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Tras dejar atrás a Bremen, Tay Trefenwyd se encaminó hacia el oeste siguiendo el curso del Mermidon a través de las montañas que constituían el ramal meridional de los Dientes del Dragón. Con la llegada del ocaso acampó al amparo que estas le ofrecían y prosiguió la marcha al rayar el alba. El día amaneció despejado y templado, los vientos de la noche anterior habían barrido el cielo de nubes y el sol brillaba con fuerza. El elfo se abrió camino a través de las estribaciones, llegó a las llanuras de Streleheim y se preparó para cruzarlas. Más adelante, los bosques de las Tierras del Oeste se desplegaron ante él y tras estos, con las cumbres teñidas de blanco, se alzaban los picos de las Espuelas de Piedra. Arborlon se hallaba a un día de distancia, de modo que avanzó a un ritmo tranquilo, con el pensamiento perdido en todo lo que había ocurrido desde que Bremen había llegado a Paranor.

Tay Trefenwyd conocía a Bremen desde hacía casi quince años, más incluso que Risca. Habían coincidido en Paranor, antes de que lo desterraran, cuando Tay acababa de llegar de Arborlon y era un druida en formación. Bremen ya era anciano en esa época, pero con una personalidad más dura y una lengua más afilada. En aquel entonces, Bremen era un agitador que clamaba verdades que para él eran evidentes, pero que para los demás eran incomprensibles. Los druidas de Paranor creyeron que se había vuelto loco. Kahle Rese y un par más apreciaban su amistad y escuchaban con paciencia lo que este tuviera que decir, pero el resto se dedicaba a buscar formas de evitarlo.

Tay no había sido de esos. Desde el momento en que se conocieron, se había sentido cautivado. Ante él tenía a alguien que creía que era importante (e incluso necesario) que hicieran algo más que hablar de los problemas de las Cuatro Tierras. No era suficiente con que estudiaran y conversaran sobre esos temas, había que actuar en consecuencia. Bremen creía que las antiguas costumbres eran mejores, que los druidas del Primer Consejo habían acertado al implicarse en el desarrollo de las razas. La política actual de no intervención era un error que les costaría caro a todos. Tay lo comprendía y lo compartía. Igual que Bremen, él estudiaba el conocimiento antiguo, las costumbres de las criaturas del reino de la magia y los usos del poder en el mundo previo a las Grandes Guerras. Y, al igual que Bremen, Tay aceptaba que este poder, una vez corrompido, era el doble de mortífero, y que el druida rebelde Brona seguía vivo bajo alguna otra forma y volvería para subvertir las Cuatro Tierras. Era una opinión impopular y peligrosa y, al final, a Bremen le había costado su puesto entre los druidas.

Sin embargo, antes de que eso ocurriera, había hecho de Tay un aliado. Ambos habían forjado un vínculo de inmediato y el anciano había acogido al joven como pupilo; era un profesor con unos conocimientos tan vastos que eran imposibles de recoger y clasificar. Tay realizaba las tareas y terminaba los estudios que le asignaban el Consejo y los patriarcas, pero le dedicaba casi todo su tiempo libre y su entusiasmo a Bremen. Pese a estar expuestos desde una edad temprana a la peculiar historia y conocimientos de su pueblo, había pocos elfos en Paranor que hubieran jurado los votos druidas y que estuvieran tan abiertos como Tay a las posibilidades que les brindaba lo que Bremen sugería. Claro que, en aquel entonces, también había pocos que tuvieran tanto talento como él. Tay había comenzado a dominar sus habilidades mágicas incluso antes de llegar a Paranor, pero bajo la tutela de Bremen había progresado con tanta rapidez que pronto, con la sola excepción de su mentor, nadie podía equiparársele. Incluso Risca, después de llegar, nunca consiguió alcanzar el nivel que había logrado Tay; tal vez había estado demasiado comprometido con el arte de la guerra como para aceptar por completo la idea de que la magia era una arma aún más poderosa.

Aquellos primeros cinco años fueron apasionantes para el joven elfo, y lo que aprendió determinó, de forma irrevocable, su manera de pensar. La mayor parte de las habilidades que llegó a dominar y del conocimiento que adquirió lo mantuvo en secreto, forzado por la prohibición de los druidas a la dedicación personal al uso de la magia, más allá de su estudio en abstracto. Bremen opinaba que el veto era un estupidez y un desacierto, pero, como siempre, él era una minoría, y en Paranor las decisiones del Consejo los gobernaban a todos. De modo que Tay estudió en privado el conocimiento que Bremen quiso compartir con él y se lo guardó para sí, a salvo de la mirada de otros. Cuando condenaron a Bremen al exilio y este decidió que viajaría hacia el oeste, al territorio de los elfos, para proseguir sus estudios allí, Tay quiso acompañarlo. Sin embargo, Bremen le dijo que no. No se lo prohibió, pero le pidió que lo reconsiderara. Risca era de la misma opinión, pero a ambos les aguardaban tareas más importantes, había argumentado el anciano. «Quedaos en Paranor y sed mis ojos y oídos. Trabajad para dominar vuestras habilidades y convenced a otros de que el peligro del que os he advertido existe. Cuando os llegue el momento partir, volveré a buscaros».

Y eso es lo que había hecho, hacía tan solo cinco días, y Tay, Risca y la joven curandera Mareth habían escapado a tiempo. No obstante, los demás, todos aquellos a los que había tratado de persuadir, aquellos que habían dudado de ellos y los habían despreciado, probablemente no lo habían conseguido. Tay no lo sabía con seguridad, claro, pero en el fondo de su corazón sentía que la visión que Bremen les había revelado ya se había cumplido. Pasarían días antes de que los elfos pudieran corroborar los hechos, pero Tay estaba convencido de que los druidas habían sido aniquilados.

Fuera como fuere, partir con Bremen había marcado el final de su época en Paranor. Tanto si los druidas estaban vivos como si no, ya era demasiado tarde para volver. Su lugar estaba ahí fuera, en el mundo, llevando a cabo los cometidos que Bremen había dicho que debían realizar para que las razas pudieran sobrevivir. El Señor de los Brujos había salido de su escondite, se había descubierto ante aquellos que tenían los ojos para ver y el instinto para guiarlos. Se dirigía hacia el sur. Las Tierras del Norte y los trolls ya se encontraban bajo su yugo y ahora trataría de doblegar al resto de las razas. De modo que cada uno (Bremen, Risca, Mareth, Kinson Ravenlock y él mismo) debía cumplir con sus responsabilidades. Cada uno debía alzarse y seguir luchando donde le tocara.

Y a él le correspondían las Tierras del Oeste, su hogar. Volvía por primera vez tras el transcurso de casi un lustro. Sus padres habían envejecido. Su hermano menor se había casado y ahora vivía en el Valle de Sarandanon. Su hermana había dado a luz a su segundo hijo. La vida había proseguido mientras él había estado lejos y ahora iba a regresar a un mundo distinto al que había abandonado. Más concretamente, él era el portador de un cambio que empequeñecería cualquier otro que hubiera ocurrido durante su ausencia. Era el principio de una transformación que afectaría a todas las tierras y para muchos no sería grato. Puede que no fuera bien recibido una vez se supiera la razón de su llegada, por lo que tendría que abordar el tema con cautela. Sería necesario escoger con cuidado sus aliados y su postura.

Con todo, Tay Trefenwyd era bueno en eso. Era una persona afable y de trato fácil que se preocupaba por los problemas de los demás y que siempre se había esforzado al máximo para brindar la ayuda que podía. No tenía un carácter pendenciero como Risca ni era terco como Bremen. Cuando vivía en Paranor, los demás le apreciaban de verdad, a pesar de sus relaciones con los otros dos. Tay se guiaba por convicciones sólidas y una ética de trabajo que no tenía parangón, y sin embargo no se erigía como ejemplo a seguir. Aceptaba a los demás tal y como eran, detectaba lo que era bueno y encontraba un modo de sacarle utilidad. Ni siquiera Athabasca tenía nada en su contra, porque en Tay veía lo que esperaba que estuviera oculto incluso en sus amigos más problemáticos. Las manos grandes que tenía Tay eran tan fuertes como el hierro, pero era blando de corazón. Nunca nadie había malinterpretado su amabilidad como una señal de debilidad, y Tay jamás había permitido que la primera fuera un indicio de la segunda. Sabía cuándo había que mantenerse firme y cuándo había que ceder. Era un conciliador y mediador de primera clase e iba a necesitar esas habilidades en los días venideros.

Repasó la lista de las cosas que debía conseguir mientras reflexionaba sobre cada una:

Debía convencer a su rey, Courtann Ballindarroch, de organizar una partida de búsqueda para la piedra élfica negra.

Debía persuadir a su rey de mandar a las tropas a ayudar a los enanos.

Había que convencerlo de que las Cuatro Tierras se iban a ver alteradas debido a ciertas circunstancias y acontecimientos, de tal manera que también los cambiaría a ellos irremediablemente y para siempre.

Cruzó las anchas llanuras con zancadas largas mientras cavilaba en lo que todo aquello comportaba, dirección noroeste, hacia los bosques que delimitaban la frontera este de su región. Iba silbando una tonadilla, con una sonrisa recién dibujada en los labios. Desconocía si iba a conseguir nada de aquello, pero no importaba. Encontraría la manera. Bremen contaba con él y Tay no iba a decepcionarlo.

Las horas de luz pasaron y el sol se puso por el oeste, desapareciendo tras las cumbres del horizonte. Tay se alejó del Mermidon en la linde de los bosques de las Tierras del Oeste que se extendían por debajo del Pykon y se dirigió hacia el norte. Como era de noche y ya no era capaz de ver bien por dónde pisaba en medio de la planicie, no se alejó del amparo que le ofrecían los bosques mientras seguía avanzando. Sus habilidades de druida lo ayudaban. Tay era un elementalista; estudiaba los modos en que la magia y la ciencia interactuaban para mantener en equilibrio los elementos del mundo: tierra, aire, fuego y agua. Había desarrollado un grado de comprensión muy alto sobre su simbiosis: la forma en la que se relacionaban una con otra, de los modos en que colaboraban para mantener y preservar la vida y las maneras en que se protegían una y otra cuando alguna se veía afectada. Tay había llegado a dominar las leyes para cambiar de la una a la otra, para usar una para destruir a la otra o cualquiera de las dos para avivar la otra. Tay había desarrollado los talentos que tenía y se había especializado bastante. Era capaz de leer el movimiento y detectar la presencia de los elementos. Podía percibir pensamientos. En términos generales, tenía la habilidad de reconfigurar la historia y predecir el futuro, aunque eso no era lo mismo que tener una visión. No estaba ligado a los muertos o a los espíritus, sino que estaba ligado a las leyes naturales, a las líneas de poder que ceñían el mundo y unían todas las cosas que en él existían con lazos de acción y reacción, de causa y efecto, de decisiones y consecuencias. Una piedra que se lanzara a un estanque en calma provocaría ondas. Del mismo modo, todo lo que ocurría que alteraba el equilibrio del mundo, no importaba cuán insignificante fuese, comportaba un cambio. Tay había aprendido a leer esos cambios y a intuir lo que significaban.

De modo que ahora, mientras caminaba entre las sombras nocturnas de la foresta, leyó en el movimiento del viento, en los aromas que aún flotaban entre los árboles y en las vibraciones traídas por la superficie de la tierra que un gran grupo de gnomos había pasado antes por ese mismo camino y ahora se habían detenido en algún lugar más adelante. Detectaba su presencia cada vez con más fuerza cuanto más avanzaba. Tay se adentró en el bosque mientras aguzaba el oído y se iba agachando de vez en cuando para tocar la tierra y buscar el calor corporal de los gnomos, que no había desaparecido; la magia de la que se servía le surgía en el pecho en forma de cintas pequeñas y ligeras que le flotaban hacia las yemas de los dedos.

Entonces, aminoró el paso y se detuvo: había percibido algo nuevo. Se quedó completamente quieto, aguardando. Una sensación fría le atenazó las entrañas, el aviso inequívoco de qué era aquello que había notado, de qué era lo que se estaba acercando. Al cabo de un momento apareció sobre el cielo que le cubría la cabeza, apenas visible entre las ramas de los árboles: era un cazador alado, un Portador de la Calavera, un siervo del Señor de los Brujos. Volaba alto y despacio y se recortaba contra el negro aterciopelado de la noche; iba de caza, pero no de algo en particular. Tay no se movió del sitio, reprimió el instinto natural de salir corriendo y se obligó a calmarse para que la criatura no pudiera detectarlo. El Portador de la Calavera planeó en círculos y volvió, una forma alada que flotaba entre las estrellas. Tay ralentizó la respiración, los latidos del corazón y el pulso. Se desvaneció en la quietud oscura de la foresta.

Finalmente, la criatura continuó su camino y voló hacia el norte. Tay supuso que iba a unirse al grupo del que estaba al mando. No era una buena señal que los acólitos del Señor de los Brujos se pasearan por un territorio tan al sur y rondaran los límites del reino de los elfos. Aquello reforzaba la hipótesis de que los druidas ya no representaban una amenaza para ellos. Era un señal de que la invasión, prevista hacía tanto por parte del Señor de los Brujos, era inminente.

Tay inspiró hondo y contuvo el aliento. ¿Y si Bremen se había equivocado y el ataque no se produciría contra los enanos, sino contra los elfos?

Dio vueltas a esta posibilidad al reanudar la marcha, mientras buscaba aun algún rastro de los gnomos. Los encontró al cabo de veinte minutos: habían acampado en la periferia del bosque de Drey. No habían encendido ninguna fogata y habían apostado centinelas cada pocos pasos. El Portador de la Calavera se dedicaba a sobrevolarlos. Era un grupo de asalto de algún tipo, pero Tay era incapaz de imaginarse tras qué iban. No había demasiado que pudieran asaltar tan cerca de las llanuras con la sola excepción de algunas haciendas aisladas, y dudaba que los intrusos estuvieran demasiado interesado en atacarlas. Con todo, no era nada halagüeño encontrar gnomos de las Tierras del Este, y aún menos un Portador de la Calavera tan al oeste, tan cerca de Arborlon. Avanzó con sigilo hasta que pudo distinguirlos con claridad, los observó un rato para ver si era capaz de detectar algo y, al no poder notar nada, contó de cabeza cuidadosamente y se retiró en silencio de nuevo. Deshizo sus pasos hasta recorrer una distancia prudencial, encontró un abetal aislado, se metió a gatas debajo del refugio que le ofrecían las ramas y se durmió.

Cuando despertó por la mañana los gnomos ya no estaban. Inspeccionó con cuidado el terreno desde su escondite y luego salió y se dirigió hacia el campamento. Las huellas indicaban que se habían dirigido hacia el oeste y se habían adentrado en el bosque de Drey. El Portador de la Calavera se había ido con ellos.

Se debatió entre seguirlos o no, y finalmente optó por la segunda. Ya tenía suficientes cosas de las que ocuparse como para añadir otra más. Además, donde había un grupo de asalto sin duda habría más, y era más importante avisar a los elfos de su presencia lo antes posible.

Así las cosas, Tay prosiguió su camino hacia el norte sin salir de la espesura, con zancadas largas que acortaban rápidamente la distancia. Todavía no era mediodía cuando llegó al Valle de Rhenn y siguió hacia el oeste a través del corredor largo y ancho que allí se abría. El Rhenn era la puerta de entrada a Arborlon y las Tierras del Oeste. Al otro lado del valle, los elfos vigilaban. La parte oriental era tentadora: la planicie se extendía flanqueada por dos grupos de estribaciones bajas. No obstante, el valle se estrechaba de pronto, la tierra se elevaba en una cuesta empinada y las colinas se alzaban hasta convertirse en riscos abruptos. Cuando llegabas al otro lado, te encontrabas de frente ante las fauces de una mandíbula de roca. El Valle de Rhenn proveía a los elfos de una posición defensiva natural ante cualquier ejército que se aproximara desde el este, porque la foresta era espesa y el terreno montañoso descendía desde el norte y se elevaba desde el sur, y el Rhenn era el único modo de entrar o salir de las Tierras del Oeste para un ejército de cualquier envergadura.

Siempre había guardas, claro, y Tay sabía que saldrían a su encuentro. No tuvo que esperar demasiado. Apenas había llegado a la mitad del verde corredor que atravesaba el valle cuando elfos montados a caballo emergieron del paso que había ante él para abordarlo con un gran estrépito; cuando le vieron, tiraron de las riendas y chillaron al reconocerlo. Los jinetes le brindaron una calurosa bienvenida. Le ofrecieron un caballo y lo acompañaron por el paso hasta el campamento elfo, donde el comandante de la guardia mandó un mensajero para que avisara de que Tay iba camino de Arborlon. Este le habló al comandante del grupo de asalto que había visto, mencionó a los gnomos pero no al Portador de la Calavera; prefería reservar ese detalle para Ballindarroch. El comandante no había recibido ningún informe sobre gnomos por esos lares y no tardó ni un segundo en enviar una partida de jinetes hacia el sur para que reconociera el terreno. Entonces, el comandante ordenó que alguien trajera comida y bebida para Tay, se sentó con él mientras este comía y respondió todas las preguntas que Tay le hizo sobre Arborlon, poniéndole al día de los acontecimientos que habían tenido lugar.

La charla fue trivial y pasó con rapidez. Circulaban rumores sobre desplazamientos de los trolls en Streleheim, pero no se sabía nada concreto. Tan al sur nadie había visto nada. Tay evitó mencionar cualquier cosa que estuviera relacionada con el Señor de los Brujos o Paranor. Cuando hubo terminado la comida, pidió seguir su camino. El comandante le proporcionó un caballo y una escolta de dos hombres. Tay aceptó el primero, rechazó lo segundo y prosiguió la marcha de nuevo.

Cabalgó desde el valle hasta Arborlon, sumido en sus pensamientos. Solo llegaban rumores, no se había visto nada. Espíritus y sombras. El Señor de los Brujos era tan escurridizo como el humo. Sin embargo, Tay había visto al Portador de la Calavera y los gnomos, y Bremen había visto al Señor de los Brujos en su guarida en las Tierras del Norte, donde al anciano le pareció bastante real. El druida parecía convencido de lo que iba a ocurrir, de modo que ahora dependía de Tay encontrar un modo de convencer a los elfos de que la amenaza era real.

El camino que recorría se desviaba a través de los bosques de las Tierras del Oeste con una precisión serpentina: rodeaba las arboledas pobladas y centenarias, avanzaba al lado de pequeños lagos y arroyos sinuosos y se elevaba y descendía con los desniveles de la misma tierra. Los rayos de sol moteaban la foresta, llenaban de vetas los troncos altos y los corrillos de flores silvestres como dedos de luz, largos y delgados, que acariciaban las sombras. Como si fueran estandartes y banderines, le daban la bienvenida a casa de nuevo. Por toda respuesta, el elfo se quitó la capa y sintió cómo el sol le caía sobre la espalda ancha como un mantel cálido.

El primer rey de Shannara

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