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Perros mudos, incapaces de ladrar; vigías perezosos con ganas de dormir.

Isaías 56, 10

Pasaba tardes enteras en las colinas metiéndome en cuevas y besando sus frías paredes. Salpicaba el agua marrón de las charcas y me columpiaba en las parras hasta que me mareaba tanto que me dispersaba como un rayo de luz. Entre tanto, Flossie planeaba el secuestro de Corncob Diamondback.

A Flossie le encantaban las películas. El cine y el autocine eran sus sitios favoritos del mundo. Durante la película, copiaba los gestos y las expresiones faciales de sus ídolos. Se obsesionó con las revistas de estrellas de la gran pantalla y sus fotografías a todo color de actrices recostadas en sofás.

—Todos viven en Hollywood, Betty —me decía mientras hojeaba las revistas delante de mi cara—. Yo nací en California por un motivo. Estoy destinada a vivir allí. No en un poblacho como Breathed. Necesito neones y terciopelo blanco.

Flossie creía que si secuestraba a Corncob podría comprarse un billete de autobús con el dinero del secuestro. Eligió a Corncob por un motivo. Era el perro de Americus Diamondback. Flossie se enteró de que Americus había venido de Nueva York en los años treinta. Llevaba perpetuamente un traje de tres piezas blanco con un reloj Cottle en el bolsillo. Siempre tenía un puro y lucía un sombrero flexible decorado con las plumas de un faisán dorado. Portaba el New York Times bajo el brazo y lo leía a diario en un banco enfrente de la barbería.

Flossie sabía que Americus llevaba todos los días el mismo traje de espiga y que estaba roto y raído, pero le daba igual. También le daba igual que leyese el mismo New York Times de 1929 con el titular EL GRAN CRAC. Su sombrero tenía un desgarrón en un lado, y de las plumas de faisán solo quedaban los cañones rotos. El puro era el único que tenía. Por eso nunca lo encendía, aunque lo sostenía entre los labios como si estuviese prendido. Americus no era más rico que nosotros, pero para una niña de diez años desesperada por escapar para hacer realidad su sueño, era fácil creer que un hombre que había sido rico lo sería siempre.

A Flossie no le costó capturar a Corncob. El perro solía estar en el campo, buscando mazorcas de maíz que cogía y transportaba en su boca desdentada para enterrarlas en los agujeros que cavaba. Flossie sacudió una de esas mazorcas hasta que el perro se dirigió tranquilamente a ella. Mi hermana lo condujo por el bosque. Le llevó toda la tarde. El animal se había vuelto lento, como todos los seres viejos. Flossie no le premió con la mazorca de maíz hasta que estuvo en el cobertizo.

Esa noche durante toda la cena, mi hermana estuvo dando brincos en su silla. Papá le preguntó por qué sonreía tanto. Ella se metió más guiso de maíz y habas en la boca y contestó:

—Por nada.

Más tarde, cuando mamá y papá ya se habían acostado, yo estaba sentada en la cama escribiendo un poema sobre una niña reducida al tamaño de una hoja.

Desciende por una colina en el sombrerito de una bellota, escribí, evitando a los lobos de abajo…

Flossie me arrebató el lápiz de la mano e intentó metérmelo por la nariz.

—Vete por ahí.

La espanté de un manotazo.

—Ven, quiero enseñarte una cosa —dijo.

—Estoy escribiendo.

—Betty, lo que tengo que enseñarte es más importante que uno de tus ridículos cuentos.

—Déjame en paz, Flossie —le gruñí como un perro.

—Está bien —respondió ella gruñendo como un lobo—. Entonces no te lo enseñaré.

Se apartó con mi lápiz aún en la mano. Se detuvo enfrente del espejo del tocador y se levantó la camisa. Cuando se puso el lápiz en el pecho desnudo, le pregunté qué hacía.

—La prueba del lápiz —contestó como si yo fuese tonta por no saberlo—. He leído cómo se hace en una revista de Papa Juniper’s. Te pones el lápiz debajo de las tetitas y si se queda quieto, ya puedes llevar sujetador. Pero si se cae, todavía eres una niña y no tienes que llevar nada aparte de flores en el pelo.

Cuando lo soltó, el lápiz se cayó e hizo ruido en el suelo.

—No te van a crecer las tetas esta noche, tonta —dije.

Ella repitió la prueba varias veces más antes de dejar el lápiz definitivamente. Pasó por encima de él y me tiró del brazo.

—Vamos, Betty. Quiero enseñarte una cosa increíble.

—No me interesa.

—Está vivo.

Abrió mucho los ojos.

—¿Vivo? —Me levanté de la cama abrigándome los hombros con la manta—. No me habías dicho que está vivo.

—Sabía que querrías verlo, Betty.

Asomamos las cabezas por la puerta de nuestro cuarto. Luego deslizamos los pies sin hacer ruido por el suelo del pasillo para no arriesgarnos a que la madera crujiese.

—¿No te gusta estar despierta cuando todo el mundo está dormido? —me preguntó Flossie al oído mientras bajábamos la escalera pegadas a la pared.

Una vez fuera, intentó meterse debajo de la manta conmigo. Yo la aparté de un empujón y me arrebujé con la manta mientras ella avanzaba dando fuertes pisotones.

—Qué curioso, de noche todo te pone los pelos de punta —comentó cuando sopló una ráfaga de viento que pareció que sacudiese el suelo.

A lo lejos, un búho ululó. Flossie se me acercó más.

—Tienes miedo —dije—. Gallina. Co, co, co, co.

—Cállate. —Se detuvo y miró detrás de nosotras—. ¿No tienes una sensación rara?

—¿Qué sensación?

—Como si alguien nos siguiera.

Oímos una ramita que se partía en el suelo. Flossie inspiró bruscamente.

—¿Hueles eso? —me preguntó—. Huele a mirra.

—¿Mirra? ¿En qué película has visto eso? —inquirí.

—La huelo de verdad.

—Sabes por qué huele a mirra, ¿verdad? —dije en el tono más siniestro que pude adoptar.

Ella negó con la cabeza.

—Huele a mirra —declaré— porque es a lo que huele siempre que el hombre de la barriga roja anda cerca.

—¿Por qué tiene la barriga roja? —quiso saber ella, desviando rápidamente la vista de una sombra a otra.

—Porque tiene la barriga empapada de la sangre de todas las chicas a las que ha asesinado y devorado en mitad de la noche. —Le soplé en la nuca—. Puedes saber cuándo se acerca el hombre de la barriga roja porque el olor a mirra se vuelve más fuerte.

—Cállate, Betty —susurró.

—¿Qué es eso que se mueve? —Señalé a la oscuridad—. Madre mía. ¿Qué es eso, Flossie?

—Basta ya, Betty.

—Lo digo en serio. Hay algo ahí. Es… es… ¡el hombre de la barriga roja!

La agarré.

Ella se sobresaltó y gritó.

—No dejes que me coma.

Cuando yo me carcajeé, tardó varios segundos en darse cuenta de que no había ningún peligro real.

—No estaba asustada —dijo resoplando al reemprender la marcha.

—Pues te aseguro que lo parecías.

Me acerqué a ella dando saltos.

—Estaba perfeccionando la cara de miedo para las películas de terror en las que saldré algún día.

Sin decir una palabra más, me llevó al cobertizo construido en la parte trasera del granero. En otro tiempo, el cobertizo había estado equipado con una pajarera. La reja había desaparecido, no había pájaros desde hacía años, y las enredaderas habían envuelto la estructura de madera hasta que se desplomó parcialmente. En el cobertizo se guardaban las provisiones para la pajarera.

Flossie se volvió hacia mí y se llevó los dedos a los labios antes de descorrer el pestillo de la puerta sin hacer ruido y abrirla. Un tenue ronquido salió de la oscuridad del cobertizo. Flossie tiró de la cuerda de la bombilla. Al resplandor de la luz brillante, recorrí las estanterías polvorientas con la mirada antes de bajar la vista al perro dormido, que tenía la cabeza gris apoyada en una bolsa de alpiste vacía. Antes de que pudiese hacer ninguna pregunta, Flossie me explicó en detalle cómo había atrapado al perro y qué planes tenía.

—Qué horror —dije—. Raptar a un perro para sacar dinero.

—No voy a hacerle daño ni nada por el estilo —aseguró ella—. Además, a lo mejor le gusta la fama de perro secuestrado. Podemos hacernos famosos los dos.

Se agachó, echó sus brazos larguiruchos alrededor del pescuezo del animal y lo despertó. El perro hizo poco más que bostezar. Aprovechando que estaba con la boca abierta, ella miró dentro y dijo que solo tenía un diente.

—Debe de ser un diente de la suerte —dijo dirigiéndose a Corncob.

—¿Nunca ladra ni hace nada? —le pregunté.

—Creo que es demasiado viejo para acordarse de cómo se hace —contestó ella.

Me eché al lado de Corncob y le rasqué debajo del mentón. Las comisuras de su boca se curvaron hacia arriba, y se puso a dar golpes en el suelo con la pata trasera.

—Seguro que mañana Americus habrá empapelado todos los árboles de Breathed con carteles —dijo Flossie—. ¿Cuánto crees que pagará, Betty?

—Yo diría que todo lo que tiene —respondí mientras ella frotaba el hocico a Corncob con la nariz.

—¿Tú crees? —me preguntó.

—Claro. —Asentí con la cabeza—. Papá dice que cuando tienes el corazón duro, un perro viejo te lo ablanda. Por eso valen tanto.

—¿Qué habrá que hacer para tener el corazón duro?

—Comer muchas piedras como las que tiene Lint —dije.

Salimos del cobertizo riendo como tontas. Flossie siguió hablando de cuánto dinero pagaría Americus.

—Seguramente más del que necesito —comentó, sonriendo de oreja a oreja.

Sin embargo, Americus no puso carteles. Lo que sí hizo fue comprar un cerdo enano en una de las granjas porcinas de la zona para sustituir a Corncob. Flossie se enfadó tanto que se acercó corriendo al cerdo y le dio un cachete en el trasero. Americus y Flossie se miraron a los ojos antes de que ella escapase.

—Ya sé lo que haremos —me dijo más tarde ese día, después de haber estado pensando sentada en el tocón de un árbol—. Le haremos a Corncob una foto.

—No tenemos cámara —le recordé.

—Bueno, entonces Trustin puede hacer un dibujo de Corncob. Eso servirá. —Alzó la voz de la emoción—. Luego le llevaremos a Americus el dibujo. A lo mejor se ha comprado el cerdo porque cree que Corncob está muerto. Le dejaremos una nota con el dibujo pidiéndole quince dólares. No, espera. Con veinte dólares bastará.

—¿Por qué no paras de hablar en nombre de las dos? —Me crucé de brazos—. Yo no lo he secuestrado.

—Te daré parte del dinero —prometió ella.

Antes de que yo pudiese contestar, añadió cuatro canicas, una bola de caramelo y el caparazón agrietado de tortuga que se había encontrado hacía poco en la orilla del río. Todo eso era como un millón de dólares para una niña desharrapada como yo. Enseguida nos escupimos las palmas y cerramos el trato con un apretón de manos. Cuando fuimos al cobertizo a explicarle a Corncob el plan, lo encontramos tumbado de lado. Tenía la boca abierta sobre un charco de espuma.

—¿Le has dado de comer? —pregunté.

Flossie se arrodilló a su lado.

—Sí. Esta mañana le di panecillos con salsa de carne.

—¿Le dejaste agua?

Ella señaló con la cabeza un viejo bote de café situado debajo de la estantería. En la superficie del agua flotaba una pequeña lata.

Leí la etiqueta a Flossie.

—Matarratas.

Ella se levantó rápido y miró el agua turbia, y a continuación la estantería debajo de la que estaba el agua.

—El veneno ha debido de caerse al agua —dijo—. Cuando el perro bebió, se envenenó. —Abrió mucho los ojos—. Está muerto, Betty.

—¿Muerto?

Me di cuenta de que Corncob no se había movido desde que estábamos allí.

—Mira que podían haberse caído cosas al agua, Betty. Esa caja de botones o esos alfileres de sombrero rotos. —Me señaló los objetos para que yo entendiese a qué se refería—. ¿Por qué tenía que caerse el veneno, querida hermana? ¿Y por qué después de todos estos años? Ese matarratas era de los Peacock. Escondido en un estante durante décadas. Si papá lo hubiese encontrado, se habría deshecho de él. Ya sabes que no soporta los venenos. Pero ha estado aquí todos estos años, sin que nadie lo descubriese, y ahora da la casualidad de que se cae del estante. ¿Por qué? Yo te diré por qué. Es la maldición de la casa.

Se llevó las manos a la cara como si estuviese en una película de terror.

—¿Por qué tuviste que dejar el bote debajo de la estantería? Es culpa tuya, Flossie.

—No. Yo no quería que el agua se calentara con el sol. Debajo de la estantería estaba oscuro y no daba el sol. Quería que el pobre pudiera beber algo fresco.

Se llevó la mano al corazón.

—Oh, tendremos que enterrar el cadáver para que nadie lo sepa, aparte de nosotras —dijo.

—Tenemos que contárselo a papá.

Saqué el bote del cobertizo y tiré el agua para que nadie más pudiese beberla.

—Por favor, Betty. Si papá lo sabe, los chicos lo descubrirán. Todo el pueblo se enterará. No quiero que me llamen asesina de perros. Además, si yo caigo, diré que a ti se te ocurrió la idea de secuestrar a Corncob. Una actriz sabe cómo mentir para que todo el mundo la crea. Nací el mismo día que Carol Lombard. Sé interpretar un papel. Vamos, Betty. Ayúdame, por favor.

Me abrazó y me miró con los ojos muy abiertos y llorosos.

—Está bien. —Cedí clavándole un dedo en el pecho—. Pero tú cavas el agujero.

—Claro. —Asintió con la cabeza—. Por mi parte no hay problema.

Cargamos el cuerpo de Corncob en la carretilla entre las dos.

—Espera. —Flossie cogió la mazorca de maíz que había usado para atraer al perro. La puso al lado de su cuerpo—. Todo el mundo debería ser enterrado con algo que le guste mucho.

Pusimos la pala a través de la carretilla y la empujamos juntas hasta que llegamos a la vía del tren.

—Así podremos ver los trenes que van y vienen —dijo Flossie mientras intentaba darme la pala.

Le recordé que yo no pensaba cavar el agujero.

—Pero me acabo de pintar las uñas, Betty.

Levantó las uñas. No tenía dinero para comprar esmalte comercial, y como no podía usar el de mamá, se le ocurrió la idea de derretir nuestros lápices de colores de cera de abeja. Usaba un algodón para aplicarse la cera en las uñas. Por ese motivo le quedaban unos hilillos que sobresalían de la cera, pero de lejos no se veía ninguna imperfección.

—Tengo las uñas demasiado bonitas para estropearlas —añadió.

—Yo también —dije, enseñando mis uñas sin pintar llenas de tierra de buscar lombrices.

Flossie puso los ojos en blanco antes de hundir la pala a regañadientes en el suelo. Como la tierra no estaba blanda, no consiguió introducir la hoja más de unos centímetros.

—Por favor, Betty. Ayúdame.

—Sabía que esto acabaría pasando —dije, cogiendo el mango de la pala. Cavamos entre las dos un agujero lo bastante amplio para depositar a Corncob.

—Lo siento, Corncob —dijo Flossie mientras dejábamos que el cuerpo del animal resbalase por un lado del agujero—. Esto no debería haber pasado. Tú no deberías haber muerto.

Sacó la mazorca de maíz de la carretilla y la lanzó encima del cuerpo de Corncob.

—¿Crees que el perro pensó que yo lo envenené? —preguntó Flossie mientras llenábamos la tumba.

—Le hiciste una cama y le diste de comer panecillos con salsa. No pensaría que una niña que hace eso sería capaz de envenenarlo —dije.

Me miró a los ojos.

—¿Crees que le dolió cuando murió, Betty?

Me acordé del charco de saliva espumosa que habíamos encontrado debajo de la boca del perro. Negué rápido con la cabeza. Ella pareció quedar satisfecha.

—Deberíamos marcharnos —dije antes de que pudiese preguntarme algo más.

Cuando regresamos al granero, papá estaba dentro buscando más clavos para terminar los viveros que estaba construyendo con ventanas viejas.

—¿Qué andáis haciendo, pareja? —preguntó cuando se detuvo a mirar la pala situada en medio de las dos.

—Han atropellado a un pavo salvaje en Shady Lane —contesté—. Lo hemos llevado al bosque para enterrarlo como tú siempre haces cuando ves un animal muerto.

—No es de recibo dejarlos donde pueden seguir arrollándolos —dijo—. ¿Cómo habéis conseguido levantar un animal tan pesado las dos solas?

—Lo hemos hecho entre las dos —respondió Flossie antes de que yo pudiese hablar.

—Pues habéis hecho lo correcto con el pavo. La tierra se acordará.

Papá cogió una lata de clavos y se volvió para marcharse.

—¿Y si hay una maldición? —pregunté, y mi padre se paró en seco—. ¿Y si el perro…?

Flossie me dio un codazo.

—O sea, el pavo. —Evité la mirada de papá—. ¿Y si el pavo muerto es el primero?

—¿El primer qué? —inquirió él.

—El primero de nosotros que desaparece. Como los Peacock.

—A los bichos los atropellan todos los días en la carretera, Betty. No es magia.

Mientras papá daba martillazos, Flossie y yo nos fuimos al Quinto Pino, donde ella tenía el caparazón de tortuga roto. Nos tumbamos las dos juntas mirando al cielo. No dijimos nada. Nos limitamos a pasarnos el caparazón de la una a la otra, deslizando los dedos por la grieta hasta que cerramos los ojos.

Betty

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