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LA TEMPLANZA

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LA TEMPLANZA ES la virtud moderadora de los instintos; es decir, de lo que tiene el hombre de animal. Como el hombre es algo más que ese ser natural e instintivo, se hace preciso analizar sus componentes, para separar el elemento objeto de la templanza y estudiarlo, aislarlo así, en este ensayo, en este tubo de ensayo.

Filósofos, teólogos y moralistas han descubierto en nosotros tres naturalezas diferentes: divina en el alma, humana en la razón y animal en los instintos. De seres racionales, de hombres verdaderos, tenemos sólo una tercera parte. No hay hombres cabales; todos somos tercios de hombre.

El ser humano es un término medio. Es la media cósmica entre el animal y Dios.

En su idea del hombre apenas difiere de la teología cristiana la teogonía gentil. Prometeo nos dotó de varias actitudes animales; pero nos hizo de barro, al que animó con el robado fuego divino. De aquí nuestra tragedia: ser una mezcla insoluble de tierra y de cielo. Sin embargo, debemos estar muy satisfechos por habernos fabricado un dios prudente; porque ¡qué seríamos si en vez de hacernos Prometheus —de pro y metheus, «el que piensa antes»— nos hubiese hecho su hermano Epimetheus, «el que piensa después»!…

Como rige un sistema especial de virtudes cada una de nuestras naturalezas, determinaremos las partes del organismo donde encarnan estas, para localizar en él la jurisdicción de la templanza. Nuestro cuerpo, anatomía y fisiología, es todo él animal. La actividad humana, cultural, consiste en la asimilación de sensaciones brutas transformadas en ideas a lo largo de vueltas y revueltas, de circunvoluciones cerebrales, el intestino de la razón. De divinos, según Descartes, tenemos sólo un rinconcito: la glándula pineal, que es para los anatómicos el vestigio de un ojo: el ojo de Dios que hemos perdido.

Objectus temperantiae est delectationes corporeas. Pero no todos los placeres corpóreos entran bajo su jurisdicción. El hombre es, en el torrente de la vida, un pescador de goces. Se sirve para ello de los sentidos: unas veces poniéndose en contacto con los objetos mismos que le proporcionan placer, por medio del gusto y del tacto; otras dirigiendo a ellos su oído o lanzándoles su mirada. Pesca goces a mano y con arpón.

Como la templanza impone sus preceptos, voluptates gustus et tactus, a los placeres del gusto y del tacto, resulta que esta virtud es el reglamento de la pesca a mano.

La sensualidad es uno de los grandes estímulos de nuestra vida. Es ella quien nos lleva al restaurante, al cabaret, al matrimonio… Únicamente no nos impulsa este motor en aquella parte de nuestra existencia que es pura actividad divina o intelectual; cuando vamos a la Iglesia o al Ateneo.

Describiré rápidamente el mecanismo del motor sensual para ver cómo debe actuar en él la templanza. Los placeres que la sensualidad puede proporcionarnos giran alrededor de cuatro centros: dos de ellos fijos en el eje gustativo: placeres del comer y del beber; los otros dos en el erótico: placeres del amar y del retozar. A cada uno de estos impulsos sensuales se aplica, para oponerse a peligrosos vértigos, una virtud moderativa, una zapata frenadora. Al par gustativo, la sobriedad y la abstinencia; al par erótico, la castidad y la pudicia. Estas cuatro virtudes deben actuar juntas para formar la unidad superior, la virtud general que las comprende todas: la templanza, cuya función en el mecanismo sensual queda así bien determinada. La templanza es el freno de cuatro ruedas.

Como se ve, la sensualidad pura, libre de extraños elementos intelectuales o artísticos, es pobre en matices; no vibra más que en cuatro goces. Y aún hoy vibran pocas veces bien armonizados, y ninguna sin sordina. Sólo la Antigüedad gozó de su completa y libre orquestación: la bacanal. Frente a la tentación de una bacanal ante el paso de un cortejo dionisíaco, y sólo frente a él, ejercería plenamente la templanza su función. Frente a los placeres menores de hoy bastan las virtudes menores que la integran. Es el vicio quien mide la virtud. Como sólo nos tientan hoy vicios menores, no podemos practicar grandes virtudes.

Para comprender la naturaleza de los cuatro goces sensuales nos valdremos de la teología, que define precisamente las virtudes por el placer que deben moderar. Quator sunt species emperantiae: abstinentia, que contiene el deseo y uso de comida; sobrietas, que refrena el deseo y uso de bebidas alcohólicas; castitas, que reprime o modera el appetitum et usum venereorum; puditia, que cohibet vel moderatur tactus, oscula, amplexus, palpaciones, besos y abrazos. Esto dice la teología.

Los placeres del comer y del appetitum et usum venereorum proceden de dos instintos fundamentales del organismo animal: el de la conservación del individuo y de la especie. Por eso únicamente la satisfacción de estos deseos, en que un instinto básico cumple su misión, puede proporcionar un pleno goce físico; en ellos solos existe verdadera ejecución sensual, saboreo de algo material, sólido, tangible: carne de mujer o de ternera. Estos dos instintos tienen bien delimitados sus campos; son independientes por órgano, por función y por esencia. Pero he aquí que plantea un grave problema filosófico-sensual el beso. En efecto: promueve un raro conflicto de jurisdicciones esa apetencia bucal por la carne femenina. Mientras no exista una teoría del ósculo no nos explicaremos ese acto promiscuo en que se disfruta un goce sensual por vía alimenticia.

Los placeres moderados por la sobriedad y la pudicia no proceden de la satisfacción directa de instintos. A veces, tienen vaga relación con ellos; pero ni entonces las bebidas alcohólicas ni los tactus, oscula y amplexus satisfacen verdaderos apetitos. No son más que aperitivos.

Terminaremos estas notas generales sobre la templanza con una regla práctica. ¿Cómo fortalecernos contra la sensualidad? ¿Cómo acostumbrar nuestro ánimo a que no sufra flaqueza? Por la gimnasia se adquiere la fuerza. Busquemos la tentación para vencerla. Cuanto más pronto apaguemos el ardor de un gran deseo, más recios y fortalecidos saldremos de la prueba para la templanza. Se da temple al ánimo como al acero: echándole un jarro de agua fría estando al rojo.

Sólo trataremos ya en lo sucesivo de la sobriedad y de la abstinencia, o mejor frugalidad, templanza stricto sensu.

Por defecto uno y por exceso el otro pecan igualmente contra la templanza el abstemio y el borracho. El abstemio es un ser absurdo que cree ejercitar una virtud cuando practica un vicio. El abstemio es un hombre que ha quitado un goce a la sensualidad, un estímulo a la vida, un atractivo al mundo. No es nunca virtuoso el abstemio: tiene algo del avaro, del hombre que disfruta privándose, que goza con no gozar.

El abstemio, al privarse de uno de los cuatro goces sensuales, practica un cuarto de ascetismo; pero el asceta es un vicioso de la virtud.

Entre el vicio del abstemio y el del borracho está la virtud del sobrio. No repudia este las bebidas alcohólicas, pero hace uso moderado de ellas. Porque la apetencia por lo espirituoso es algo natural, impuesto por las leyes del mundo. Los buqués, las esencias, todo lo creado que se expande en perfumes repudia el agua. Esos volátiles sutiles, por una ley del cosmos escrita en la química, no pueden tomar cuerpo de agua, sino espíritu de vino. Es con ayuda de este espíritu como puede paladearse una de las gracias de la creación: la esencia aromática. Lo que explica al bebedor en el sistema del mundo es ese enturbiamiento que produce el anís en el agua.

Para comprender mejor el aliciente alcohólico vamos a hacer el análisis cósmico del agua. Líquido este de naturaleza extraña; cuando se añade a algo, diluye, adelgaza, aligera. Quita grados al vino, quita sabor a todo. Lo que está aguado ha perdido algo de su ser. Añadir agua a una cosa es hacer una suma que resta. Incolora, inodora, insípida… Yo creo que es la nada líquida. Cierto que tiene una composición química, pero nada: hidrógeno y oxígeno, lo que arde y lo que hace arder, anulados ya. Si la electricidad los recompone es porque los crea de la nada, no siendo este el único milagro que hace. La electricidad es una de las cosas que se deben juzgar con más cautela. Es, probablemente, la forma que usa la divinidad para intervenir en el mundo. No se olvide que el rayo y el trueno se tuvieron siempre como manifestaciones del poder supremo, y que si este parece hoy sometido a leyes físicas es porque Dios respeta las leyes que él mismo ha dado al mundo. Es un dios constitucional.

El hombre reaccionó contra el agua porque es un ser aguado. En quien pesa ochenta kilos no pesa más de veinte lo que en él no es agua. El primero que se embriagó fue Noé. La vida de este patriarca es como una alegoría bíblica de los efectos del agua y del vino, porque Noé, inventor del vino y primer gustador de sus delicias, fue quien hubo de luchar con el mayor turbión de agua que cayó sobre el planeta.

Me ocuparé ahora de la otra virtud de la templanza estricta, la moderación alimenticia, abstinencia o, mejor aún, frugalidad. Para analizar el acto de comer, lo consideraremos bajo todos los aspectos que ofrece en la naturaleza humana. El hombre es para el físico una máquina, para el naturalista un animal y para el filósofo un ser dotado de razón. Pero entendámonos: sólo es máquina en la física, sólo es animal en la zoología y sólo es ser dotado de razón en la filosofía. Como máquina es el hombre un motor térmico; para su alimentación energética se sirve con el tenedor y la cuchara hidratos de carbono, como el fogonero echa carbón con la pala. Han adoptado el mismo combustible, el carbono, la economía humana y la ferroviaria. Sin embargo, debe señalarse que el bebé se alimenta más bien como un motor eléctrico: enchufado a la central. Como animal satisface todo hombre al comer un deseo instintivo, menos el convidado, que satisface dos. Por último, para el ser racional que somos, el comer es un acto trascendental por el que se apropia nuestro cuerpo de lo que ha menester del cosmos. El cosmos es aquí bistecs, sardinas, ensaladas… Por este continuo cambio de sustancias, el cuerpo humano hace una renovación total cada diez años. Como se muda uno de ropa cada pocos días, se muda uno de cuerpo cada dos lustros.

Debería escribirse algún día la gran epopeya de la conquista alimenticia del mundo. El primer cazador fue el primer guerrero. Todavía puede verse hoy, cuando va con su escopeta al hombro, lo que tiene el cazador de soldado. El hombre necesitó agua y sal, plantas y animales comestibles, y para proporcionárselo se adueñó del orbe. Como conquistó en los tiempos históricos, por razones políticas, el Perú, México, el África…, en aquella edad remota conquistó, por razones gastronómicas, los tres reinos de la naturaleza. Y de esta gran epopeya alimenticia nacieron todas las demás. Del cazador nació el soldado, que conquistó la tierra, y del pescador el marino, que se adueñó del mar.

La necesidad de buscarse sustento fue también el primer estímulo descubridor. El hombre ensanchó su orbe ecuménico por la caza y la pesca. El primer descubrimiento geográfico pudo hacerse corriendo a un jabalí, como la primera sonda que exploró el mar fue, sin duda, la cuerda del pescador de caña.

Y es muy probable que el hombre se haya fijado en las estrellas mucho después de haberle interesado en el cielo lo volátil comestible. Acaso, antes que el sol y la luna, fue astro la perdiz.

De aquellas remotas edades data la gula, supervivencia de un hábito ancestral. En un estado natural primitivo, el hombre, como los animales, se tendría que dar grandes hartazgos; porque no sólo había de calmar el hambre, sino también prevenirse contra muy probables ayunos. Cuando el comer fue, más tarde, un acto seguro y regular, quedó en la gula aquel hábito, que era previsión. El vicio comenzó siendo virtud. Antes que la templanza fue virtud la gula. Vino a ser vicio desde el momento en que el hombre, no encontrando bien justificada su excesiva apetencia, comprendió, en los albores de la reflexión, la necesidad de limitarla. La primera razón pudo muy bien ser la ración.

Cuando la agricultura y el tráfico dieron al vivir una seguridad desconocida antes, desapareció la caza habitual y constante como único medio de vida, pero quedó su técnica. Las trampas, lazos, engaños y asechanzas que ya no era menester utilizar contra los animales quedaron como recursos para el trato con nuestros semejantes. Aconteció esto en uno de los primeros avances del progreso.

Revive en la gula como una conciencia ancestral de la limitación de subsistencias. Esta limitación, al imponer formas de reparto, dio nacimiento a la justicia, es decir, a la desigualdad legal. En un principio, las subsistencias fueron del más fuerte y también del más inteligente, el más mañoso para las trampas, arterías, lazos y asechanzas. Hoy, en cambio, la fuerza no sirve para nada bueno; a sus manifestaciones se las llama hoy violencias, delitos, atropellos… La inteligencia, por el contrario, ha tenido mucha mejor suerte, aunque no más merecida. No se comprende, en efecto, cómo demonios vino a ser la inteligencia el órgano de convencer, habiendo nacido para engañar. Sin embargo, ni del fuerte ni del inteligente es ya nada. Hoy es todo de un nuevo personaje que trajo la civilización posterior: el hombre rico. El rico es un nuevo rico.

Ocurrió esto cuando la propiedad parceló el mundo; la tierra en fincas, el aire en cotos de caza de pluma. Digamos de pasada que el Derecho Romano no admitía esta separación de dominios; el dueño de una parcela lo era del subsuelo, del suelo y del cielo, era dueño de una loncha de universo. De todos modos, una codorniz, aunque se crea libre, vuela siempre dentro de una red legal. El vuelo de cualquier ave comestible es un fenómeno complejo regido por estímulos vitales, leyes mecánicas, código civil y ley de caza. Y lo mismo que la tierra y el aire, el mar. Ahora que para un pez tiene tanta importancia como el Código Civil el Derecho Internacional. En aguas fronterizas un atún puede cambiar de nacionalidad a cada momento, pero en aguas jurisdiccionales pertenece a un Estado, cuyas leyes sabias y protectoras rigen todos los actos, desde que lo pescan hasta que lo guisan.

Al desenfreno natural de la gula opuso el hombre la moderación de la templanza. Pero es menester precisar bien el concepto de esta virtud, porque ese vulgar precepto de frugalidad que dice «Come para vivir pero no vivas para comer» está fundado en un error y debe ser corregido. La frugalidad se impone por higiene, para defensa de nuestra vida. Dijo Cervantes: «Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago». Y el saber popular: «De harturas, llenas están las sepulturas», «El hombre y la pared echan panza para caer». Como contra toda virtud se peca por exceso y por defecto, la templanza tendrá este doble juego de preceptos. Dirá el glotón: «Vives para comer, pero comes para morir», y el asceta: «Se ayuna para vivir, pero no se vive para ayunar».

No sólo por interés individual se impone la templanza. Lo que come uno de más lo come alguien de menos. Esta virtud nos estrecha la economía orgánica y la economía política.

¿En qué momento del comer comienza a pecarse por gula? No puede saberse con exactitud, porque la moral no es ciencia de precisión, sino de tanteo. Sin embargo, por lo que se refiere a la templanza voy a intentar poner los fundamentos para una moral de precisión que haga posible aquilatar, con exactitud matemática, las valoraciones de aquella virtud.

El hombre midió muchas cosas por deporte, como la distancia de Neptuno a Urano; otras, la mayor parte, por interés egoísta, como el oro, la tierra, la fiebre…; pero nunca intentó medir la virtud. Midió sus bienes, nunca midió el bien. La serie numérica conserva todavía cierto sentido crematístico, desde el céntimo al millón. El único intento hecho hasta ahora, que yo sepa, de cuantificar alguna cosa en la ciencia del bien y del mal es el de medir los delitos en años de cárcel.

Y, sin embargo, esta exactitud matemática es cosa resuelta para la virtud que estudiamos. La templanza, en efecto, puede medirse con cuanta precisión se quiera. El procedimiento no puede ser más sencillo: se va uno a ver a un médico para que le haga el metabolismo basal. Sabemos así la energía que sacamos de los alimentos y podemos fijar nuestra ración. La virtud consistirá ahora en no extralimitarse del alimento justo. Lo que comamos de más puede ser medido fácilmente, obteniéndose así el peso en gramos del exceso vicioso cometido. Parece ser que en el juicio final pesará Dios nuestros pecados; el de la gula podemos pesarlo antes.

Podría creer un obeso que con pesarse y ver lo que excede de la normalidad sabrá el peso de su gula. Pero no; el acto de subirse a una báscula tiene muchísimo más alcance moral. No sólo se reflejarán allí excesos de festines, sino también toda la molicie de una vida sin preocupaciones, trabajos ni fatigas, todos los sudores que no se han sudado. El acto de pesarse tiene el valor de un examen de conciencia. Se pesa el cuerpo y el alma.

Comer es un acto de destrucción. Pero sólo se destruye lo construido, lo que tiene estructura. Del alimento mineral al vegetal y del vegetal al animal, la destrucción aumenta. En el acto de comer carne se destruye ya con fiereza. A medida que nuestra alimentación asciende por la escala natural, descendemos en jerarquía humana.

Se plantea aquí el problema de si el hombre ha de ser mineralista, vegetariano o carnívoro. Los minerales que tienen para nosotros más importancia alimenticia nos son quizás impuestos por cierta naturaleza ancestral. Se dice que la vida vino del mar; parece ser que el hombre fue, durante muchos siglos, pez. Debe de ser verdad. Nuestra espina dorsal es la espina del pez que somos todavía; pero lo curioso es esto: lo que nos apetece verdaderamente del reino mineral es la sal y el agua, los componentes del mar.

Trataré ahora de explicar por qué debe tolerarse el vegetarianismo y prohibirse el uso de carne. El hombre es la medida de las cosas, porque las humaniza, porque se ve en ellas. Le repugna lo cruento porque tiene, él mismo, sangre: odia a la fiera porque humaniza a la víctima. De este complejo sentimental le nace la compasión y el que se remoje las barbas cuando ve pelar las del vecino. La zoología ayuda a este sentimiento humanizador, porque dentro de la gran familia natural de los vertebrados le enseña a decir «hermana ternera», «hermano pollo», «hermano besugo», como decía san Francisco: «hermano lobo». El hombre aborrece la fiera a causa de su parentesco con la víctima. Por eso no debe comer carne quien está dotado de razón; porque esta es un instrumento de precisión para medir parentescos.

Pero a la planta no nos une parentesco alguno; nos liga únicamente a ella el compañerismo de ser ambos objeto de la biología. Aunque tengamos tronco, axilas, edad florida y madurez, podemos ser vegetarianos. A las plantas no nos unen más que metáforas. Además el fruto fue creado para que al ser comido se distribuyesen sus semillas. La fruta es tan exquisita y sabrosa por ser la única cosa hecha deliberadamente comestible por la naturaleza, y la naturaleza hace bien las cosas. Como la flor creó su aroma y sus colores para atraer al portador de polen, creó el fruto su jugosa carne para golosina del distribuidor de las semillas. En el transcurso del año pasa el hombre de la fresa al melocotón y del melocotón a la manzana, como vuela, de flor en flor, la mariposa.

La especial condenación del uso y abuso de carne merece nota aparte. Lo que tiene el hombre de fiera aparece organizado socialmente en mataderos, carnicerías, etc., y económicamente aquilatado en precios de pierna, brazo, costilla… En el matadero de Madrid se realizan de diez a doce hecatombes diarias.

Los tratadistas americanos de economía política acostumbran poner los mataderos de Chicago como el más bonito ejemplo de división del trabajo. Copio de J. R. Commons, Trade Unionism and Labour Problems: «El animal ha sido acotado y delineado como un mapa. Hay treinta trabajos especiales; la destreza se ha especializado hasta ajustarse completamente a la anatomía». De esta suprema racionalización salen desangradores, cortaorejas, descuartizadores, sacaentrañas…

Seamos vegetarianos para acabar con la fiera que llevamos dentro. Matemos de hambre al chacal humano.

Todos los pecadores serán castigados en el otro mundo, pero al que peca contra la templanza se le castiga, además, en este. Los excesos del comer y del beber se pagan aquí con la hipertensión, la arteriosclerosis, es decir: envejecimiento, dificultad de la circulación sanguínea por agarrotamiento progresivo de los vasos. Es la pena del garrote, ejecutada un poco cada día.

No es cierta esa creencia vulgar de que nadie se muere hasta que se muere. En el transcurso de la vida se muere uno varias veces. En nosotros se ha muerto ya aquel niño que fuimos, cuando nació el joven que somos, el que morirá también algún día para dar vida al viejo que seremos. Precisamente de arteriosclerosis es de lo que se muere el joven para que nazca el viejo. Luego aquella enfermedad, en el viejo prematuro, es como la vejez actuando sobre sí, multiplicándose por ella misma, potencia de exponente negativo en convergencia rápida hacia cero, el agujero por donde uno se cuela a la eternidad.

Predestinados estamos todos a ser víctimas de la muerte; mas para la voracidad de esta parece cebarse especialmente el gran glotón, como para su voracidad propia fueron cebados muchos cerdos y capones. Los obesos por glotonería son los cebones de la muerte. Por eso suele matarlos repentinamente, para cogerlos en sazón. Así se castiga la glotonería, cuya finalidad en el mundo no parece ser otra que el glotón ofrezca a la muerte un gran menú con todos los manjares que él mismo apeteció, desde el tocino de sus tejidos grasos al foie-gras de su hígado adiposo.

Terminaremos con una observación final que completa la idea vertebradora de estas notas: el conflicto entre la razón y la animalidad humanas. La razón no es más que un jalonamiento, un cuadriculado puesto sobre el mundo para comprenderlo y medirlo o, lo que es lo mismo, dominarlo. La templanza aprovecha este enrejado para enjaular al animal que inquieta nuestros bajos fondos. Pero de esa irracionalidad se nutre el lirismo del poeta auténtico. Un poema evoca siempre algo distante: el épico, lo remoto; el lírico, lo profundo. El lirismo es la inquietud irracional expresada en formas de arte, siempre tras la reja.

Hay que enjaular al animal humano, por lo que tiene de fiera y de ruiseñor.

Ensayo, narración y teatro

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