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VALENTÍN ANDRÉS, NARRADOR
ОглавлениеPuede afirmarse que la dedicación narrativa de Valentín Andrés Álvarez comienza como autor de relatos breves anteriores en fecha de publicación a sus narraciones más extensas o novelas; conozco dos cuentos, titulados «La Garbosa» (Región, Oviedo, núm. 79, 23 de octubre de 1923) y «La muerte no usa guadaña» (Verba, Gijón, 1926), que corresponden a ese comienzo. En el primero, la protagonista es una vaca llamada Garbosa, orgullo de su dueño, distinguida entre sus congéneres por su «hermosa estampa», «aquel finísimo pelo blanco y limpio como la nieve, donde unas caprichosas manchas negras destacaban sus irregulares contornos»; era, además, fuente de trabajo —tiraba, por ejemplo, del carro y del arado— y de riqueza —daba leche para la familia y «para hacer aquellas mantecas tan preciadas» con cuya venta «se obtenía el único dinero contante que entraba en la casa»; y, más todavía, era el blando cariño protector de los huérfanos del aldeano sobre quien había caído tiempo atrás el infortunio de la viudez. Es claro que guarda este cuento algún parecido con el Adiós, Cordera clariniano sin que haya de establecerse entre ambos más comparación que la derivada del tono sentimental que los preside, unos breves toques de ambiente rural asturiano y una narración llevada por sus pasos contados —tres breves apartados o capitulillos lo integran— hacia un desenlace difícil donde prima el recuerdo —la voluntad— de la difunta Rosa.
El segundo relato, menos sentimental y más ingenioso que su compañero, queda más próximo a la literatura cultivada en adelante por su autor, situada la acción en un paisaje rural innominado y a cargo de un médico muy singular a quien sus temerosos pacientes pueblerinos burlan finalmente.
Telarañas en el cielo, que viene cronológicamente tiempo después, representa ya una modalidad narrativa distinta y más al día y alude a una de las varias probaturas de Valentín Andrés en busca de un rumbo seguro en su existencia: el acercamiento, aconsejado por su pariente don Laureano Díez Canseco, talentoso y pintoresco individuo, al Laboratorio de Investigaciones establecido en un edificio del Hipódromo donde, en compañía del personal científico que allí trabajaba, se aposentaba (a la izquierda del mismo) un Tercio de la Guardia Civil. La astronomía surgió entonces como nuevo y atrayente camino del autor, pues el trato con los astros podría colmar sus apetencias tal como le ocurriría al anónimo protagonista del relato, publicado en Revista de Occidente poco más tarde de la aparición de Sentimental-Dancing. El motivo de la estancia del autor en París, aconsejado por el catedrático Blas Cabrera, no fue otro que estudiar astronomía y especializarse en mecánica celeste, pero otras dedicaciones, la poesía, las andanzas nocturnas por el Barrio Latino, las horas de lectura pasadas en la biblioteca de Santa Genoveva, se llevaron buena parte de sus jornadas parisinas, culminadas con el descubrimiento del economista Pareto. Convertida alguna parte de su afición astronómica en asunto apto para la literatura, compuso Telarañas, cuyo contenido, dejada a un lado la afición del anónimo personaje protagonista, es una peripecia amorosa, cursi a ratos y con un desenlace entre feliz y decepcionante. Dentro de la parva acción ofrecida encontrará el lector algunas referencias culturalistas bien distantes de la astronomía, ya de índole literaria —son mencionados H. G. Wells y Julio Verne en cuanto escritores de fantasías de ciencia-ficción—, ya alusiones de otra índole —Napoleón, Jesucristo, san Andrés y Aquiles son sus implicados—, o el citadísimo verso de Dante en el canto III de la Divina Comedia, «Lasciate ogni speranza», que resume significativamente el tono de una concreta situación. El anónimo protagonista masculino «fue siempre un buen chico, trabajador y serio», lo que se muestra y demuestra a lo largo del relato, narración con algún toque descriptivo, escaso diálogo y decidida inclinación al uso de llamativas comparaciones —«la familia pasó ante ellos, tras la proa de su cochecito, como un navío que volvía cargado de frutos naturales de aquel país delicioso donde ellos anhelaban ir»—. Capaz de apasionarse llevado por un propósito, de ilusionarse, mejor, dado que este se refiere a una realidad muy por encima de la cotidiana y prosaica en la cual están inmersos Lolita y su madre, novia y futuras esposa y suegra. Conseguir una plaza para trabajar en el Observatorio Astronómico era un objetivo deseable y necesario para colmar su deseo científico, y lograrlo, tras el esfuerzo de la obligada oposición, determinó, casi al mismo tiempo, su matrimonio. La decepción antes aludida se produjo por su trabajo en el Observatorio, lugar anhelado donde nunca le fue bien ya que «los primeros trabajos que le encomendaron no eran a propósito para entusiasmar a nadie, pues consistían en hacer cálculos interminables y complicados con los datos tomados por los astrónomos en sus observaciones»; «le destinaron después a los trabajos preparatorios del anuario del Observatorio para el año siguiente»; «le encomendaron después la tarea de dibujar un mapa del cielo. Comenzó por trazar sobre el papel una cuadrícula de meridianos y paralelos, las rejas de la cárcel celeste», y así sucesivamente, consecuencia de lo cual «los astros fueron poco a poco perdiendo todo su esplendor, y eran ahora el trabajo impuesto, fastidioso, cotidiano y remunerado. Iba todos los días al cielo como un artesano a su taller». Es, si se quiere, un ejemplo más de lucha, tristemente perdida por quien merecía una suerte bien distinta, entre el deseo sentido y la realidad encontrada.
Cuando Valentín Andrés da sus primeras señales de novelista la situación de este género en España era, abreviadamente dicho, la siguiente: había concluido, desaparecidos ya sus mantenedores, el auge del realismo y el naturalismo practicados con diversa maestría por los integrantes de la generación de Galdós —solamente vivía entonces (tercera década del siglo XX) Armando Palacio Valdés, cuyas obras penúltimas y últimas nada especialmente valioso añadían a su renombre—. La generación del 98 y la del 14, que vienen a continuación, dominan nuestro panorama literario, pero en lo que atañe a la novela más bien respecto a una minoría de lectores, pues quienes de veras venden, frente al menor eco alcanzado por Azorín y Unamuno (entre los noventayochistas) o por Gabriel Miró y Ramón Pérez de Ayala (entre los novecentistas), son otros: la llamada generación de El Cuento Semanal, Ricardo León y Concha Espina, desde luego más conocidos.
Exactamente en 1925 publica Ortega y Gasset Ideas sobre la novela, ensayo llamado a tener no pequeña repercusión. Su autor señala el hecho de que no es factible hallar temas nuevos para la novela puesto que los asuntos o argumentos estaban ya tocados en lo fundamental; si esto era así y la novela como género literario iba a seguir viviendo —había ya quienes se referían a su posible muerte—, se hacía preciso compensar ese vacío con otros elementos o ingredientes, tarea en la que debían empeñarse tanto el teórico de la literatura como el novelista y de la que había de salir, finalmente, algo positivo. Y es que (continúa Ortega) hay ciertos rasgos de la novela del realismo-naturalismo que tuvieron plena vigencia tiempo atrás y dieron entonces el máximo de sus posibilidades, pero que son ahora posibilidades exhaustas o caminos que no conducen más que a un muro insalvable: el de la repetición. Había que decir NO al apasionamiento mecánico que produce la aventura del folletín o a esa novela que interesa simplemente porque en ella se cuentan cosas muy sorprendentes, medios ambos por los cuales el autor mantiene en vilo la atención y el interés del lector, pero si a ello no se le añade una envoltura artística y una estructura orgánica —en otras palabras, el estilo, la forma—, la obra en cuestión puede que sea olvidada en cuanto desaparezca semejante público lector circunstancial. Nadie se confunda pensando que a Dostoiesvski —a su novelística— le conviene lo dicho para el folletín y el melodrama; apariencia de uno y otro hay en la obra del autor ruso, pero si no existiera en ella más, bastante más y distinto, téngase por seguro que ni en sus días ni después habría alcanzado la fama de que merecidamente goza.
Junto con el de Dostoiesvski hay otro nombre novelístico que Ortega invoca, y acerca de cuya obra se extiende muy significativamente: el de Marcel Proust, en cuyas novelas «la trama queda casi anulada», reducida así a pura descripción inmóvil, sin acción concreta. «Notamos [advierte Ortega] que le falta [a la novela] el esqueleto, el sostén rígido y tenso, que son los alambres en el paraguas […]. Por esta razón, aunque la trama o acción posea un papel mínimo en la novela actual, en la novela posible no cabe eliminarla por completo y conserva la función, ciertamente no más que mecánica, del hilo en el collar de perlas, de los alambres en el paraguas, de las estacas en la tienda de campaña». Retengamos de esta cita orteguiana la afirmación de que en la novela resulta indispensable el sostén de la acción o argumento; exagerar por el novelista la reducción de este elemento puede ser, al menos para algunos lectores, una dificultad no conveniente en su lectura de una novela que, a fuerza de eliminar acción, se ha quedado como paralítica, epíteto que nuestro ensayista aplica a la escrita por Proust.
En el «envío» de Ideas… (sus dos párrafos finales) se dice que este ensayo tendría una justificación si los jóvenes autores en acto o en potencia, ahora mismo o enseguida, se pusieran a novelar teniendo presente qué es aquello de lo que deben prescindir, porque ya está pasado, y qué es lo que deben hacer si quieren ser efectivamente jóvenes. Diré que el exhorto orteguiano fue entendido y atendido pero también contradicho a veces. ¿Qué pasaba con tales jóvenes escritores? Sus nombres aparecían firmando colaboraciones en la Revista de Occidente, y en el catálogo de la editorial del mismo nombre encontramos una colección, la llamada Nova Novorum, de sobria y elegante factura en la presentación de sus libros, creada precisamente para dar cobijo a las obras narrativas de esos autores, como es el caso de Pedro Salinas, que en 1926 la inicia con un libro de relatos breves, Víspera del gozo; de Benjamín Jarnés, que en el mismo año publica en ella la primera edición de El profesor inútil; de Antonio Espina, que en 1927 saca en la misma Pájaro Pinto, y, finalmente, de Valentín Andrés, que en 1929 publica su obra teatral Tararí. Parece ser que la escasa venta de dichos volúmenes no permitió su continuación, y por eso cuando en 1930 Rosa Chacel, otra joven del grupo, muy fiel observante de las indicaciones teóricas de Ortega, tenía lista su novela Estación, ida y vuelta, hubo de buscarse otro sitio para publicarla.
Narraciones de Valentín Andrés vieron la luz en las páginas de Revista de Occidente desde bien temprano; su lista es la siguiente: Sentimental-Dancing (abril de 1925), Telarañas en el cielo (octubre-diciembre de 1925) y Dorotea, luz y sombra (febrero de 1927).
De acuerdo con la declaración del autor en el preámbulo de Sentimental, esta novela se basa en las memorias escritas por «un joven español, gran bailarín, tanguista consumado, muy conocido en todos los dancings del Barrio Latino en los comienzos de la posguerra» de la llamada Gran Guerra o Guerra Europea de 1914, páginas que se referían a «las impresiones, los recuerdos más interesantes» de su estancia en París, páginas por tanto autobiográficas puesto que coinciden con la estancia de Valentín Andrés en la capital francesa para ampliar sus estudios universitarios madrileños.14 De ellas hubo una primera versión, abreviada o incompleta, no dispuesta en capítulos sucesivos y numerados —como es el caso de la segunda o definitiva—; faltan en ella algunos episodios, por ejemplo el viaje a Cherburgo para recoger a tío del protagonista que regresaba de América y el final (capítulo XVI), que es más breve y está menos poblado de gente.
El escenario de la acción contada es París, una ciudad que ahora se reduce a sólo una parte de ella: el Barrio Latino, los lugares de diversión nocturna donde el tango gozaba de primacía entre los bailarines; el resto tiene escasa presencia en sus páginas, pues (como se lee en el capítulo III) una perspectiva parisina aludida y calificada de «hermosa», «la de la torre Eiffel a la izquierda, los Campos Elíseos a la derecha y al frente innumerables puentes» sobre el Sena, no «me produjo […] efecto». Otros pasajes de la novela relativos, con suma brevedad descriptiva, a edificios y lugares parisinos corroboran esa falta de entusiasmo: el caso más notorio es quizá el de la torre Eiffel, que se le antoja al protagonista-narrador «una lambda mayúscula, letra inicial y abreviatura de la ciudad en lenguaje expresionista». Notre-Dame constituye a este particular una relativa excepción, en cuanto edificio estimado no como una catedral sino como «un punto de referencia conocido, un mojón de lujo de estilo gótico […] en medio de aquel caos que era la gran ciudad», de la que otros componentes —estaciones del metro, puentes que unen ambas orillas urbanas, etc.— hacen acto de presencia sólo momentáneamente. Añadiré que estamos ante un texto narrativo donde los toques descriptivos son nada más que mero y breve adorno. Las excursiones domingueras que el protagonista y su grupo hacen a los alrededores de la capital constituyen las únicas salidas del recinto urbano, así como el ya señalado viaje a Cherburgo, y ni aquellas ni este suponen alteración grave del rutinario discurrir de la existencia de los personajes a lo largo de los dieciséis capítulos de que consta la novela.
En Sentimental está presente y actuante un poco nutrido censo de personajes, mujeres y hombres más bien jóvenes, diríamos que de clase media y con ocupaciones distintas, lo cual constituye hasta cierto punto un síntoma de relativa variedad ya que la vida que el grupo sigue, nocturna y placentera, unifica estrechamente a sus miembros. Circunstancialmente se une a ellos algún recién llegado a París que, encontrado, mediando la casualidad, en sus calles, desaparece sin tardanza: es el caso de Vicente Riesgo, «que tenía en mi pueblo fama de hombre adinerado» (capítulo V), Manolito Sánchez, «un antiguo amigo […], joven muy inteligente y estudioso, [dedicado] a cuestiones de filología» (capítulo VII), y Martínez, «un hombre pequeñito […], algo pedante», pensionado en el Instituto Pasteur (capítulo XIII), tres varones cuya compañía no supone demasiada novedad ni tampoco posibilidad de cambio en el grupo que los recibe y en cierto modo los incorpora. Distinto es lo sucedido con Gonzalo, el tío del protagonista que, de paso por París, camino de España, se convierte para su pariente en un estorbo (capítulos IX y X), pues dificulta su habitual rutina, persiguiéndole además con el deseo y encargo familiar de que abandone París y cambie su vida disipada en esta ciudad por otra debidamente ordenada en Madrid; cuando Gonzalo coge el tren en la estación del Quai d’Orsay, el protagonista declara que sintió «una inmensa satisfacción por verme liberado». El censo se completa con la presencia momentánea de algunos conocidos al paso en sus correrías nocturnas, quienes, innominados, nada añaden ni alteran.
Tienen superior jerarquía protagonística con respecto a sus compañeros las parejas formadas por Lorenzo Quesada15 y Alina, el protagonista-narrador y Jeannette; ambas mujeres encontradas casualmente en el capítulo VI: «Se llamaba esta mujer Alina, y aunque frecuentaba mucho los dancings del barrio eran muy pocos los que la trataban. Como vivía fuera del mundo circundante, tenía, en medio de su aislamiento, ese prestigio e importancia otorgados a las personas de trato poco accesible», dificultad muy pronto ofrecida por Quesada; algo por el estilo le sucedió al protagonista con la modistilla Jeannette, valido de su gran habilidad de bailarín. Dos parejas bien avenidas, enamorados en algún modo sus integrantes y en las que descansa el mayor peso de la acción, nada complicada y sí intrascendente. Quesada y el protagonista-narrador, dos atractivos jóvenes, gozadores de los placeres de la existencia, responden al tipo de perfectos galanes. Llega un día en que el regreso del protagonista a España resulta inevitable y se cumple sin asomos melodramáticos, a lo que colabora la resignada conformidad del grupo, cuyos integrantes se consuelan pensando sin demasiado convencimiento en un posible y pronto regreso de él a París (capítulos XV y XVI): Jeannette, por ejemplo, ayuda al protagonista a preparar su equipaje y todo el grupo le acompaña tranquilamente a la estación. La visión de Notre-Dame en el trayecto recorrido ahora es el último recuerdo de la ciudad que se abandona.
Sentimental puede calificarse de novela autobiográfica, ya que contiene elementos de esa naturaleza proporcionados por algunos pormenores de la vida de su autor, que entre 1919 y 1921 residió en París dedicado a estudios y trabajos diversos que le pusieron en contacto directo con renovadoras experiencias literarias y artísticas: apunta Sánchez Hormigo16 que «por una parte París significó el final de su primera juventud y con ello el abandono de su vocación por la física; la literatura, el teatro y la música se imponían ante la mirada atónita de Valentín Andrés en aquella ciudad sin límites». Las numerosas horas de lectura en la biblioteca de Santa Genoveva se remataron un día con el descubrimiento fortuito de un libro del economista italiano Pareto cuya lectura motivó su afición a la ciencia económica.
No hay en esta novela ninguna complicación estructural, pues preside el conjunto una continuidad lineal en los episodios que contiene, rota momentáneamente a la altura del capítulo II y enseguida restablecida en el capítulo siguiente, cuya primera línea dice: «Llegamos a París con gran retraso». Desde ese momento, la ciudad entrevista por el protagonista se convierte en escenario de la acción. El relato se interrumpe casi de continuo por el empleo del diálogo, entregados como están sus personajes a la conversación ligera, que reproduce muy al pie de la letra los chismorreos y comentarios en que se entretienen, carentes por lo general de pretensión trascendente.
Tanto en la narración como en la descripción se echan de ver rasgos conceptuales y formales que distinguen entonces, y andando el tiempo, la obra de nuestro escritor, sea narrativa o teatral, e igualmente en las colaboraciones de prensa; el estilo de Valentín Andrés es peculiar por sus ingeniosas ocurrencias y por sus nada tópicas comparaciones, matizadas unas y otras por el humor, cuya presencia lleva algunas veces a lo que podrían llamarse rupturas del sistema porque choca como discrepante dentro de un conjunto expresivo inclinado hasta su aparición hacia la formalidad o normalidad. A ese componente étnico o racial —humorismo asturiano acerca del que elucubró el interesado más de una vez17— debe añadirse otro que le viene a Valentín Andrés como fruto de una situación literaria a la que cabría denominar «ramoniana», en cuanto que Ramón Gómez de la Serna fue su santo patrono y maestro muy seguido, cuya invención —la greguería: «Gracias a ella he vivido, he conferenciado, he tenido contraseña universal»— produjo escuela de jóvenes escritores que encontraron en su literatura un inestimable punto de apoyo o de arranque: Valentín Andrés entre ellos, asiduo asistente a la cripta de Pombo.
Extraídos de las páginas de Sentimental encuentra el lector ejemplos de comparaciones en las que se relacionan, de ordinario merced al nexo como, términos que apuntan a parecidos entre sí nada tópicos o convencionales y por ello imprevistos, lo cual insufla novedad en este tan socorrido recurso; junto a ellas encuentra asimismo maneras expresivas de uso no acostumbrado, harto llamativas, enrevesadas a veces pero siempre enriquecedoras: respecto del gusto de Alina por la expresión superlativa advierte el autor (capítulo IV) que «como para ella no había cosas grandes, sino muy grandes, ni mujeres enamoradas, sino muy enamoradas, estos muy eran algo así como el señor don de las cartas o el extraordinariamente aplaudido de los carteles; es decir, algo que había que quitar, como el envase, para obtener el peso neto». En cierto momento digresivo del capítulo XIV se alude a dos detalles referentes a Alina, quizá el personaje femenino más trabajado por Valentín Andrés: «Esta polca y unas frases que sabía en inglés eran los restos que quedaban de una espléndida educación, recibida en su niñez, casi borrada ya como la primera escritura de un palimpsesto». Ingeniosa resulta la comparación sugerida en ese mismo capítulo por el comportamiento de Jeannette en determinado momento de la acción, cuando el nerviosismo que embargaba su ánimo se traduce en un mal empleo del tiempo: «Jeannette llegaba tarde a todas partes, tenía el tiempo desajustado como un baúl tan lleno que no cierra».
En 1930 se publicó Naufragio en la sombra, segunda novela de Valentín Andrés, incluida en la colección «Valores Actuales» (Ediciones Ulises), nacida para revelar a «aquellos escritores de esa generación de 1930 que tienen acento propio y que se han desligado, desprendido de los credos estéticos que formaban el gran tópico literario anterior»; dicho con otras palabras, una generación rupturista o de vanguardia.
Naufragio es una versión más extensa del relato Dorotea, luz y sombra que había visto la luz tres años antes en el número 44 de Revista de Occidente, y entre ambas versiones hay apreciables coincidencias y diferencias: se trata de vicisitudes de carácter autobiográfico, a lo que parece vinculadas a la comarca asturiana de Grado, patria chica del autor. Por una parte representa su momento narrativo más innovador o avanzado estéticamente, y supone, asimismo, el cierre o punto final de esa dedicación, puesto que La tierra en el cielo, novela anunciada para «en breve», no llegó a publicarse y el teatro, el ensayo de vario asunto y el artículo periodístico serán los géneros literarios que ocupen posteriormente a nuestro escritor.
Consta la novela de tres partes, «La carabela», «El mar» y «El naufragio», títulos que se adaptan en cierta manera a la acción referida en ellas, la cual marcha progresivamente a lo largo de un verano, sin más retroceso temporal que las evocaciones familiares a cargo de «la Quica», vecina de Noceda, y del narrador-protagonista; una acción sin mayores cambios en el escenario de la misma —solamente dos: el innominado pueblo residencia de la mayor parte de los personajes y la cercana aldea de Noceda—, donde comparece un corto censo de ellos, femeninos y masculinos, de desigual jerarquía protagonística, encabezados por el también innominado narrador-protagonista; don Manuel, su mayordomo, y Dorotea, una muchacha norteamericana veraneante. Apenas encuentra el lector fragmentos descriptivos, y los que hay, dedicados al paisaje natural, son más bien breves y, en algún caso, mezclan naturaleza y paisanaje; tampoco encuentra digresiones, cualquiera sea el asunto. Abunda el diálogo, que es simple conversación trivial, salvo el que lleva el mayordomo tanto por motivos económicos como por razones personales y, más extenso e importante, el mantenido entre Dorotea y el protagonista, que tiene como fundamento la actitud de oposición habida entre ambos casi desde que se conocen, resuelta al término de la novela de modo no declarado abiertamente: diferencias bien marcadas de la respectiva sensibilidad ante un buen número de circunstancias producen el conflicto donde chocan, por ejemplo, Norteamérica y España, lo novísimo y lo arcaico, el valor material y valores de otra índole, los jóvenes en cuestión como sus radicales portavoces, oposición que en capítulos de la segunda parte (como el III) alcanza su nivel máximo.
Dorotea se encuentra de paso en la tierra de su padre para resolver asuntos de herencia y tiene el propósito de regresar, concluido el verano, a Estados Unidos, donde sus negocios marchan viento en popa atendidos por Willie, cuya existencia no la ata sentimentalmente y no supone, por tanto, un obstáculo en la posible futura vida amorosa de la muchacha. Pero las cosas tendrán alguna imprevista complicación originada por el protagonista masculino, un señorito autor de ingeniosas ocurrencias —las salidas que tanto molestan a Dorotea—, descuidado en todo lo restante, necesitado de que alguien viva por él y le haga un hombre maduro y responsable, tal como se deduce de las varias noticias al respecto que el lector va conociendo. Necesita, pues, un cambio radical en su comportamiento que, muerto don Manuel, su eficacísimo valedor hasta entonces, sólo puede venir de mano de Dorotea, cambio consentido por él, que al final de la obra declara (frente a la muchacha) que «le regalaba mi vida, b e informe. Si la quería vivir podía modelarla a su gusto».
El avance técnico que supone Naufragio en la obra de Valentín Andrés se acredita en el tratamiento dispensado a ciertos aspectos del contenido, sacándolos de la linealidad de sus congéneres de Sentimental y dotándolos de mayor complejidad, lo cual resulta claro en el caso del mayordomo, que, como saliéndose de sí mismo y de su cometido estricto, se convierte en una especie de persona interpuesta o mediadora entre su amo y Dorotea, ayudando a su entendimiento y, consiguientemente, a una posible relación sentimental entre ambos. Cuenta igualmente a este particular el caso de «biandria sentimental» que experimenta la muchacha enamorada de un hombre constituido efectivamente por dos: el innominado protagonista-narrador y Augusto, su primo, suma en la que ella creía encontrar «un solo hombre, una cara, una figura, un carácter».
En cuanto al estilo cabe advertir ejemplos bastante llamativos; destaco los siguientes: una anotación descriptiva referente al amanecer en el pueblo, comparado el día que llegaba a un Rey Mago —«en cuanto despertaba, abría el balcón para ver cómo vibraba el nuevo día en los matices de la vega. Epifanía matinal que me atraía infantilmente, curioso de saber lo que el día, Rey Mago venido sobre los camellos de los montes de Oriente, me había puesto al balcón»—; imágenes como la suscitada por un sencillo movimiento en la ventana de una casa —«algunas veces veía alzarse una cortinilla, y dirigía allí mis ojos ávidos; pero pronto volvía a caer, guillotinando mi mirada»—; el elogio del sol como «un pintor que con los pinceles de sus rayos blanqueó en un instante todas las casitas del valle, dio verde a las praderas, rojo a los tejados y azul celeste sobre el horizonte; pintó todo el paisaje»; la constatación de un trivial juego amoroso que se remata con una intencionada alusión al martirologio cristiano —en «sus cuerpos vírgenes se clavaban tantos ojos llenos de deseo que era cada uno un lindo acerico de miradas, y todas [las muchachas] iban al paseo en busca de este dulce martirio de san Sebastián»—. Incompleto muestrario es el ofrecido de una rica abundancia donde la cultura del autor, su sentido del humor y su fina tendencia a la observación se dan oportuna cita.
Después de Naufragio en la sombra (1930) no volvió a dar señales de vida nuestro novelista, pasado ya al cultivo del teatro, en el cual le afianzó el éxito de Tararí, comedia estrenada en 1929 y muy favorablemente acogida. Las referencias ofrecidas por algunos historiadores de nuestra novela contemporánea insisten en lo reducido de su aportación al género y le consideran un nombre menor comparado con otros colegas coetáneos, su amigo Benjamín Jarnés sobre todo. Si bien tienen elogios para su ingenio y talento, tanto Federico Carlos Sainz de Robles como Eugenio de Nora reparan en la frialdad intelectual con que Valentín Andrés maneja personajes y acciones, pues sus obras «delatan demasiado un intelecto maniobrando en frío con las pasiones y los efectos cómicos» —escribe el primero en La novela española en el siglo XX, pág. 190—, mientras que el segundo apunta en Sentimental la presencia de «un humorismo fino, escéptico, quizá algo frío» que en Naufragio «llega a enrigidecerse un poco, bordeando a veces cierto peligro de artificio, de intelectualización» —La novela española contemporánea (1927-1960), págs. 269 y 270 del tomo II, 1.