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Aullarán las hienas en sus torres, en sus lujosas moradas los chacales.

Isaías 13, 22

L int tenía cara de niño. Tenía cara de niño y ojos de viejo. Tenía cara de niño y los ojos de un viejo inquieto.

—Septiembre lo calmará —dijo papá—. Y todos los miedos de Lint se irán como un zorro que escapa de noche.

Papá decía eso cada mes, como si con cada hoja nueva del calendario se abriese una puerta. Pero cuando llegó septiembre, tan fino que podía colarse entre las ramas de los árboles, Lint enfermó de lo que papá llamó el tembleque del escarabajo porque la forma en que Lint se sacudía recordaba el temblor de las larvas.

—Solo tiene cuatro años —dijo papá—. No es más que un niño. Y los niños creen que solo se les ve si se mueven. Eso es lo que está haciendo, moviéndose para que nos acordemos de verlo. Para que sepamos que está con nosotros en casa.

Como Lint seguía temblando, papá lo llevó a una lumbre que había encendido en el campo. Se calentó las manos con las luminosas llamas naranja y tocó a Lint.

—Te veo, hijo —dijo papá apretando las manos contra el pecho de su hijo.

Primero cesaron los temblores del brazo derecho y luego los del izquierdo.

—Te veo.

Los temblores de las piernas cesaron antes que los de la cabeza.

—Te veo.

Una vez que Lint estuvo inmóvil como la hierba que le rodeaba, papá dijo:

—Bien hecho. Te veo.

Lint se incorporó y sonrió. Tal vez papá pensó que su hijo estaba en condiciones de seguir desarrollándose sin problemas. Que no perdería el juicio y que su risa lo demostraría. Pero para el domingo Lint había empezado a quejarse de unos animales que tenía dentro del cuerpo.

—Debajo d-d-de la piel —le dijo a papá—. Va y viene. Me pica y d-d-duele. Noto unos cuernos de ciervo que se me clavan en la e-e-espalda, papá. Una a-a-ardilla en el brazo. Una zarigüeya en el p-p-pie. Un coyote e-e-encima de la rodilla.

Cada vez que Lint se quejaba de que tenía un animal dentro de él, papá le soplaba esa parte del cuerpo e imitaba el sonido del animal en cuestión. Cuando Lint le dijo que tenía un lobo en el codo, papá aulló. Cuando dijo que un tigre corría por su espalda, papá gruñó y enseñó los dientes. Después de que papá imitase el chillido de un halcón, Lint dijo que ese era el último animal.

Papá sabía que para querer a Lint había puentes que cruzar, y que no siempre serían fáciles de atravesar. Con el fin de prepararnos, dijo que no hablásemos de nuestro hermano con extraños.

—Solo conseguiremos que nos separen de él y lo manden fuera —nos dijo cuando Lint estaba en el campo buscando piedras.

—¿Adónde lo mandarán? —le pregunté, sin saber de qué personas hablábamos.

—A vivir en una casa de escorpiones —respondió papá—. Esos escorpiones le picarán hasta que se olvide de hablar. Es más, querrán curarlo, pero lo único que harán es echarlo de este mundo.

Cada vez que Lint decía que padecía síntomas imaginarios como dolor de pestañas o arañas en los oídos, papá lo curaba con remedios como si las dolencias fuesen reales.

—Prométeme que n-n-no dejarás que los demonios me cojan, papá.

Las noches se volvieron cada vez más difíciles para Lint. Tenía miedo de que en un momento dado le acechasen espíritus malvados a menos de dos metros de distancia. Trustin dormía a menudo en el sofá de abajo debido a la cháchara de Lint. Las infusiones ya no le calmaban los nervios, de modo que papá pasó al café.

—No puedo d-d-dormir —decía Lint—. Los d-d-demonios.

—No puedes dormir —le explicaba papá— porque cuando naciste te lavé los ojos con un agua en la que había puesto una pluma de petirrojo en remojo tres días. Quería que fueses madrugador, pero dejé la pluma remojándose demasiado tiempo. Ahora quieres madrugar tanto que ni te acuestas. No hay demonios, hijo.

Aun así, Lint gritaba y buscaba a papá.

—¿Papá? —preguntaba Lint—. ¿Siempre s-s-serás mi papá?

—Claro —respondía papá asintiendo con la cabeza.

—¿Y mamá siempre será mi m-m-mamá?

—Siempre.

—No quiero c-c-crecer. No quiero estar s-s-solo. —Lint se agarraba fuerte a papá—. Quiero estar con mamá y papá s-s-siempre.

Teníamos problemas para entender a Lint. Podía estar contento y, un momento después, parecía que una sombra hubiese cruzado su rostro. Papá decía que era algo que ninguno de nosotros podía entender, pero que todos teníamos que intentarlo.

—Él no tiene la culpa de gritar ni de decir cosas un pelín raras —nos dijo papá—. Le entra polvo en las orejas y al pobre se le arma un barullo en la cabeza. Un barullo que nosotros no entendemos porque no tenemos que padecerlo como él. Pero sigue siendo vuestro hermano pequeño. Sus pies siguen corriendo adonde estamos nosotros. Es su mente la que corre a otra parte. Tenemos que respetarlo. Tenemos que entender que las cosas que hacemos y decimos le afectan.

—Papá tiene razón —asintió Fraya.

—Tenemos que ser una familia para Lint —continuó papá—. No quiero que ninguno de vosotros lo dejéis solo. No superará lo que se ha apoderado de él si no le dedicáis tiempo. Si se queda solo, el silencio alimentará sus demonios.

De modo que no dejábamos solo a Lint y lo llevábamos con nosotros a sitios como el río.

—El i-i-infierno —decía él, señalando con el dedo la parte honda.

Así pues, se sentaba en la orilla y salpicaba con sus piececitos.

Le gustaba ver a Trustin zambullirse, de modo que Trustin trepaba a un árbol, se subía a una rama y le decía:

—Mírame, Lint. Mírame.

Lint siempre aplaudía cuando Trustin se ponía a cacarear como un gallo antes de mirar al agua entornando los ojos. Aunque Trustin solo tenía cinco años en aquel entonces, nunca se ponía tan serio como cuando estaba a punto de tirarse al agua. La rama botaba ligeramente bajo su peso en el momento en que se impulsaba en el aire. Las piernas totalmente juntas. Los dedos de los pies de punta como si nunca hubiese tenido los pies planos. El cuerpo formando una línea recta, dirigido por los brazos y las manos pegadas como si rezase al entrar en el agua.

Luego salía a la orilla, donde sacudía su largo cabello moreno como un perro. Los flecos de los vaqueros cortados se le pegaban a los estrechos muslos cuando avanzaba pavoneándose por la ribera, y la arena se le metía entre los dedos de los pies.

—Hala, qué pedazo de salto —se felicitaba a sí mismo—. ¿Lo habéis visto?

—Bah. —Flossie se encogía de hombros—. Los he visto mejores.

—Ha estado bien, Trustin —se apresuraba a decir Fraya.

—Salpica más —siempre le pedía Lint—. Salpica más, Trustin.

Trustin volvía a trepar al árbol y esta vez se lanzaba en bomba. Pero incluso esas zambullidas eran auténticas obras de arte. Se abrazaba con cuidado las piernas mientras el sol asomaba sobre la curvatura de su columna vertebral. Desde la orilla, Lint aplaudía y reía cada vez que el agua le salpicaba.

Trustin repetía la operación una y otra vez. Salía del río, trepaba al árbol con los pies mojados, y cada vez decía:

—Este será mi mejor salto. Ya veréis.

—Sí. —Lint graznaba como un pato desde la orilla—. Salpica m-m-mucho.

Una tarde especialmente soleada, mientras Lint lo animaba, Trustin trepó más alto que nunca. Cuando estaba a punto de cacarear como un gallo, un pie mojado le resbaló.

Sus zambullidas siempre habían sido caídas perfectamente planificadas. Pero cuando se precipitó por los aires, el arte de esos saltos se modificó rápidamente. Agitó los brazos al mismo tiempo que sacudía las piernas en el aire y retorció el cuerpo justo antes de caer en tierra firme.

Mis hermanas y yo salimos corriendo del agua. Lint se puso a rezar en la orilla para que a Trustin no le hubiese pasado nada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Fraya a Trustin por encima de él.

Mi hermana estaba sin aliento. Yo no sabía si era de nadar rápido o de ver cómo Trustin yacía boca abajo.

—¿Estás muerto?

Flossie le dio un puntapié.

—Para, Flossie. —Fraya le dio un manotazo en el brazo—. ¿Trustin? —Se volvió de nuevo hacia él—. ¿Puedes oírnos?

Él se dio la vuelta y contempló las nubes que flotaban por encima de nuestras cabezas.

—Solo te has quedado sin aire, ¿verdad?

Fraya le ayudó a incorporarse.

—¿No vas a decir nada? —le pregunté—. ¿También te has quedado sin voz?

Él alzó la vista al árbol del que había caído como si fuese muy alto.

—Bueno —dijo.

Pensábamos que diría algo más, pero nos equivocábamos porque se levantó y echó a andar en dirección a casa.

Lo curioso es que Trustin no había gritado al caer. Cuando se lo explicamos a papá esa noche, dijo que se alegraba de que nosotros hubiésemos estado presentes.

—Un niño que se cae sin hacer ni un ruido —dijo papá— necesita a alguien que grite por él.

Betty

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