Читать книгу Sin miedo al fracaso - Tompaul Wheeler - Страница 67
Оглавление1º de marzo - Espiritualidad
La Providencia
“Él mandará que sus ángeles te cuiden por dondequiera que vayas. Te levantarán con sus manos para que no tropieces con piedra alguna” (Sal. 91:11, 12).
Cuando tenía cuatro años, choqué contra un buzón. Estábamos juntando las cosas para volver a casa tras visitar a unos amigos y mi padre decidió sentarme en el auto mientras buscaba las maletas. En aquellos días no eran obligatorios los asientos de seguridad para niños, ni tampoco que los niños viajaran atrás. Yo estaba solo, así que miré a todos lados y comencé a dar vueltas al volante y a presionar botones, hasta que toqué la palanca de cambios. El automóvil estaba estacionado en la cima de una colina y comenzó a moverse… colina abajo.
Mi hermana fue la primera en notar que el automóvil se movía, y comenzó a saltar gritando, para llamar la atención de mis padres. Mi mamá corrió de inmediato a rescatarme, pero yo ya había atropellado el buzón y estaba a punto de estrellarme contra un muro. Mi mamá logró llegar hasta el lado del asiento del copiloto. “Si pudiera abrir esta puerta, evitaría el desastre”, pensó. El problema era que aquella puerta se atascaba siempre… menos aquella vez. La puerta se abrió y mi madre saltó adentro, me tomó en sus brazos, pisó el freno con el pie izquierdo, enderezó el volante ¡y detuvo el vehículo!
¿Qué sucedió con aquella puerta perennemente atascada? ¿Fue la mano de un ángel? ¿Fue la adrenalina? ¿Casualidad? ¿Un golpe de suerte? Lo cierto es que tras aquel incidente la puerta continuó atascándose como de costumbre.
Cuando tenía seis años, me colgué de unas barras en el recreo y resbalé. “Caíste como una flecha”, dijeron los presentes. Mi cabeza chocó contra el suelo. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la enfermería y, a pesar de lo que mis hermanas digan, los médicos dijeron que no sufrí ningún daño.
Son milagros. A veces son difíciles de detectar, pero si hay algo que puedo decir con certeza es que nos parecen injustos.
¿Por qué injustos? Porque millones de personas sufren todos los días y le piden a Dios de todo corazón un milagro, y aun así, mueren. Parecen injustos para los que no logran detener el automóvil como mi madre lo hizo, o para los que tienen cáncer terminal. Pero también estoy seguro de esto: los milagros son una manera en que el amor de Dios brilla a través de las grietas de este mundo resquebrajado, recordándonos que pronto dejaremos de necesitar ángeles que nos protejan.