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PRÓLOGO

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Doy gracias a mi Dios cada vez que os recuerdo.

Filipenses 1, 3

Todavía soy una niña, no más alta que la escopeta de mi padre. Papá me pide que la lleve afuera, adonde él está apoyado en el capó del coche. Coge la escopeta de mis manos y la coloca sobre su regazo. Cuando me siento a su lado, noto el calor estival que desprende su piel como si fuese un tejado de chapa un día tórrido.

Me da igual que las pepitas de tomate que le quedaron en la barbilla merendando en el huerto le caigan a mi brazo. Las pepitas se pegan a mi piel y sobresalen como el braille de una página.

—Tengo el corazón de cristal —dice él mientras empieza a liar un cigarrillo—. Tengo el corazón de cristal, y si alguna vez te pierdo, Betty, se romperá. El dolor será tan grande que ni toda la eternidad bastaría para curarlo.

Meto la mano en la petaca de tabaco y froto las hojas secas, palpando cada una como si fuera un animal vivo que se moviese de la punta de un dedo a otro.

—¿Cómo es un corazón de cristal, papá? —pregunto, porque me da la impresión de que todo lo que yo pueda imaginar no estará a la altura de la respuesta.

—Un trozo de cristal hueco con forma de corazón.

Su voz parece elevarse por encima de las colinas que nos rodean.

—¿El cristal es de color rojo, papá?

—Rojo como el vestido que llevas, Betty.

—Pero ¿cómo puedes tener dentro un trozo de cristal?

—Está colgado de una cuerdecita. Dentro del cristal está el pájaro que Dios cazó en el cielo.

—¿Por qué metió un pájaro ahí dentro? —quiero saber.

—Para que siempre tengamos en nuestros corazones un trocito de cielo. A mí me parece el sitio más seguro para guardar un trocito de cielo.

—¿Qué tipo de pájaro es, papá?

—Bueno, Pequeña India —dice él, rascando la cerilla contra la cinta de papel de lija de su sombrero de ala ancha para encender el cigarrillo—. Creo que debe de ser un pájaro reluciente y que debe de brillarle todo el cuerpo como si tuviese pequeños fuegos, como los chapines de rubíes de Dorothy en esa película.

—¿Qué película?

El mago de Oz. ¿Te acuerdas de Totó?

Mi padre ladra y termina con un largo aullido.

—¿El perrito negro?

—Ese. —Apoya mi cabeza contra su pecho—. ¿Lo oyes? Porom, pom. ¿Sabes qué es ese sonido? Porom, pom, pom.

—Son los latidos de tu corazón.

—Es el ruido que hace el pajarito con las alas.

—¿El pájaro? —Pongo la mano en mi pecho—. ¿Qué le pasa al pájaro, papá?

—¿Te refieres a cuando nos morimos?

Me mira entornando los ojos como si mi cara se hubiese convertido en el sol.

—Sí, cuando nos morimos, papá.

—Pues el corazón de cristal se abre, como un relicario, y el pájaro sale volando para llevarnos al cielo y que no nos perdamos. Cuando vas a un sitio donde no has estado nunca, es muy fácil perderse.

Mantengo el oído pegado a su pecho escuchando los latidos regulares.

—¿Papá? —pregunto—. ¿Todo el mundo tiene el corazón de cristal?

—No. —Él da una calada al cigarrillo—. Solo tú y yo, Pequeña India. Solo tú y yo.

Me dice que me recueste y que me tape los oídos. Con el cigarrillo colgando de la comisura de la boca, levanta la escopeta y dispara.

Betty

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