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Despierta, cierzo; acércate, ábrego; soplad en mi jardín.

Cantar de los Cantares 4, 16

Ozark, Arkansas. Un lugar de naturaleza verdinegra al pie de montañas. Es allí donde nací y adonde volvimos después de que Lint viniese al mundo. Vivíamos en una casita que papá había construido a medias sobre cimientos de hormigón. Las paredes todavía no estaban terminadas, de modo que se veía el material aislante y la lona impermeable colgaba del techo inacabado. Además de construir la casa, papá vendía licor casero y trabajaba bajo tierra como un topo con los demás mineros del carbón.

El único de los hijos que no vivía en casa era Leland. Entonces él tenía veinte años y ya hacía dos que se había alistado en el Ejército. En esa época estaba destinado en Corea. Escribía cartas a mamá y papá. Leland nunca escribía sobre el Ejército ni sobre los motivos por los que se encontraba estacionado en un lugar concreto. Escribía sobre cosas que hacían que pareciese que estaba de viaje.

El otro día fui a pescar, escribía. Usé una caña de pescar coreana. Se llama gyeonji. Pesqué un pez que parece una lubina de las nuestras.

En sus cartas, papá informaba a Leland de dónde nos encontrábamos.

Ahora estamos en Arkansas, explicaba papá con su cursiva ladeada. Mucha salvia azul y equináceas, aunque yo no veo muchas. Bajo tierra, solo hay piedra y corteza. Gajes del oficio de minero.

Las minas estaban lejos de casa, de modo que papá viajaba en tren y se quedaba en una tienda enfrente del pozo para ahorrar gastos. Pasaban días hasta que volvíamos a tener noticias de él.

La tarde que llamó yo estaba tumbada boca abajo en el suelo de madera contrachapada. A mi alrededor se hallaban desperdigados los lápices de colores que papá había hecho con cera de abeja y que había teñido con materiales como café o moras. Cuando empezó a sonar el teléfono, cogí el lápiz rojo y seguí escribiendo.

—Jesús bendito. Coge el puñetero teléfono, Betty.

La voz de mamá venía de la cocina.

Cogí el auricular.

—Estaba escribiendo —dije a quien estuviese al otro lado de la línea antes de saludar—. Me has interrumpido.

—¿Betty?

—Ah, hola, papá. Estoy escribiendo un cuento sobre un gato. El gato tiene una cola hecha de violetas. Las he pintado de rojo porque tú nunca te acuerdas de que son moradas. La cola es la que come a los ratones, no el gato. ¿A que es original? Nunca he visto un gato que coma ratones por la cola. Siempre los come por la boca, pero no veo por qué no puede comerlos por la cola mientras tenga dientes.

Cuando hice una pausa para respirar, papá aprovechó para preguntar dónde estaba mamá.

—Está en la cocina con Lint —contesté.

—Ve a llamarla. Necesito que venga a buscarme a las minas.

Tenía un tono extrañamente tenso, como el alambre enrollado en una bobina.

—¿Por qué no vuelves en tren? —le pregunté.

—No sale ninguno hasta esta noche. Anda, ve a llamar a tu madre. Están a punto de soltar al monstruo de la mina. No querrás que se zampe a tu papaíto, ¿verdad?

Grité a mamá que papá estaba al teléfono. Cuando oí que venía, me metí el lápiz rojo en el bolsillo y salí corriendo.

Trustin y Flossie estaban el jardín jugando con unos palos como si fuesen pistolas, mientras que Fraya se encontraba sentada en la hierba mordiendo un diente de león.

Simulando que me volvería de piedra si alguno me veía, me escabullí a nuestra ranchera Rambler aparcada en el jardín. Me aseguré de tocar la cola de mapache colgada de la antena del coche como hacía cada vez para que me diese suerte.

Subí silenciosamente al parachoques y me metí a gatas por la ventanilla abierta del portón trasero. Me escondí debajo de unas mantas y esperé. No hice ningún ruido cuando mamá salió de casa dejando que la puerta mosquitera se cerrase de un portazo. Llevaba su bolso raído abierto debajo del brazo y usaba las manos libres para abrir un pasador con el que recogerse la parte más rubia del cabello.

—¿Fraya? —gritó ella en tono áspero.

Fraya se levantó rápido y corrió a la parte delantera. Se detuvo a mitad de los escalones del porche con un pie descalzo encima del otro.

—¿Sí, mamá? —preguntó.

—Vigila a Lint. —Mamá sacó el bolso de debajo del brazo y lo cerró—. Está en la cocina. Si se pone a llorar, enséñale una piedra. Tengo que ir a recoger a tu padre. Jesús bendito. Con ese hombre, cuando no es una cosa, es otra.

Fraya subió los escalones de lado haciendo sitio para que pasase mamá.

—Y cuando vuelva no quiero oír que Lint te llama mamá otra vez —advirtió mamá a Fraya—. ¿Entendido, muchacha?

—Lo hace él solo. —Fraya bajó la vista—. Yo no se lo enseño.

—No te hagas la inocente conmigo. Sé a lo que te dedicas, acunándolo y llamándolo «mi bebé». Más vale que te enmiendes y empieces a portarte como una hermana con él. ¿Me oyes, muchacha? Tienes quince años y todavía tengo que estar encima de ti como cuando tenías cuatro.

Fraya mantuvo la vista gacha mientras subía el resto de los escalones asintiendo con la cabeza.

—Ya puedo dar el día por perdido —dijo mamá subiendo al coche.

Lanzó el bolso al salpicadero y se frotó las manos antes de meter la llave de contacto. Después de tres intentos, el motor arrancó. Mamá giró bruscamente en el jardín para salir al camino de tierra.

—Ese hombre no se para a pensar que tengo otras cosas que hacer —dijo hablando en voz alta consigo misma, agarrando el volante con una mano y dándole manotazos con la otra—. La colada y los platos y la educación de sus hijos no importan. Nooo. Yo tengo todo el tiempo del mundo para estar en la carretera.

Encendió la radio. Aproximadamente a mitad de una canción, se puso a cantar. Tenía una voz que cuando la oías decías: «Vaya, seguro que es una madraza».

Conforme nos acercábamos a las minas, me tapé los oídos para protegerme del ruido de los camiones que pasaban. Mamá apagó la radio y redujo la velocidad al entrar en el aparcamiento de la oficina. Yo pensaba salir de repente y sorprender a papá, pero cuando me asomé por debajo de las mantas para mirar por la ventanilla, me asusté al ver qué se acercaba.

—El monstruo de la mina —susurré para mis adentros.

Tenía la piel negra de la carbonilla. Cojeaba arrastrando la pierna derecha. Supe que estaba dolorido por cómo se inclinaba hacia delante, apoyando el brazo en la barriga como si se hubiese hecho daño en las costillas. Tenía el labio inferior abierto y un corte profundo encima de la ceja izquierda. Aunque las heridas eran recientes, costaba creer que la sangre y el dolor no le hubiesen acompañado siempre.

Me pregunté por qué se dirigía a nosotras, pero a medida que se acercaba, le vi los ojos. Me di cuenta de que el hombre encorvado no era el monstruo de la mina. Era mi padre.

—Pero ¿qué diantres…?

Mamá puso el coche en punto muerto y dio un tirón al freno de mano.

Estaba a punto de abrir la puerta, pero papá le hizo un gesto con la mano para que se quedase dentro.

—Vamos, Landon.

Ella miró rápido a su alrededor, y me recordó un ciervo en un campo desprotegido.

Papá avanzaba tambaleándose con las manos en la barriga. Me di cuenta de que le dolían las costillas. Había visto a mi padre tiznado de negro antes, pero esta vez parecía que tuviese distintas capas de color. En la mejilla izquierda se le habían corrido las capas y le habían quedado unas rayas. Le miré la frente. Alguien había deslizado un dedo húmedo por el carbón y había escrito una palabra. Ya había oído a los demás llamar eso a mi padre. Pronuncié la palabra mudamente al mismo tiempo que mamá la susurraba en voz alta mirándole también la frente.

Clavé los dientes en la manta para no gritar.

¿Cómo se atreven a hacerle eso?, pensé. ¿No saben quién es mi padre?

Era un hombre que sabía que había que plantar una semilla a una profundidad equivalente al segundo nudillo de un dedo. Y que sabía que no había que poner el maíz muy junto.

—Si no, los tallos crecen más débiles —decía—. Las mazorcas salen más pequeñas. Y los granos no tan llenos.

¿Acaso no sabían eso? ¿Que era el hombre más sabio del puñetero país? ¿Y tal vez del mundo entero?

Me escondí debajo de las mantas y escuché a papá gemir mientras se sentaba en el asiento delantero, dejando la pierna derecha fuera.

—Me han roto la pierna como si fuese de cristal —dijo introduciendo la pierna en el coche.

Mamá lo apremiaba a que cerrase la puerta más rápido.

—Venga —lo instó—. Date prisa antes de que vengan a rematar la faena.

Una vez que él estuvo dentro del coche, mi madre metió una marcha. Manejaba la palanca de cambio mejor que la mayoría, pero los nervios le hicieron soltar el embrague. El coche avanzó dando tumbos, me impulsó contra el respaldo del asiento, y el motor se paró.

—Calma, Alka. Calma. —Papá procuró que no le temblase la voz—. No pasa nada. Arranca otra vez.

—Jesús bendito, cierra la puerta.

Le salió una voz aguda mientras giraba la llave rezando para que se encendiese el motor. Cuando arrancó, dio gracias a Dios. Se obligó a levantar el pie despacio del embrague.

—Así se hace.

Papá miró por la ventanilla a los hombres que nos observaban. Ellos también estaban negros del carbón, pero cuando se quitaron las gafas de protección, vi que tenían la piel blanca alrededor de los ojos.

—Salgamos de aquí —dijo papá.

Mamá aceleró levantando polvo con las ruedas. Cuando salió a la carretera principal, giró tan bruscamente que pensé que íbamos a dar una vuelta de campana.

—No tan deprisa, Alka. —Papá miró el velocímetro—. Si nos para la policía, será peor.

Después de reducir la velocidad al límite permitido, ella lo miró y le preguntó qué demonios había pasado.

—Prefiero que vayamos a casa y no hablemos del asunto —contestó papá.

Vio carbonilla en la puerta del coche. Se dio cuenta de lo sucio que estaba. Se inclinó hacia delante como si quisiese salvar el asiento.

—Quiero saber qué narices ha pasado —insistió ella.

—Nada nuevo, Alka. La misma mierda de siempre.

Él le explicó que desde el día que había entrado a trabajar en la mina, los demás hombres no habían querido llamarlo Landon. Le habían puesto apodos como Tonto y Loro Sentado.

—Y también otras cosas —dijo, alzando la vista hacia su frente.

Acto seguido le contó que los hombres se negaban a montar en el ascensor con él.

—Como entres con el bueno de Landon Carpenter, saldrás sin la cabellera.

Dijo que daban alaridos y se tapaban la boca imitando un grito de guerra indio que lo más probable es que hubiesen visto en una película del Oeste llena de tipis de atrezo y tópicos de Hollywood.

—Cualquiera diría que en las minas —dijo—, donde todos los hombres acaban negros del carbón, no habría separación entre nosotros. Que trabajaríamos unidos.

—Tú nunca serás uno de ellos. —Mamá no apartaba la mirada de la carretera—. Ellos solo necesitan jabón y agua para ser mejor que tú.

—¿Eso es lo que piensas? —preguntó él.

—Es lo que piensa el mundo, Landon. ¿No lo entiendes? No puedes quitártelo por mucho que te laves.

—No quiero quitármelo —aclaró él—. Solo quiero poder trabajar en paz y sin miedo.

Papá mantuvo la cara girada hacia la ventanilla.

—Me sujetaron hasta que no pude moverme. Uno de ellos, el que más se reía, me escupió en la mejilla. Me escupió en la mejilla como si no valiera nada. Luego usó su saliva para escribirme en la frente. Escribió el que según todos ellos es mi verdadero nombre.

Papá se tocó con cuidado la palabra escrita en su frente como si fuese algo grabado en la piel. Mi corazón susurró a mi alma, y mi alma susurró a su vez: Ayúdale. Pero no podía moverme. Me aterrorizaba la historia que él estaba contando. Y la forma en que bajó la voz mientras seguía hablando de las risas de los hombres y de cómo le habían agarrado más fuerte los brazos.

—¿Te han inmovilizado alguna vez, Alka? —inquirió—. Ya sabes, cuando no puedes evitar lo que alguien te está haciendo. ¿Te ha pasado alguna vez?

Ella apretó la mandíbula y siguió conduciendo en silencio antes de parar a un lado de la carretera. Papá puso la mano en la manilla de la puerta. Debió de pensar que tenía que bajar del coche.

—No te muevas —le dijo mamá al tiempo que abría el bolso.

Sacó un pañuelo blanco limpio. Escupió en un extremo antes de usarlo para frotarle la mejilla. Él se apartó de una sacudida.

—Vas a estropear las cosas tan bonitas que tienes —dijo.

Ella volvió a atraerle la cara y le frotó más fuerte la mejilla hasta que le quitó el carbón y la sangre del rostro. Miró la palabra de su frente. Bajó la ventanilla y sacudió el pañuelo contra el exterior del coche. Gran parte del carbón se hallaba incrustado, pero la capa superior de polvo se fue. A continuación, le limpió la frente hasta que la palabra desapareció. Después, extendió el pañuelo frente a ella. Frunció el ceño como si viese las letras de la palabra en la tela.

—De todas formas, nunca me gustó mucho este trapo ridículo.

Lo lanzó por la ventanilla antes de meter una marcha y volver a la carretera.

Metí la mano en el bolsillo. Apreté el lápiz rojo, lo saqué y escribí con él en la chapa metálica del portón trasero. Escribí que mi padre mataba al monstruo de la cueva con mil puntas de flecha que le salían de la frente. Escribí hasta que el lápiz de color menguó tanto que tuve que sujetarlo pellizcándolo entre dos dedos hasta que pude escribir el final feliz que quería darle. Entonces cerré los ojos sabiendo que mi lugar de nacimiento era un capítulo amargo en la historia de mi padre.

Durante los siguientes dos años recorrimos Estados Unidos. Aprendimos historia de boca de ancianos e idiomas extranjeros de boca de borrachos. En Colorado recogimos a una autoestopista que nos dio lecciones de ciencia sobre Newton y su manzana. Conocimos a un expresidiario en una cafetería de carretera de Arizona que nos enseñó las leyes del mundo y las leyes de la cárcel. Pero por encima de todo, aprendimos los nombres de los estados mirando coches.

—Mirad, Alaska —dijo Fraya.

—Idaho. —Flossie vio un Ford rojo—. Seguro que tiene el maletero lleno de patatas.

Lint miró para verlo por sí mismo.

—Es de Texas.

Trustin saludó con la mano al coche. Sus ocupantes no le devolvieron el saludo.

—Ese es de casa. —Mamá señaló la matrícula de Ohio de un Ford Thunderbird que pasó a toda velocidad—. Quiero volver a casa, Landon.

Betty

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