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Caminaron durante lo que quedaba de noche a través del bosque que les ofrecía refugio. Kinson encabezaba la marcha y Bremen era una sombra que seguía sus pasos. Ninguno de los dos abrió la boca, se sentían cómodos en silencio y con la compañía del otro. Aunque no volvieron a ver al Portador de la Calavera, Bremen usó la magia para ocultar sus huellas, la justa para enmascarar que habían pasado por allí sin que llegara a llamar la atención. Pero, al parecer, el cazador alado había optado por no continuar su búsqueda más allá de

Streleheim, ya que si lo hubiera hecho, ambos habrían detectado su presencia. Ahora solo percibían la presencia de las criaturas que vivían allí, nada más. Al menos de momento, estaban a salvo.

El paso de Kinson Ravenlock era infatigable, un movimiento fluido, afinado gracias a decenas de años de viajar a pie por las Cuatro Tierras. El fronterizo era grande y fuerte, un hombre en la flor de la vida, que aún podía confiar en los reflejos y la velocidad en caso de que los necesitara. Bremen lo observaba con admiración; le recordaba su propia juventud y le hacía pensar en la larga vida que él mismo había vivido ya. El Sueño del Druida le había proporcionado una mayor longevidad que a la mayoría, más larga de la que tendría según las leyes de la naturaleza, pero no era suficiente. Sentía que la fuerza se le escurría entre los dedos a diario. Todavía era capaz de seguir el paso del fronterizo cuando viajaban, pero ya no le era posible conseguirlo sin la ayuda de un poco de magia. A estas alturas hacía uso de ella en casi cualquier ocasión y era consciente de que el tiempo que le quedaba en este mundo se hacía cada vez más corto.

Con todo, tenía confianza en sí mismo. Siempre la había tenido y eso, más que nada, era lo que lo mantenía con fuerzas y ánimos. Se había unido a los druidas cuando era joven y lo habían educado y le habían enseñado historia y lenguas antiguas. En aquella época, todo era muy distinto: los druidas se implicaban activamente en la evolución y el desarrollo de las razas, esforzándose para que estas se unieran en pos de unos objetivos comunes. Fue más tarde, hacía menos de setenta años, cuando habían empezado a retractarse de su implicación para dedicarse a estudios confidenciales. Bremen había ido a Paranor a aprender y nunca había querido, ni necesitado, dejar de hacerlo. Sin embargo, aprender requería algo más que pasarse horas encerrado, estudiando y meditando. Era necesario viajar e interactuar con otras gentes; mantener discusiones sobre temas de interés mutuo; ser consciente de la corriente del cambio que conlleva la vida, algo que solo puede conseguirse observando y estando dispuesto a aceptar que las antiguas costumbres quizá no encierren todas las respuestas.

Así que, desde el principio, ya había aceptado que la magia podía ser una forma de poder más manejable y duradera que las ciencias del mundo de antes de las Grandes Guerras. Todo el conocimiento, extraído de la memoria de la gente y de los libros de la época de Galáfilo en adelante, falló a la hora de producir lo que se esperaba de la ciencia. Estaba demasiado fragmentado, demasiado alejado de la época de la civilización a la que se suponía debía servir, unos conocimientos demasiado crípticos para proporcionar la llave que abría las puertas hacia el entendimiento. En cambio, la magia era otro cantar. La magia era más antigua que la ciencia y se podía acceder a ella de un modo más inmediato. Los elfos, que procedían de la misma época que esta, poseían conocimientos en la materia. A pesar de que habían vivido escondidos y aislados durante mucho tiempo, tenían libros y textos mucho más descifrables en lo que respectaba a sus objetivos que aquellos que trataban sobre la ciencia del antiguo mundo. Cierto, faltaba mucha información, y la gran magia del viejo mundo se había perdido y no iba a ser fácil recuperarla. Sin embargo, esta ofrecía más esperanzas que la ciencia con la que el Consejo Druida continuaba batallando.

Con todo, el consejo recordaba el precio que habían tenido que pagar durante la Primera Guerra de las Razas por evocar la magia, lo ocurrido con Brona y sus congéneres, y no estaba dispuesto a permitir que eso volviera a suceder. El estudio de la magia estaba permitido, pero se desaconsejaba encarecidamente. Se consideraba una curiosidad que ofrecía pocos instrumentos de utilidad y su práctica en general no se debía adoptar como senda hacia el progreso bajo ninguna circunstancia. Bremen se había opuesto a esta visión y la había rebatido hasta la saciedad, pero sus esfuerzos fueron en vano. La mayor parte de los druidas de Paranor eran conservadores y no estaban abiertos a la posibilidad de cambiar. «Aprende de tus errores» era la cantinela que entonaban. «No olvides lo peligroso que puede ser practicar magia». «Es mejor que olvides este interés pasajero y te dediques a tus estudios». Bremen no lo hizo, claro está (de hecho, era incapaz). Iba en contra de su propia naturaleza descartar una posibilidad por la sola razón de que ya había fallado antes, una sola vez. Había fallado debido a un mal uso flagrante, eso era lo que él les recordaba, algo que no tenía por qué ocurrir por segunda vez. Unos pocos estaban de acuerdo. Sin embargo, al final, cuando su insistencia se tornó intolerable, el Consejo lo desterró y él partió solo.

Viajó hacia las Tierras del Oeste, donde vivió entre los elfos durante muchos años. Había estudiado sus tradiciones y sabiduría popular, trabajando con minuciosidad todas sus escrituras, tratando de recuperar parte de lo que habían perdido cuando el viejo reino de la magia dio paso al de la humanidad mortal. Bremen se había llevado pocas cosas consigo. Ya conocía el secreto del Sueño del Druida, aunque todavía lo usaba de forma rudimentaria. Dominar sus complejidades y aceptar las consecuencias de su uso le llevó tiempo, y no le fue de gran utilidad hasta que no llegó una edad bastante avanzada. Los elfos aceptaron a Bremen como un alma afín y le brindaron acceso a su colección de artefactos mágicos y a todas las escrituras, menos aquellas ya olvidadas. Con el tiempo, Bremen descubrió tesoros enterrados entre los desechos. Se adentró en otras tierras y allí también descubrió pedacitos de magia, aunque no tan desarrollados y, en muchos casos, extraños incluso para las gentes que los empleaba.

Durante todo ese tiempo, había trabajado sin cesar para confirmar sus sospechas cada vez más fundadas de que los rumores sobre el Señor de los Brujos y sus Portadores de la Calavera eran ciertos: que eran los druidas rebeldes que habían huido de Paranor hacía tantos años, las criaturas a las que se había derrotado durante la Primera Guerra de las Razas. Pero las pruebas habían sido como el aroma de las flores transportado por el viento: están ahí un momento y, en apenas un instante, ya se han esfumado. Bremen les había seguido el rastro sin tregua, cruzando fronteras y reinos, por aldeas de aquí y de allí, siguiendo un cuento, el siguiente y el otro. Al final, el rastro lo había llevado al mismísimo Reino de la Calavera, al corazón de los dominios del Señor de los Brujos, a las catacumbas donde se había ocultado entre los subordinados del Señor Oscuro, a la espera de que sucediera algo que le permitiera escapar y contar la verdad. Si hubiera tenido más fuerzas, habría podido descubrir la verdad antes. Pero había necesitado años para desarrollar las habilidades necesarias para sobrevivir a un viaje hacia el norte. Años de estudio y exploración. Tal vez habría tardado menos tiempo si el Consejo lo hubiese apoyado, si hubieran dejado de lado las supersticiones y los temores y hubieran aceptado las posibilidades que la magia les ofrecía, como había hecho Bremen; pero eso nunca había sucedido.

Suspiró al recordarlo. Pensar en todo aquello lo apenaba. Había desperdiciado tanto tiempo y perdido tantas oportunidades. Quizá ya era demasiado tarde para los que habitaban Paranor. ¿Qué podría decirles para convencerlos del peligro que les acechaba? ¿Acaso le iban a creer cuando les contara lo que había descubierto? Habían pasado más de dos años desde su última visita a la Fortaleza. Seguro que algunos druidas creían que estaba muerto. Otros quizá incluso deseaban que así fuera. No sería fácil convencerlos de que habían estado equivocados respecto al Señor de los Brujos, de que debían replantearse su compromiso para con las razas y, lo más importante, reconsiderar su rechazo al uso de la magia.

Cuando Bremen y Kinson salieron del bosque profundo, rayaba el alba y la luz brillaba en tonos que oscilaban del plateado al dorado mientras el sol salía poco a poco tras los Dientes del Dragón, con su brillo fragmentado iluminando los árboles y calentando la tierra húmeda. La vegetación era cada vez más escasa; había quedado reducida a un bosquecillo de centinelas solitarios. Ante ellos se alzaba Paranor, bañado por la luz neblinosa de la mañana. El bastión de los druidas era una ciudadela de piedra maciza erigida sobre una base de rocas que sobresalía de la tierra como un puño. Los muros del fortín se elevaban centenares de pies hacia el cielo para formar torres y almenas que se habían descolorido hasta ser de un blanco brillante. Los gallardetes ondeaban cada dos por tres: algunos rendían homenaje a distintos emblemas que representaban a los Druidas Supremos a los que habían servido, otros representaban las casas de los dirigentes de las Cuatro Tierras. La neblina cubría las alturas del baluarte y envolvía las sombras aún más oscuras que había en los cimientos del castillo, allí donde la luz del sol todavía no había extinguido la noche. Bremen pensó que constituía una visión impresionante. Incluso ahora, incluso para él, que había sido desterrado.

Kinson le echó un vistazo inquisidor por encima del hombro, pero Bremen le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que siguiera adelante. No ganarían nada si se retrasaban. Sin embargo, contemplar el tamaño de la fortificación le dio que pensar. Tenía la sensación de que el peso de la piedra se le alojaba sobre los hombros, una carga que no podría soportar. Una fuerza tan implacable y enorme, pensó, que se asemejaba en cierto sentido a la determinación tenaz de aquellos que allí vivían. Ojalá las cosas fueran distintas. Bremen sabía que debía intentar cambiarlas.

Salieron de entre los árboles, donde la luz del sol todavía era una intrusa que se infiltraba entre las sombras, y caminaron en la claridad de la noche que se desvanecía, hacia el camino principal que conducía al portón. Había un puñado de hombres armados que ya había salido a su encuentro, formaban parte de las fuerzas multinacionales que servían al Consejo como Guardia Druida. Todos llevaban un uniforme gris con el emblema de una antorcha bordada en rojo en el lado izquierdo del pecho. Bremen buscó algún rostro conocido, pero no encontró ninguno. Al fin y al cabo, ya habían pasado dos años desde la última vez que pisó estas tierras. Al menos, los que montaban guardia eran elfos y tal vez lo escucharan.

Kinson se hizo a un lado por deferencia y dejó que Bremen tomara la delantera. Este se irguió e invocó la magia para que le diera más presencia, disimulara la fatiga que sentía y escondiera cualquier atisbo de debilidad o duda. Se acercó al portón con decisión, sus ropajes negros se hinchaban tras él y sentía la oscura presencia de Kinson detrás, a su derecha. Los guardias aguardaron, sin dejar entrever ningún sentimiento.

Cuando Bremen llegó ante ellos, provocando que se encogieran ligeramente, se limitó a decir:

—Buenos días a todos.

—Buenos días a vos, Bremen —replicó uno al mismo tiempo que daba un paso adelante y le ofrecía una pequeña reverencia.

—¿Me conocéis, pues?

El otro asintió.

—He oído hablar de vos. Lo siento, pero no tenéis permitido entrar.

Su mirada se dirigió hacia Kinson para incluirlo también. Era educado, pero estricto. No se permitía la entrada a ningún druida desterrado, ni tampoco a ningún miembro de la raza de los hombres. Una norma que no era aconsejable discutir.

Bremen alzó la vista hacia los parapetos como si se lo estuviera pensando.

—¿Quién es el capitán de la Guardia? —preguntó.

—Caerid Lock —respondió el otro.

—¿Le podéis pedir que salga para poder hablar con él?

El elfo dudó y consideró la propuesta. Finalmente, asintió.

—Por favor, esperad aquí.

El elfo desapareció a través de una puerta lateral y se adentró en el castillo. Bremen y Kinson se quedaron allí, ante los guardas que quedaban, al amparo de la sombra del muro de la fortificación. Le hubiera resultado sencillo sobrepasarlos, dejarlos allí vigilando a unas ilusiones vacías, pero Bremen había decidido que no usaría la magia para granjearse la entrada. Su misión era demasiado importante para arriesgarse a provocar la ira del Consejo por burlar a sus guardias y hacerlos quedar como estúpidos. No les haría ninguna gracia que usara algún ardid. Quizá respetaran que fuera franco y directo. Era un riesgo que estaba dispuesto a asumir.

Bremen se volvió y contempló el bosque. La luz del sol ahora exploraba los lugares más recónditos de la arboleda, persiguiendo las sombras e iluminando los corrillos de frágiles flores silvestres. Cuando se percató que era primavera, se sobresaltó. Había perdido la noción del tiempo en su viaje de ida y vuela al norte, consumido por su búsqueda. Inspiró y percibió un deje de la fragancia procedente de la foresta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pensado en flores.

De soslayo, distinguió un movimiento en la entrada que quedaba a su espalda y se volvió de nuevo. El guarda que se había ido acababa de volver y lo acompañaba Caerid Lock.

—Bremen —lo saludó con aire solemne el elfo y se acercó para ofrecerle la mano.

Caerid Lock era un hombre delgado, de tez oscura; tenía una mirada profunda y una expresión preocupada. Sus rasgos élficos se distinguían con claridad: las cejas se inclinaban hacia arriba, las orejas le terminaban en punta y tenía el rostro tan delgado que parecía demacrado. También vestía de gris, como los demás, pero una mano agarraba la antorcha que él lucía en el pecho y unas franjas carmesí le adornaban los hombros. Llevaba el pelo y la barba cortos y ambos empezaban a canear. Era uno de los pocos que había seguido siendo amigo de Bremen cuando echaron al druida del Consejo. Caerid Lock había sido el capitán de la Guardia Druida durante más de quince años, y aún no había nacido un hombre mejor para desempeñar ese cargo. Era un profesional esmerado, un elfo cazador con una vida dedicada al deber. Los druidas habían tomado la decisión correcta al elegirlo para protegerlos. Más aún, en vista de las intenciones de Bremen, Caerid Lock era un hombre al que los otros escucharían si se lo pedía.

—Caerid, bien hallado —respondió el druida y le estrechó la mano—. ¿Os encontráis bien?

—Tan bien como otros que conozco. Habéis envejecido un par de años desde que nos dejasteis. Las arrugas de vuestro rostro lo demuestran.

—Lo que veis es el reflejo de vos, creo.

—Tal vez. Todavía recorréis el mundo, ¿verdad?

—Con la compañía de mi buen amigo Kinson Ravenlock —presentó al otro.

El elfo estrechó la mano del fronterizo y lo evaluó, pero no dijo nada. Kinson se mostró igual de distante.

—Necesito vuestra ayuda, Caerid —le explicó Bremen, adoptando un aire solemne—. Debo hablar con Athabasca y el Consejo.

Athabasca era el Druida Supremo, un hombre imponente de ideas firmes y opiniones rígidas que nunca había sentido demasiado afecto por Bremen. Era miembro del Consejo cuando él fue desterrado, pero en aquel entonces todavía no lo habían nombrado Druida Supremo. Aquello había ocurrido más adelante, y solo gracias al funcionamiento complejo de las políticas internas que Bremen detestaba con toda su alma. Con todo, Athabasca era el líder ahora, para bien o para mal, y cualquier posibilidad de penetrar esos muros dependía de él.

Caerid Lock sonrió, reticente.

—Y yo que creía que me ibais a pedir algo difícil… Sabéis que Paranor y el Consejo os están vedados. Ni siquiera podéis franquear los muros, y menos aún hablar con el Druida Supremo.

—Podría, si él así lo ordenara —dijo Bremen sencillamente.

El otro asintió y entrecerró los ojos.

—Entiendo. Y queréis que hable con él en vuestro nombre.

Bremen asintió. La sonrisa tensa de Caerid desapareció.

—No le gustáis —remarcó en voz baja—. Eso no ha cambiado durante vuestra ausencia.

—No tengo que gustarle para que acceda a hablar conmigo. Lo que tengo que contarle es mucho más importante que nuestras preferencias personales. Seré breve. Una vez haya escuchado lo que debo decirle, volveré a partir. —Hizo una pausa—. Dudo que esté pidiendo demasiado, ¿no creéis?

Caerid Lock sacudió la cabeza.

—No. —Le echó un vistazo a Kinson—. Haré lo que esté en mi mano.

Volvió adentro y dejó al anciano y al fronterizo allí afuera para que contemplaran los muros y los portones de la Fortaleza. Los guardias que la vigilaban estaban en sus puestos, firmes, e impedían la entrada a cualquiera. Bremen los observó con solemnidad durante un instante y luego dirigió los ojos hacia el sol. Ya se empezaba a sentir el calor de ese nuevo día. Miró a Kinson y, acto seguido, se dirigió hacia la sombra, donde había un buen trozo de terreno en el que todavía no llegaba la luz, y se sentó sobre una piedra que sobresalía. Kinson lo siguió, pero no se sentó. Sus ojos oscuros transmitían un aire de impaciencia; quería que aquello terminara ya. Estaba listo para seguir adelante. Bremen sonrió para sus adentros. Típico de su amigo: la solución de Kinson para todo era seguir adelante. Era el método que había usado durante toda la vida y sin embargo, ahora, desde que ambos se habían conocido, Kinson había empezado a ver que no se soluciona nada si uno no se enfrenta a ello. No era que Kinson no fuera capaz de hacer frente a la vida. Simplemente, lidiaba con las situaciones desagradables dejándolas atrás, poniendo distancia, y era cierto que las cosas podían tratarse de ese modo. El problema residía en que nunca era una solución definitiva.

Sí, Kinson había madurado desde entonces. Se había fortalecido en un sentido difícil de medir. Sin embargo, Bremen era consciente de que las viejas costumbres son difíciles de vencer y, para Kinson Ravenlock, las ganas de alejarse de las situaciones desagradables y difíciles no desaparecerían nunca.

—Estamos perdiendo el tiempo —musitó el fronterizo, como si quisiera dar crédito a lo que el otro estaba pensando.

—Paciencia, Kinson —le aconsejó Bremen.

—¿Paciencia? ¿Para qué? No te van a dejar entrar. Y si lo hacen no te van a escuchar, no quieren oír lo que les tienes que decir. No son los druidas de antaño, Bremen.

Bremen asintió. En lo último, Kinson tenía razón. Pero no había nada que hacer. Los druidas que había ahora eran los únicos druidas que había, y no todos eran tan malos. Algunos incluso podían ser aliados respetables. Kinson preferiría que ellos dos se ocuparan de las cosas, pero el enemigo al que se enfrentaban era demasiado temible como para vencerlo sin ayuda. Necesitaban a los druidas. Aunque hubieran abandonado la costumbre de implicarse directamente en los asuntos de las razas, todavía se los trataba con cierta deferencia y respeto. Aquello sería útil cuando tuvieran que unir a las Cuatro Tierras para combatir al enemigo común.

La mañana cedió el paso al mediodía. Caerid Lock no reapareció. Kinson se paseó arriba y abajo durante un rato, pero al final se sentó al lado de Bremen. Su expresión reflejaba la frustración que sentía. Se quedó sentado en absoluto silencio y adoptó un aire sombrío.

Bremen suspiró para sí. Kinson estaba con él desde hacía mucho tiempo. Bremen lo había elegido cuidadosamente entre un abanico de candidatos para que lo ayudara en la tarea de descubrir la verdad sobre el Señor de los Brujos. Era el mejor Rastreador que el anciano había conocido nunca, tenía un ingenio agudo y era valiente e inteligente. Nunca se comportaba con imprudencia, siempre lo guiaba la razón. Aquello los había unido tanto que ahora Kinson era como un hijo para él. Estaba seguro de que era el amigo más íntimo que tenía.

Sin embargo, no podía ser lo único que él necesitara que fuera: no podía ser su sucesor. Bremen era viejo y su cuerpo empezaba a fallarle, aunque lo escondía bien de aquellos que pudieran sospecharlo. Cuando se fuera, no habría nadie que continuara su trabajo; nadie que continuara los estudios sobre la magia, tan necesarios para la evolución de las razas; nadie que aguijoneara a los druidas de Paranor, tan recalcitrantes, para que se replantearan su implicación para con las Cuatro Tierras. No habría nadie que se enfrentara al Señor de los Brujos. Hubo un día en que había albergado esperanzas de que Kinson Ravenlock fuera esa persona. El fronterizo aún podía serlo, supuso, pero no parecía demasiado probable. Kinson carecía de la paciencia necesaria. No se dignaba ni a fingir diplomacia. No tenía tiempo para aquellos que no captaban verdades que para él eran evidentes. La experiencia era la única maestra que siempre había respetado. Era un iconoclasta y un solitario sin remedio. Ninguna de estas características le serían de utilidad como druida, pero a Bremen se le antojaba imposible que alguna vez el fronterizo llegara a cambiar.

Bremen dirigió la mirada hacia su amigo, sintiéndose de pronto disgustado con el análisis que había hecho. No era justo que juzgara a Kinson de ese modo. Ya era suficiente que el fronterizo se dedicara a aquella empresa en cuerpo y alma y estuviera dispuesto plantarle cara a la muerte a su lado. Kinson era su mejor amigo y aliado, y no debía esperar aún más de él.

¡Pero su necesidad por encontrar un sucesor era tan acuciante! Era viejo y el tiempo se le escurría entre las manos demasiado rápido.

Desvió los ojos de Kinston y los posó en los árboles que había en la lejanía como si quisiera medir el poco tiempo que le quedaba.

Era pasado el mediodía cuando por fin reapareció Caerid Lock. Salió airado de entre las sombras de la entrada sin apenas dedicar una mirada a los guardas o a Kinson y se dirigió derecho hacia Bremen. Cuando el druida se levantó para recibirlo, todas sus articulaciones y músculos protestaron.

—Athabasca hablará con vos —le informó el capitán de la Guardia con expresión adusta.

Bremen asintió.

—Debéis de haberos esforzado mucho para persuadirlo. Estoy en deuda con vos, Caerid.

El elfo emitió un gruñido evasivo.

—Yo no estaría tan seguro. Athabasca tiene sus razones para aceptar reunirse con vos, me parece. —Se volvió hacia Kinson—. Lo siento, pero no he conseguido que os permitieran entrar.

Kinson se irguió y se encogió de hombros.

—Prefiero esperar aquí… supongo.

—Supongo —coincidió el otro—. Haré que os traigan algo de comida y agua fresca. Bremen, ¿estáis listo?

El druida miró a Kinson y le ofreció una leve sonrisa.

—Volveré tan pronto como pueda.

—Buena suerte —le deseó su amigo en voz baja.

Acto seguido, Bremen siguió a Caerid Lock hacia el interior de la Fortaleza y las sombras que allí aguardaban.

***

Avanzaron por galerías cavernosas y pasadizos estrechos y sinuosos en un silencio frío y oscuro; sus pasos resonaban sobre la piedra maciza. No se encontraron con nadie. Daba la sensación de que Paranor se había quedado desierto, aunque Bremen sabía que no era así. En varias ocasiones, le pareció oír el susurro de una conversación o ver un indicio de movimiento en algún punto más adelante del lugar por el que caminaban, pero en ningún caso pudo estar seguro. Caerid lo llevaba por los corredores secundarios, por los que nadie usaba, aquellos que solo servían para idas y venidas privadas. Era comprensible. Athabasca no quería que los otros druidas supieran que había accedido a tener esta reunión hasta haber determinado si había valido la pena tenerla. Bremen tendría una audiencia privada y una oportunidad efímera de exponer los hechos y, luego, le ordenaría que se retirara sin dilación o lo citaría para que hablara ante el Consejo. Fuera como fuere, tomaría la decisión con prontitud.

Comenzaron a subir una serie de escaleras que conducían a las cámaras altas de la Fortaleza. Las dependencias de Athabasca estaban en los niveles superiores de la torre y era bastante probable que quisiera reunirse allí con Bremen. El anciano caviló sobre lo que había dicho Caerid mientras avanzaban. Athabasca tenía sus razones para aceptar que compareciera ante él y estas no tenían por qué ser evidentes desde el principio. El Druida Supremo era, en primer lugar, un político; en segundo, un administrador; pero, sobre todo, era un funcionario. Bremen no lo pensaba en sentido degradante, tan solo era para calificar la naturaleza de los razonamientos de Athabasca. Este se centraría sobre todo en la relación de causa y efecto, es decir, si ocurría algo, se plantearía cómo iba a afectar eso a otra cosa. Así funcionaba su forma de pensar. Era muy capaz y organizado, pero también muy calculador. Bremen tendría que ser muy cuidadoso con las palabras que elegía.

Casi habían llegado al final de un pasaje, donde comunicaba con otro, cuando de pronto una figura vestida con ropajes oscuros apareció entre las sombras y se les colocó de frente. Por instinto, Caerid Lock alargó la mano hacia la empuñadura de la espada corta, pero las manos del otro ya habían inmobilizado los brazos del elfo sujetándoselos contra sus costados. Con un esfuerzo insignificante, la figura levantó a Caerid del suelo y lo apartó a un lado como si fuera un obstáculo ínfimo.

—Vamos, capitán —dijo una voz áspera para calmarlo—. No es necesario usar armas si estamos entre amigos. Solo quiero hablar con tu fardo un momento y luego desapareceré.

—¡Risca! —lo saludó Bremen, sorprendido—. ¡Qué placer volver a verte, viejo amigo!

—Te agradecería que me soltaras, Risca —le espetó Caerid Lock, irritado—. ¡Y no habría tratado de agarrar el arma si no hubieses aparecido de la nada sin anunciarte!

—Mis disculpas, capitán —arrulló el otro. Apartó las manos y las levantó, a la defensiva. Entonces, miró a Bremen—. Bienvenido, Bremen de Paranor.

Risca se acercó a la luz y abrazó al anciano. Era un enano barbudo, con una expresión franca y una espalda muy ancha. Tenía un cuerpo compacto, bajo, fornido y muy musculado. Con aquellos brazos como troncos lo aplastó un momento y lo soltó, solo para agarrarlo con unas manos nudosas y llenas de callos. Risca era como un tocón de raíces profundas que nada podía arrancar, erosionado por el paso del tiempo y las estaciones, que nunca envejecía. Era un druida guerrero, el último que quedaba de su clase, un experto en el manejo de armas y el arte de la guerra, un pozo sin fondo de conocimiento popular sobre las grandes batallas que se libraron desde la época en la que habían surgido las nuevas razas. Bremen lo había entrenado personalmente antes que lo desterraran hacía más de diez años. Tras todo lo que había ocurrido, Risca nunca había dejado de ser su amigo.

—Ya no soy «de Paranor», Risca —objetó Bremen—. Pero aún me siento como en casa. ¿Cómo estás?

—Bien, pero aburrido. Mis habilidades son de poca utilidad aquí dentro. Hay pocos druidas nuevos que estén interesados en el arte de la guerra. Me mantengo en forma practicando con la Guardia. Caerid me pone a prueba cada día.

El elfo resopló.

—Que te me comes con patatas, dirás. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido encontrarnos?

Risca soltó a Bremen y echó un vistazo en derredor con aire misterioso.

—Las paredes tienen oídos, al menos para aquellos que saben escuchar.

Caerid Lock se echó a reír a pesar de que no era su intención.

—El espionaje… ¡Otro arte afilado con precisión del arsenal de las habilidades de un guerrero!

Bremen le ofreció una sonrisa al enano.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

—Sé que vas a hablar con Athabasca. Pero yo quería hablar contigo primero. No, Caerid. Puedes oírlo. No tengo ningún secreto que no pueda confiarte. —El semblante del enano se tornó serio—. Solo puede haber una razón que te haya hecho volver, Bremen, y no deben de ser buenas noticias. Así sea. Sin embargo, necesitarás aliados, y yo soy uno. Cuenta conmigo para hablar en tu nombre cuando importe. Ostento una posición en la jerarquía del Consejo por antigüedad que pocos podrán ofrecerte. Tienes que saber cómo están las cosas, el Consejo no está muy contento con tu regreso.

—Espero poder convencer Athabasca de que la necesidad común requiere que olvidemos nuestras diferencias. —Bremen frunció el ceño; estaba pensando—. No puede ser tan difícil aceptarlo.

Risca sacudió la cabeza.

—Sí que puede, y lo será. Sé fuerte, Bremen. No le contradigas. Le desagrada lo que representas; su autoridad puede verse cuestionada, y nada de lo que hagas o digas cambiará su percepción. El miedo es un arma que te será más útil que razonar. Deja que comprenda el peligro. —De pronto, observó a Caerid—. ¿Le aconsejarías algo distinto?

El elfo dudó y, acto seguido, negó con la cabeza.

—No.

Risca se estiró para agarrar a Bremen de las manos una vez más.

—Hablaré contigo luego.

Giró sobre sus talones, se alejó por el corredor y desapareció entre las sombras. Bremen sonrió sin querer. Fuerte de cuerpo y espíritu, inflexible: ese era Risca. Nunca iba a cambiar.

El capitán elfo y el anciano retomaron la marcha y avanzaron por corredores y escaleras poco iluminados; tras cada curva se adentraban más en el bastión, hasta que al final llegaron a un rellano, al final de un tramo de escaleras, allí había una puertecilla estrecha, rodeada por un marco de hierro. Bremen había visto esa puerta unas cuantas veces en los años que había vivido en el castillo. Era la puerta trasera que conducía a las dependencias del Druida Supremo. Athabasca lo estaría esperando para recibirlo. Bremen inspiró hondo.

Caerid Lock tocó la puerta con delicadeza tres veces, hizo una pausa y, luego, volvió a tocar con suavidad una última vez. Desde el otro lado, una voz que les era familiar rugió:

—Adelante.

El capitán de la Guardia Druida empujó la puertecilla estrecha para que se abriera y después se hizo a un lado.

—Debo esperar aquí —avisó a Bremen, en voz baja.

Este asintió, divertido por la solemnidad que vio reflejada en el rostro del otro.

—Lo entiendo—le dijo—. Muchas gracias de nuevo, Caerid.

Se detuvo para acceder por aquella entrada tan baja y avanzó hacia el interior de la sala.

La habitación le era familiar. Era la cámara exclusiva del Druida Supremo, unas estancias privadas donde retirarse, que el líder del Consejo también usaba para celebrar reuniones. Era un salón grande, de techo alto, con ventanales de cristal emplomado, y revestido de estanterías llenas de papeles, artefactos, diarios y un montón de libros esparcidos por aquí y por allá. En el centro de la pared frontal, justo delante de donde estaban, se alzaba una puerta doble con un marco de hierro. Un escritorio enorme descansaba en el centro del salón. En aquel momento estaba completamente vacío y la superficie de madera bruñida reflejaba la luz de las velas.

Athabasca se encontraba de pie tras el escritorio, esperándole. Era un hombretón corpulento, fornido y arrogante, con una mata de pelo cano y unos ojos fríos y azules, hundidos en un rostro rubicundo. Vestía los ropajes azul oscuro del Druida Supremo, agarrados con un cinturón a la altura del vientre, sin ningún símbolo. En vez de eso, le colgaba del cuello el Eilt Druin, el medallón símbolo del cargo de Druida Supremo desde la época de Galáfilo. El Eilt Druin se había forjado con oro y una pequeña aleación de metales que lo endurecían, y estaba surcado de filigranas de plata. Tenía la forma de una mano que sostenía en alto una antorcha encendida: era el símbolo de los druidas desde sus inicios. Se decía que el medallón era mágico, aunque nadie había presenciado la magia que supuestamente albergaba. Las palabras Eilt Druin eran élficas y literalmente significaban: «mediante el conocimiento se consigue el poder».

Hubo una época en la que ese lema tenía un significado para los druidas. «Otra de las ironías de la vida» pensó Bremen, desalentado.

—Bien hallado, Bremen —lo recibió Athabasca, con esa voz profunda y sonora que tenía. Era el saludo tradicional, pero la versión de Athabasca sonó vacía y forzada.

—Bien hallado, Athabasca —replicó Bremen—. Os estoy muy agradecido porque hayáis accedido a verme.

—Caerid Lock fue bastante persuasivo. Además, no echamos a aquellos que se presentan ante nuestra puerta y que un día fueron hermanos.

«Ha sido una excepción, no volverá a suceder», le estaba comunicando. Bremen avanzó hasta quedar de pie cerca del gran escritorio. Sentía que había más distancia entre Athabasca y él que la que ponía la larga extensión de madera pulida. De nuevo se maravilló de lo pequeño que podía hacer sentir a uno aquel hombretón con su sola presencia. Aunque Bremen era unos cuantos años mayor que Athabasca, no podía evitar sentir que estaba en presencia de un patriarca.

—¿Qué queréis decirme, Bremen? —le preguntó Athabasca.

—Que se cierne un grave peligro sobre las Cuatro Tierras —respondió Bremen—. Los trolls han sido subyugados por un poder que transciende la vida en el plano físico y la fuerza de la muerte. Que las otras razas también caerán si no intervenimos para protegerlas. Que incuso los druidas corremos sumo peligro.

Athabasca acarició el Eilt Druin, distraído.

—¿Y qué forma adopta esta amenaza? ¿Es mágica?

Bremen asintió.

—Los rumores son ciertos, Athabasca. El Señor de los Brujos existe de verdad. Pero aún hay más: la criatura es la reencarnación del druida rebelde Brona, a quien se creyó derrotado y destruido hace ya más de trescientos años. Ha sobrevivido, se ha mantenido en vida gracias a la destrucción de su propia alma y a un uso insensato y malintencionado del Sueño Druida. Ya no tiene cuerpo, es solo espíritu. Con todo, lo que importa es que está vivo y que es la fuente del peligro que nos amenaza.

—¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis buscado durante vuestros viajes?

—Así es.

—¿Y cómo lo habéis logrado? ¿Acaso os permitió entrar? Por supuesto, habréis tenido que adentraros bajo una apariencia oculta.

—Me envolví de la magia de la invisibilidad gran parte del camino. Luego, me rodeé del boato de la maldad del mismísimo Señor de los Brujos, un disfraz que ni siquiera él puede comprender.

—¿Te convertiste en uno de ellos? —Athabasca se sujetaba las manos en la espalda. Su mirada era firme y vigilante.

—Temporalmente sí, me convertí en lo mismo que era él. Fue necesario para acercarme lo suficiente como para confirmar mis sospechas.

—¿Y qué ocurriría si al volverte uno con él, de algún modo, os hubiera corrompido, Bremen? ¿Y si al usar la magia habéis perdido la objetividad y el equilibrio? ¿Cómo podéis estar seguro de que lo que visteis no es fruto de vuestra imaginación? ¿Cómo podéis saber que el descubrimiento que nos estáis contando ahora es real?

Bremen se obligó a mantener la calma.

—Si la magia me hubiera corrompido, lo sabría, Athabasca. He dedicado muchos años de mi vida a estudiarla. La conozco mejor que nadie.

Athabasca le ofreció una sonrisa fría, llena de incertidumbre.

—Mas esa es precisamente la cuestión. ¿Hasta qué punto podemos comprender el poder de la magia? Os alejasteis del Consejo para emprender un estudio por vuestra cuenta y riesgo contra el que os previnimos. Proseguisteis por la misma senda por la que caminó otro; la criatura que afirmáis haber descubierto. Lo corrompió, Bremen. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que no os ha corrompido a vos también? Ah, estoy seguro de que creéis que sois inmune a su influjo. Sin embargo, eso también lo creían Brona y sus acólitos. La magia es una fuerza insidiosa, un poder que trasciende nuestra comprensión y en la que no se puede confiar. Ya tratamos de usarla en otro tiempo y nos engañó. Todavía tratamos de usarla, pero ahora procedemos con más cautela que la que tuvimos entonces; con mucha más, pues gracias a la mala fortuna de Brona y los demás hemos aprendido lo que puede suceder. Ahora bien, ¿con cuánta cautela habéis procedido, Bremen? La magia corrompe, eso lo sabemos. Corrompe y subvierte a todo aquel que la usa de un modo u otro y, al final, destruye al que la practica.

Bremen mantuvo un tono de voz firme al replicar:

—Las consecuencias de emplearla no pueden reducirse a resultados absolutos, Athabasca. La subversión puede darse en distintos grados y formas, según el modo en que se use la magia. Mas todo esto se puede aplicar también a las antiguas ciencias. Cualquier uso del poder corrompe. Eso no significa que no pueda utilizarse para un bien mayor. Soy consciente de que no aprobáis mi trabajo, pero tiene un valor. No me tomo el poder de la magia a la ligera, pero tampoco menosprecio los límites de las posibilidades que ofrece.

Athabasca sacudió la cabeza leonina.

—Creo que estáis demasiado implicado en este tema como para ser capaz de juzgar con objetividad. Fue vuestra perdición cuando nos abandonasteis.

—Tal vez —reconoció Bremen, en voz baja—. Mas eso ahora ya no importa. Lo que importa es que un peligro nos amenaza. A los druidas, Athabasca. Sin duda Brona recuerda quiénes propiciaron su derrota en la Primera Guerra de las Razas. Si pretende volver a conquistar las Cuatro Tierras, un objetivo que parece probable, lo primero que hará será tratar de destruir su amenaza principal: los druidas. El Consejo. Paranor.

Athabasca le observó con solemnidad un momento, luego se volvió y caminó hasta uno de los ventanales, donde se detuvo y contempló el exterior bañado por el sol. Bremen esperó un poco y luego retomó la palabra:

—He venido para pediros que me permitáis explicarlo ante el Consejo. Permitidme la oportunidad de contar a los demás todo lo que he visto. Dejad que ellos mismos sopesen la virtud de mis argumentos.

El Druida Supremo se volvió de nuevo, con la barbilla lo suficientemente alta como para que pareciera que miraba a Bremen por encima del hombro.

—Entre estos muros somos una comunidad, Bremen. Una familia. Vivimos juntos como lo haríamos con nuestros hermanos y hermanas, comprometidos con una misma forma de proceder: adquirir conocimiento del mundo y su funcionamiento. No favorecemos a un miembro de la comunidad ante otro; todos somos iguales. Y eso es algo que deberíais haber sido capaz de aceptar.

Bremen comenzó a protestar, pero Athabasca alzó la mano para exigir silencio.

—Nos abandonasteis bajo vuestras propias condiciones. Elegisteis abandonar a vuestra familia y vuestro trabajo para dedicaros a vuestra propia búsqueda. No podíais compartir vuestros estudios con nosotros porque infringían los límites de la autoridad que habíamos establecido. El beneficio propio no puede reemplazar el bien común. Las familias deben mantener un orden. Todos y cada uno de los miembros de una familia debe respetar al resto. Cuando nos abandonasteis, faltasteis al respeto a los deseos del Consejo. Creíais que sabíais más que nosotros. Renunciasteis a vuestro puesto dentro de nuestra comunidad. —Le lanzó una mirada gélida a Bremen—. Y ahora volveréis y os queréis convertir en nuestro líder. Vamos, ¡no tratéis de negarlo, Bremen! ¿En qué otra cosa podríais convertiros si no? Llegáis con datos que afirmáis haber descubierto solo vos, con pruebas sobre un poder que solo vos conocéis y un plan para salvar a las razas que solo vos podéis poner en práctica. El Señor de los Brujos existe. El Señor de los Brujos es Brona. El druida rebelde ha subvertido la magia para usarla en beneficio propio y ha sometido a los trolls. Todos ellos marcharán contra las Cuatro Tierras. Vos sois nuestra única esperanza. Debéis aconsejarnos cómo proceder y luego comandarnos para que cada cual cumpla con sus obligaciones cuando tratemos de detener esta farsa. Vos, que nos habéis abandonado durante tanto tiempo, ahora debéis liderarnos.

Bremen negó con la cabeza, despacio. A estas alturas, ya sabía cómo iba a terminar aquello, pero siguió adelante a pesar de todo.

—No pretendo comandar a nadie. Tan solo querría avisar del peligro que he descubierto, nada más. Lo que ocurra después lo deberéis determinar vos, como Druida Supremo, y el Consejo. No pretendo volver como miembro del Consejo. Solo quiero que me escuchéis y, luego, proseguiré mi camino.

Athabasca sonrió.

—Todavía tenéis esa confianza plena en vos mismo. Me sorprende, pero os admiro por vuestra determinación, Bremen, aunque creo que estáis equivocado y os han engañado. No obstante, no soy más que uno, y no creo que deba tomar esta decisión yo solo. Esperad aquí con el capitán Lock. Convocaré al Consejo y le pediré que contemple vuestra petición. ¿Accederá a escucharos o no? Dejaré que ellos sean quienes decidan.

De pronto, dio unos golpes en el escritorio y la puertecilla trasera del salón se abrió. Caerid Lock entró y les hizo el saludo.

—Quedaos con nuestro invitado —ordenó Athabasca— hasta que regrese.

Acto seguido, salió por la puerta doble que había en la parte delantera de los aposentos sin mirar atrás.

***

Athabasca estuvo casi cuatro horas fuera. Bremen se sentó en un banco situado al lado de uno de los ventanales y contempló la luz neblinosa de última hora de la tarde. Esperó pacientemente, consciente que poco más podía hacer. Estuvo charlando con Caerid Lock un rato y este lo puso al corriente del trabajo que últimamente realizaba el Consejo; descubrió que había avanzado en la misma línea en la que lo había hecho durante años, que poco había cambiado y que no se había logrado casi nada. Oír todo aquello lo dejó abatido y Bremen pronto dejó de preguntar. Se puso a cavilar sobre lo que diría al Consejo y en cómo iban a responder los miembros, aunque en el fondo era consciente de que era una pérdida de tiempo. Entonces se dio cuenta de la razón por la que Athabasca había accedido a reunirse con él. El Druida Supremo creía que era mejor granjearle la entrada y escucharlo que rechazarlo de plano; era mejor tratar de dar cierta apariencia de consideración que no ofrecer ninguna. No obstante, la decisión ya estaba tomada. No le iban a escuchar. Era un paria y no se le permitiría volver a formar parte de ellos. No encontraría ninguna razón, por muy convincente o imperiosa que fuera. Era un hombre peligroso, Athabasca así lo veía, y otros también, supuso. Había usado la magia con desdén. Había jugado con fuego. No iban a escuchar a un hombre así. Ni ahora ni nunca.

Qué triste. Había ido a avisarlos, pero el Consejo estaba fuera de su alcance. Podía notarlo. Ahora solo estaba esperando la confirmación.

Esta llegó deprisa, cerca del término de las cuatro horas de espera. Athabasca cruzó el umbral con la actitud brusca de un hombre que tiene cosas mejores que hacer.

—Bremen —lo recibió y lo despidió al mismo tiempo. No le prestó la menor atención a Caerid Lock, pero tampoco le pidió que se retirara—. El Consejo ha considerado vuestra petición y la ha rechazado. Si quisierais volver a presentarla por escrito, se la daré al comité para que la contemplen. —Se sentó tras el escritorio con un fajo de papeles y se puso a leerlos con atención. El Eilt Druin titilaba, brillante, al oscilarle sobre el pecho—. Nos hemos comprometido a seguir un principio de no implicación con las razas. Lo que queréis violaría esa regla. Debemos mantenernos alejados de la política y de los conflictos interraciales. Vuestras especulaciones son demasiado generales y carecen por completo de fundamento. No podemos darles crédito.

Alzó la mirada.

—Podéis abasteceros de cualquier cosa que necesitéis para proseguir vuestro viaje. Os deseo buena suerte. Capitán Lock, por favor, acompañad a nuestro invitado a la puerta principal.

Volvió la vista hacia los documentos. Bremen se quedó mirándolo sin palabras, asombrado sin quererlo ante la brusquedad de esa autorización para que se retirara. Cuando Athabasca continuó ignorándolo, Bremen dijo en voz baja:

—Sois un necio.

Se volvió hacia Caerid y lo siguió por la puertecilla hacia la escalera por donde habían venido. Tras ellos, Bremen oyó que la puerta se cerraba y corrían el pestillo.

El primer rey de Shannara

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