla, uno tras otro, cada uno perdido en sus pensamientos, mientras recordaban eventos pasados y años transcurridos. Mareth fue la única que no mostró ningún tipo de interés, mantuvo la mirada hacia delante a propósito; su pequeño rostro parecía una máscara inexpresiva.

Entonces, se adentraron en el desfiladero de Kennon, cuyas paredes escarpadas se alzaban sobre sus cabezas, como grandes losas partidas por los lentos hachazos del tiempo, y perdieron Paranor de vista.

Solo Bremen sabía hacia dónde se dirigían y se guardó la información para sí hasta que acamparon esa misma noche por encima del río Mermidon. Tan pronto como abandonaron sanos y salvos el desfiladero, se adentró de nuevo en el refugio que les ofrecía los bosques que había debajo. Kinson le había preguntado un momento que se había quedado a solas con el anciano, y Risca lo había hecho ante el resto, pero Bremen había optado por no responderles. Solo él conocía sus razones y se mantuvo en sus trece, sin ofrecer ninguna explicación a sus compañeros. Nadie trató de protestar ante esa decisión.

Sin embargo, esa noche, tras encender una hoguera y cocinar la cena (la primera comida caliente que Kinson tomaba desde hacía semanas), Bremen les reveló, por fin, el destino.

—Os diré hacia dónde nos dirigimos —informó con tranquilidad—. Avanzamos hacia el Cuerno del Hades.

El primer rey de Shannara

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