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NUEVA REGULACIÓN, TEORÍA DE LA REGULACIÓN RESPONSIVA Y PREMISAS

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De inicio, es preciso considerar que el cambio de la regulación basada en comando-control para una regulación más colaborativa entre público-privado pasa por un abordaje de la nueva gobernanza, que nota el cambio de la relación entre Estado y regulado, implicado activamente este último, al tiempo que cuenta con objetivos mucho más complejos (Amir & Lobel, 2009, p. 20).

En ese contexto, la teoría de la regulación responsiva (Responsive Regulation) se presenta como una especie de autorregulación inducida por el Estado y por él inspeccionada. Desarrollada en el inicio de la década de 1990 por Ayres y Braithwaite (1992), esa teoría permitió la construcción de modelos reguladores más flexibles, con elementos de persuasión y punición y con una actuación del regulador más adherente a las especificidades de cada caso y a los objetivos anhelados.

Tal teoría parte de dos premisas, en especial. La primera prevé que las funciones reguladoras deben ser ejercidas conjuntamente por el Estado y por los actores privados –aquí comprendidos tantos los agentes regulados, cuanto terceros independientes (como asociaciones, organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales). La segunda premisa, como veremos adelante, entiende que la intervención estatal debe ocurrir de forma escalonada.

Como se nota, la primera premisa afecta el contenido de la regulación, mientras norma jurídica en sí. En el caso de una regulación estatal más colaborativa, el Estado asume, en mayor grado, un papel inductor, de direccionamiento de los agentes a las finalidades que se pretende alcanzar, lo que se refleja en normas basadas en principios, de inducción y conformación de conductas, en vez de la tipificación de conductas estrictas (Amir & Lobel, 2009, p. 20).

Para ello, dos conceptos son fundamentales: el de inducción y el de comprometimiento de lo regulado.

El papel inductor del Estado puede ser entendido a partir de la noción de nudge, es decir, sutiles estímulos de comportamiento. Según la teoría de arquitectura de la elección desarrollado por Sunstein y Thaler (2008), decisiones gubernamentales racionalmente tomadas, llevando en cuenta el contexto en que ellas se insertan, tienen grandes impactos en la regulación del comportamiento y, consecuentemente, en el alcance de las finalidades públicas, en la medida en que influencian como las decisiones son tomadas por ciudadanos y empresas. Así:

(…) cualquier aspecto de la arquitectura de elección que altera el comportamiento de las personas en una forma previsible sin prohibir cualquier opción o sin cambiar significativamente sus incentivos económicos. Para contar como un mero nudge, la intervención debe ser fácil y económica de evitar. Nudges no son mandados. Colocar la fruta a nivel ocular cuenta como un nudge. Eliminar la comida no-saludable (junk food) no (Sunstein, 2013, p. 6).

Nótese cómo tal teoría valora la libertad de elección del administrado, en un escenario de paternalismo libertario, en que el Estado actúa para proteger a los ciudadanos y los intereses públicos, pero sin valerse de su autoridad inherente (Sunstein, 2013, pp. 5-6). Y, más que eso, cuestiona la idea de una racionalidad económica objetiva, así como defendida por Richard Posner y George Stigler, de que agentes actúen siempre en su mejor interés – al cuestionar tal idea, la teoría de la disuasión, basada en penalidades y en el comando-control también pierde mucho del sentido.

En ese sentido, otro aspecto importante es el comprometimiento del regulado. La nueva gobernanza entiende que la “gobernanza exitosa pasa por el manejo del ambiente” (Villanueva, 2006, p. 241). Así, además de la teoría de la arquitectura de la elección, otra noción importante es la de regulación ética de los negocios. Para Hodges, es necesario que las empresas adopten sistemas apropiados y culturas éticas para apoyar e identificar comportamientos relevantes, en un abordaje colaborativo:

Primero, un comportamiento adecuado (compliant behaviour) no puede ser asegurado sólo por la reglamentación, y una cultura ética en los negocios es un componente esencial que debe ser promovido y no debilitado. Segundo, los sistemas reguladores y otros necesitan ser estructurados para suministrar evidencias de compromiso de las empresas con un comportamiento ético, en el cual la confianza mutua pueda estar basada. Tercero, el aprendizaje sistémico debe basarse en la captura de informaciones y maximizar el relato de problemas requiere una cultura de no-culpabilidad (en el blame culture). Cuarto, la regulación será más eficaz si basada en la implicación colaborativa de todas las partes. Quinto, la sociedad necesita ser protegida de aquellos que buscan infringir las leyes, y las personas esperan que las infracciones sean sancionadas de modo proporcional (traducción libre) (Hodges, 2018, p. 3).

Finalmente, para hacer la regulación estatal más eficiente, se adopta una estrategia que combina instrumentos de regulación estatal con autorregulación. En esa línea, correspondería al regulador (i) definir las metas y los objetivos de un determinado sector regulado, (ii) definir estándares de comportamiento, en su caso, y (iii) valerse de incentivos para que los agentes económicos sigan esos estándares. Al regulado, correspondería definir los medios y los procedimientos necesarios a la adecuación de sus prácticas.

Ya la segunda premisa de la regulación responsiva es de una intervención estatal escalonada, basada en una idea de pirámide reguladora, con medidas crecientes de intervención, a depender del comportamiento adoptado por los agentes regulados. En un primer momento, el Estado se vale de mecanismos de incentivos a la autorregulación de los agentes privados; sin embargo, si son detectadas irregularidades en las conductas, se parte para los próximos niveles de la pirámide, con sanciones patrimoniales expresivas e, incluso, medidas que afecten el funcionamiento de las empresas. La figura abajo ilustra la idea de la pirámide reguladora. (Figura 1.).

Una consecuencia es la ampliación de los instrumentos de intervención estatal en la economía, ahora basados en la idea de persuasión y negociación y que, además, representan una forma de control social con menas intervención y más barata que aquella basada en comando-control1. Aún, como se nota de la imagen anterior, no se ofrece una solución pre-definida: la estrategia adecuada dependerá del contexto, de la cultura reguladora y del comportamiento histórico del regulado.

FIGURA 1 PIRÁMIDE REGULATORIA


Fuente: Braithwaite (2011, p. 483).

Esa forma de regulación más de negociación y cooperativa disminuye otras estrategias tradicionales de abordaje regulador, y refleja un perfeccionamiento de la idea de proporcionalidad. Mientras más implicado el regulado en la promoción de los parámetros reguladores definidos por el Estado, menor tiende a ser la dosimetría de la pena –siendo posible al regulador, inclusive, abrir mano de su poder punitivo a favor de la construcción de un ambiente regulador pautado en el compromiso de las empresas con mecanismos de compliance y en la confianza mutua entre las partes.

Ese contexto indica un nuevo modo de actuación estatal, vuelto al perfeccionamiento del ejercicio de su función reguladora, en que se estimula el cumplimiento espontáneo de normas, a partir de mecanismos estatales de incentivo.

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