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VALENTÍN ANDRÉS, DRAMATURGO
ОглавлениеBenavente, cuyos comienzos como dramaturgo se vieron dificultados por la vigencia todopoderosa de Echegaray, terminó por abrirse paso y a la altura de 1904 figuraba incluido en un «Álbum de españoles ilustres de principios del siglo XX» que sacó el semanario Blanco y Negro. Sus jóvenes compañeros de letras (noventayochistas, modernistas y otros no militantes en tales grupos) le convirtieron en bandera estética y algún tiempo lucharon empeñadamente por su triunfo. Desde que este se produjo —aproximadamente en 1907, año del estreno de Los intereses creados—, Benavente se mantuvo como señor de nuestra escena, su dictador si se quiere. Es cierto que (como apuntaría Buero Vallejo) «nos purgó de Echegaray» y se convirtió en «gran figura para la portera, el zapatero, el ingeniero y el escritor», y que público, críticos y empresarios teatrales llegaron a depender tanto de él —y a encerrarle, a su vez, dentro de unos límites casi inamovibles— que durante bastante tiempo apenas fue posible entre nosotros la salida y el éxito de un teatro distinto. Al margen quedó —y «teatro al margen» es la denominación que mejor le cuadra— otro teatro más nuevo en contenido y expresión, obra de autores prestigiosos en otros géneros: Valle-Inclán, no representado; Unamuno, rechazado por las compañías, o Azorín, pateado y maltratado por la crítica —don Miguel explicaba así al empresario y actor Fernando Díaz de Mendoza en carta fechada en 1922: «El supremo y soberano ingenio de nuestra dramaturgia contemporánea [léase Jacinto Benavente] es demasiado ingenio, tal vez, y en todo caso casi apatético».
A dichos nombres vendrían a añadirse con el tiempo varios autores jóvenes, miembros de una nueva generación —la del 27—, que, como Lorca, Alberti o Jardiel Poncela enriquecieron diversamente con sus contribuciones el panorama de nuestro teatro. A partir de 1926 y 1928 —con el estreno de Tic-tac de Claudio de la Torre y de la trilogía azoriniana Lo invisible, respectivamente— y hasta 1935 —con Escaleras, de Gómez de la Serna— se produjo un teatro distinto del imperante hasta entonces, consecuencia de la necesidad de renovación dramática y, asimismo, de la voluntad de estar al día. Como alguien opinó, se trataba, en suma, de «destruir la apariencia exterior de la realidad física y de encontrar una nueva realidad íntima», un intento benemérito sin duda en el que participaron gentes mayores y gentes jóvenes entre quienes figuraba Valentín Andrés. Junto con algunos franceses coetáneos, a los que ha leído con gusto, apunta como influencia suya a Ramón Gómez de la Serna, que en 1929 —el mismo año de Tararí— estrenaba Los medios seres, calificada de «farsa fácil» —respecto acaso de otras suyas anteriores: las publicadas en la revista Prometeo, dramas que «no eran representables, ni audibles ni inscribibles»—: se trataba de una pieza simbólica relativa a la incompletez de las criaturas humanas. Quienes protagonizan, al lado de algunos seres completos, la acción de la farsa se nos presentan con medio cuerpo en negro y el otro medio en blanco y por si acaso alguien, al ver tal presentación, pensara en un simple juego divertido e ingenioso, su autor, por boca del apuntador, advierte que «no pretenden ser unos arlequines. Son unos seres reales y de apariencia vulgar en la vida», en tanto que los seres completos con los cuales conviven son tenidos por «criaturas elementales y sin problemas».
Muchos humanos, puede que todos ellos, son medios seres que, faltos de algo que necesitan, buscan completarse en otro ser que posea ese algo y que, incompleto a su vez, puede completarse, en acción recíproca, en el anterior; el matrimonio podría ser perfectamente ejemplo de esta incompletez que busca completarse y que encuentra completación en otra persona, y de sexo distinto. Pero si no hay matrimonio perfecto entre los protagonistas de la farsa, puede haber algo que se parezca al adulterio, pues llevados por ese apremiante impulso, marido y mujer buscan y encuentran lo que les falta fuera el uno del otro: él, Pablo, en Margarita, y ella, Lucía, en Fidel, el fúnebre amigo de su marido. Mas si nos desviamos por el adulterio —que no se consuma, ni siquiera se insinúa— echaremos a perder la ambiciosa intención de la obra, que no es una vuelta más al tema erótico.
Lo incompleto del ser humano produce infelicidad y lo que se busca con el otro medio ser necesario es la felicidad, consecuencia de la completación: «Todos serían felices si se dejasen completar por los otros y se conformasen con ser seres mediados, desangrados de mucha de su violencia». Piedad, compasión, ternura para estas gentes que se mueven sobre las tablas es lo que pide su creador, ya que, en definitiva, su historia, aunque no lo creamos así, coincide con la nuestra. Volviendo atrás un instante, diré que semejante irrupción de gentes jóvenes resultó muy oportuna para nuestro teatro, cuya situación, si hacemos caso de algunos testimonios, era harto deficiente; así la presentan Antonio Botín Polanco —«En teatro, las aportaciones son de un género cursi y pretencioso y del género astracanesco»— o Antonio Espina —«Jamás el teatro se ha visto más desamparado que ahora. El personaje y el espacio son dos graves reductores de la idea y de la fantasía»—. Más duramente se manifestaba Ramón J. Sender, para quien «en España se trata de seguir escribiendo y representando un teatro estúpido para una burguesía aburrida que quiere reír».
Tararí fue estrenada el 25 de septiembre de 1929 por la compañía de Margarita Robles y Gonzalo Delgrás en el teatro Lara, de Madrid, y llegó a más de cien representaciones, muchas para lo que se acostumbraba entonces. Se publicó ese mismo año como volumen quinto y último de la colección Nova Novorum, patrocinada por Revista de Occidente, que acaso pretendió con ello influir en la marcha de nuestra dramaturgia como lo había pretendido con la novela. Valentín Andrés comenzó a escribirla aproximadamente año y medio antes del estreno y «la terminó en unos seis meses»; la intervención de Juan Antonio Cabezas fue decisiva para conseguir el estreno: «Llevé al actor Gonzalo Delgrás a la casa de Valentín en Grado. Delgrás se entusiasmó con el texto, le pidió al autor un ejemplar sobre el que preparar su montaje, y consiguió el estreno en septiembre del mismo año 1929». El autor recordaría bastante tiempo después («Memorias de medio siglo», Revista de Occidente, Madrid, marzo-abril de 1976) que «como fui siempre hombre de poca voluntad no tuve arranques de rebeldía; me sometí dócilmente a tantos consejos como se daban entonces y comencé a mostrar gran sensatez en todo. Pero me vengué en lo más íntimo de mi ser y comencé a escribir unos diálogos en que me veía de la más pura y difundida sensatez. […] Fui escribiendo escenas sueltas […]. La comedia se estrenó e hizo reír a todo Madrid primero, y a toda España después».
Contaba su hijo Valentín que «ante los rumores de que la obra encerraba una crítica contra la dictadura, don Miguel Primo de Rivera acudió a una representación y a su término manifestó al autor: “Yo no sé si su obra será contra la dictadura o no, lo que sí sé es que me he reído muchísimo”». Según el mencionado Cabezas, «el público se levantaba enardecido en escenas en las que había elementos contra la dictadura, que ponían en evidencia a los militares; luego las quitaron en la versión impresa».
Puestos a señalar semejanzas de Tararí, su autor, no muy insistente en tal aspecto, contestaba a uno de sus entrevistadores que en cuanto al tono de la obra —en un principio titulada Entre locos anda el juego— «la creo inclinarse un poco a la escuela de Molière», comediógrafo satírico de las preciosas ridículas o de los varones tartufescos, aunque, a renglón seguido, apuntaba que «no he creído (ni pretendido) que esta obra pudiera servir de enseñanza pues me limité a querer divertir».
La crítica del estreno fue favorable a obra y autor, y hubo quienes entonces y después se complacieron señalando en ella alguna tendencia dominante, como Alejandro Miquis (seudónimo del periodista Anselmo González), que la calificó de «revolucionaria» habida cuenta de su novedad en el conjunto de nuestro teatro de humor, que por entonces y hasta la irrupción juvenil indicada se movía dentro de las directrices marcadas por lo que alguien llamó «generación cómica del 98», en la que se hace figurar a Enrique García Álvarez y Pedro Pérez Fernández, colaboradores habituales de Muñoz Seca y todos ellos comediógrafos muy prolíficos, especialistas en el intencionado juego de palabras y en la invención de situaciones divertidas en las que sostenían su gracia parodística y sencilla. Para otros críticos era clara la aproximación al surrealismo entonces en boga que, de modo más bien heterodoxo, cultivaba entre nosotros Azorín. Andando el tiempo serían considerados esos jóvenes dramaturgos como adelantados o precursores del llamado «teatro del absurdo» —es el caso, muy discutido, de Jardiel—. En definitiva, se trataba en Valentín Andrés de un teatro no poco distinto al usado entonces, pues su pieza, caracterizada como «farsa cómica», quedaba lejos del sentimentalismo y de la anécdota amorosa sin más. El público de la noche del estreno, aseguraba el crítico Crispín en una vacía gacetilla aparecida en el semanario Nuevo Mundo (Madrid, 4 de octubre de 1929) «escuchó con agrado y aplaudió con entusiasmo la obra».
Los tres actos de Tararí tienen como lugar de la acción un mismo escenario: «Jardín de un manicomio. Al fondo, un pabellón con entrada practicable. A la derecha, un banco de piedra. Distribuidas por la escena, varias sillas de mimbre o hierro. La puerta del jardín, que será también la entrada del establecimiento, se supone a la izquierda. Conviene que el edificio, los asientos y los árboles produzcan una vaga sensación de irrealidad», la cual se mantiene a lo largo de la pieza con la única variación de quiénes sean los personajes que estén en la escena al subir el telón. Como se trata de un manicomio habrá, en cuanto personajes, cuerdos y locos, más algunos esporádicos visitantes que entran al edificio para alguna misión concreta como, finalmente (escena sexta del acto tercero), el comisario de policía y sus agentes con el propósito de poner orden en la revuelta situación que ha mezclado a los locos iniciales con los cuerdos del mismo tiempo; deslinde imposible porque ya a la altura de la escena tercera del primer acto, tras un empeñado forcejeo entre los dementes y sus guardianes, se cambian las tornas, y tal como proclama el loco 2.º, «ya son nuestros» sus cuidadores, convertidos en adelante en prisioneros. La convivencia entre unos y otros supone, luego de lo ocurrido, un cambio radical, presidido por la observancia del reglamento que los antaño encargados —director, administrador, vigilantes y loqueros— habían impuesto en la casa, cruel en algunas ocasiones; universo humano enfrentado —compruébese, por ejemplo, con el problema surgido entre quien fuera director y don Paco, el loco que le sustituyó—. Algunos ocasionales visitantes, introducidos en el edificio cuando la antigua situación cuerdos/locos se ha modificado, son la relativa novedad del momento: un visitante —que en la escena séptima del primer acto viene en busca del director para hablarle de un asunto de familia («un hermano mío que está mal de la cabeza») y termina (final del acto) volviéndose loco—, la señorita —que viene en busca del administrador, su hermano, y logra, finalmente, escaparse—, o la señora, la hija y el abogado —que vienen juntos para tratar con el administrador acerca de la posibilidad de recluir en el manicomio al marido de una amiga de la primera—. Con quienes hablan estos personajes no son, en virtud del vuelco ocurrido, los buscados por ellos sino sus sustitutos, y se producen así equívocos y situaciones extrañas e hilarantes que animan la escena y promueven la risa de los espectadores o de los lectores.
Se trata de una veintena de personajes, buena parte de ellos escondidos bajo la anonimia que supone denominarlos loco 1.º a loco 6.º, vigilante 1.º a vigilante 3.º, agente 1.º y agente 2.º, o, también, en virtud del sexo —señorita, señora, hija—, o de la profesión —director, administrador, comisario—. Sólo uno de entre ellos tiene nombre, lo que destaca su importancia dentro del conjunto: es don Paco, el nuevo director del establecimiento después de la rebelión y triunfo de los internos. Aparece distinguido por su inteligencia en la resolución de las dificultades presentadas, y en su filosofía práctica arremete contra la cabeza que «nos impide ser buenos, generosos y felices. Por eso nosotros, como las cabezas no podemos suprimirlas, vamos a desquiciarlas». Don Paco es quien convoca (al comienzo del segundo acto) una asamblea de los locos originales para tratar de las nuevas circunstancias porque «quiero que nos pongamos de acuerdo sobre lo que debemos hacer»: la dirige con buena manera, recomendando a los compañeros, ante sus propuestas un tanto disparatadas, «nada de extremismos». Su consideración del ser humano, expuesta al que fuera administrador de la casa (escena quinta del acto segundo) con gran escándalo de este, es la que terminará imponiéndose a lo largo de la obra en el sentido de que personas decentes y no decentes, cuerdos y locos no son más que «matices nuestros sin importancia», ya que, «en el fondo, todos somos iguales: mitad cuerdos, mitad locos; mitad personas decentes y mitad sinvergüenzas», condición mixta que alcanza su más cumplida representación cuando, ya la obra bordeando el desenlace, resulta imposible al comisario separar con eficacia cuerdos de locos para saber así quiénes son los rebeldes denunciados contra los que se debe actuar; la revuelta situación producida por la confusa presencia de unos y otros ocasiona un animado cruce de voces tanto individuales como colectivas (así las del llamado «coro de cuerdos»). El fracaso del comisario, incapaz de imponer su autoridad aunque sea manu militari, ¿sería una de esas arriesgadas reconvenciones del dramaturgo a las normas rígidas y violentas que más de una vez acompañan el ejercicio de la autoridad?
Un diálogo sencillo, de breves intervenciones habitualmente, sirve de vehículo comunicativo entre los personajes, que a veces, tanto los residentes fijos como los visitantes ocasionales, parecen estar inmersos en una comedia de equívocos.
Pim, pam, pum fue la segunda y última obra teatral que estrenó Valentín Andrés, ya en la posguerra: Madrid, 1946, teatro Cómico, por la compañía de Cipriano Rivas Cherif. «Momento francamente inoportuno [para ello pues] era la época de Franco y todo aquello que sonaba un poco a rebeldía era inadmisible y había que condenarlo. Y los críticos lo condenaron», recordaba su autor, entrevistado por Evaristo Arce18. Se presentaba como «fantasía humorística», y acerca de los personajes advertía Valentín Andrés19: «Más que verdaderos personajes serán sus propias caricaturas. El espectáculo, por sus elementos plásticos, tendrá un tono y estilo que recuerde, vagamente, una película de dibujos», pretensiones o intenciones que estimo no se alcanzan cumplidamente a lo largo del prólogo y los tres actos de que consta, con intervención de treinta y dos personajes, de muy diferente jerarquía protagonística. La acción no tiene complicaciones en su desarrollo, pues avanza linealmente, sin desviaciones temporales hacia el pasado ni, tampoco, mezcla de diversos núcleos argumentales y con mínimos cambios del lugar de la acción entre acto y acto o entre los llamados «tiempos» o «cuadros» en que se reparten los actos primero y segundo: «salón lujoso» como asiento del prólogo y «la misma decoración» en el acto primero para cambiar en el segundo al interior del pabellón domicilio de una sociedad deportiva «de gente distinguida»; para cambiar de nuevo, en el cuadro II, a un ventorro cercano: uno y otro lugar, harto distintos entre sí, traen consigo la presencia de nuevos y coyunturales personajes. El último acto es un regreso al inicial y al prólogo, pues los personajes del mismo se mueven en un «salón de estilo moderno» cuyas particularidades podrían darse como ya conocidas por el espectador.
La treintena cumplida de personajes mayores y menores no agobia excesivamente la escena, pues la acumulación registrada se distribuye entre el escenario y las consecuencias que a él llegan procedentes de fuera —ruidos, voces, por ejemplo—, con lo cual son solamente unos pocos los personajes sobre quienes carga el peso de la acción, especialmente dos de ellos: el innominado protagonista, a quien se designa como ÉL, víctima de un amor no correspondido: «Que amo y no soy amado», declara a su mayordomo cuando este, que actúa en todo momento como dominador absoluto, guía y diligente ayudador de su amo, le pregunta (acto I, primer tiempo): «¿qué le ocurre?».
El tema abordado en Pim, pam, pum es la búsqueda de la propia o real personalidad que ÉL realiza, sometiéndose a raras e hilarantes pruebas dirigidas por dicho mayordomo, quedando en virtud de ellas frente a frente ambos personajes, los cuales repiten en líneas generales rasgos distintivos de algunas otras criaturas —novelísticas o teatrales— presentadas ya por el escritor, destacadamente el personaje masculino joven, atractivo, desocupado —«aquí todo el mundo tiene alguna ocupación, algo que hacer, menos yo», proclama comenzado el tercer acto— e indolente, galante con las damas, seductor y necesitado de alguien (hombre o mujer) que se haga cargo de él, sacándole de su abandono y poniéndole en camino de obtener rendimiento de sus posibilidades, lo cual quedaría ejemplificado con plena evidencia en la novela Naufragio en la sombra, cuyas peripecias se reiteran en la comedia Abelardo y Eloísa, sociedad limitada. A su lado, acompañándole, viven otras gentes: criados, algunos amigos suyos o ciertos familiares, de relieve secundario, y entre unos y otros fracasa el intento de fijar la personalidad de ÉL, quien le confiesa al mayordomo, avanzado el acto tercero, que «con esas manipulaciones a que me ha sometido usted, de ser inteligente entre tontos, tonto entre inteligentes, elegante para unos y ordinario para otros resulta que me he hecho un lío y ya no sé lo que soy», un ser menesteroso de un «complemento indispensable de su vida» —como si se tratara de un recordatorio del caso de Los medios seres ramonianos—. Se trata de una comedia que con motivo es calificada de «humorística», pues con alguna frecuencia, ya en la presentación de varios personajes, ya en determinadas situaciones y, asimismo, en ingeniosas ocurrencias y en la nada tópica expresión concedida a las mismas, encontramos cumplida muestra de ese humor de nuevo cuño de raíz ramoniana, lo cual corrobora la vanguardia literaria a que estaba adscrito nuestro autor.
A principios de 1967 fue leída en el Centro Asturiano de Madrid, dentro del ciclo Aula de Teatro (autores asturianos), la comedia en tres actos Abelardo y Eloísa, sociedad limitada, original de Valentín Andrés, no estrenada y que puede leerse en el tomo que le dedica la Caja de Ahorros de Asturias (Oviedo, 1980) como volumen primero de la colección Libro Homenaje. Fue una lectura «expresiva», y quienes participaron en ella, bajo la dirección de Pablo Villamar, «cumplieron admirablemente y con gran entusiasmo su cometido», según el cronista de Abc M. R. G. V., quien resume así el asunto de la pieza «escrita hace poco más de un año»: «Situada en un pueblo de Asturias a principios del siglo XX. Una muchacha, Dorotea, viene de Nueva York a su tierra de origen; es emprendedora, práctica, realista, activa y tiene un gran sentido de los negocios. Luis, el protagonista, regresa a su pueblo después de haberse divertido en París, donde fue a estudiar; él es despreocupado, sentimental, contemplativo y romántico. Ambos se encuentran: representan la Norteamérica material y capitalista que choca con la Europa culta, sensible y frívola. El amor surgirá entre ellos volviéndose a revivir el platónico idilio del abuelo de Luis y la abuela de Dorotea, muertos ya hace tiempo. La belleza del paisaje asturiano triunfaría amoldando caracteres y limando asperezas».
Nueve personajes protagonizan la acción de esta obra, titulada así porque en la famosa pareja medieval encuentra acomodo ese amor de Dorotea y Luis que, pese a disentimientos y discrepancias de carácter, movidos y llevados por el amor llegan a constituir tanto en lo sentimental como en su vasta y variada riqueza —las fábricas USA de ella, los extensos dominios rurales de él— un estimable emporio. Por otra parte, la compenetración entre los protagonistas, a quienes acompaña una reducida cohorte de amigos y servidores, está asegurada desde el momento en que ella se ofrece para conseguir la formación de él —«un hombre sin hacer»—, abandonado a su soledad placentera, que termina aceptando su ofrecimiento. Es por lo visto un asunto muy grato para Valentín Andrés, que lo había tratado ya con diferente extensión y variantes en otras dos ocasiones: el relato Dorotea, luz y sombra (Revista de Occidente, núm. 44, febrero de 1927) y la novela Naufragio en la sombra (1930)20. La acción de los tres actos ocurre «en un pueblo de Asturias. Época hacia 1920».