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INTRODUCCIÓN SEMBLANZA BIOGRÁFICA DE VALENTÍN ANDRÉS ÁLVAREZ

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Aquella tarde-noche de diciembre de 1965, Valentín Andrés y yo comenzamos la conversación, en su piso madrileño de la «Profesorera», hablando de la llamada generación del 27. Decía no saber a punto fijo qué contenido tenía semejante denominación y tampoco estaba seguro de que, caso de aceptarla, fuera él uno de sus integrantes como algún entrevistador ocasional había dicho; mi embarazo fue grande cuando don Valentín, haciendo el papel de alumno deseoso de saber, me pidió que, como catedrático de la asignatura, le aclarase estos extremos. Convinimos inmediatamente en que una verdadera generación es algo más, en variedad y cantidad, que un grupo de amigos, por lo que resultaba confuso reducir aquella al conjunto de poetas (solamente siete u ocho) siempre mencionados y diríase que excluyentes; hubo más poetas, desde luego menos famosos pero nunca menos dignos, y esta primera ampliación de la nómina generacional tenía que completarse con la relativa a los cultivadores de otros géneros —narrativa, teatro, ensayo, crítica literaria—, ensanchamiento en virtud del cual (e hicimos un recuento de urgencia para comprobarlo) resultaba más del medio centenar de generacionistas, Valentín Andrés entre ellos. De aquí se pasó a examinar los posibles apoyos de una tal adscripción y entonces salieron a plaza dos nombres magistrales, Ortega y Ramón, y una institución cultural: Revista de Occidente, editorial y revista; a unos y a otra se consideraba vinculado en su etapa de joven escritor. De Ortega decía maravillas, que iban desde la atención a los jóvenes hasta su extensa cultura, su rigor intelectual o su precisa y lujosa retórica, más la creación de una empresa como Revista de Occidente, que había abierto tantas ventanas a Europa y a la modernidad y había ofrecido no pocas oportunidades a quienes comenzaban entonces su aventura profesional —él mismo se benefició más de una vez, publicando en las páginas de la revista o en las colecciones de la editorial—. Al nombre de Ortega, el director, se unía en su recuerdo el de Fernando Vela, inestimable secretario, paisano y querido amigo de don Valentín, que le llamaba el «aduanero Vela» porque Ortega, seguro de su buen criterio, le confiaba la ingrata labor de seleccionar los originales recibidos. Ramón Gómez de la Serna era otro de los grandes maestros de aquella hora distinguida en las artes y en la literatura por la irrupción de la vanguardia o espíritu de novedad y aventura, y (se preguntaba don Valentín) ¿quién más tempranero y arriesgado vanguardista entre nosotros que Ramón, guía y amigo de los jóvenes literatos, el más joven (pese a la edad) de todos ellos? Ramón (proseguía Valentín Andrés) encauzó el humorismo literario y lo sacó de la chabacanería y de lo simplemente festivo; recuerdo que en 1930 apadrinó y colaboró como uno más del grupo en el volumen colectivo Las 7 virtudes, donde me tocó en suerte divagar sobre la Templanza, «virtud moderadora de los instintos». Y don Valentín remataba su evocación de esos maestros lamentando que no hubieran tenido sucesores a su altura.

Metidos de lleno en el ámbito de la literatura y sabedor yo de que Valentín Andrés había dado la primera muestra pública de su vocación como escritor en la revista Plural (1925), revista de breve existencia (sólo tres números), obra de jóvenes entusiastas como él mismo, César A. Comet, Guillermo de Torre y Benjamín Jarnés, le pregunté por este último, llegado a Madrid tras unos años de seminarista en Zaragoza y de militar afecto al Cuerpo de Intendencia. Había sido Jarnés gran amigo suyo, llamados ambos a la Revista de Occidente como consecuencia de la aventura de Plural; contertulios en Madrid (en la Granja del Henar, por ejemplo); colaboradores en Las 7 virtudes, cuyo prologuista, Jarnés, le presentaba de este modo: «Amigo de jugar con los muy locos y de estudiar con los muy cuerdos. Lo mismo escribe un Tararí que acabará de escribir —¿cuándo?— Los siglos de España. […] Es muy ducho en vestir a las abstracciones de paisano». Don Valentín le había invitado a veranear en Asturias y Jarnés estuvo entonces (entre el final de los años veinte y principios de los treinta) en Grado y en la casona de Doriga. En cierta ocasión, proclamada ya la República, acudieron como curiosos, nunca como correligionarios, a un mitin del político Melquiades Álvarez en Riberas de Pravia; el corresponsal de un periódico ovetense los mencionó en su crónica del acto como «distinguidos asistentes», y a los pocos días otro periódico de la capital se hacía eco de la noticia llamando a Benjamín Jarnés y a Valentín Andrés «escritores de vanguardia y políticos de retaguardia». Para el talento literario de su compañero, narrador, ensayista y biógrafo, sensitivo y perspicaz en grado no frecuente, tenía don Valentín mucho respeto y admiración, deplorando que las circunstancias adversas —exilio, enfermedad, doloroso silencio— le hubieran impedido continuar y completar su obra y le hubieran convertido injustamente —lo que era peor desgracia— en un olvidado.

En mis conversaciones madrileñas y ovetenses con Valentín Andrés me di cuenta de la estimación que sentía por su obra literaria, no porque sobrevalorase sus méritos, cosa impensable en persona tan discreta, sino porque la rodeaba de un particular afecto; que se recordaran sus narraciones y piezas teatrales —excluía los versos del libro Reflejos («la verdad es que como poeta fui bastante malo»)—, que se les dedicara la atención de una tesina en la Universidad Complutense, era algo que, sin desmerecer sus trabajos de tema económico, le congratulaba y que agradecía, lo mismo que saber que el tomito de la colección «Crisol» que incluía Tararí, Pim, pam, pum (teatro) y la novela Sentimental-Dancing, aparecido en 1948, se hallaba agotado desde hacía años, como si el público lector hubiera aceptado sin dudarlo un instante la propaganda editorial que proclamaba al autor como «uno de los espíritus más sutiles y originales de nuestra época. Todo en él es inquietud, originalidad, paradoja, humor».

Mis visitas me confirmaron algo que uno sabía o sospechaba de Valentín Andrés Álvarez: su talante abierto y comprensivo, su interés o curiosidad por casi todo —de ello eran prueba fehaciente sus muchas y distintas dedicaciones: desde la mecánica celeste a la economía política—, su humor bondadoso y socarrón, su ardiente y pensado cariño a la tierra natal, renovado eficazmente en temporadas veraniegas en Doriga. Era amable, de buenas y finas maneras, y desplegaba un vivo ingenio que, acá y allá de la conversación, sorprendía al interlocutor con ocurrencias brillantes e inteligentes. Ciertamente lo que más le gustaba era conversar, como nacido y crecido en una época de tertulias y tertulianos, con santos patronos de ellas tan singulares como Unamuno, Valle-Inclán u Ortega, con tiempo por delante para perderlo gratamente y, también, con cafés amplios y prestigiados por tales reuniones. Tertuliar resultaba más fácil y menos solitario que escribir, cosa que, sin embargo, había que hacer y que él iba a hacer, empezando por sus memorias —tantas gentes y cosas que contar—, ya principiadas y paradas (hablo de los años setenta), y quizá siguiendo después con aquellos títulos alguna vez anunciados en preparación.

El nacimiento de Valentín Andrés Álvarez ocurrió en la villa de Grado, capital del concejo asturiano del mismo nombre, el día 20 de julio de 1891, a las nueve de la mañana. En el «Apunte biográfico» que abre la edición de alguna de sus obras se complace en dar, medio en serio medio en broma, algún detalle más de carácter familiar, como que «lo primero que se vio en mí, recién nacido, fue la gran semejanza con mi abuelo materno. Yo, por de pronto, no era un ser completamente inédito. A causa de este parecido extraordinario, comprobable en las fotografías de ambos, yo puedo saber hoy cómo seré, a los sesenta años, pues tengo ya un retrato de esa edad. Pero si salí a mi abuelo en lo físico, continué a mi padre en lo moral. De él recibí mi falta de voluntad y mi carácter voltario, así como la gran afición a diversiones y viajes. Mis virtudes y mis vicios son suyos. […] Verdaderamente yo no soy más que mi padre, quien anda por el mundo ahora disfrazado de mi abuelo». Continúa semejante rememoración señalando que a los diecisiete años terminó los estudios de bachillerato y a continuación comenzó los universitarios en Oviedo con el curso preparatorio (1906-1907) que daba paso a una cualquiera de estas tres facultades: Ciencias, Farmacia o Medicina, para, una vez concluido, matricularse en Madrid en Farmacia, primero, y en Ciencias (Física y Matemáticas), después; en 1910 sería ya licenciado en Farmacia y en 1912 en Ciencias.

Al margen de tales estudios regulares, Valentín Andrés encontraría en Madrid, tanto en los medios académicos y culturales como en otros harto diferentes, ocupación gustosa: de una parte, guiado por los consejos de su pariente, el catedrático de Historia del Derecho Laureano Díez Canseco —a quien, pasados los años, recordaría afectuosamente: «Era ciertamente un hombre extraordinario. Descuidadísimo en el vestir y en el aseo de su persona, pero de una inteligencia, una cultura y un ingenio verdaderamente excepcionales. No escribió casi nada y todo su saber se desparramó en conversaciones y tertulias. Fue un Sócrates de café. Como catedrático cumplía muy mal sus obligaciones docentes. Iba muy tarde a clase, faltaba muchísimo y no suspendía a nadie en sus exámenes; pero este malísimo catedrático era un excelentísimo maestro»1—, acudiría a las clases del economista Antonio Flores de Lemus y a las lecciones filosóficas de José Ortega y Gasset, reciente catedrático de Metafísica en la Universidad Central: «Veo muy bien ahora, en mis recuerdos, hablando en el extremo de una larga mesa a sus oyentes de entonces […] y al final de todos, yo, el benjamín de la clase, que por ser el último del corro estaba al lado del profesor. Comenzamos el curso con la lectura, comentada por Ortega, del Teeteto y luego continuamos con la Crítica de la razón pura. Yo era el lector, en traducciones que él corregía con el texto griego del diálogo o el alemán de Kant»2. Díez Canseco le encaminó asimismo hacia el científico Blas Cabrera, que dirigía el Laboratorio de Investigaciones Físicas, y ese contacto animó un pasajero interés por la astronomía, del cual queda muestra literaria en el relato Telarañas en el cielo. De otra parte, le nacería una arrebatadora entrega al baile, de la cual quedó constancia en bastantes páginas de la novela (1925) Sentimental-Dancing —«con la Crítica de la razón pura bajo el brazo, casi todas las tardes, a la salida del trabajo de Ortega, el apuesto bailarín practica su afición favorita en Maxim´s»3.

Entre 1919 y 1921 se sitúa la estancia en París de Valentín Andrés con ocasión de unos estudios importantes para su porvenir, llevados a cabo con demasiado descuido, si damos por bueno el testimonio ofrecido al respecto en Sentimental, para fastidio de su familia, que reiteradamente le reclama desde Madrid y comisiona en vano al tío Gonzalo para lograrlo. La casualidad ayudaría el cambio en su frívolo comportamiento el día que Valentín Andrés, «en la biblioteca de Santa Genoveva, que yo solía frecuentar, me encontré con un libro, el Cours d’Économie Politique de Pareto, sobre economía matemática. Lo leí con prevención y a medida que avanzaba en su lectura me sentía más interesado por aquel tratado tan raro y tan curioso, tan apasionante»4, cuyo repaso prende fuertemente su atención y le dirige hacia lo que, después de tanto probar y abandonar —de Valentín Andrés dejó dicho Ortega aquello de que «es el hombre que siempre está dejando de ser algo»—, constituiría una segura y definitiva dedicación.

De vuelta a España, instalado en Madrid, a la altura de 1925, Valentín Andrés, que años antes había publicado Reflejos, un libro de versos que situaríamos en el posmodernismo y que pasó sin mayor gloria —«la verdad es que como poeta fui bastante malo», le confesaba a un entrevistador5—, estableció relación con el mundillo literario, centrado especialmente en la tertulia que se reunía en el café Pombo, a cuyo patriarca, Ramón Gómez de la Serna, había conocido en la tertulia de Ortega —no creo que haya habido nunca una tertulia tan absurda, tan pintoresca y tan divertida como aquella. Entre los asistentes había locos pacíficos, inventores, poetas épicos, líricos y entreverados y, por supuesto, ingeniosos reventadores de todo»6 —. Hemos de añadir la influencia ramoniana —su novedoso tratamiento de humor, tan lejos del hasta entonces habitual entre nosotros— como decisiva en la literatura narrativa y teatral que escribiría nuestro autor, afecto a la llamada vanguardia —dadaísmo, creacionismo, surrealismo, por ejemplo— que hizo su irrupción como una consecuencia más del cambio que supusieron acontecimientos como la guerra del 14.7 Muestra temprana de semejante adscripción fue su colaboración en la revista Plural, que apareció en enero de 1925, dirigida por el poeta ultraísta César A. Comet y, como tantas otras congéneres, de breve vida (sólo tres números): «Se singularizaba únicamente [En opinión de uno de sus fautores8] por el estreno en sus páginas de dos prosistas novelescos —Benjamín Jarnés y Valentín Andrés Álvarez—, inmediatamente después incorporados a la Revista de Occidente; la incorporación de Mauricio Bacarisse y de un crítico musical, César M. Arconada». Se ensancharía por entonces el círculo de sus amistades literarias y tendría ocasión de conocer a gentes como García Lorca, recibido por él en su casona de Doriga cuando en 1932 estuvo en Asturias al frente de La Barraca. Por ella pasarían antes y después otros colegas y amigos: Benjamín Jarnés, Guillermo de Torre, Antonio de Obregón o Manuel Azaña, cuya candidatura para presidir el Ateneo de Madrid contó con su apoyo. Dámaso Alonso recordaría más tarde: «He sido un admirador de Valentín Andrés Álvarez desde hace muchos años. Trabajó muy activamente en la literatura en aquella época y en aquel ámbito de la generación del 27. Yo fui uno de los que asistieron al estreno de su Tararí, uno de los que conocieron sus versos, sus publicaciones en prosa, sus ensayos novelescos. Mi contacto con él ha sido interrumpido muchas veces por lapsos de tiempo pero siempre, de vez en cuando, nos hemos encontrado y nos hemos dado un fraternal, un cariñoso abrazo». El aludido estreno fue un éxito rotundo y consagró en cierto modo, de cara a un público más amplio que el que hasta entonces le había leído en, por ejemplo, la Revista de Occidente, su nombre de escritor, hecho corroborado por la colaboración periodística mantenida en diarios como el madrileño La Voz y el ovetense La voz de Asturias9.

Pero semejante situación hubo de romperse para Valentín Andrés por el estallido de la guerra civil, que le sorprendió en la localidad leonesa de Pola de Gordón cuando se ocupaba de sus estudios de economía con miras a una cátedra universitaria; las vicisitudes de estos años españoles tan difíciles —pongamos entre 1930 y 1940— «las he enterrado en la fosa común del olvido», pero sabemos que hubo, terminada la contienda, un expediente de depuración y que el juez instructor, Nicolás Ramiro Nico, fue comprensivo con aquel auténtico liberal denunciado, correligionario en tiempos del reformista; Melquiades Álvarez: la denuncia se solventó sin condena. Comenzaría enseguida una nueva etapa en su existencia, marcada por el signo de la dedicación académica y universitaria; varias referencias, ordenadas cronológicamente, informan de ella. (Signo distinto al científico que va a ocuparnos, tienen, por ejemplo, un estreno teatral, el de la comedia Pim, pam, pum (1946), y la lectura pública de la titulada Abelardo y Eloísa, sociedad limitada, además de esporádicas colaboraciones periodísticas).

1942 (mes de julio) es el año de entrada de Valentín Andrés en la corporación universitaria como catedrático de Economía Política en la Universidad de Oviedo. En 1979 (Asturias, Oviedo, 17 de junio, pág. 16) revelaba respecto a sus estudios preparatorios de la cátedra universitaria: «Yo tenía una ilusión y era la de ser catedrático de la Universidad de Oviedo. A lo que me dedicaba por pura afición era a la economía política y en el año 30 se jubiló [Isaac] Garcerán, que era profesor en Oviedo, y pensé que era el momento. Lo dejé todo para preparar esas oposiciones y me dije que en un par de años o tres saldrían. Pues bueno, no salieron hasta el 41. De manera que estuve once años estudiando economía y nada más que economía para ir a la cátedra de Oviedo». Ahí permanecería el curso completo 1942-1943 y sólo el primer trimestre del siguiente, cuando, en comisión de servicio, pasó a Madrid, docente en la recién creada Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, que poco después se desdoblaría en «Políticas» y «Económicas», asiento suyo esta última pues en noviembre de 1945 obtuvo por oposición la cátedra de Teoría Económica de la misma. Algunos de sus colegas le ayudaron a abrirse paso en medio de un clima de posguerra española que ideológicamente le era más bien desfavorable; por ejemplo, fue Ramón Carande quien le llevó a trabajar en el Instituto de Estudios Políticos, creación del nuevo régimen, y de acá y allá surgirían invitaciones y llamadas, como la propuesta, en febrero de 1948, para ocupar en la Academia de Ciencias Morales y Políticas la vacante (medalla número 10) de don José Manuel Pedregal y Sánchez Calvo; en 1952 leyó el ritual discurso de ingreso, titulado «Naturaleza, sociedad y economía». Dentro de la nueva facultad, en la que se jubiló siendo su decano, le fue encomendado el discurso de apertura del curso 1961-1962, y cosa por el estilo le sucedería años más tarde (1965), especialmente invitado para hacerlo en la inauguración de la facultad ovetense de Económicas, disertando sobre «El tránsito de la economía tradicional a la moderna».

Doctor honoris causa por la Universidad de Oviedo (1979) e hijo predilecto de Grado y de Asturias entre otros reconocimientos, añadamos el respeto, rayano en veneración, que le profesaban sus alumnos, en nombre de los cuales se pronuncia Juan Velarde Fuertes con las siguientes palabras: «A Valentín Andrés Álvarez le repugnó […] el constituir camarillas de discípulos que después resultan promocionados hacia diversos lugares de la docencia. No cerró jamás las puertas a nadie […]. No tuvo jamás celos de los éxitos de otras cátedras […]. Las clases eran realmente prodigiosas»10.

Con la jubilación cobró Valentín Andrés mayor apego a la vida tranquila y al retiro placentero que le brindaban sus estancias en la casona de Doriga, cada vez más largas y demoradas, donde le visitó en 1975 el periodista Julio Ruymal, a quien declararía: «Llevo una vida tan recogida y me atraen tanto los libros que no echo de menos cosa alguna, ni la cátedra, ni los alumnos, ni la política, ni aquellas tertulias del Madrid de antaño cuando Madrid era todavía como una ciudad provinciana tranquila. Me refugio en la casona. La vida en la aldea es deliciosa. Vine en el mes de julio y no volveré a Madrid hasta noviembre. Ahora casi me paso todo el año aquí»11.

Fue en una de esas prolongadas estancias asturianas cuando, a los noventa y un año, le llegó la muerte, ocurrida en Oviedo el 21 de septiembre de 1982, día en que esta ciudad celebra la fiesta de su patrono san Mateo: problemas cardiovasculares, consecuencia de una rotura de cadera, fueron la causa.

Ensayo, narración y teatro

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