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ОглавлениеI. Preludio
Turingia, Alemania, 1996
Gritos, gritos por doquier inundaban las gruesas paredes de la gran mansión Von Einzbern, mortífera fortaleza construida cientos de años atrás con el único fin de servir a su creador como una jaula, una prisión para todo aquel que cayera en sus feroces garras, inmersa en medio del bosque, rodeada de imponentes árboles y montañas capaces de ahogar cualquier sonido proveniente del terrorífico lugar, mansión que Markus Von Einzbern heredó a su primogénito, Balthazar, hombre frío cual invierno nevado, amante de las guerras y todo acto de brutalidad en contra de aquellos que consideraba sus enemigos. Aquella gran mansión de tinieblas fue la cuna donde Emily Vallier, su esposa, dio a luz a quien sería su heredero y portador del linaje. No obstante, aquel sueño se vino abajo tras enterarse de que su heredero era una niña, una tan débil de apariencia, que la creyó incapaz de soportar el frío invierno. Balthazar, quien provenía de una larga línea de sucesores varones, se llenó de ira contra su mujer y la culpó por el género de su primogénito; Emily, sintiéndose culpable por el odio de su esposo, se sumió en una profunda depresión que la llevó a enfermar gravemente.
La niña tuvo por nombre Eizenach y, pese al odio que Balthazar había acumulado contra ella debido a su sexo, decidió darle su apellido como a todo un Von Einzbern. Sin embargo, poco fue el tiempo que estuvo su padre con ella ya que, cumplidos los seis años, Balthazar decidió dar término a su vida de la manera más valiente que podía morir un soldado y como capitán tomó frente en batalla, lo que le otorgó una muerte honrosa y digna de un hombre como él.
Emily, viuda y enferma, dejó a su pequeña hija al cuidado de siete mujeres para que se encargaran de darle las enseñanzas que una princesa debía tener, pues era una noble y debía aprender a comportarse como tal; después de todo, era una Von Einzbern. Aun así, pese a los esfuerzos de aquellas mujeres, la pequeña princesa mostraba ser tan caprichosa como una noble madura: exigía respeto y que se le obedeciera; tampoco obedecía las reglas impuestas por la más vieja de las mujeres que, aunque inspiraba terror en su alma, sus mandatos le eran completamente indiferentes.
Más tarde, a la edad de ocho años, mientras estaba en el comedor de la gran mansión en compañía de dos de sus tutoras, unos golpes en su puerta la hicieron salir a investigar. Al abrir, se encontró con una joven de unos diecisiete o dieciocho años, que estaba de pie frente a ella y totalmente mojada.
―Permita me que quede aquí por esta noche ―dijo dirigiéndose a Eizenach.
―Esto no es una posada, es mejor que se retire ―dijo una de las tutoras, la otra asintió.
No obstante, la muchacha tenía la vista fija en Eizenach. La pequeña hizo callar a sus tutoras y, con un gesto, la invitó a pasar. La misteriosa mujer caminó hasta el salón observando todo con mucha cautela; por su parte, la princesa ordenó a sus acompañantes que se retiraran, de manera que quedó sola con su extraña invitada y aunque daba por hecho de que esta la conocía, decidió presentarse. Algo extrañada, la joven hizo lo mismo, de este modo Eizenach supo que su nombre era Alexia Harvenhaint. Eizenach le hizo muchas preguntas, unas más tontas que otras, pero aun así Alexia le respondía con mucho entusiasmo. Pasaron conversando un rato hasta que Alexia se dio cuenta del aspecto cansado de su anfitriona, claro, era pasada la media noche y tenía apenas ocho años. A pesar de mostrarse expectante y demostrar su hiperactividad, estaba cansada. Siguió haciéndole preguntas hasta que el sueño fue más poderoso que sus ganas de continuar despierta y se durmió frente a su invitada.
Alexia la miró interesada; aquella niña de ocho años la había dejado pasar a su mansión, pese a la opinión de las mayores encargadas sin la necesidad de emplear algún tipo de manipulación sobre ella, lo que la hacía sentir más interés por la pequeña.
A la mañana siguiente, Eizenach despertó en su cuarto casi como si el evento del día anterior no hubiese ocurrido, mas, al levantar la vista, ver la figura de Alexia cerca de la puerta le pareció curioso, ¿cómo había dado con su habitación, si ella misma la había escogido de entre el montón de otras puertas para que pareciera un laberinto solo para fastidiar a sus tutoras?
—¿Cómo supiste cuál es mi cuarto? —preguntó con la mirada fija sobre la ajena. Alexia sonrió como si aquello fuera obvio, dio algunos pasos hasta la cama de la menor y tomó asiento a un costado.
—Te lo contaré, pero es un secreto y los secretos deben ser guardados, ¿de acuerdo?
Los iris de la pequeña brillaron con genuino interés, Alexia se acercó a su oído, haciendo el ademán de decirle, pero la voz de una de sus tutoras irrumpió en la habitación.
—Imagino que tu invitada nos acompañará a desayunar.
Alexia sintió la hostilidad de la tutora, pero tras esbozar una sonrisa ladina, se puso de pie mirando a la imponente mujer como si de cualquier cosa se tratara.
—Agradezco la invitación, pero no puedo quedarme. Solo estoy de paso y… —Le fue imposible ignorar la mirada que Eizenach le regalaba—. Vamos a desayunar, luego me iré, ¿sí?
La menor asintió con una ligera sonrisa.
Ya en el comedor, las tutoras dirigieron miradas de desprecio a la extraña, pero a ella pareció no importarle en lo absoluto, ya que su atención estaba puesta en la pequeña, al frente. De pronto, la más vieja de las tutoras se le acercó de manera prepotente.
Alexia percibió la hostilidad de la mujer, pero no la tomó en cuenta. Para demostrar su autoridad, la tutora se dirigió a ella para preguntarle a qué se dedicaba y qué era lo que buscaba en la mansión, pues no era cosa de cada día que apareciera una extraña en mitad de la noche y pretendiera ser amable. La joven, con cierto desinterés, le respondió que era experta en tácticas militares y que de momento se encontraba vagando por Europa. Desconfiada aún, la tutora pensó que aquello podía serle útil, ya que Eizenach no obedecía a ninguna de las mujeres que estaban a su cargo. De esta manera, la contrató para que cuidara a la pequeña. Seis meses después, la mujer murió, por lo que la tutela definitiva de Eizenach quedó en manos de Alexia.
Seis años después
Turingia, Alemania, 2010
Eizenach, ya con catorce años, se había convertido en toda una noble: poseía la hermosura de su madre, un cabello negro azulado que le llegaba a la cintura, ojos de un violeta sumamente inusual, característico del linaje de su padre. Su piel era blanca como la nieve y su sonrisa capaz de conmover a quien fuera que se cruzara en su camino. Pese a que asistía al colegio, Alexia había dictaminado que las habilidades de su pupila no estaban siendo aprovechadas al máximo, por lo que, además de haberla convertido en una excelente estratega, decidió inculcarle todo lo que ella consideraba importante saber: historia universal, religión, cultura del arte y, por supuesto, temas que tenían lugar en el mismo tiempo y espacio que ellas.
Sin embargo, Eizenach, además de estratega y poseedora de una cantidad inmensa de conocimientos tenía un defecto que ni sus tutoras ni la misma Alexia habían podido cambiar: su temperamento, sumado a eso su cambiante personalidad e inestable estado anímico, lo que la convertía en una de las nobles más caprichosas que Alexia había podido presenciar en sus últimos años. Si quería algo, aunque resultara ser lo más absurdo o ridículo, lo exigía sin ceder ante los argumentos o sugerencias de sus tutoras, por más que tuvieran razón, lo que la mayoría de las veces resultaba ser una pérdida de tiempo ya que, al momento de cumplir su capricho, perdía interés en él. Eizenach siempre deseaba aquello que le era casi imposible conseguir, así como también se sentía la persona más feliz del universo y luego, la más desgraciada.
Por otro lado, Alexia, que la conocía desde los ocho años, se había vuelto la persona más cercana a ella. Era la única sobre la cual sentía genuina preocupación y, pese a sentir afecto por su madre, la enfermedad de esta última había creado un abismo entre ellas, del mismo modo, su padre jamás había sido tema de conversación y lo único que conocía de él eran las fotografías y el estigma que significaba ser parte de la familia Von Einzbern, hecho que prefería ignorar la mayor parte del tiempo. Tampoco estaba segura de si realmente tenía más familiares. Por esas razones Alexia era tan importante para la ahora joven Eizenach.
Por su parte, la pelirroja parecía no haber cambiado en lo más mínimo durante los últimos años. Poseía una altura envidiable y hermosos ojos carmesíes que hacían juego con su cabello que le llegaba prácticamente hasta los tobillos. Su piel era blanca y lozana, lo que hacía resaltar sus vivaces ojos y refinadas facciones. Sin lugar a duda, era una chica muy atractiva, no obstante, su fuerte personalidad hacía temblar a cualquiera, sobre todo si alguien intentaba restarle autoridad. En ocasiones, Eizenach mostraba un carácter similar, lo que divertía a Alexia. El estilo de vida que llevaba en aquella mansión, tan relajado y divertido, representaba un descanso para ella, pues no recordaba con exactitud la última vez que se había sentido así de libre en los últimos años de su existencia.
Sin embargo, nada es para siempre, y esa paz que disfrutaba Alexia pronto se vería interrumpida. Desde hacía un tiempo, la pelirroja tenía un presentimiento, su intuición le estaba haciendo un llamado de alerta, así que un día, tras caer la noche decidió salir de la gran mansión para aclarar sus dudas. No estaba equivocada, algo extraño estaba sucediendo, pues apenas abandonó la estancia percibió el grotesco aroma que se expandía como una plaga por todo el bosque; debía eliminarlos antes de que lograran acercase a lo que ahora podía llamar su hogar.
Dejó a un lado su humanidad y se integró en el bosque dispuesta a matar a quien se le acercara, pero no logró percatarse de una sombra que, sigilosa, la seguía a cierta distancia. No pasó mucho tiempo cuando el silencio fue surcado por unos desgarradores gritos de auxilio, la voz le pareció familiar y corrió lo más rápido que pudo en dirección a ella sintiendo por primera vez en toda su existencia, un terror inexplicable por perder algo muy valioso.
Por suerte consiguió llegar a tiempo encontrándose con una manada de licántropos, seres sin razón movidos únicamente por un apetito voraz e instinto asesino. Alexia sintió arder su sangre, salió a la luz su verdadera naturaleza y en cuestión de minutos, la mitad de las asquerosas criaturas se encontraban en el suelo. Aquellos que sintieron que su existencia corría peligro intentaron huir, pero Alexia no se los permitió; antes de que llegaran muy lejos les dio alcance y los asesinó. Eizenach, que había presenciado todo como si se tratara de una película de terror, corrió a los brazos de Alexia sin importarle la apariencia que esta tuviera. La pelirroja quedó sorprendida ante la reacción de su pupila, pues no le importó su aspecto, así que no hizo más que abrazarla y llevarla de vuelta a su casa.
Cuando estuvieron en la mansión, Alexia, ya con su forma humana, se vio en la obligación de hablar con Eizenach de lo ocurrido. Le reveló lo que era en realidad: un vampiro, una criatura nocturna en su caso, más antigua incluso que el diluvio mencionado en la biblia. Le contó que se había alejado de sus pares en algún punto de su eterna vida, que existían diferentes clanes y comunidades de vampiros, sobre su antigua lealtad y le mencionó también a la mayoría de los de su especie que había conocido a lo largo de su vida.
Tras esa noche, Eizenach se enteró de la oscura verdad que envolvía a Alexia.