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7LA PROPICIACIÓN

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Este capítulo nos trae la palabra que nos resulta menos familiar de las que se refieren a la muerte de Cristo: propiciación. Si no tiene mucho significado para usted, no es el único. Yo pasé más de 15 años predicando antes de que mi mente pudiera entenderla. La buscaba en el diccionario, la usaba puntualmente, y enseguida olvidaba lo que significaba.

La propiciación es un acto que desvía la ira del otro. “Apaciguamiento” es un sinónimo. Usamos esta palabra cuando alguien está enojado con nosotros y hacemos algo para quitar su enojo. Lo apaciguamos, propiciando que su ira hacia nosotros sea eliminada.4

En estos momentos, mientras escribo este libro, tengo un problema que podría requerir propiciación si no se soluciona rápidamente. La iglesia que pastoreo tuvo que construir una alcantarilla bajo la entrada de una escuela cercana. Esto fue hace meses, pero la entrada sigue estando levantada y hay que asfaltarla. De momento, los dueños de la escuela no han mostrado ninguna señal de enojo. Hasta donde yo sé, no están molestos con nosotros, pero ¿cuánto tiempo esperarán a que arreglemos su entrada? Puede que este asunto los esté irritando ya. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que llegue a algo más? ¿Requerirá en breve un apaciguamiento, una propiciación? ¿Tendremos que pagarles una indemnización por daños y perjuicios además del costo de arreglar la entrada para aplacar su enojo? ¡Esperemos que no!

La idea de un Dios que está airado con el hombre no es muy popular, pero la Biblia la enseña claramente. A algunas personas esto les hace pensar en alguien que pierde los estribos o que pierde el control sobre sí mismo en un ataque de cólera. “Ciertamente”, dicen, “Dios no es así.” Y tienen razón. Dios no es así en absoluto.

Pero la historia que le he contado del asfalto muestra que las personas pueden estar muy enfadadas sin perder los estribos. Cuando se les provoca continuamente, pueden llegar a un punto en que toda su persona clame para que se haga justicia. Lejos de ser un ataque irracional, puede que ese sentimiento sea lo más razonable que uno pueda imaginar.

Cuando hablamos de la ira de Dios, nos referimos a lo que él siente ante la presencia de la injusticia y la maldad, cosas que odia. Las personas que están ligadas al mal tienen el peso de la ira de Dios en su contra. La Biblia no puede ser más clara con respecto a este tema: El Antiguo Testamento menciona la ira de Dios más de 500 veces. Cuando vamos al Nuevo Testamento, encontramos textos como éste de Pablo: “La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que retienen la verdad” (Romanos 1:18). La impiedad del hombre y la ira de Dios van de la mano. Donde existe la una, existe también la otra. Seguidamente Pablo explica que la ira de Dios le lleva a entregar a los hombres a actos viles que finalmente los destruirán (1:24-28).

Lo que es más, Dios ha guardado su ira para los días del juicio al final de la historia. El libro de Apocalipsis lo deja claro. Habla del “gran día de su ira” (la ira del Cordero y del Dios Todopoderoso) y dice: “¿Quién podrá sostenerse en pie?” (Apoc. 6:17. Cf. 11:18; 14, 14:10, 16:19 y 19:15). Si los hombres lo desafían, él justamente los echará al “lago de fuego” (20:15). La ira de Dios no se satisface con los juicios del día a día que caen sobre los hombres. “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).

¿Hay una respuesta a la ira de Dios? Sí. ¿Puede ser propiciada, aplacada? Sí. Jesucristo es la propiciación que aleja la ira de Dios. El Señor Jesús es el único “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Romanos 3:25). Ése es el testimonio de Pablo, y Juan dice lo mismo: “Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:1-2).

¡Cristo es la respuesta!

Esta idea es muy sencilla, pero ha llevado a algunos a presentar una objeción. “El problema con ese planteamiento”, dicen, “es que pone al Padre en contra del Hijo. El Padre está airado con el hombre y quiere destruirlo, pero en el momento oportuno el Hijo interviene para que no lo haga. ¡Dios el Padre y su Hijo están obrando con objetivos opuestos!”

Pero eso no es lo que enseña la Escritura. La respuesta al problema se encuentra en este hecho: es Dios quien provee el sacrificio. “El Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14). La propiciación viene de Dios mismo. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). No existe ninguna división entre el Padre y el Hijo, sino todo lo contrario. Hacía falta un sacrificio para apartar la ira de Dios, y Dios mismo envió ese sacrificio: su Hijo Jesucristo. En ese acto, como en todo lo demás, el Padre y el Hijo eran uno.

Evidentemente, esto encierra un misterio. Teniendo en cuenta todo lo que dice la Escritura, debemos creer que Dios estaba airado con el hombre y que lo amaba al mismo tiempo. Así pues, descargó su ira enviando a Cristo a morir, y eso fue un acto de su amor. Pero Cristo no fue obligado a morir por los pecadores. Fue un acto de amor de su parte también. “Nadie me la quita [la vida], sino que yo de mí mismo la pongo” ( Juan 10:18). Tampoco murió de mala gana. Por encima de todo, deseaba hacer la voluntad de su Padre (cf. Hebreos 10:7).

Veamos, finalmente, cómo encajan la propiciación y la reconciliación. Dicho simplemente, son causa y efecto. La muerte de Cristo aparta la ira de Dios. ¿Y cuál es el resultado? ¡Somos reconciliados con Dios! El efecto de la obra de Cristo es establecer la paz entre Dios y su pueblo adoptado (reconciliación). La obra misma es la obra de la propiciación.

Los sacrificios del Antiguo Testamento ilustraban la obra de Cristo. El sacerdote tomaba un cordero, por ejemplo, y lo mataba para quitar los pecados del pueblo. ¿Por qué lo hacía? Porque Dios estaba airado con el pueblo porque no guardaban su ley. El sistema de sacrificios ilustraba cómo algún día Dios apartaría su propia ira, reconciliando a su pueblo consigo mismo. Los israelitas…

[no] estuvieron firmes en su pacto. Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad, y no los destruía; y apartó muchas veces su ira, y no despertó todo su enojo. (Salmo 78:37-38)

Los endurecidos corazones de Israel contrastaban enormemente con la misericordia de Dios, pero esa misericordia tuvo un coste para Dios. “Él hizo propiciación por sus iniquidades”. El salmista no nos dice cómo lo hizo Dios, pero fuera como fuera, lo hizo teniendo en mente una propiciación mayor que cualquiera que hubiera recibido Israel en los tiempos del Antiguo Testamento. El escritor de Hebreos nos recuerda que “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Heb. 10:4). Todos –hombres, mujeres y niños– necesitaban mucho más que eso. Y recibieron mucho más en Jesucristo, la propiciación por nuestros pecados.

Es necesario que nos detengamos para adorar a Dios por la verdad contenida en estos tres términos: redención, reconciliación y propiciación. No son palabras vacías. Son palabras que reúnen en sí gran parte de la verdad contenida en la muerte de Jesucristo.

Dios nos salvó del pecado, de Satanás y de nuestra esclavitud a su propio sistema de justicia con un alto costo. Mirando la muerte de Cristo desde ese ángulo, la llamamos redención. ¡Debemos adorar a Dios por esta gran verdad!

Con amor y bondad infinitos, Dios estableció la paz entre sí mismo y los pobres pecadores y nos adoptó en su familia. Visto de esta manera, llamamos a la muerte de Cristo nuestra reconciliación. ¡Aquí también hay un llamado a adorar a Dios!

Cuando no teníamos nada que ofrecer para apartar la ira de Dios, el propio Dios la quitó de nosotros a través de Cristo. La muerte de Cristo fue la propiciación de cada creyente. ¡De pronto, la ira desapareció! No es extraño que Pablo dijera: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gálatas 6:14). ¿Podemos decir otra cosa?

La muerte de Cristo por los pecadores es un hecho, y lo más probable es que nadie que haya leído hasta aquí lo dude. La adoración, sin embargo, es la obra de un corazón cambiado. No quiero terminar este capítulo sin antes hacerle una pregunta: ¿Todo lo que he escrito hasta este momento es mero academicismo para usted?

Si su respuesta es “sí”, permítame exhortarle a volverse de su pecado y confiar en el gran Salvador de quien he escrito. Confíe en él para ser salvo del poder y las consecuencias de su pecado. Ríndase a él y él lo recibirá. Le aseguro que adorar a Dios por la muerte de Cristo le parecerá la cosa más natural del mundo.

El Precio de un Pueblo

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