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ОглавлениеEsa misma noche, al oeste y al norte del lugar donde Bremen había hecho frente a la sombra de Galáfilo, en las profundidades del círculo de piedra de los Dientes del Dragón, Caerid Lock hacía la ronda nocturna en Paranor. Cerca de la medianoche, cuando recorría una galería que se abría en los parapetos orientados hacia el sur, un terrible destello de luz en el horizonte lejano lo distrajo un momento. Se detuvo mientras observaba y aguzaba el oído ante el silencio. Una masa de nubes cubría el cielo de una punta a la otra, ocultando la luna y las estrellas y sumiendo el mundo en la oscuridad. Se produjo otro destello de luz, que escindió la noche durante un segundo como si fuera cristal roto, para luego desvanecerse como si nunca hubiera existido. Acto seguido, retumbó un trueno, un estruendo largo y profundo que resonó en las cumbres de las montañas. La tormenta se había quedado al sur de Paranor, pero el aire transportaba el olor de la lluvia y el silencio era sepulcral y sofocante.
El capitán de la guardia druida se demoró un poco más, perdido en sus pensamientos, y poco tiempo después entró por una puerta de la torre, adentrándose en la Fortaleza. Hacía esas rondas todas las noches, sin dignarse a dormir. Era un hombre compulsivo cuyos hábitos laborales nunca se alteraban. Los momentos que podían encerrar el mayor peligro, según él, eran justo antes de la medianoche y justo antes del alba. Eran los momentos en que el cansancio y el sueño embotaban los sentidos y te volvían descuidado. Si había un ataque planeado, arremeterían entonces. Porque Caerid Lock creía que Bremen no hubiera ido a avisarlos si no hubiera tenido una razón de peso y, como él era precavido por naturaleza, estaba resuelto a aguzar la vista, en especial a lo largo de las semanas siguientes. Ya había incrementado el número de guardas que hacían cada ronda y había iniciado el trabajoso proceso de reforzar las cerraduras de las puertas. Se había planteado mandar patrullas por la noche a los bosques que los circundaban como protección adicional, pero lo había descartado porque estos quedarían demasiado vulnerables sin la protección de los muros. La Guardia era grande, pero no era un ejército. Podía proveer el castillo de seguridad, pero no podía librar una batalla en campo abierto. Bajó las escaleras de la torre, llegó al patio frontal y lo cruzó. Media docena de guardas estaban apostados en la entrada, ocupándose de las puertas, el rastrillo y las torres de vigilancia que enmarcaban el portón de la fortificación. Todos se colocaron en posición de firmes cuando vieron que se acercaba. Habló con el oficial al mando, confirmó que todo estaba correcto y siguió adelante. Volvió por donde había venido y oyó cómo el estruendo de otro trueno rompía el silencio sepulcral de la noche, aunque se giró raudo hacia el sur, tratando de divisar el fogonazo de luz que sin duda lo había precedido, ya sabía que el destello ya habría pasado. Estaba intranquilo, pero no lo estaba más esa noche que las otras, ya que siempre se sentía preocupado e impulsado a cumplir sus obligaciones. A veces pensaba que se había quedado demasiado tiempo en Paranor. Realizaba bien su trabajo; era consciente de que todavía era bueno y estaba orgulloso de cómo dirigía la guardia; todos los que prestaban servicio ahora los había seleccionado y entrenado él personalmente. Conformaban un grupo sólido, en el que se podía confiar, y sabía que podía atribuirse el mérito. Sin embargo, se estaba haciendo viejo y la edad conllevaba un embotamiento de los sentidos espoleado por un exceso de confianza. Y no se lo podía permitir. Vivían tiempos peligrosos, con la caída de las Tierras del Norte y los rumores sobre el Señor de los Brujos. En ese momento sintió que se producía un cambio en el viento. Un mal se dirigía hacia las Cuatro Tierras y sin duda barrería a los druidas del mapa a su paso. Un mal se dirigía hacia allí y Caerid Lock estaba preocupado por si no lo reconocía hasta que ya fuera demasiado tarde.
Cruzó un umbral que se abría en un extremo del patio y avanzó por un corredor que recorría el muro norte y el portón que había en esa cara. Había cuatro portones en la Fortaleza, uno en cada lado. También había una cantidad limitada de puertecillas, pero estas estaban hechas de piedra y se cerraban con hierro. Muchas estaban escondidas de un modo brillante. Se podían encontrar si uno se esforzaba lo suficiente, pero para conseguirlo se debía estar justo delante del muro, donde la luz era buena y los guardas de las almenas podían verte. No obstante, Caerid apostó un hombre en cada una, durante las horas que comprendían el alba y el ocaso; no quería dejar nada al azar. Pasó ante dos de esos guardias mientras se dirigía al portón de la cara oeste; aún debía recorrer casi cincuenta metros más de ese corredor sinuoso. Cada guarda lo recibió con un saludo de cabeza muy marcado. «En guardia y a punto», le comunicaron de ese modo. Caerid les respondió a ambos asintiendo con la cabeza y prosiguió su camino.
Con todo, frunció el ceño cuando se hubo alejado, preocupado por aquel destacamento. El hombre que hacía guardia ante la primera puerta, un troll de Kershalt, era un veterano, pero el hombre apostado ante la segunda, un elfo joven, era nuevo. No le gustaba que los nuevos montaran guardia solos. Tomó nota mentalmente de corregir eso antes de la siguiente guardia.
Estaba tan abstraído en esa cuestión cuando pasó por delante de las escaleras que conducían a las dependencias de los druidas que no se percató del movimiento furtivo de los tres hombres que estaban allí escondidos.
***
Los hombres se parapetaron con fuerza tras la pared de piedra cuando el capitán de la guardia druídica pasó por debajo, sin verlos. Se quedaron completamente quietos hasta que este hubo desaparecido y, entonces, se distanciaron de nuevo, prosiguiendo el descenso. Eran druidas, los tres; cada uno había servido durante más de diez años al Consejo y todos abrigaban la profunda convicción, propia de un fanático, de que estaban destinados a hacer grandes cosas. Habían vivido según el mandato de la orden de los druidas y los irritaban sus normas, les parecían estúpidas y sin sentido y no les llenaban. El poder era necesario para que la vida tuviera sentido. Los logros de un hombre carecían de importancia si no comportaban un beneficio personal. ¿De qué servía el estudio personal si luego no se podían poner en práctica los conocimientos? ¿Qué sentido tenía repasar tantos secretos de la antigua ciencia y de la magia si nunca podrían comprobarse? Eso se preguntaban los tres; al principio cada uno por separado, luego en conjunto cuando se dieron cuenta de que compartían las mismas opiniones. Por supuesto, no eran los únicos que estaban descontentos. Otros pensaban lo mismo. Pero nadie más lo hacía con tanto fervor; nadie que, como estos tres, llegara a permitir que eso lo corrompiera.
Para ellos, ya no había esperanza. El Señor de los Brujos hacía tiempo que los buscaba, desde que empezó a planear su venganza contra los druidas. Al final los descubrió y los hizo suyos. Le había llevado tiempo, pero poco a poco se los había ganado, del mismo modo que se había ganado aquellos que lo habían acompañado cuando había abandonado la Fortaleza hacía trescientos cincuenta años. Siempre había hombres así en Paranor, hombres que esperaban que alguien los reivindicara, hombres que esperaban que alguien los usara. Brona había sido muy astuto cuando se les había acercado: no había desvelado su verdadera identidad al principio y había dejado que creyeran que lo que él les susurraba eran sus propios pensamientos. Les había abierto un abanico de posibilidades, el perfume del poder, el atractivo de la magia. Dejó que se encadenaran a él con sus propias manos, que forjaran cerrojos de expectativas y avaricia, que se convirtieran voluntariamente en esclavos tras volverse adictos a sueños y esperanzas falsos. Al final, le habían suplicado que los aceptara, incluso después de descubrir quién era y el precio que debían pagar.
Y ahora se arrastraban por los pasadizos de Paranor con intenciones oscuras, obligados a actuar de un modo que los condenaría para siempre. Salieron del hueco de la escalera en silencio y avanzaron por el corredor con mucho sigilo hasta llegar a la puerta en la que el joven elfo montaba guardia. Se aferraron a las sombras, allí donde no llegaba la luz de la antorcha encendida, y emplearon pequeños conjuros que les había enseñado el Amo (ah, el dulce sabor del poder) para resguardarse de la mirada del guardia joven.
En un abrir y cerrar de ojos, se abalanzaron sobre él y uno le asestó un golpe seco en la cabeza que lo dejó inconsciente. Los otros dos se apresuraron, frenéticos, a centrarse en las cerraduras que protegían la puerta de piedra y las abrieron una por una. Retiraron la pesada reja de hierro, quitaron la barra maciza del soporte y, finalmente y de un modo irrevocable, tiraron de la puerta, de modo que Paranor quedaba abierto a la noche y a los seres que aguardaban ahí fuera.
Los druidas retrocedieron cuando el primero de esos seres avanzó, arrastrando los pies, hacia la luz. Era un Portador de la Calavera, encorvado y enorme, envuelto en un manto negro y con las garras extendidas; una bestia de bordes afilados, planos llanos, dureza y corpulencia. Su presencia llenó el pasillo y pareció que absorbía el aire de toda la estancia. Unos ojos rojos ardientes traspasaron a los tres hombres, que se encogieron bajo esa mirada. El ser los empujó para pasar por delante de ellos con desdén. Oyeron el batir suave de unas alas que se asemejaban al cuero. Con un siseo de satisfacción, agarró al joven guardia elfo, le arrancó la cabeza y lo echó a un lado. Los druidas se estremecieron cuando el cadáver los roció con la sangre de la víctima.
El Portador de la Calavera hizo señas a la oscuridad que aguardaba fuera y otras criaturas cruzaron el umbral, seres que eran todo dientes y garras, retorcidos y con unas matas de pelo negro erizado. Armados y listos, de vista aguda y sigilosos. A algunos apenas se los podía reconocer; tal vez otrora habían sido trolls. Otros eran bestias del averno que en ningún caso se asemejaban a un humano. Todos habían estado esperando desde que el sol se había puesto en un hueco oscuro, al amparo de los muros exteriores, donde no se les podía divisar desde los parapetos. Se habían escondido allí, sabedores de que esas tres criaturas penosas que se encogían ante ellos eran propiedad del Amo y les granjearían el acceso a la Fortaleza.
Ahora que ya habían entrado, estaban ansiosos por comenzar el baño de sangre que se les había prometido.
El Portador de la Calavera envió a uno de esos seres al exterior para que reuniera a los que quedaran en el bosque. Había unos cuantos centenares esperando la señal para avanzar. Los verían desde los muros cuando salieran del bosque, pero darían la voz de alarma demasiado tarde. Para cuando los defensores de Paranor llegaran hasta ellos, ya habrían penetrado en la Fortaleza.
El Portador de la Calavera se volvió y encabezó la marcha hacia el final del pasadizo. Ignoró por completo a los tres druidas. Para él, eran menos que nada. Los dejó atrás; eran desechos, restos. El Amo sería quien decidiría su fortuna. Lo único que le importaba al cazador alado era la matanza que les esperaba.
Los atacantes se dividían en grupos pequeños a medida que iban avanzando. Algunos treparon por las escaleras que llevaba a las dependencias de los druidas. Otros tomaron un corredor secundario que se dirigía hacia el interior de la Fortaleza. La mayoría siguió los pasos del Portador de la Calavera a lo largo del pasadizo que les conduciría hasta las puertas principales.
Al cabo de poco, comenzaron los gritos.
***
Caerid Lock cruzó el patio a toda velocidad para llegar al portón norte cuando por fin se dio la alarma. Primero se oyeron los gritos; luego, sonó el cuerno de batalla. El capitán de la Guardia Druida lo supo todo en un segundo: la profecía de Bremen se había cumplido; el Señor de los Brujos había penetrado los muros de Paranor. La certeza de este hecho le heló la sangre. Iba llamando a sus hombres a medida que corría, creyendo tal vez que aún estaban a tiempo. Se abalanzaron, listos para atacar, hacia la Fortaleza, y avanzaron por el pasaje que conducía a la puerta que habían abierto los druidas traidores. Al doblar una esquina, vieron que el corredor que se extendía delante estaba atestado de formas negras y encorvadas que se escurrían por la brecha abierta a la noche. Enseguida, Caerid Lock se dio cuenta de que eran demasiados como para entablar combate con ellos, de modo que él y sus hombres se batieron en retirada a toda prisa, pero las bestias se apresuraron a seguirles. La Guardia abandonó los niveles inferiores y subió por las escaleras para llegar al siguiente piso. Cerraron las puertas y bajaron las verjas que iban cruzando tras ellos en un intento de impedir el avance de sus enemigos. Era una apuesta desesperada, pero era todo lo que se le ocurrió a Caerid Lock.
En la planta siguiente pudieron clausurar las entradas secundarias y avanzar hasta las escaleras principales. En ese momento ya eran cincuenta guardas, pero todavía no eran suficientes. Caerid mandó algunos hombres a despertar a los druidas para suplicarles que los ayudaran. Algunos de los druidas mayores conocían la magia e iban a necesitar cualquier fuente de poder que pudieran invocar para sobrevivir. Las ideas se le agolpaban en la cabeza mientras colocaba a la Guardia en formación. No habían luchado para entrar. Alguien les había abierto la puerta. Alguien los había traicionado. Se prometió que iba a encontrar a los responsables más tarde. Se ocuparía de ellos personalmente.
La Guardia se preparó para ofrecer resistencia en lo alto de las escaleras. Elfos, enanos, trolls y uno o dos gnomos estaban hombro con hombro, ordenados y listos para atacar. Su resolución los unía. Caerid Lock se colocó el primero, en el centro de las filas, con la espada desenvainada. No trató de engañarse: como mucho, conseguirían retenerlos, pero al final estaban condenados a la derrota. Ya entonces se estaba planteando las opciones que tendría cuando los vencieran. No se podía hacer nada por los muros exteriores, ya los habían perdido. De momento, aún dominaban los muros interiores y la Fortaleza, habían cerrado las entradas y la Guardia se había congregado para defenderla. No obstante, todo aquello solo conseguiría retrasar el avance de un atacante decidido. Había demasiados accesos —por los lados, por arriba, por debajo de los muros interiores— como para que la Guardia pudiera resistir mucho tiempo. Tarde o temprano, el atacante conseguiría entrar por el otro lado. Y cuando eso ocurriera, tendrían que huir para salvar la vida.
El enemigo se preparó para atacar desde la parte inferior. Un Portador de la Calavera gritaba órdenes a los monstruos de extremidades retorcidas que ascendían por las escaleras en una maraña de dientes, garras y armas. El pequeño destacamento de la Guardia Druida repelió el ataque. Cuando los monstruos volvieron a la carga, de nuevo, la Guardia les hizo retroceder. Pero a esas alturas la mitad de los defensores estaban muertos o heridos. Y no había llegado nadie para relevarlos.
Caerid Lock echó un vistazo alrededor, desesperado. ¿Dónde estaban los druidas? ¿Por qué no habían reaccionado a la llamada?
Los monstruos atacaron por tercera vez, una masa erizada de cuerpos que no cesaban de asestar golpes, zarandeando los brazos como aspas de molino mientras proferían gritos y chillidos desde lo profundo de sus gargantas. La Guardia Druida contraatacó y los mandó escaleras abajo, pero la mitad de los suyos habían caído y sus cuerpos estaban desparramados, sin vida, por los escalones bañados en sangre.
Caerid agarró a un guarda de la guerrera y le susurró, desesperado:
—¡Encuentra a los druidas y diles que huyan ahora que todavía pueden! ¡Diles que ha caído Paranor! ¡Y luego huye tú también!
El rostro del mensajero palideció y se alejó corriendo sin mediar palabra.
Su atención volvió a las sombras que aguardaban abajo, una masa de formas negras y gritos guturales que se preparaban para el próximo asalto. Justo en ese momento, en algún lugar de la Fortaleza, donde dormían los druidas, se oyó un grito desgarrador.
Caerid sintió que se le encogía el corazón. «Se acabó», pensó; no estaba asustado ni triste, tan solo indignado.
Al cabo de un instante, una nueva oleada de las criaturas del Señor de los Brujos ascendió por las escaleras. Caerid y la Guardia mermada se prepararon para hacerles frente blandiendo las armas.
Sin embargo, esta vez había demasiados.
***
Kahle Rese estaba dormido en la biblioteca de los druidas cuando el ruido de la contienda lo despertó. Se había quedado trabajando hasta tarde, catalogando informes que había recopilado durante el último lustro sobre los patrones que regían las condiciones del tiempo y cómo estas afectaban a las cosechas. Al final, se había quedado dormido sobre el escritorio. Se despertó sobresaltado, impactado por los gritos de los heridos, el entrechocar de las armas y el ruido sordo de las botas. Irguió la cabeza cana y miró en derredor con aire vacilante; luego se levantó, se tomó un segundo para tranquilizarse y fue hacia la entrada.
Se asomó por la puerta con cautela. Ahora oía los gritos más fuerte, más atroces, desesperados y desgarradores. Había hombres que pasaban corriendo ante él, miembros de la guardia druida. Pronto se dio cuenta de que la Fortaleza estaba siendo atacada. Habían hecho caso omiso de las advertencias de Bremen y ahora debían pagar el precio de su atención. Se sorprendió de lo seguro que estaba de lo que ocurría y de cómo iba a terminar. Era perfectamente consciente de que no sobreviviría a la noche.
Sin embargo, vaciló; ni siquiera a esas alturas quería aceptar lo que ya sabía. El pasadizo estaba vacío ahora y el ruido de la batalla se concentraba en algún lugar de más abajo. Se planteó salir para ver mejor cómo estaban las cosas, pero mientras le daba vueltas, una presencia sombría apareció en el rellano de las escaleras traseras. Metió la cabeza adentro con rapidez y escudriñó lo que sucedía por la minúscula rendija que había dejado.
Vio cómo unas criaturas negras y deformes avanzaban tambaleándose, seres irreconocibles, monstruos sacados de sus peores pesadillas. Contuvo el aliento y dejó de respirar. Se iban abriendo camino, habitación por habitación, a lo largo del pasillo donde él estaba escondido.
Cerró con cuidado la puerta de la biblioteca y pasó el cerrojo. Durante un instante se limitó a quedarse allí apoyado, incapaz de moverse. Un torrente de imágenes le llenó la memoria, recuerdos de sus inicios como aprendiz de druida, de su posterior puesto como escriba, de los esfuerzos incesantes por compilar y preservar las escrituras del antiguo mundo y del viejo reino de la magia. Habían ocurrido muchísimas cosas en un breve período de tiempo. Sacudió la cabeza, asombrado. ¿Cómo había sucedido todo tan deprisa?
Unos nuevo gritos, que procedían del pasillo por el que merodeaban los monstruos, le indicaron que estos estaban cada vez mas cerca. Se le acababa el tiempo.
Se dirigió con presteza hacia el escritorio y sacó la bolsita de cuero que Bremen le había entregado. Tal vez debería haber acompañado a su viejo amigo. Tal vez debería haberse salvado cuando aún había estado a tiempo. Pero ¿quién habría protegido la Historia de los druidas si lo hubiera hecho? ¿En quién más podría haber confiado Bremen? Además, este era su lugar. A esas alturas, conocía bien poco sobre el mundo que aguardaba ahí fuera; había pasado demasiado tiempo desde la última vez que se había aventurado al exterior. No le hubiera sido de utilidad a nadie al otro lado de la muralla. Aquí, al menos, todavía tenía un propósito.
Se dirigió hacia la librería que hacía las veces de puerta oculta que conducía a la habitación donde guardaban los volúmenes de la Historia de los druidas y la abrió. Entró y echó un vistazo alrededor. La estancia estaba llena de libros enormes encuadernados en piel. Fila tras fila, descansaban numerados, ordenados de forma secuencial; contenedores del conocimiento, de toda la sabiduría que los druidas habían recopilado desde que celebraron el Primer Concilio hasta la vieja época de la magia, los hombres y las Grandes Guerras. Cada página de aquellos libros estaba llena de la información que habían conseguido y documentado. Parte de estos conocimientos habían podido ser descifrados, pero algunos aún era un misterio; era todo el saber que quedaba sobre la ciencia y la magia del pasado y del presente. Gran parte de los textos los había anotado el propio Kahle, había escrito cada palabra a consciencia, línea por línea, durante más de cuarenta años. Aquellos documentos constituían el orgullo más grande del anciano, el símbolo del trabajo de toda una vida, su logro predilecto.
Se encaminó hacia los estantes que le quedaban más cerca, respiró hondo y desató el cordón de la bolsita de cuero que le había dado Bremen. Recelaba de cualquier tipo de magia, pero no le quedaba otra opción. Además, Bremen nunca lo habría engañado. A ambos les importaba que se preservaran las crónicas. Estas tenían que conservarse, tal y como se habían concebido desde el principio. Tenían que perdurar más que ellos.
Tomó un puñado generoso del polvo, plateado y brillante, que encontró dentro de la bolsita y lo lanzó sobre un conjunto de libros. Al instante, toda la pared en la que estaban almacenados los libros comenzó a relucir como si fuese un espejismo fruto del calor sofocante del verano. Kahle dudó y luego tiró más polvo sobre aquella cortina líquida. Los estantes y los libros desaparecieron. A partir de entonces, procedió más deprisa, agarrando puñados enteros de polvo y lanzándolos a cada juego de estanterías, a cada grupo de libros, mientras contemplaba cómo brillaban y se desvanecían.
Poco después, la Historia de los druidas había desaparecido por completo. Lo único que quedaba era una habitación con las cuatro paredes desnudas y una mesa grande para leer en el centro.
Kahle Rese asintió satisfecho. Ahora las crónicas estaban a salvo. Incluso si descubrían esta estancia, el contenido seguiría oculto. Era la única esperanza que le quedaba.
Salió de la habitación, súbitamente cansado. Oía chirridos que procedían de la puerta de la biblioteca mientras unas garras rígidas trataban de agarrar el pomo y girarlo. Kahle se volvió y cerró la puerta oculta tras la librería con cuidado. Se guardó la bolsita de cuero, ahora casi vacía, en un bolsillo de los ropajes, fue hacia el escritorio y se quedó ahí de pie. No tenía armas. No tenía ningún lugar donde refugiarse. No le quedaba otra cosa que esperar.
En el pasillo, cuerpos pesados se lanzaban contra la puerta, astillándola. Al cabo de un instante, esta cedió y se abrió con un estrépito, estrellándose contra la pared. Tres bestias jorobadas entraron en la habitación arrastrando los pies y clavaron los ojos rojos entrecerrados y llenos de odio en él. Kahle les plantó cara sin inmutarse mientras los monstruos se le acercaban.
El que estaba más cerca sostenía una lanza corta. Algo en el comportamiento inmutable del hombre que tenía delante lo enfureció. En cuanto estuvo encima de Kahle Rese, le atravesó el pecho con la lanza y lo asesinó instante.
***
Cuando todo hubo terminado, cuando ya habían dado caza y masacrado a los guardias que habían aguantado el asalto, llevaron a los druidas que habían sobrevivido, como si fueran ganado, desde los escondites donde los habían encontrado hasta la sala de la Asamblea. Allí les obligaron a arrodillarse, rodeados por los monstruos que los habían subyugado. Encontraron a Athabasca, aún vivo, y lo condujeron ante el Portador de la Calavera. La criatura observó al imponente Primer Druida de pelo cano y, luego, le ordenó que se sometiera y lo reconociera como amo y señor. Cuando Athabasca se negó, orgulloso y desdeñoso incluso en la derrota, la criatura lo agarró del cuello, clavó la mirada en sus ojos aterrorizados y los quemó con el fuego que se reflejó en los suyos.
Mientras Athabasca se retorcía de dolor en el suelo de piedra, se hizo el silencio en la sala. La cháchara y los siseos se fueron apagando. Los chirridos de las garras y el rechinar de dientes se desvanecieron. Se impuso un silencio sepulcral y, como un mal presagio, todas las miradas se dirigieron hacia la entrada principal, donde los portones colgaban, destrozados y fuera de las bisagras.
Ahí, en la entrada, parecía que las sombras se agrupaban, una masa de oscuridad que fue cobrando forma paulatinamente hasta que se transformó en una figura alta, vestida con una toga que no se arrastraba sobre el suelo como la del resto de los hombres, sino que flotaba en el aire, ligera e incorpórea como el humo. El frío impregnó el ambiente de la sala de la Asamblea cuando llegó, un aire glacial que recorrió la estancia y caló a los druidas prisioneros hasta los huesos. Uno por uno, los captores se postraron de rodillas con la cabeza gacha mientras musitaban con voz ronca:
—Amo, Amo.
El Señor de los Brujos contempló con desdén a los druidas derrotados y la satisfacción lo embargó. Ahora eran suyos. Paranor era suyo. Tenía la venganza en la punta de los dedos, tras tanto tiempo.
Hizo que sus criaturas se alzaran de nuevo y luego alargó un brazo, cubierto con la toga, hacia Athabasca. Incapaz de resistirse, ciego y atenazado por un dolor indescriptible, el Primer Druida se alzó del suelo como si lo guiaran hilos invisibles. Quedó flotando en el aire, por encima del resto de druidas, gritando de terror. El Señor de los Brujos hizo un gesto girando la muñeca y el Primer Druida se sumió en un silencio inquietante. Tras otra torsión de muñeca, el Primer Druida comenzó a entonar un cántico, sumido en una agonía atroz:
—Amo, Amo, Amo.
Los druidas que se apiñaban a su alrededor volvieron la mirada, avergonzados y enfurecidos. Algunos rompieron a llorar. Las criaturas del Señor de los Brujos allí concentradas comenzaron a sisear para expresar la aprobación y el placer que les producía aquel espectáculo, y levantaron las garras para aplaudir.
Entonces, el Señor de los Brujos asintió y el portador de la calavera asestó un golpe con una rapidez arrolladora, arrancándole el corazón a Athabasca cuando este aún respiraba. El Primer Druida echó la cabeza hacia atrás y chilló mientras le estallaba el pecho y, en apenas un instante, se desplomó hacia adelante, muerto.
Durante varios segundos eternos, el Señor de los Brujos sostuvo su cuerpo inerte suspendido sobre las cabezas de sus compañeros como una muñeca de trapo, mientras la sangre chorreaba del pecho. Lo hizo balancearse de un lado para otro, hacia delante y atrás y, al final, lo dejó caer sobre la piedra, donde quedó como una masa empapada de carne y huesos destrozados.
Acto seguido, hizo que sacaran de la sala de la Asamblea a los prisioneros y que los condujeran, como un rebaño, hasta las bodegas más soterradas de Paranor, donde los emparedaron vivos.
Cuando el último grito se desvaneció y cedió paso al silencio, el Señor de los Brujos volvió a subir las escaleras y recorrió los pasillos de la Fortaleza, buscando la Historia de los druidas. Había aniquilado a los druidas y ahora debía destruir sus conocimientos. O llevarse lo que le fuera útil. Se movió con presteza, porque ya percibía la agitación que procedía del pozo sin fondo que había en la Fortaleza, que hedía a una magia que se despertaba como reacción a su presencia aquí. En sus propios dominios, su poder no tenía parangón. Aquí, en cambio, en el refugio de su mayor enemigo, puede que sí que lo tuviera. Encontró la biblioteca y la puso patas arriba. Descubrió la librería que conducía a la estancia secreta, pero esa habitación estaba vacía. Notó que se estaba usando la magia, pero no podía determinar el origen ni la intención de esta. De las crónicas no había ni rastro.
En las profundidades del Pozo de los druidas, la agitación aumentaba. Alguien había soltado algo, anticipándose a su llegada, y eso empezaba a salir para ir a buscarlo. Le inquietaba que eso ocurriera, que un poder de ese tipo se hubiera dejado como vigilante para desafiarlo. Era impensable que esos mortales penosos a los que había sometido con tanta facilidad hubieran conseguido algo así. Hacía tiempo que eran incapaces de invocar tal poder. No, tenía que haber sido alguien como el que había penetrado sus dominios hacía bien poco, aquel a quien habían seguido sus criaturas: el druida Bremen.
Volvió a la sala de la Asamblea, ansioso por salir de ahí tan rápido como pudiera. Ya había cumplido su venganza. Hizo que llevaran ante él a los tres druidas que habían traicionado Paranor. No habló con ellos con palabras, ya que no eran dignos de tal deferencia, por lo que se comunicó mediante el pensamiento. Se encogieron y se postraron ante él como borregos, pobres criaturas estúpidas, que querían ser más de lo que podían abarcar.
«¡Amo!», gimotearon en tono apaciguador. «¡Amo, solo os servimos a vos!».
«¿Quién de entre los druidas ha escapado de Paranor además de Bremen?».
«Solo tres, Amo. Un enano, Risca. Un elfo, Tay Trefenwyd, y una muchacha de las Tierras del Sur, Mareth».
«¿Se han ido con Bremen?».
«Sí, acompañan a Bremen».
«¿No ha escapado nadie más?».
«No, Amo. Ni uno solo».
«Volverán. Oirán que Paranor ha caído y querrán asegurarse de que así ha sido. Pero los estaréis esperando y terminaréis lo que he empezado. Entonces, seréis igual que yo».
«¡Sí, Amo, sí!».
«Alzaos».
Así lo hicieron. Se levantaron a toda prisa, con ansiedad e impaciencia, con el espíritu y la mente corrompidos, para que él dispusiera de ellos como quisiera. Con todo, carecían de la fuerza necesaria para hacer lo que les pedía, de modo que debía modificarlos. Proyectó la magia hacia ellos y los envolvió de hebras tan finas como los hilos de una telaraña y tan resistentes como el hierro, y les arrebató lo último que les quedaba de humanidad.
Los gritos que profirieron resonaron por los pasillos vacíos mientras él les daba una nueva forma. Sus piernas y brazos se deformaron. Sus cabezas se sacudieron con brusquedad, provocando que los ojos se les saliesen de sus cuencas.
Cuando hubo terminado, era imposible reconocerlos. Los dejó de este modo y, con el resto de sus acólitos siguiendo su estela con obediencia, salió hacia la noche con sigilo y dejó el castillo de los druidas a los moribundos y a los muertos.