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16 de marzo - Adventismo

El hombre que amaba el mar – parte 5

“Porque el Señor tu Dios te acompañará dondequiera que vayas” (Jos. 1:9).

En su último viaje antes de retirarse, Bates dio una sorpresa a su tripulación: no beberían, no dirían malas palabras ni bajarían a tierra los domingos. Al principio estaban sorprendidos, pero con el paso del tiempo llegaron a apreciar las nuevas reglas y quisieron volver a navegar con él. Pero Bates decidió que era hora de fijar otros rumbos…

A los treinta y cinco años, tomó la decisión de establecerse en un solo lugar: Nueva Inglaterra. Allí, conoció a algunos milleritas y se emocionó al enterarse de que Cristo vendría pronto. En su corazón, sintió el impulso de compartir las buenas noticias con los esclavos y sus amos. Aunque algunos le advirtieron que lo matarían por sus ideas abolicionistas, Joseph había visto y experimentado demasiado como para preocuparse por un grupo de esclavistas irritados. Su amigo Herman S. Gurney lo acompañó para ayudarlo con la música.

Cruzando la bahía de Chesapeake, llegaron a la isla Kent, el mismo lugar en el que Bates había naufragado veintisiete años antes. Les negaron el permiso para hablar en los centros de reuniones, pero el dueño de una taberna les permitió usar el local. Este hombre tenía apenas diez años cuando Bates naufragó en aquel puerto, pero aún lo recordaba.

Bates y Gurney hablaron en una sala abarrotada durante cinco días. Un hombre denunció sus enseñanzas milleritas y amenazó con hacerlos cabalgar sobre un riel. Joseph Bates respondió. “Estamos listos para eso, señor. Si le pone una montura, preferimos cabalgar en vez de caminar”. Esto produjo tal sensación en la reunión, que el hombre no supo qué decir.

Y Joseph continuó: “Usted no creerá que viajamos novecientos cincuenta kilómetros a través del hielo y la nieve para predicar, sin primero sentarnos a analizar el costo. Y ahora, si el Señor no tiene nada para que hagamos, de buena gana estaríamos en el fondo de la bahía de Chesapeake o en cualquier otro lugar hasta que el Señor venga. Pero si él tiene algo más de trabajo para nosotros, ¡usted no podrá tocarnos!”

Tiempo después, en Chester, Maryland, estos hombres encontraron un lugar donde pudieron hablar tanto a los esclavos como a sus dueños. Como de costumbre, Gurney comenzaba la reunión con música, pero esta vez cantó: “Soy peregrino, soy extranjero”. Al terminar la reunión, un esclavo anciano le ofreció 25 centavos (probablemente todo el dinero que tenía) para que le hiciera una copia del himno.

Continuará...

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