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VALENTÍN ANDRÉS, ENSAYISTA
ОглавлениеLa estrecha relación de maestro a discípulo habida entre Ortega y Valentín Andrés, respecto de la cual quedan consignados algunos pormenores en el capítulo biográfico precedente, se afianza con el cultivo del género del ensayo por uno y otro. Prescindo de los trabajos de asunto económico debidos a nuestro escritor en los cuales, contrariamente a la conocida definición orteguiana, predomina claramente la llamada prueba explícita sobre otros rasgos distintivos, y solamente me ocuparé de aquellos donde destacan los siguientes: una menor extensión, pues lo que pretende el ensayista (como apunta José Luis Gómez-Martínez) «es sólo abrir nuevos caminos e incitar a su continuación»; su «carácter sugeridor e interpretativo» o, con otras palabras (también de Gómez-Martínez), «el poder de las intuiciones que se vislumbren y de las sugerencias capaces de despertar en el lector»; el «carácter confesional», esto es, que lo que llamaríamos la personalidad íntima del autor animara sus palabras; intención dialogal o propósito de entablar una comunicación efectiva con los lectores; carencia de una estructura fijada de antemano, lo cual no quiere decir que no posea un orden lógico y sistemático sino que dicha comunicación progresa merced a intuiciones y asociaciones diversas; variedad temática que responde a la multiforme realidad ofrecida a la consideración del ensayista, y, finalmente, la denominada voluntad de estilo, pues el ensayo es una obra de arte y no un tratado científico y el autor debe ser consciente de que el lector espera de su escritura una apreciable calidad estética. La marcha del género en nuestras letras ha sido revisada en algunos de sus nombres cimeros por Juan Marichal en La voluntad de estilo (Barcelona, Seix Barral, 1957), estudio que se cierra con Américo Castro y Pedro Salinas, inteligente repaso donde queda de manifiesto la importancia de la obra ensayística de Ortega y Gasset, cuyo ejemplo más notorio tal vez sea El Espectador.
La publicación en 1931 a cargo de la editorial Espasa Calpe del libro colectivo Las 7 virtudes constituye una muestra fehaciente de lo que José López Rubio llamó en su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua «la otra generación del 27», que en este caso reúne a Antonio Espina, Benjamín Jarnés, César Arconada, José Díaz Fernández, Valentín Andrés Álvarez, Antonio Botín Polanco y Ramón Gómez de la Serna, nacidos en la última década del siglo XIX y, en algún aspecto de su obra literaria, seguidores no serviles de Ramón Gómez de la Serna, a quien, con sobrado motivo para ello, presentaba Jarnés en la «Antesala» que hace de prólogo del volumen como «el monstruo de cien pupilas por quien las cosas se abren las entrañas hasta la crueldad, hasta la revelación de su intestino más delgado y de su arteria más imperceptible […], cardenal por derecho propio en todo grande o pequeño cónclave literario». Diríamos que quienes figuran en el mismo son en ese momento escritores de vanguardia, si bien su lista no se agota en esos siete nombres. A nuestro autor lo presenta Jarnés, que era uno de sus colegas más dilectos, del modo siguiente: «Amigo de jugar con los muy locos [alusión al asunto de la comedia Tararí] y de estudiar con los muy cuerdos. Lo mismo escribe Tararí que acabará de escribir —¿cuándo?— Los siglos de España [proyecto del que no poseemos más noticias]. Como ve Telarañas en el cielo [título de un relato que había visto la luz en Revista de Occidente], puede ver también la más ligera arruga en la honestidad de su predilecta dama [que lo fue La templanza12]». Parece ser que estamos ante una réplica española a un libro francés, Les 7 pechés capitaux, obra también colectiva, fruto de la colaboración de otros tantos ingenios entre los que destacaban Jean Giraudoux y Paul Morand; el conjunto francés y el español daban como resultado «un libro curioso y divertido».
A diferencia de los compañeros de volumen, claramente inclinados en su colaboración hacia el relato de sucesos imaginarios que tuviesen algo que ver con la virtud que les había correspondido como protagonista —el caso más notorio al respecto tal vez sea La largueza, de Díaz Fernández—, Valentín Andrés se complace en ofrecer una canónica y sistemática divagación sobre la Templanza en cuanto «virtud moderadora de los impulsos animales» del ser humano, y para mejor asentar sus opiniones echa mano de cuanto le dicta un afilado sentido común, ayudado por la experiencia, y una atenta capacidad de observación junto con otros más doctos saberes, como la teología que nombra y define con precisión la naturaleza de los goces sensuales, cuatro en total, que la Templanza, su contraria, ha de corregir. Semejante seriedad, que caracteriza el tono expresivo utilizado en las treinta y cuatro páginas de que consta la colaboración, se rompe por la intercalación de historias como la protagonizada por un fraile y un vendedor ambulante que conversan camino de un innominado pueblo en fiestas; o por dos borrachos, amigos ocasionales; o por la pareja que forman un pescador de río y un cazador, las cuales constituyen, a modo de otro ámbito distinto, una especie de ruptura. Otra ruptura es provocada por las ocurrencias, no poco sorprendentes y presididas por el humor, tan familiares para sus lectores, en que se complace Valentín Andrés y que acá y allá matizan el texto, como sucede con el pesaje en báscula del pecador obeso a causa de la gula: «El acto de pesarse tiene el valor de un examen de conciencia. Se pesa el cuerpo y el alma». Y como al margen del núcleo argumental, la siguiente derivación económica contenida en estas cuatro líneas: «No sólo por interés individual se impone la Templanza. Lo que come uno de más, lo come alguien de menos. Esta virtud nos estrecha entre la economía orgánica y la economía política».
A lo dicho en este apartado sobre la prosa ensayística de asunto no económico obra de Valentín Andrés Álvarez debe añadirse una referencia a sus colaboraciones periodísticas; fue el profesor Alfonso Sánchez Hormigo quien reparó en ellas, insertas en el diario madrileño La Voz —año 1934—, como primera época de esa actividad, y en el también diario madrileño Informaciones —año 1948—, segunda y última época.
Algo de lo que deparaba la actualidad inmediata constituía una variada e importante fuente suministradora de asuntos, tal como atestiguan los artículos exhumados por Sánchez Hormigo13: los concursos de belleza femenina para elegir las misses nacionales o locales organizados en la primavera de 1934 («Primaveral y lírico»), el campeonato mundial de fútbol que estaba celebrándose en Italia («Zamora, el Gran Capitán»), las expediciones domingueras de jóvenes uniformados por motivos políticos («Buenos trabajadores y buenos holgazanes») o la época de los exámenes estudiantiles («Estudiantina desafinada») son algunas muestras al respecto. Asuntos estos, al igual que todos los abordados por el articulista, cuyo tratamiento está presidido en buena parte por el humor, lo cual no es incompatible con la seriedad empleada en otros momentos dado que veían la luz en una sección titulada «En serio y en broma»; cuando esta última hace acto de presencia el tono ramoniano del contenido y de la expresión resultan claros: en «Vagos de afición» cabría hablar de una especie de respaldo noventayochista al lado del toque humorístico.
Perteneciente a su época de madurez, sostenida por su condición académica y universitaria, vio la luz en 1955 una edición del Informe sobre la Ley Agraria, debido a Gaspar Melchor de Jovellanos (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, colección Civitas, 1955), dispuesta por Valentín Andrés y cuya introducción desborda el tema económico propiamente dicho para convertirse en un acertado ensayo sobre la personalidad de su famoso conterráneo, tan diversamente traído y llevado en sus días y en tiempos posteriores. Valentín Andrés se sitúa al respecto más de acuerdo con Menéndez Pelayo —que le había considerado como «el español más honrado e ilustre del siglo XVIII» o había vindicado (en el tomo v de los Heterodoxos) su religiosidad para concluir que se trataba de «un alma heroica y hermosísima»— que de quienes le habían fustigado por sospechoso de afrancesamiento. A su juicio, el ilustrado gijonés, situado en una España convulsa donde primaban las posturas extremosas, acertó a alcanzar «los puntos de equilibrio justo» y, de acuerdo con ellos, fue «rectilínea» la trayectoria de su vida y obra. Su ideología, expuesta siempre con «belleza y claridad», fue muestra de «gran seriedad, buen sentido y gran inteligencia» y consigue aunar «las tradiciones de su patria y las ideas de su tiempo», presidido el proceso por un patriotismo de la mejor ley, pues «desechaba con igual fuerza todo lo que en la tradición dificultaba la marcha del progreso y todo lo que en el progreso desvirtuaba el espíritu de la tradición». Se interesó Jovellanos por diversas y numerosas cuestiones, por lo que debe estimársele poseedor de un espíritu enciclopédico «sin ser enciclopedista»: historiador, jurisconsulto, legislador, pedagogo, literato, y en todo destacaría: «Tan extenso y vario era su saber que con el mismo acierto aconsejaba sobre leyes a un alcalde de Corte como sobre cultivos a un trabajador del campo».
Referida a un tiempo más próximo, del que fue espectador, está la biografía de su paisano y amigo Fernando Vela, escrita después de la muerte repentina de este en Llanes (Asturias) en el verano de 1966 y publicada con el título «Fernando Vela y su tiempo» en el diario ovetense La Nueva España (20 y 27 de septiembre de 1974). En dicha colaboración resulta evidente un puntual conocimiento de la personalidad del biografiado, así como la estimación que por él sentía su biógrafo.
Oviedo, Gijón y Madrid son los escenarios donde transcurrió la existencia de Vela, y buena parte del siglo XX más los últimos años del XIX (había nacido en 1888) el tiempo de la misma, en cuya marcha deben considerarse acontecimientos externos de muy diversa naturaleza, ya que se produjeron, tanto en España como fuera de ella, «cambios radicales y rápidos [que] trastornaron profundamente un estado de cosas que tenía ya larga historia», los cuales fueron motivo de que se rompiera la continuidad histórica hasta entonces vigente, mutación que Valentín Andrés, ingenioso según acostumbraba, hace representar por el paso en la casa familiar del quinqué a la bombilla: «Sobre la mesa del comedor estaba aún el quinqué apagado, y apagado para siempre, la noche anterior, pues en aquella se encendió por vez primera la bombilla eléctrica […]. El quinqué, la luz que hace uno mismo en su casa, es individualismo puro, mientras que la bombilla nos enchufó a todos a una central». Fue en 1903 o 1904 cuando Vela y Valentín Andrés se conocieron durante un partido de fútbol entre jóvenes aficionados de Grado y Oviedo. Años más tarde (1914) comenzaría la primera guerra europea, suceso que avivó los cambios que venían incubándose y que «abrieron, ciertamente, un nuevo ciclo histórico», paralelo al producido en el ámbito personal de Ortega y Vela, quienes se conocieron entonces en Gijón y prosiguieron e intensificaron su relación a partir de 1920, cuando Vela se traslada a Madrid, a la Dirección General de Aduanas, y, convertido en su colaborador y fiel amigo, comienza a participar en algunas de sus empresas periodísticas y culturales y establece contacto directo con los literatos jóvenes que empezaban su carrera: «Fernando Vela, espíritu alerta […], se dio pronto cuenta de los valores positivos que aportaban a la poesía y a la prosa los nuevos y comprendió lo que había en aquellas extravagancias de valor verdadero […], lo que pasaría y lo que quedaría».
Difíciles años en España los inmediatos a 1936, de guerra civil y primera posguerra, durante los cuales Vela, que seguiría trabajando empeñadamente, rechazó atractivos ofrecimientos, corrió serios peligros, se exilió de algún modo en Tánger y, más tarde, considerándose sólo un superviviente, se retiró de la vida cultural más pública. De tales vicisitudes hasta su muerte informa circunstanciadamente Valentín Andrés, que cierra la semblanza del amigo y colega echando mano de «una narración de Gerardo Diego titulada “Cuadrante”, en la que se contaba cómo en una partida de ajedrez las piezas “comidas” pasaban del juego vivo a otro mundo, al otro mundo. Los humanos no somos más que las piezas de una gran partida que juega el destino y así, aquella tarde, mientras Vela jugaba la suya, el destino le dio jaque mate».
Guía espiritual de Asturias es uno de los textos ensayísticos de Valentín Andrés más conocidos y elogiados: las siguientes palabras del también ensayista asturiano Juan Cueto Alas lo prueban: «Son una verdadera delicia literaria estas páginas […]. Es una de esas raras prosas felices que a cada lectura levanta nuevas ideas». Unos cuantos aspectos de la realidad que es Asturias —históricos, geográficos, económicos, costumbristas…— hacen acto de presencia en ellas, considerados entrañable y amorosamente, agrupados en doce capítulos más bien breves a los que acompaña como remate una «meditación» relativa al tiempo futuro —el que vendría después de 1980, su fecha de composición.
El repaso comienza con el aspecto titulado «El alma mater», que, sorprendentemente, no es la Universidad de Oviedo sino las montañas de Asturias, pues «ellas dieron a los asturianos muchos rasgos de su carácter», lo que lleva a mencionar «el llano», su opuesto natural como opuestas son Asturias y Castilla, realidades en cuya consideración se complace: cada una de ambas tierras está representada de manera simbólica por la casona (Asturias) y el castillo (Castilla), símbolos que el paso del tiempo no ha podido hacer desaparecer.
Valentín Andrés pone atención en el recuento efectuado no sólo en lo «memorable y grandioso» sino también en «lo pequeño y vivo», y le sirven de apoyo para su elucubración tanto lo adelantado por doctos varones como Adam Smith, Friedrich Nietzsche o Claudio Sánchez Albornoz como gentes de la tierra cuyos hechos y dichos trae a cuento a manera de citas oportunas; los llamados en Asturias «americanos» o «indianos» (capítulo VI) muy sobresalientemente, aunque extraña la falta siquiera de unas líneas ensalzadoras de su labor respecto a la fundación de escuelas, tan encomiada por el noventayochista Luis Bello en el libro Viaje por las escuelas de España. Al paso de la lectura advierto dos coincidencias —capítulo III, «Economía estética», y capítulo II, «El imperio astur»— con textos literarios suyos anteriores y ahora resumidos, a saber: la idea de la utilización comercial de la belleza del paisaje o «Economía estética», explanada más extensamente en la novela de 1930 Naufragio en la sombra, y el minirrelato (dada su brevedad) de una historia que es núcleo argumental de la comedia Abelardo y Eloísa, sociedad limitada, tal como si se tratara de recurrencias de pensamiento a través de los años.
Lo que sí recurre en la expresión es el gusto de Valentín Andrés por la ocurrencia ingeniosa y por el uso del contraste cualquiera sea el asunto de uno y otro procedimiento: la cueva de la Santina en Covadonga (capítulo II, primer caso) o la continuada serie de diferencias entre Oviedo y Gijón (capítulo VIII, segundo caso).