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6LA RECONCILIACIÓN

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Ahora comenzamos a tratar la segunda de esas palabras mayores que describen la obra de Cristo: la palabra reconciliación. La muerte de Cristo va más allá de la redención. Su sacrificio no sólo nos libera de nuestros enemigos, sino que quita la enemistad entre Dios y el hombre y la reemplaza con amistad. Los cristianos no son simples esclavos de Dios: somos sus amigos, y él es el nuestro. De hecho, ahora somos miembros de la familia de Dios. Un juez terrenal puede declarar inocente a un prisionero y no volver a verlo jamás, pero Dios hace mucho más. ¡Transforma en hijos suyos a aquellos que eran esclavos del pecado!

Comencemos con una pregunta: ¿Enseña la Biblia que existe enemistad, hostilidad y separación entre Dios y el hombre?

Desde la perspectiva del hombre la respuesta no es difícil de encontrar. Por toda la Escritura vemos que, después de la caída, los hombres están en rebelión contra Dios. Pablo les dice a los colosenses: “erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente” (1:21). Y los colosenses no eran los únicos. Todo hombre natural ama el pecado, y amar el pecado es odiar a Dios, serle hostil, porque Dios y el pecado están en guerra el uno contra el otro. El hombre que se alía con el pecado se posiciona contra Dios. Somos llamados a amar la justicia y a odiar la iniquidad, y ese llamado es tan enérgico precisamente porque Dios se da cuenta de que hacemos justo lo contrario.

La “mente pecaminosa” (la única mente que tiene el hombre natural) está en “enemistad contra Dios”, dice Pablo (Romanos 8:7). El hombre le ha declarado la guerra a su creador. Las palabras de la parábola de Lucas 19:14 capturan el espíritu del hombre natural con respecto a Dios y a Cristo. “Pero sus conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros”. Dios es el gobernante de todas sus criaturas, pero el hombre es enemigo del reinado de Dios.

Por supuesto, los hombres a menudo esconden esta enemistad de sí mismos. Muchos no querrían decir nada desagradable contra su creador, pero ésa no es toda la historia. Según las palabras de Jesús, aquellos que no están decididamente a favor de Dios y de Cristo están en contra suya (Mateo 12:30 y Juan 15:23), y muestran su hostilidad negándose a someterse al reinado de Cristo.

Podemos y debemos decir que existe enemistad entre el hombre y Dios por parte del hombre.

Pero ¿existe hostilidad y enemistad por parte de Dios también? La respuesta a esta pregunta debe ser un cauteloso sí. Digo “cauteloso” porque no queremos crear ninguna duda con respecto al amor de Dios, que es real y se extiende hacia quienes sienten enemistad hacia él. Pero hay algo que añadir con respecto a este tema.

La Biblia habla también de la ira de Dios, de su enojo para con los pecadores. En un intento de suavizar esta verdad, algunos la ven como un proceso impersonal, convirtiéndola en una especie de ley natural, como cosechar lo que se siembra. Sin embargo, la ira de Dios contra los pecadores no es algo impersonal. El salmista escribe:

Dios es juez justo,

Y Dios está airado contra el impío todos los días.

Si no se arrepiente, él afilará su espada;

Armado tiene ya su arco, y lo ha preparado.

Asimismo ha preparado armas de muerte,

Y ha labrado saetas ardientes. (Salmo 7:11-13)

Sin duda, parte de este lenguaje es figurativo, pero es evidente que Dios está detrás de los actos de juicio que les esperan a los malvados. Es Dios quien “está airado”. Tiene que ser así en un mundo en el cual Dios es rey.

Lo mismo nos dice el Nuevo Testamento. En Romanos 11:28 Pablo describe la manera en que Dios ve a Israel en estos tiempos:

Así que en cuanto al evangelio, son enemigos (…); pero en cuanto a la elección, son amados (…).

Dios tiene dos actitudes hacia los israelitas. En un sentido, los ama; en otro, es su enemigo. La hostilidad no existe sólo por parte del hombre. Volveremos a este asunto en el siguiente capítulo cuando estudiemos la palabra propiciación.

Dada la enemistad entre Dios y el hombre, de alguna manera tenía que hacerse la paz entre ellos. Dios halló la manera en la muerte de su Hijo, el Señor Jesús. Pablo dice que fue en la cruz donde Dios reconcilió al hombre consigo mismo:

Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. (Romanos 5:10)

Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. (2 Corintios 5:19)

El acto de Cristo en la cruz, su muerte, reconcilió al mundo con Dios. O podemos expresarlo de otra manera y decir que fue el acto de Dios. Dios nos reconcilió consigo mismo al enviar a su Hijo a la muerte. En palabras de Isaías: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (53:10). Podemos pensar en la reconciliación como la obra conjunta del Padre y del Hijo.

La palabra reconciliación hace hincapié en el vínculo personal que tiene Dios con su pueblo. Usamos la palabra redención cuando pensamos en las cosas que nos sujetan a esclavitud, cosas como el pecado, Satanás y el sistema de justicia de Dios, de las que fuimos liberados. Pero la reconciliación nos recuerda que hubo un tiempo en que los hombres disfrutaron de la comunión con Dios, quien nos creó para tal comunión y amistad. Cristo vino al mundo para asegurarse de que la comunión y la amistad fueran restauradas entre el hombre y Dios. La actitud del Señor hacia su pueblo no es de mera tolerancia.

La Biblia ilustra esta amistad con el acto de comer. Alguien ha llamado el evangelio de Lucas “El Evangelio de Jesús a la mesa”. A menudo lo encontramos comiendo con otros. Cuando sus críticos se burlaban de él por comer con los recaudadores de impuestos y los pecadores, no sabían que estaba reflejando el corazón del Padre. (En muchos casos los actos del Señor son parábolas para nosotros.) Ésta era su manera de decir: “¿Saben la clase de vínculo que mi Padre quiere establecer con ustedes? Es esta clase de vínculo, que lleva a dos amigos a sentarse a comer juntos.”

Por eso se habla de “la cena de las bodas del Cordero” en el libro de Apocalipsis. Algunos piensan que esta “cena” es un único acontecimiento; otros lo ven como una ilustración de la eternidad. Pero en cualquier caso la verdad es la misma: la mejor imagen para describir la comunión y la amistad de las que disfrutarán Dios y Cristo es una cena compartida.

Una cosa más. La reconciliación nos lleva a ser miembros de la familia de Dios y eso, a su vez, nos convierte en herederos suyos. Existen distintos grados de amistad, pero idealmente los amigos más cercanos los encontramos en la familia. Tenemos un refrán que dice: “la sangre es más espesa que el agua”, es decir, que siempre se puede contar con la familia cuando nos sobreviene una crisis. En esta vida, claro, esto no siempre es verdad, pero sí lo será en la eternidad, donde formaremos parte de una familia que no se basará en la sangre humana, sino en la sangre de Jesucristo.

Cuando recibimos la reconciliación que Cristo compró en la cruz, recibimos también la base de todas las otras cosas buenas que Dios tiene preparadas para su pueblo. En un determinado momento se dijo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó (…) son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9). Pero este pasaje no es completamente cierto para nosotros puesto que seguidamente Pablo dice: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu” (2:10). Hoy podemos mirar la Palabra de Dios y ver nuestra herencia.

Ahora bien, seguro que no la vemos en su totalidad. Sin duda hay mucho más de lo que nos podamos imaginar, pero la verdad es que nada sería nuestro si no nos hubiéramos reconciliado con Dios mediante la muerte de su Hijo. Toda la gloria, el honor y la alabanza de nuestra amistad con Dios pertenecen a Dios y al Cordero que hizo la paz entre Dios y el hombre al morir por los pecadores en la cruz del Calvario. No nos reconciliamos nosotros con Dios, sino que Dios nos reconcilió consigo mismo.

El Precio de un Pueblo

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