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ОглавлениеEstaban sentados alrededor de la pequeña fogata, habían terminado de cenar y cada uno estaba ocupado con otras tareas. Risca afilaba la hoja del sable. Tay bebía cerveza del odre y se dedicaba a dibujar en el polvo. Kinson cosía un nuevo trozo de cuero en una bota, donde la suela se estaba soltando. Mareth estaba sentada aparte y los contemplaba con esa mirada extraña y penetrante que lo absorbía todo y no delataba nada.
Se hizo un silencio cuando Bremen hubo terminado, y cuatro cabezas se alzaron al unísono para mirarlo de hito en hito.
—Mi intención es hablar con los espíritus de los muertos con el fin de conocer qué debemos hacer para proteger a las razas. Trataré de indagar sobre el modo en que debemos proceder e intentaré descubrir nuestro sino.
Tay Trefenwyd se aclaró la garganta con suavidad.
—El Cuerno del Hades es un lugar prohibido para los mortales. Incluso para los druidas. Las aguas son ponzoñosas. Un sorbo y estás muerto. —Miró a Bremen con aire pensativo y luego desvió la vista—. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?
Bremen asintió.
—Sé que visitar el Cuerno del Hades acarrea peligro. E invocar a los no muertos acarrea más peligro si cabe. Sin embargo, he estudiado la magia que guarda el inframundo y los portales que lo conectan al nuestro, he recorrido los caminos que existen entre ambos y he vivido para contarlo. —Le dedicó una sonrisa al elfo—. He viajado muy lejos desde la última vez que nos vimos, Tay.
Risca gruñó.
—No estoy seguro de querer conocer mi sino.
—Yo tampoco —se hizo eco Kinson.
—Les pediré aquello que quieran concederme —les explicó Bremen—. Ellos decidirán qué debemos saber.
—¿Crees que los espíritus pronunciarán palabras que puedas comprender? —Risca sacudió la cabeza—. Creía que no funcionaba así.
—Tienes razón —reconoció Bremen. Se acercó con cuidad a la hoguera y estiró las manos para sentir el calor que desprendía. Era una noche fría, incluso aunque estuvieran a los pies de las montañas—. Los muertos, si aparecen, ofrecen visiones, y las visiones hablan en su nombre. Los muertos no tienen voz. No si forman parte del inframundo. No, a no ser… —Pareció que se lo pensaba mejor y desechó lo que iba a decir con un gesto impaciente—. La cuestión es que las visiones dan voz a lo que los espíritus nos dirían, si es que deciden comunicarnos algo. A veces ni siquiera aparecen. No obstante, debemos ir y pedirles ayuda.
—Ya lo habéis hecho antes —dijo Mareth de pronto, tan solo era la constatación de un hecho.
—Sí —admitió el anciano.
«Sí», pensó Kinson Ravenlock, recordándolo. Él había sido testigo de la última vez: una noche terrorífica de truenos y relámpagos, de nubarrones arrolladores y lluvias torrenciales, de vapor que silbaba al elevarse de la superficie del lago y de voces que los llamaban desde las cámaras subterráneas de la mansión de la muerte. Él se había quedado en el borde del Valle de Esquisto y había observado cómo Bremen había bajado hasta la orilla del agua y había invocado a los espíritus de los muertos bajo un cielo que parecía reflejar las intenciones mágicas de estos. Lo que los espíritus no le permitieron fue vislumbrar las visiones que le habían mostrado. Sin embargo, Bremen sí que las había visto, y no habían sido favorables. Solo con la mirada se lo había revelado cuando, por fin, había salido del valle al alba.
—Todo saldrá bien —les aseguró Bremen, con una sonrisa débil y curtida debido a las arrugas de aquel rostro sombrío.
Mientras se preparaban para dormir, Kinson se acercó a Mareth y se arrodilló sobre una pierna a su lado.
—Toma —le ofreció mientras le entregaba su capa de viaje—. Te ayudará a protegerte del frío nocturno.
Ella lo miró con esos ojos enormes e inquietantes y sacudió la cabeza.
—Tú la necesitas tanto como yo, fronterizo. No quiero que me trates con una consideración especial.
Kinson le sostuvo la mirada sin responder durante un momento.
—Me llamo Kinson Ravenlock —le dijo en un susurro.
Ella asintió.
—Sé cómo te llamas.
—Voy a hacer la primera guardia y no necesito el peso ni el calor que proporciona la capa mientras la hago. No te estoy tratando con ninguna consideración especial.
Pareció desanimada.
—Yo también tengo que hacer guardia —insistió.
—Y la harás. Mañana. Cada noche la harán dos de nosotros. —Kinson estaba determinado a no perder la calma—. Veamos entonces, ¿te quedas la capa?
Ella lo miró con frialdad y luego la aceptó.
—Gracias —dijo con un tono de voz neutro.
Él asintió, se levantó y se alejó mientras pensaba que iba a tardar en volver a ofrecerle algo.
La noche estaba sumida en una calma profunda y era de una belleza impresionante: el cielo, de un insólito tono violeta, estaba salpicado de estrellas con una luna plateada en cuarto creciente. Inmenso e insondable, sin una sola nube ni luces disonantes, daba la sensación de que se había barrido el cielo con una escoba inmensa, revelando una miríada de estrellas que, como esquirlas de diamante, se habían esparcido sobre esa superficie aterciopelada. Se veían miles, y había tantas agrupadas en algunas partes que parecían manchas de luz indefinidas, como si fuera leche derramada. Kinson alzó la mirada para contemplarlas y se maravilló. El tiempo pasaba con la finura del cristal. Kinson aguzó el oído para percibir los sonidos familiares de la vida boscosa, pero parecía que todo aquel que moraba en esos bosques estaba tan impresionado como él y no tenía tiempo para tareas mundanas como cazar.
Recordó cuando era un niño y vivía en el páramo que constituía la frontera al este y al norte de Varfleet, al amparo de los Dientes del Dragón. En aquella época, tampoco había sido muy diferente: por la noche, cuando sus padres y sus hermanos y hermanas se habían dormido, solía estirarse mirando el cielo mientras se preguntaba sus dimensiones y pensaba en todos los lugares desconocidos para él sobre los que se cernía. A veces se quedaba mirando por la ventana de la habitación, como si al acercarse todavía más pudiera ver todo lo que lo esperaba allí fuera. Siempre había sido consciente de que se iría, incluso cuando los demás habían comenzado el proceso de establecerse y llevar una vida más sedentaria. Habían crecido, se habían casado, tenían hijos y se habían instalado en sus propias casas. Se iban a cazar, ponían trampas, comerciaban y labraban la tierra en la que habían nacido. En cambio, él iba a la deriva, siempre con los ojos puestos en el cielo lejano, siempre con la promesa de que un día vería todo lo que había debajo.
Incluso ahora seguía contemplándolo, con más de treinta años de vida a las espaldas. Aún buscaba lo que no había visto ni conocía. Pensó que en eso nunca iba a cambiar y que, si un día lo hacía, se convertiría en un hombre muy distinto del que jamás hubiera imaginado.
Llegó la medianoche y con ella, Mareth. Apareció por sorpresa de entre las sombras, envuelta en la capa de Kinson, y se movía con tanta ligereza que cualquier otro no habría visto que se acercaba. El fronterizo se volvió para recibirla, sorprendido, porque él se esperaba a Bremen.
—Le pedí a Bremen que me cediera su turno de guardia —le explicó ella cuando llegó a su altura—. No quiero que se me trate diferente.
Él asintió, pero no dijo nada.
Mareth se quitó la capa y se la devolvió. Parecía pequeña y frágil sin ella.
—Se me ha ocurrido que la necesitarás cuando te vayas a dormir. Hace más frío ahora. El fuego ya se ha extinguido y lo mejor sería dejarlo así.
Él aceptó la capa.
—Gracias.
—¿Has visto algo?
—No.
—Los Portadores de la Calavera nos seguirán el rastro, ¿verdad?
«¿Pero cuánto sabe?», se preguntó él. ¿Cuánto, de todo aquello que les esperaba?
—Tal vez. ¿Has llegado a dormir?
Mareth sacudió la cabeza.
—No podía dejar de pensar. —Aquellos ojos enormes que tenía se perdieron en la oscuridad—. Llevo mucho tiempo esperándolo.
—¿Venir con nosotros en este viaje?
—No. —Lo miró, sorprendida—. Conocer a Bremen. Aprender de él, si acepta enseñarme. —Se volvió con presteza, como si hubiese revelado demasiado—. Será mejor que duermas mientras puedes. Montaré guardia hasta la mañana. Buenas noches.
Él dudó, pero ya no quedaba nada que decir. Se alzó y se dirigió hacia el lugar donde los demás estaban estirados, envueltos en sus capas, al lado de las cenizas de la hoguera. Se estiró con ellos y cerró los ojos mientras se esforzaba en formarse una opinión sobre Mareth para, acto seguido, esforzarse en no pensar en ella.
Pero lo hizo, y pasó un buen rato antes de que el sueño le alcanzase.
Todos se levantaron antes del alba y se encaminaron hacia el este durante todo el día, hasta el atardecer. Avanzaron a los pies de los Dientes del Dragón, por encima del Mermidon, manteniéndose bajo la sombra de las montañas. Bremen les advirtió que estaban en peligro incluso allí. Los Portadores de la Calavera se sentían lo suficiente seguros como para aventurarse más allá de las Tierras del Norte. El Señor de los Brujos conducía su ejército hacia el este, por el desfiladero de Jannisson, lo que significaba que, con toda probabilidad, pretendía invadir las Tierras del Este. Si eran capaces de arriesgarse como para invadir el territorio de los enanos, no cabía la menor duda de que se atreverían a adentrarse en las tierras fronterizas.
De modo que vigilaban de cerca los cielos, los valles más tenebrosos y las grietas más oscuras de las montañas, donde las sombras envolvían la roca de un manto de noche perpetua. No daban nada por supuesto a medida que avanzaban. Sin embargo, los cazadores alados no aparecieron ese día y, aparte de unos cuantos viajeros que entrevieron en la distancia, en los bosques y las llanuras que se extendían hacia el sur, no vieron a nadie más. Se detuvieron para descansar y comer, pero más allá de eso no hicieron ninguna otra pausa, sino que mantuvieron un ritmo constante a lo largo del día.
Al atardecer, llegaron a las estribaciones que conducían al Valle de Esquisto y el Cuerno del Hades. Acamparon en un barranco poco profundo que quedaba orientado hacia las llanuras del sur, donde el meandro plateado del Mermidon se bifurcaba hacia el este, adentrándose en las llanuras de Rabb, y reduciendo su caudal paulatinamente hasta que se desvanecía en arroyos y estanques en las planicies yermas. Guisaron unas cuantas hortalizas y un conejo que Tay había cazado y cenaron mientras aún había luz diurna. Del sol manaban tonos rojo sangre y dorados que se esparcían por el horizonte occidental. Bremen les informó de que subirían a las montañas pasada la medianoche y allí esperarían las horas lentas antes del alba, cuando se podía invocar a los espíritus de los muertos.
Apagaron el fuego cuando la noche se cernió sobre ellos y se arrebujaron con las capas para tratar de dormir tanto rato como pudieran.
—No te preocupes, Kinson —susurró Bremen al fronterizo cuando pasó por delante de él y se percató de su expresión.
Pero fue en vano. Kinson Ravenlock ya había estado en el Cuerno del Hades y sabía a qué se atenía.
***
Pasada la medianoche, Bremen los guio hasta las estribaciones que había frente a los Dientes del Dragón y que abrigaban el Valle de Esquisto. Treparon por las rocas durante una noche cerrada tan oscura que apenas podían distinguir la persona que tenían justo delante. Tras el crepúsculo, el cielo se había comenzado a cubrir de unos nubarrones bajos y amenazadores, y cualquier rastro de la luna y las estrellas había desaparecido hacía horas. Aunque conocía el territorio que recorrían como la palma de la mano, Bremen encabezaba la marcha con prudencia, preocupado por el bienestar del grupo. No habló con los demás a medida que avanzaban; estaba centrado en la tarea que los ocupaba y en la que le esperaba una vez llegasen a su destino, tratando de evitar cualquier error que pudiera cometer, ya fuera ahora o más adelante, dado que reunirse con los muertos exigía previsión, cautela, coraje y afianzar la determinación para no sucumbir ante la duda. Una vez hubiera establecido contacto, incluso la mínima distracción podía conllevar un riesgo para su vida.
Cuando llegaron, todavía quedaban unas cuantas horas para que saliese el sol. Se detuvieron en el borde del valle y contemplaron la hondonada ancha y poco profunda. Toda la orilla estaba cubierta de grava negra y brillante que, incluso en la oscuridad más absoluta, reflejaba la extraña luz del lago. El Cuerno del Hades estaba situado en el centro de la hondonada, ancho y opaco, cuya superficie lisa y plana refulgía con una especie de resplandor interior, como si el alma del lago latiera en sus profundidades. Reinaba la calma y no había ni rastro de vida en el Valle de Esquisto, una quietud absoluta desprovista de sonido. Tenía el aspecto de un agujero negro y desprendía su misma sensación, un ojo que observaba el mundo de los muertos.
—Esperaremos aquí —comunicó Bremen mientras se sentaba en la superficie plana de una roca grande y baja, con la capa alrededor de su cuerpo enjuto, como si fuese un sudario.
Los demás asintieron, pero se quedaron de pie, contemplando el valle durante un rato, sin querer volverse aún. Bremen dejó que lo hicieran. Sentían el peso del silencio opresivo del valle. Tan solo Kinson había estado allí antes e incluso él había sido incapaz de prepararse por lo que debía de sentir ahora. Bremen lo entendía. El Cuerno del Hades era la promesa de lo que les aguardaba. Era un destello de un futuro del que no podían huir, un vistazo a la oscuridad aterradora del final de la vida. Revelaba demasiado poco para que pudieran comprenderlo, pero lo suficiente para dar que pensar.
El anciano ya había estado allí dos veces y, cada vez que se había ido, lo había hecho completamente cambiado. En un encuentro con los muertos se descubrían verdades y se ganaba sabiduría, pero también se pagaba un precio. No podías toparte con el futuro y salir indemne. No podías mirar lo prohibido sin dañar tu visión. Bremen recordó lo que había sentido en los encuentros anteriores. Se acordó del frío que le había calado hasta los huesos y que no lo había abandonado hasta al cabo de unas cuantas semanas. Evocó la añoranza profunda que lo había invadido por todo aquello que se había perdido en los años pasados y que nunca podría recuperar. Incluso ahora estaba atemorizado ante la posibilidad de que, de algún modo, se desviara del estrecho sendero que le permitía su reunión prohibida con la muerte y que el vacío se lo tragara; de convertirse en una criatura relegada a una existencia en el limbo, entre la vida y la muerte, sin ser ni lo uno ni lo otro por completo.
No obstante, necesitaba descubrir cualquier cosa sobre cómo se podía aniquilar al Señor de los Brujos, sobre las opciones y oportunidades que tendría para salvar a las Razas; los secretos del pasado y el futuro ocultos para los vivos pero conocidos por los muertos compensaban con creces el temor y la duda. Se veía tan obligado por esa necesidad que se sentía forzado a actuar en consecuencia, a pesar de que eso constituyera un peligro para su integridad. Era cierto que ese encuentro entrañaba ciertos peligros. Era cierto que no saldría ileso. Sin embargo, eso no tenía importancia en el orden general del universo, porque incluso dar la vida le parecía un precio razonable si así llegaba el final de ese enemigo implacable.
Los demás se habían obligado a alejarse del borde del valle y a aproximarse a él para sentarse a su lado. Bremen les ofreció una sonrisa tranquilizadora, uno por uno, y les hizo señas, incluso al contumaz Kinson, para que se acercaran.
—En la hora previa al alba, descenderé hacia el valle —les explicó, tranquilo—. Una vez llegue allí, invocaré a los espíritus de los muertos y les pediré que me muestren algo del futuro. Les imploraré que me revelen los secretos que nos ayudarán a destruir al Señor de los Brujos y que nos cedan cualquier magia que nos pueda ayudar. Debo hacerlo deprisa, en ese corto espacio de tiempo antes de que empiece a salir el sol. Me esperaréis aquí. No bajaréis conmigo al valle, pase lo que pase. No haréis nada, veáis lo que veáis, aunque os parezca que debéis hacerlo. No hagáis otra cosa que no sea esperar.
—Tal vez uno de nosotros debería acompañarte —ofreció Risca sin rodeos—. Los grupos ofrecen seguridad, incluso ante los muertos. Si puedes hablar con los espíritus, también podemos hacerlo nosotros. Todos somos druidas, excepto el fronterizo.
—Que seáis druidas no importa —replicó Bremen enseguida—. Es demasiado peligroso para vosotros. Es algo que debo hacer solo. Esperaréis aquí. Quiero que me lo prometas, Risca.
El enano lo miró largo rato con dureza y, luego, asintió. Bremen se volvió hacia los demás. A regañadientes, todos fueron asintiendo. Cuando se encontró con la mirada de Mareth, esta se la sostuvo y le manifestó en secreto que lo comprendía.
—¿Estás convencido de que es necesario? —insistió Kinson, con delicadeza.
Las arrugas del rostro anciano de Bremen se contrajeron levemente cuando frunció el ceño.
—Si se me ocurriera otra opción, algo que nos pudiera ayudar, me iría de aquí. No soy un necio, Kinson, y tampoco un héroe. Sé lo que implica haber venido hasta aquí. Sé que me perjudica.
—Entonces, tal vez…
—No obstante, los muertos me hablan de un modo que los vivos no pueden —lo interrumpió Bremen—. Necesitamos de su sabiduría y comprensión. Necesitamos conocer sus visiones, por muchos defectos y carencias que presenten a veces. —Respiró hondo—. Necesitamos verlo bajo su punto de vista. Y si tengo que renunciar a algo de mí mismo para conseguir esa agudeza, que así sea.
Acto seguido, se sumieron en el silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos, mientras reflexionaban sobre aquellas palabras y el desasosiego que les habían provocado. Sin embargo, no había nada que pudieran hacer para evitarlo. Bremen les había contado lo que era necesario y ya no le quedaba nada más que decir. Tal vez lo entenderían mejor cuando terminara todo aquello.
De modo que se quedaron sentados en la oscuridad mientras echaban vistazos a la superficie reluciente del lago de soslayo, con el rostro bañado por ese débil resplandor mientras escuchaban el silencio y aguardaban a que se acercara el alba.
Cuando al fin lo hizo, cuando llegó la hora, Bremen se irguió y se volvió hacia sus compañeros con una leve sonrisa para, acto seguido, pasar por su lado sin pronunciar palabra e iniciar el descenso hacia el Valle de Esquisto.
De nuevo, el avance era lento. Ya había recorrido aquel camino antes, pero estar familiarizado con el terreno no era de ayuda cuando este era tan traicionero. La roca que pisaba resbalaba y estaba suelta por todas partes y los bordes estaban tan afilados que cortaban. Elegía por dónde proseguir con prudencia y comprobaba cada paso que daba en aquella superficie inestable. Las botas hacían crujir y rodar la grava, el ruido hacía eco en aquel silencio. Al oeste, donde los nubarrones eran más densos, los truenos retumbaban como un mal presagio y anunciaban la llegada de una tormenta. En el valle no corría ni un ápice de brisa, pero el olor a lluvia impregnaba el aire muerto. Bremen alzó la vista en el momento justo en que un relámpago iluminaba el cielo negro, que luego repitió el mismo patrón más hacia el norte, sobre el telón de fondo que ofrecían las montañas. El alba vendría acompañada de algo más que la salida del sol ese día.
Llegó al fondo del valle y avanzó con un gran esfuerzo a un ritmo más veloz, ya que podía mantener el equilibrio mejor en ese suelo más firme. Delante, el Cuerno del Hades brillaba con una incandescencia plateada, con una luz que se reflejaba desde algún lugar bajo esa superficie plana y quieta. Bremen ya era capaz de oler la muerte, un hedor inconfundible, de podredumbre árida y fétida. Estuvo tentado a volver la vista atrás, hacia el lugar donde lo esperaban los demás, pero sabía que no debía distraerse ni siquiera con esa minucia. Mentalmente, ya estaba ensayando el ritual que debía seguir cuando llegara a la orilla del lago: las palabras, los símbolos, los gestos del conjuro que haría que los muertos hablaran con él. Ya estaba afianzando su fortaleza para hacer frente a la presencia debilitante de los espíritus.
Alcanzó la orilla del lago demasiado pronto y se quedó allí de pie, una figura frágil y pequeña en medio de una arena inmensa de piedras y cielo, con la piel marchita y los huesos viejos; una figura cuyos fuertes eran su determinación y su voluntad de hierro. Tras él, volvió a oír el retumbar del trueno en aquella tormenta que se aproximaba. En el cielo, los nubarrones comenzaron a revolverse y a enredarse debido al viento que se había desatado, acompañado del agua que estaba a punto de caer. A sus pies, Bremen notaba cómo la tierra se estremecía cuando los espíritus advirtieron su presencia.
Se dirigió a ellos con suavidad, pronunció sus nombres, repasó su historia y nombró la razón que lo había llevado a hablar con ellos. Trazó los símbolos con las manos y los brazos, gesticuló para invocarlos desde el mundo de los muertos hasta el de los vivos. Observó cómo las aguas comenzaban a revolverse, y Bremen aceleró. Estaba seguro de sí mismo y tranquilo, sabía lo que se avecinaba. En primer lugar, comenzaron los susurros, bajos y lejanos, que se fueron alzando como burbujas invisibles desde el agua. Luego, empezaron los gritos, largos y profundos. Los gritos fueron aumentado de número y de volumen, desde unos pocos a demasiados, y también subieron de tono e impaciencia. Las aguas del Cuerno del Hades sisearon, llenas de descontento y necesidad, y comenzaron a agitarse con la misma celeridad que los nubarrones que había encima, removidos por la tormenta que se acercaba. Bremen gesticuló y les pidió que respondieran. Lo que había llegado a dominar tras estudiar con los elfos le había reforzado y le servía de apoyo, eran los cimientos sobre los que construía la magia de la invocación.
—Respondedme —les dijo—. Abríos a mí.
Un chorro de agua emergió del centro de lago, que ahora se agitaba con violencia, como una fuente, y se desplomó para volver a emerger luego. Un estruendo resonó desde las profundidades de la tierra, un gruñido de descontento. Bremen sintió cómo el primer atisbo de duda se le introducía en el corazón y le costó obligarse a ignorarlo. Notaba cómo el vacío lo rodeaba, extendiéndose por el lago hasta abarcar el valle entero. Solo los muertos podían estar en aquel perímetro; los muertos y aquel que los había invocado.
Entonces, los espíritus comenzaron a elevarse desde el lago: pequeños filamentos blancos de luz que tenían una forma que se asemejaba vagamente a la humana, cuerpos bañados de resplandor, como luciérnagas que brillaban sobre la oscuridad de la noche nublada. Los espíritus emergieron como serpientes de entre la bruma y los chorros, trazando espirales; surgieron del aire oscuro y muerto de su morada en la otra vida para hacer una breve visita al mundo que un día habían habitado. Bremen mantuvo los brazos alzados en un gesto de protección; se sentía vulnerable y despojado de poder, aunque los hubiera invocado, aunque hubiera despertado a los espíritus. Una sensación gélida le atenazó las extremidades, frágiles de golpe, como si agua congelada le recorriera las venas. Se mantuvo firme ante el miedo que lo invadió, ante los susurros que demandaban con tono acusador:
—¿Quién nos llama? ¿Quién se atreve?
En aquel momento, una forma enorme dividió la superficie del agua exactamente en el centro, una figura envuelta en una capa negra que eclipsó el resto de las formas relucientes, que se diseminaron cuando esta emergió y absorbió su luz frágil, dejándolas arremolinadas y girando como hojas que lleva el viento. La figura encapuchada se alzó para quedar sobre las olas oscuras y revueltas del Cuerno del Hades. Apenas era sólida, un espectro sin piel ni huesos, y, sin embargo, era de algo más robusto que las criaturitas que dominaba.
Bremen no se movió cuando la figura oscura comenzó a avanzar. Era la presencia a la que había venido a ver; era aquel a quien había invocado. Con todo, ya no estaba seguro de haber hecho lo correcto. La forma envuelta en una capa aminoró el paso, estaba tan cerca que tapaba el cielo y el valle que quedaba detrás de ella. La capucha se alzó: no había ningún rostro debajo, ninguna señal de que hubiera algo que llenara aquellos ropajes oscuros.
Sin embargo, habló, y la voz retumbó con descontento:
—Me conocéis…
Plana, desapasionada y vacía: una pregunta sin la inflexión de una pregunta, las palabras quedaron colgando en el silencio tras el eco prolongado.
Bremen asintió poco a poco.
—Así es.
***
En el borde del valle, los cuatro que había dejado atrás contemplaban el espectáculo sobrecogedor que se desarrollaba allí debajo. Vieron cómo el anciano se detenía en la orilla del Cuerno del Hades e invocaba los espíritus de los muertos. Observaron cómo se alzaban de entre las aguas turbulentas, distinguieron las formas resplandecientes, el movimiento de los brazos y piernas de estos, y cómo se enroscaban en una danza macabra de libertad efímera. Contemplaron cómo la figura enorme, envuelta en ropajes negros, se elevaba en el centro de todo y los envolvía a todos mientras absorbía su luz. Observaron cómo esta avanzaba hasta quedar delante de Bremen.
Sin embargo, no podían oír nada de aquella escena que contemplaban. El valle estaba sumido en el silencio absoluto. Los sonidos del lago y de los espíritus no salían de la hondonada. La voz del druida y de la figura encapuchada, si es que hablaban, no se podían oír. Tan solo oían el viento que arreciaba y el tamborileo de las primeras gotas de la lluvia sobre la grava. La tormenta anunciada se desataba, provenía del oeste, desde donde una masa de negros nubarrones se cernía sobre ellos acompañada de una cortina de agua. La tormenta llegó a su altura en el mismo instante en que la figura encapuchada se detenía ante Bremen, y se lo tragó todo en cuestión de segundos. El lago, los espíritus, la figura encapuchada, Bremen, el valle entero; todo desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Risca gruñó, consternado, y enseguida les echó un vistazo a los demás. Todos se cubrían ante la tormenta, encorvados y arrebujados en las capas como viejas brujas jorobadas por la edad.
—¿Podéis ver algo? —les preguntó con inquietud.
—Nada —replicó Tay Trefenwyd enseguida—. Han desaparecido.
Durante un instante, nadie se movió; no estaban seguros de qué debían hacer. Kinson oteó a través de la bruma del aguacero e intentó distinguir alguna de las formas que creyó que sería capaz de divisar. Sin embargo, todo era impreciso y surrealista, lo que hacía imposible que pudieran estar seguros de nada desde su posición.
—Puede que esté en peligro —espetó Risca, en tono acusador.
—Nos dijo que esperáramos —se obligó a decir Kinson, aunque ni él mismo quería que le recordaran las instrucciones que les había dado el anciano cuando temía tanto por él y, al mismo tiempo, no quería ignorar la promesa que le había hecho.
La lluvia les azotaba la cara con ráfagas repentinas y los ahogaba.
—¡Bremen está bien! —gritó de pronto Mareth mientras con una mano se protegía del viento que le fustigaba la cara.
Los demás la miraron de hito en hito.
—¿Eres capaz de verlos? —le preguntó Risca.
Ella asintió y agachó la cabeza entre las sombras.
—Sí.
Sin embargo, no podía. Kinson era el que estaba situado más cerca de ella y vio lo que los demás no: si veía a Bremen, no era con la vista. Se dio cuenta, turbado, de que los ojos de Mareth se habían vuelto blancos.
***
En el Valle de Esquisto no caía ni una gota, no soplaba ni una ráfaga de viento, ningún elemento de la tormenta había se había introducido allí. Para Bremen, no existía nada más allá del lago y la figura oscura que se cernía sobre él.
—Decid mi nombre…
Bremen inspiró profundamente en un intento de calmar el temblor que le sacudía las extremidades y el torbellino frío que le atenazaba el pecho.
—Sois el que fue Galáfilo.
Era una parte prevista del ritual. Un espíritu al que se había invocado podía esfumarse si quien lo había invocado no pronunciaba su nombre. Ahora ya podía quedarse el lapso suficiente para responder a las preguntas que Bremen iba a hacerle (si es que elegía contestar siquiera).
La sombra se movió, inquieta de pronto.
—Qué queréis saber de mí…
Bremen no vaciló:
—Quiero saber lo que podáis contarme del druida rebelde Brona, aquel que se convirtió en el Señor de los Brujos. —Le temblaba la voz tanto como las manos—. Quiero saber cómo aniquilarlo. Quiero saber qué va a suceder. —Se le apagó la voz con un jadeo seco.
El Cuerno del Hades siseó y escupió, como si le estuviera respondiendo, y los gemidos y los gritos de los muertos se elevaron hacia el cielo nocturno y crearon una cacofonía estridente. Bremen volvió a sentir un torbellino gélido que le embargaba el pecho, una serpiente que se enroscaba como si se preparase para atacar. Sintió el peso de todos los años de vida que tenía sobre las espaldas. Notó cómo la debilidad de su propio cuerpo traicionaba la fuerza de su determinación.
—Lo destruiríais cueste lo que cueste…
—Sí.
—Pagaríais cualquier precio con tal de conseguirlo…
Bremen notó que la serpiente gélida se le abalanzaba sobre el corazón.
—Sí —susurró, desesperado.
El espíritu de Galáfilo abrió los brazos, como si fuera a envolver al anciano, como si lo fuera a escudar y a proteger.
—Contempla…
Las visiones comenzaron a aparecer sobre el lienzo negro que ofrecía esa forma encapuchada y tomaron la forma del sudario que era su cuerpo. Una por una, aparecieron de la oscuridad, vagas e incorpóreas, brillantes como las aguas del Cuerno del Hades cuando habían surgido los espíritus. Bremen contempló las visiones que desfilaban ante él y estas lo atrajeron como un faro en la oscuridad.
Le mostró cuatro.
En la primera, Bremen se encontraba en el antiguo castillo de Paranor y todo lo que lo rodeaba era muerte. No había nadie vivo dentro de la Fortaleza, todos habían muerto por la mano de la traición, todos habían sido aniquilados con un sigilo infame. La oscuridad envolvía el baluarte de los druidas y la negrura se agitaba entre las sombras para dar forma a asesinos que esperaban, una fuerza mortífera. Pero más allá de la oscuridad resplandecía una luz con seguridad: el medallón brillante del Druida Supremo, que aguardaba la llegada de Bremen, que necesitaba que lo tocara; la imagen de una mano alzada con una antorcha encendida… El preciado Eilt Druin.
La visión se esfumó y, de pronto, Bremen sobrevolaba las inmensidades de las Tierras del Oeste. Bajó los ojos, maravillado, incapaz de explicarse cómo volaba. Al principio no pudo determinar dónde estaba, pero luego reconoció el exuberante valle de Sarandanon y, más lejos, la gran superficie azul del Innisbore. Las nubes le ocultaron el paisaje por un momento y todo cambió. Entonces, vio montañas (¿eran las Kensrowe o la Línea Quebrada?). En aquel macizo había dos picos idénticos, como dedos de una mano escindidos y separados entre sí en forma de V. Entre ellos se abría un desfiladero que conducía hacia un extenso grupo de dedos apretujados y aglomerados en un solo macizo. Entre los dedos se erigía una fortaleza, escondida, tan antigua que era imposible de concebir, un lugar surgido de la época del reino de la magia. Bremen descendió en picado hacia la oscuridad y solo encontró muerte, aunque no pudo dilucidar el rostro de esta. Y allí, entre la confusión, descansaba la piedra élfica negra.
Esta visión también desapareció y dejó a Bremen de pie en medio de un campo de batalla. Había muertos y heridos por todas partes, hombres de todas las razas y seres que no pertenecían a ninguna de las conocidas por los hombres. La sangre cubría la tierra, los gritos de los combatientes y el choque de las armas resonaban bajo la luz grisácea que se apagaba del cielo al atardecer. Ante él se alzaba un hombre, con el rostro vuelto. Era alto y rubio. Un elfo. En la mano derecha llevaba una espada brillante. Unos metros más adelante, se encontraba el Señor de los Brujos, con ropajes negros, espantoso, una presencia indómita que lo desafiaba todo. Parecía estar esperando algo del hombre alto, sin prisas, seguro de sí mismo, desafiante. El hombre alto avanzó y levantó la espada en alto; debajo de la mano enguantada, en el mango del arma, se veía la insignia del Eilt Druin.
Surgió una última visión. Estaba oscuro y los nubarrones cubrían el cielo; el aire estaba impregnado de gritos de dolor y desesperación. Bremen se encontraba de nuevo en el Valle de Esquisto, ante las aguas del Cuerno del Hades. Volvía a estar frente a frente con la sombra de Galáfilo y contemplaba cómo los espíritus más pequeños y brillantes daban vueltas a su alrededor como volutas de humo. A su lado había un chico, alto, delgado y de piel oscura, apenas tendría quince años, con una actitud tan solemne que bien se podría decir que estaba guardando luto. El chico se volvió hacia Bremen y el druida lo miró a los ojos… Esos ojos…
Las visiones desaparecieron y no volvieron. La sombra de Galáfilo se retrajo y, con ese gesto, ocultó las imágenes, llevándose la luz efímera que le habían ofrecido. Bremen se quedó mirando aún, parpadeando, maravillado de lo que había presenciado.
—¿Todo esto ocurrirá? —le susurró a la sombra—. ¿Va a suceder?
—Algunas ya han sucedido…
—¿Los druidas, Paranor…?
—No pidáis más…
—Pero ¿qué puedo…?
La sombra gesticuló para rechazar las preguntas que le seguía haciendo el anciano. Bremen contuvo el aliento cuando unas correas de hierro se le tensaron alrededor del pecho. Las correas se desataron y él tragó saliva, y con ella, el miedo que sentía. Del Cuerno del Hades se elevó un chorro, un géiser reluciente, como brillantes sobre el terciopelo oscuro de la noche.
La sombra empezó a retroceder.
—No olvidéis…
Bremen alzó la mano en un intento inútil de retrasar la partida del otro.
—¡Esperad!
—Un precio por cada uno…
Bremen sacudió la cabeza, confundido. ¿Un precio por cada uno? ¿Por cada qué? ¿Y para quién?
—Recordad…
En aquel instante, el Cuerno del Hades hirvió de nuevo y el espíritu desapareció lentamente bajo las aguas revueltas, se sumergió con el resto de los espíritus más pequeños y brillantes que lo habían acompañado. Se hundieron en un remolino de chorros y bruma, entre gritos y gimoteos de los muertos, y volvieron al averno del que habían salido. El agua formó una columna enorme cuando desaparecieron y rompió el silencio y el aire muerto con una explosión espeluznante.
Entonces, la tormenta lo cubrió todo, acompañada del viento y la lluvia, de truenos y relámpagos, azotando sin clemencia al anciano. El golpe derribó a Bremen en tan solo un instante.
Con los ojos abiertos, mirando a la nada, Bremen yació, inconsciente, en la orilla del lago.
***
Mareth fue la primera que llegó a su lado. Los hombres eran más altos y más fuertes que ella, pero esta pisaba con más seguridad la grava mojada y resbaladiza, casi volaba sobre la superficie pulida de los guijarros. En cuanto llegó, se arrodilló y sostuvo al anciano contra su pecho. Llovía sin cesar y las gotas agujereaban la superficie del Cuerno del Hades, ahora quieta y en calma, se llevaban la alfombra oscura y refulgente del valle y hacían que la luz del alba se tornara neblinosa y confusa. Mareth estaba helada hasta los huesos, con la capa empapada y pegada a la piel, pero no le importaba: su rostro pequeño se contrajo debido a la concentración. Alzó la cabeza hacia el cielo lóbrego y cerró los ojos. Los demás redujeron el paso a medida que se acercaban, sin saber qué ocurría. Ella estrechó con fuerza a Bremen y, de pronto, tembló con violencia y se desplomó. Los hombres se abalanzaron sobre ella para agarrarla. Kinson la alzó y la separó de Bremen mientras Tay levantaba al anciano; apiñados, rehicieron el camino a duras penas bajo aquel aguacero y salieron del Valle de Esquisto.
Cuando lo consiguieron, encontraron un refugio en una gruta ante la que habían pasado cuando se habían encaminado hacia el valle. Allí estiraron a la muchacha y al anciano sobre el suelo de piedra y los envolvieron con las capas. No había madera para poder encender una hoguera, de modo que se vieron obligados a permanecer empapados y helados hasta los huesos, esperando a que dejara de llover. Kinson comprobó que tuvieran pulso y descubrió que este latía con fuerza. Al cabo de un rato, el anciano volvió en sí y, casi de inmediato, la muchacha hizo lo propio. Los tres observadores se congregaron alrededor de Bremen para preguntarle qué había sucedido, pero este sacudió la cabeza y les dijo que todavía no quería hablar. Se separaron de él a regañadientes y se alejaron.
Kinson se detuvo al lado de Mareth mientras se debatía entre preguntarle qué le había hecho a Bremen (ya que era evidente que había hecho algo) o no; pero esta se encontró con su mirada y la desvió al instante, de modo que él renunció a intentarlo.
El día se aclaró ligeramente y la lluvia pasó. Kinson repartió la comida que llevaba entre todos, aunque Bremen no probó bocado. Daba la sensación de que el anciano se había retraído en algún lugar profundo de su interior (o tal vez aún estaba en aquel valle); miraba a la nada, y su rostro curtido, otrora lleno de expresión, parecía una máscara. Kinson lo observó durante un rato mientras buscaba alguna pista que le indicara en qué estaba pensando el anciano, pero fue en vano.
Al final, Bremen alzó la vista como si acabara de descubrir que los demás estaban allí con él y se preguntara por qué. Acto seguido, los llamó para que se acomodaran a su alrededor. Cuando se hubieron sentado, les explicó cómo había ido la reunión con la sombra de Galáfilo y las cuatro visiones que le había mostrado.
—No he podido esclarecer qué significan las visiones —concluyó, con la voz cansada y ronca—. ¿Eran solo profecías de lo que ocurrirá, de un futuro ya marcado? ¿Eran la promesa de lo que podría suceder si se hacen ciertas cosas? ¿Por qué la sombra ha elegido estas visiones en especial? ¿Qué reacción se espera que tenga yo? Tantas preguntas y todas sin respuesta.
—¿Qué precio tendrás que pagar por implicarte en todo esto? —musitó Kinson, con aire sombrío—. No te olvides de eso.
Bremen sonrió.
—Yo he querido implicarme, Kinson. Me he erigido como protector de las razas y destructor del Señor de los Brujos, y no tengo derecho a preguntar qué precio tendré que pagar si lo consigo.
»Aun así —suspiró—, creo que comprendo algo de lo que se espera de mí. Sin embargo, voy a necesitar la ayuda de todos vosotros. —Los miró, uno por uno—. Me temo que debo pediros que afrontéis un peligro incalculable.
Risca resopló.
—Gracias a los cielos. Empezaba a pensar que no sacaría nada de esta aventura. Dinos qué debemos hacer.
—Sí, lo mejor será empezar el viaje —coincidió Tay mientras se inclinaba adelante con impaciencia.
Bremen asintió, con los ojos llenos de gratitud.
—Estamos de acuerdo en que debemos detener al Señor de los Brujos antes de que someta a todas las razas. Sabemos que ya lo ha intentado una vez pero falló, y que esta vez es más fuerte y más peligroso. Os dije que por esta razón creo que primero tratará de aniquilar a los druidas en Paranor. La primera visión sugiere que tengo razón. —Hizo una pausa—. Me temo que tal vez ya haya sucedido.
Se produjo un largo silencio mientras los demás intercambiaban miradas de preocupación.
—¿Crees que todos los druidas están muertos? —preguntó Tay con un hilo de voz.
Bremen asintió.
—Creo que existe esta posibilidad. Espero equivocarme. Sea como fuere, estén muertos o no, debo salvar el Eilt Druin, de acuerdo con la primera visión. Las visiones, en conjunto, han evidenciado que el medallón será esencial en la forja de un arma que destruirá a Brona. Una espada, una hoja con un poder especial, una magia que el Señor de los Brujos no podrá resistir.
—¿Qué tipo de magia? —preguntó Kinson, de inmediato.
—Lo desconozco todavía. —Bremen volvió a sonreír y sacudió la cabeza—. Apenas sé nada más allá de que ese arma es necesaria, si es que confiamos en la visión, y que el arma tiene que ser una espada.
—Y debes encontrar al hombre que la va a empuñar —añadió Tay—. Un hombre cuyo rostro no fue revelado.
—Pero la última visión, aquella imagen oscura del Cuerno del Hades y el muchacho con los ojos extraños… —comenzó Mareth, preocupada.
—Esa deberá esperar hasta que llegue el momento —la interrumpió Bremen, aunque no lo hizo con severidad. La miró, inquisitivo—. Las cosas se ponen de manifiesto cuando lo hacen, Mareth. No podemos forzarlas. Y no podemos permitirnos que nuestra preocupación por ellas nos constriña.
—En definitiva, ¿qué quieres que hagamos? —insistió Tay.
Bremen se volvió hacia él.
—Debemos separarnos, Tay. Quiero que regreses con los elfos y le pidas a Courtann Ballindarroch que organice una expedición para buscar la piedra élfica negra. En cierto modo, la piedra es fundamental en nuestra campaña para aniquilar a Brona. Eso se extrae de las visiones. Los cazadores alados ya la están buscando y debemos evitar que la encuentren. Debemos persuadir al rey elfo para que nos ayude. Nos podemos ayudar de los detalles de las visiones. Esgrime lo que se nos ha revelado y recupera la piedra antes de que lo haga el Señor de los Brujos.
Bremen se dirigió a Risca.
—Necesito que acudas ante el rey Raybur y los enanos de Culhaven. El ejército del Señor de los Brujos marcha hacia el este y creo que allí es donde empezará la ofensiva. Los enanos deben estar listos para defenderse de un ataque y deben resistir hasta que se les pueda mandar ayuda. Usa tus habilidades especiales para asegurarte de que lo hacen. Tay hablará con Ballindarroch para pedir a los elfos que se unan a los enanos. Si lo hacen, habrá una fuerza capaz de plantarle cara al ejército de trolls del que Brona tanto depende. —Hizo una pausa—. Pero, sobre todo, debemos ganar tiempo para forjar el arma que destruirá a Brona. Kinson, Mareth y yo volveremos a Paranor y descubriremos si la visión que auguraba su caída se ha cumplido. Mi intención es apoderarme del Eilt Druin.
—Si aún vive, Athabasca no renunciará a él —dijo Risca—. Eso ya lo sabes.
—Tal vez —replicó Bremen con gentileza—. Sea como fuere, tengo que esclarecer cómo se debe forjar esta espada que se me ha mostrado, qué magia debe poseer, de qué poder debe imbuirse. Tengo que descubrir cómo hacerla indestructible y, entonces, deberé encontrar a aquel que va a empuñarla.
—Me parece que tendrás que hacer milagros —comentó Tay Trefenwyd con ironía.
—Todos debemos hacerlos —respondió Bremen en voz baja.
Se contemplaron unos a otros en la penumbra mientras se forjaba una comprensión silenciosa entre todos. Más allá del refugio, la lluvia goteaba en una cadencia continua desde los salientes rocosos. Era media mañana, y la luz se había tornado plateada a medida que el sol trataba de atravesar los nubarrones que todavía quedaban.
—Si los druidas de Paranor han muerto, somos los únicos que quedan para plantarle cara —observó Tay—. Tan solo cinco.
Bremen asintió.
—Cinco tendrá que valer. —Se levantó y observó el exterior, sumido en la penumbra—. Será mejor que empecemos.