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CLAUDIO BERTONI: “YO NO VUELVO A GOOGLEAR UN SÍNTOMA NI AUNQUE ME TORTUREN”


Daniel Hopenhayn

2 de mayo

La Tercera

En 2017, en el suplemento Babelia del diario español El País, Leila Guerriero comienza así una entrevista con Claudio Bertoni: “La casa del poeta Claudio Bertoni, en Concón, una pequeña ciudad balnearia a 20 minutos de Viña del Mar, Chile, es legendaria por lo austera: un cuadrado con techo de chapa que era el galpón donde se guardaban los trastos de una vivienda que ocupaban sus padres. Tiene dos habitaciones, una cocina y un baño. En la sala hay un desorden bestial que se conecta de mueble en mueble como un sistema de vasos capilares por el que circularan tazas, pedazos de cartón, ropa, libros”. El poeta vive recluido en Concón desde hace 45 años como un fugitivo del mundo, de la sociedad literaria y de la tecnología, y esta entrevista causó por partes iguales asombro, regocijo, alarma e identificación en su legión de lectores. A sus 76 años, Bertoni ha publicado más de 20 libros inclasificables que convirtieron en una rara avis en las letras chilenas. Con delicadeza y un profundo conocimiento de su obra, Daniel Hopenhayn logra llevarlo a lugares donde entrevistas anteriores no lo habían hecho.

El poeta habla de su relación de amor y odio con el presente y también con un lugar profundo de versos, autores, palabras y emociones que pocos trabajos periodísticos se animan a visitar. El jurado se puso de acuerdo de inmediato en que esta era la entrevista que más posiblemente quedará en la memoria colectiva cuando la pandemia y el encierro sean vistos como una pesadilla del pasado remoto.

Refugiado en Concón, donde reside hace 45 años, Bertoni enfrenta la pandemia con la paranoia que corresponde a un hipocondríaco sin cura. No le resulta fácil. Carece de habilidades para hacer trámites por internet y carece de resolución para hacer el aseo. Pero sus problemas más serios, y de los que habla con más entusiasmo por el teléfono, son los existenciales: la conciencia de habitar un mundo tan frágil como insondable, y donde la única verdad posible, asegura aterrado, fue establecida por Tribilín.

—Para enfrentar la pandemia, tienes la ventaja de que vivir aislado en tu casa es tu rutina hace décadas, pero la desventaja de ser un hipocondríaco. ¿Cuál de esos dos factores ha pesado más?

—La desventaja. Porque en términos de vivir cagado de susto, hace tiempo que las cosas han ido empeorando para mí. El escritor italiano Guido Ceronetti, en un libro absolutamente malvado que se llama El silencio del cuerpo, dice de repente: “Somos seres de una deslumbrante fragilidad y pequeñez”. Esa deslumbrante fragilidad a mí me corre por la sangre, pero ha recrudecido con el tiempo. Y la guinda de la torta ha sido esta cuestión del virus. La maldita paranoia que transmite la televisión, en la cabeza de un hipocondríaco como el que te habla, sube a unas alturas inconmensurables.

—¿Te has pasado películas con los síntomas?

—Tuve miedo por unas temperaturas raras que me dieron, de las que no te quiero hablar, pero que ya están como sanadas. Y también por la disnea, porque es un síntoma del coronavirus y fue uno de mis principales síntomas hace un par de años, cuando estuve muy mal y no podía llenar los pulmones de aire. Espero hablarte bien ahora, porque si no te voy a cortar y voy a quedarme respirando corto quizás por cuánto rato. Esa vez terminé cinco veces en la urgencia de la Clínica Ciudad del Mar, creyendo que tenía infartos. Era pa’ la risa, ya me decían “don Claudio” cuando llegaba. Y ahí trataban de calmarme, pero yo pedía el electrocardiograma, porque era lo único que me tranquilizaba. Yo creo en la ciencia alópata, lo siento, sería maravilloso creer en una machi que quema unas hierbitas, pero no puedo. Fue tragicómico, terminé rebasando el límite mensual de Fonasa para hacerse electrocardiogramas.

—¿Y no tenías nada?

—Tenía angustia precordial. Yo nunca había usado el Google, pero mi hermana me lo mencionó, puse ahí lo que me pasaba, apareció la angustia precordial y saber que tenía eso fue mi salvación. Pero ahí tuve cueva, porque el doctor Google es horroroso. Después lo volví a usar y aparecieron un par de huevadas para salir arrancando.

—Siempre es cáncer.

—¡Exacto! No, yo no vuelvo a entrar a Google ni aunque me torturen. No es para alguien que tiene todas estas malditas huevadas en la cabeza. Que ojalá las tuviera en la pura cabeza, pero las tengo repartidas por todas partes. O sea, en la pura cabeza yo he tenido que hacerme tres escáneres y dos resonancias magnéticas. Una de las resonancias fue por un cuento demasiado choro, pero no te lo voy a contar. Me llevaron a las dos de la mañana porque me pasó una cosa rarísima con la memoria… Ya, lleguemos hasta ahí con eso.

—Por ahora, en Concón van recién 14 casos de Covid-19.

—Sí, eso me tranquiliza. Pero igual estoy con la súper paranoia de que no quiero acercarme a nadie, porque te cambian la información todos los días. Primero dicen que para contagiarse hay que conversar con alguien a menos de un metro y por más de cinco minutos, pero después sale un sabio finlandés o un científico polaco diciendo “mira, si estás en el supermercado buscando el aceite, y otro huevón estornuda en el pasillo de los tallarines, te llegan los aerosoles y cagaste”. Y la mascarilla, que según la OMS era totalmente prescindible, ahora resulta que hasta tenís que dormir con la huevá. No, yo chanté la moto con esos datos. Tengo una televisión Sony que me regaló una amiga y ahí miro las noticias de CNN y las películas del I-Sat, esa es toda mi relación con los medios. Sé que en el computador se pueden ver los diarios, pero yo creo en los papeles. Y las redes sociales, para serte franco, hallo que son como unas redes en que caen los huevones como peces. Tengo 74 años y realmente estoy en otra parte.

—Cuando se habla de “los viejos”, ¿te das por aludido o todavía sientes que hablan de otra gente?

—Eso es muy raro: obviamente soy un viejo, pero si miro a los viejos no veo nada parecido a mí. Tengo amigas jóvenes que dicen “ah, estos viejos culiados”, pero se refieren a gente que no tiene más de 50 años. Lo que pasa es que son señores como gorditos, un poco pelados, que andan de terno y son como caballeros. Yo no me puedo ver de afuera como un caballero. Todavía me pasa en la calle una cosa que es súper dulce y hermosa: de repente la gente me habla. Y a veces me hablan unas señoras con sus maridos que para mí son la sal de la tierra, unos caballeros chilenos que usan chaleco y corbata, que son como bien silenciosos y andan con su señora que es arregladita y todo. Y las señoras me dicen: “Don Claudio, leí sus libros”. Te juro que me dan ganas de pedirles disculpas por las cochinadas que escribo. Para mí no son cochinadas, pero veo a esas señoras y son como mi mamá, aunque a veces sean menores que yo.

—Otro efecto del encierro es que manejarse en internet se volvió casi obligatorio. ¿Te has sentido discriminado por eso?

—Discriminado no, pero sí como con susto, porque estoy quedando totalmente fuera. Ponte tú, para sacar plata de la Cuenta RUT yo tengo que ir en persona al banco, no lo sé hacer por el computador. Y si yo cago físicamente, que cada vez voy a cagar más, simplemente no voy a tener cómo hacerlo. Pienso en eso cada vez que me siento mal y creo que no me voy a poder mover. Además, como vivo de la plata que dejan los libros, me piden que mande una boleta por el computador, pero tampoco sé cómo hacerlo, dependo de que alguien venga y me ayude. Y tal como dices, esto del virus corona lo hizo mucho más patente, me siento más que nunca un poco herido por esa distancia. Hace poco me tuve que comprar un computador nuevo y ya no puedo usar el pendrive. En la máquina antigua era súper simple, pero en la nueva tú aprietas un botón y empiezan a salir rectángulos con tres opciones, y yo ahí cago. Tuve la cueva de que, cuando fue el estallido social, pensé que iban a cagar los bancos y fui a sacar un fajo de billetes naranjos de 20 lucas. Como gasto muy poco, con eso he podido sobrevivir ahora. Si no, tendría que estar comiendo raíces, porque con esta pandemia no me atrevo a tomar micros ni a tomar Uber ni a subirme a ninguna maldita huevá al lado de nadie.

—¿Y cómo te las arreglas para comprar comida?

—Hay una verdulería en la esquina que es el descueve, porque tú les pides por teléfono. Y de repente me pego un pique con máscara a un supermercado que hay acá atrás. Ahí compro agua mineral sin gas, fósforos, galletas de agua y una botella de vino que me dura un mes y medio. Eso no es drama, he vivido siempre así. Lo único malo es que no puedo caminar mucho y para mí caminar es como rezar, una gran cosa. Toda mi vida he caminado una hora o dos horas al día y eso me ha mantenido bien. Pero, ya antes del virus, he estado físicamente cansado, no entiendo por qué. Me he hecho exámenes, me vi la tiroides, todo, pero no es un cansancio normal. No es el cansancio rico del huevón que hizo su trabajo: sales, paseas tus ovejas por el cerro, llegas en la noche cansado, le das un besito y un abrazo a tu mujer y duermes como un tronco. Esto es otra cosa, es raro. Pero mira, ayer estuve un poquito mejor y hoy también, porque hablé con un médico y me tranquilizó mucho respecto de lo que me pasaba con la respiración y la temperatura.

—Aparte de la cabeza, ¿tienes alguna enfermedad real que sea peligrosa si te pilla el virus?

—No, soy súper sano. Pero en una cabeza que no se detiene, la razón funciona al revés. Siempre te dicen: los aviones no se caen. ¡Pero sí se caen, alguno se cae! Y el Kino nadie se lo saca, pero alguien se lo saca. Ese es el problema. Yo he leído su resto, pero lo más sabio y definitivo que he escuchado no es de un filósofo, es de Tribilín: You never know, uno nunca sabe. Si un marciano bajara a la Tierra, abriera un platillo y dijera “oye, ¿qué pasa aquí?”, yo le tiraría esa pura frase: You never know. Ese es el diamante de mi pensamiento. O sea, yo leo a Spinoza y le creo, leo a Heidegger y me lo trago, Schopenhauer me encanta, pero todos te dicen cosas distintas. Entonces, ¿quién es el único que tiene razón? Tribilín: uno nunca sabe, realmente estás al garete. Y si tú tienes esa conciencia metida en la sangre, estás cagado. No te lo recomiendo para cuando estés asustado.

—Para un hipocondríaco puede ser un alivio verse expuesto a un peligro concreto. Sé de algunos que, al preocuparse del coronavirus, dejaron de imaginarse otros problemas, porque siempre es uno a la vez.

—Ah, sin duda, eso para mí es matemático: tengo la zorra en el pecho, me tranquilizan con los electrocardiogramas, pasan unos días y de repente siento un ardor en la uretra. Es como si la cabeza dijera: “Ahí ya no funciona, ya no puedo huevear a este pelota ahí, me paso para allá”. Después fue el estómago. Empecé a bajar de peso y dije “cáncer a la guata”. Por suerte conocí a un médico muy choro, me hice un escáner y lógicamente no tenía nada. Si yo fuera Bill Gates, tendría en el pieza de atrás un gastroenterólogo, en la de adelante un cardiólogo, a la derecha un otorrinolaringólogo y a la izquierda un pichulólogo. Me viene cualquier huevá, aprieto un botón y que el huevón venga inmediatamente y me haga el escáner. Eso me tranquilizaría. Pero estoy en la antítesis de eso, viviendo en una cabaña donde no hago el aseo hace dos años. Este desorden es un gran enemigo, es un defecto horroroso mío y, para serte franco, ya es un problema de higiene. Está todo el polvo en el suelo, los boletos de micro, las boletas de compraventa, en la silla que estoy mirando hay un cerro de un metro y medio de ropa: chalecos, calzoncillos, los abrigos de invierno… Sé que es chistoso, pero es grave. Por suerte tengo el humor, que me ha ayudado mucho. ¿Te cuento un cuento cortito sobre el humor? ¿O te da lata?

—No, dale.

—Es una de estas típicas historias chinas o japonesas que son tan sabias. Nieva, nieva fuerte, fuerte, sobre la rama tiesa de un pino. Tú sabes que los pinos son durísimos. Y nieva tanto sobre esa rama que la quiebra, por el peso. Pero esa misma nieve cae sobre un sauce, y la rama del sauce se dobla, se dobla y se dobla. Y cuando deja de nevar, porque no puede nevar para siempre, sale el sol, la nieve se derrite y la rama del sauce vuelve a vivir, a la vida de siempre. Eso es el humor para mí. Me ha salvado la vida a mí y a mucha gente. Yo creo que, sin el humor, no habríamos durado aquí ni diez minutos.

—La frugalidad, vivir con poco, comer lo justo, también ha sido una guía importante en tu vida.

—Absolutamente, para mí la frugalidad es una gran palabra. Si yo fuera el ministro de Salud y pudiera dar conferencias, diría “ese es el camino de la vida”. Pero eso también me está alejando del mundo, porque veo que todos ocupan su tiempo y su cabeza en buscar exactamente lo contrario. ¿De qué hablan todo el día? De comida, de tiendas y de la basura que juntan en el teléfono. Además, todos quieren tener un proyecto, y yo hallo que los proyectos son una huevá con patas, una equivocación absoluta. Hay un antiquísimo poema chino, anónimo, que dice: “Barro el patio y saco agua del pozo. Qué milagro”. Para mí esa es la papa. Ser primer ministro es un error garrafal. George Steiner, en un libro muy hermoso que se llama Diez posibles razones para la tristeza del pensamiento, concluye que hoy estamos más lejos de la verdad de lo que estaban los presocráticos, hace miles de años, cuando no había ni radio y los filósofos andaban cagando detrás de los arbustos. Si tú miras a los seres que viven a tu alrededor, ¿podrías decirme que este mundo digital los está haciendo más sabios y felices? Otra cosa que dice Steiner es que finalmente hay un solo camino, y yo esto lo sé de todo corazón: el camino de las lágrimas. Yo soy muy llorón. Hay un poemita mío que dice: “Esté donde esté −sentado o de pie− si me descuido: lloro”. Eso me ha pasado siempre y me pasa cada vez más. Parece que los viejos se ponen llorones.

El único Dios

—Si tuvieras la garantía de que el coronavirus no te va a matar, ¿igual le tendrías pánico a pasar por la enfermedad?

—No, pero sí querría saber acerca de las molestias, de la cantidad de dolor. Porque ese es para mí el único Dios y el único horror que existe: el dolor. Cuando hablas del dolor de verdad, todo lo demás, incluso la muerte, son puros saltos y peos. Si la muerte no existe, lo que existe es la espera de la muerte. Pero la cantidad de dolor e injusticia que existen sobre la tierra es absolutamente inaceptable, demasiado superior a la cantidad de bienestar y de no dolor. Y mi problema es que tengo una empatía exacerbada, absoluta, intolerable, frente al dolor de otros seres. Cuando veo a esos niños que tienen fibrosis quística, como esa niñita que le mandó una carta a la presidenta Bachelet para que la dejaran morir, no lo puedo soportar. Por eso es que jamás podría haber tenido hijos. Humboldt, el científico, decía que engendrar es lanzar a esas pobres criaturas a la posibilidad de ser víctimas aleatorias de cosas horrorosas. Ese es el feeling que yo tengo. En los cinco años de terapia heavy que tuve con mi doctor, mi muro era que yo llegaba al dolor y me agarraba a cabezazos contra eso, no podía pasar más allá. Y cuando estoy muy propenso al llanto, veo personas sufriendo o simplemente imagino seres y me pongo a correr, a huir, porque quiero seguir vivo y no tengo una coraza contra eso.

—Y con esa omnipresencia del dolor, ¿por qué te sigue gustando más vivir que no vivir?

—Mira, Cioran es el típico huevón que no quiere ni a su abuela y tiene libros enteros recomendando el suicidio, pero también se ríe mucho y escribió cartas que le salvaron la vida a muchas personas. Y él dice una cuestión súper cierta: hay que pensar en lo que cuesta dejar cualquier vicio, y la vida es el peor vicio de todos. Hay montones de heroinómanos que se cortarían un brazo por dejar la heroína, pero no pueden. Con la vida pasa lo mismo, es un vicio demasiado fuerte, por eso cuesta tanto dejarlo. Y otra razón para seguir viviendo es saber que hay personas que me quieren, aunque también tengo miedo de que un día aparezca el maldito alzhéimer y convertirme en una carga para alguien. Lo que más me molesta de mi enfermedad es que yo no quiero molestar a nadie. Mi mayor terror no es morir, es quedar vegetal y que me enchufen. Burroughs, en el Yonki, tiene una frase que voy a usar de epígrafe para un libro que no he terminado: “Un hombre puede morir simplemente porque no puede resistir la idea de permanecer dentro de su cuerpo”. Eso es lo que siento cuando estoy mal. Y no es que tenga ganas de suicidarme, pero uno de mis grandes miedos —esto lo confieso aquí, no debería decirlo— es que, llegado el caso, yo no me sé matar.

—Has escrito más de una columna en favor de la eutanasia.

—Hallo que un país sin eutanasia es un país de trogloditas. Tú deberías tener ese derecho aunque no tengas una enfermedad terminal. Si yo salgo al jardín, miro para el lado y no me gusta de qué lado se hizo la partidura el vecino, entro a la casa y me mato, problema mío. Es mi vida, no se la debo a nadie.

— “Mi norte es amigarme con la muerte”, decías hace cinco años. ¿Crees que ese amigamiento pasa por pensar en ella o por dejar de hacerlo?

—Pasa por pensar en ella. Hay un dicho que dice: “El que huye de la muerte, la persigue”. Eso es cierto. Y la estupidez y la ignorancia de esta época pasan, en buena medida, por que los seres humanos no quieren darse cuenta de lo que son. Cuando tú naces, cuando sales de entre los dulces muslos de tu mamá, no sabes nada de nada, salvo una pura cosa: que te vas a morir. Y hoy día los huevones viven huyendo de eso. Mira Occidente, la única respuesta que tenemos para la muerte es el ruido y la luz. Cuando se corta la luz queda la zorra, a las tres horas ya están caminando por el techo. No, lo peor que puedes hacer ante la muerte es arrancar. Porque incluso si tú eres Mick Jagger y tienes a todas las minas y todos los autos que quieres, no puedes ser idiota todo el tiempo, es imposible. A los pocos años ya te aburre tener a todas las minas y te quieres tirar a las ovejas, y después empiezas a comer caca, porque no quieres darte cuenta de que te vas a morir, de que Heidegger tiene razón: eres un ser para la muerte. A lo mejor es una mierda, pero lo siento, existir es eso.

—Cuando transcriba lo que estás diciendo, va a sonar mucho más terrible de lo que suena escuchándote.

—Sí, hay gente que se imagina que soy un ogro, un huevón que si le tocas el timbre te va a mandar a la chucha, porque mi visión del universo simplemente es horrorosa. Pero yo soy una persona jovial, afable. No fui un niño hosco, me encantaba bailar, me la pasaba en la calle jugando pichangas, andaba con amigos quebrando ampolletas, robando pasteles, era totalmente normal. Pero obviamente mi corazón y mi cerebro están —y que esto no suene tan grandilocuente— en el enigma absolutamente insondable y monstruoso de tener conciencia y de haber aparecido acá, y en la absoluta certeza de que voy a terminar pronunciando las palabras de Tribilín: You never know. Dicho eso, jamás le diría una sola palabra a un ser humano para que deje de creer en aquello que lo alivia, así sean los cordones de sus zapatos. Por mí que creas en todas las vírgenes y santos y cabezas de pescado que te alivien el dolor, que es la única huevá que hay y es intolerable.

—Alguien que cree tanto en el dolor, ¿deja de ser un escéptico?

—Los místicos más cabrones pueden llegar a eso, pero yo estoy mil escalones más abajo, llegué hasta Tribilín. La Simone Weil, una mística francojudía que dice cosas increíbles, hace una lista de todos los horrores que hay en la tierra, físicos y psíquicos, y dice “eso es el amor de Dios”. Y tú piensas “esta huevona está loca”, pero también tienes a Catalina de Génova, que dice: “Si una gota de lo que yo siento en este instante, una sola gota, cayera en el infierno, lo transformaría inmediatamente en el paraíso”. Cuando tú lees algo de ese tamaño, tienes que comprender que ahí no están hueveando. El problema es tú no lo puedes asimilar, porque no tienes idea. Por eso, yo hallo que la única entrada posible a Dios es la teología negativa.

—¿Cómo así?

—El Dionisio Areopagita, por ejemplo, para hacerte sentir lo que es Dios, hace una lista de todo lo que Dios no es: Dios no es bonito, ni feo, ni guatón, ni alto, ni hediondo, ni buena persona, ni conchesumadre, ni es un genio, ni es un asesino… entonces ahí tú vas cachando. Y hay un teólogo luterano, Tersteegen, que dice “Dios es lo absolutamente ininteligible”. Lo mismo que dice Lao Tsé en el Tao: el verdadero Tao no se puede nombrar. Ese es un conocimiento como visceral que yo tengo de la realidad: no tenemos el aparato para cachar de qué se trata realmente. De hecho, si en vez de ojos yo tuviera dos microscopios electrónicos, lo único que vería es un bullir de amarillos, rosados y celestes. O sea, en realidad solo sabemos lo que pasa en nuestra cabeza. De ahí viene esa famosa frase de Macbeth: la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido. Pero una cosa es comprender esto intelectualmente, como un profesor que se lo cuenta a sus alumnos y después almuerza tranquilo con su señora, y otra cosa es saberlo con toda el alma. Cuando tú sabes o intuyes estas cosas con toda el alma, tu vida es distinta y hay que defenderse.

—¿Y cómo te defiendes, al menos para atravesar el día?

—Bueno, siempre están la música y la lectura. ¿Y para atravesar el día? Bueno, me levanto, hoy me hice unos panes con palta, que ayuda; salgo, por suerte había sol, respiro, leo un poco si puedo, pongo una silla en la puerta de mi cabaña y simplemente me siento y miro el jardín. Mi jardín es un pedazo de arena, unos pitósporos en la reja y un montón de pasto a mi izquierda que crece porque está encima de mi pozo séptico. Me da gusto que eso haga salir pasto de la tierra en vez de ir a ensuciar el mar. Y cuando no me duele nada y puedo respirar bien, me quedo horas ahí sentado, mirando para adelante y sintiéndome, diría yo, bien. Eso me basta, porque mi bienestar es alejarme del dolor y porque tengo la suerte de que lo que más me gusta en el mundo es no hacer absolutamente nada. Cuando tú puedes no hacer nada y te sientes bien, ese es el paraíso aquí en la tierra. Nāgārjuna, el más grande de los filósofos budistas, dice: “Nirvana es Samsara y Samsara es Nirvana”. Nirvana es lo máximo para ellos —no el Cielo, porque no quiero sombras cristianas metidas en esto— y Samsara es esta conversación, son mis zapatos, es el presente inmediato. Y yo creo en eso: si voy en la micro de Viña, mirando un perro por la ventana, viendo pasar a una señora, eso es el Nirvana, lo máximo que me puede pasar aquí.

—Pese a todo lo anterior, acabas de publicar el libro Violeta (Ediciones Overol), mucho más cercano al encanto amoroso que a cualquier sufrimiento intolerable.

—Ah, es que ese libro es una mezcla extraña de lecturas que no te voy a decir cuáles son. Pero son textos de revistas antiguas, idiosincráticas, de un estrato cultural medio funky popular. Me gusta mucho el poema que salió de ahí, lo hallo hermoso. Es un poema de amor como divertido, pero es acerca del amorrr, del amor con tres erres. Aquí lo tengo, te voy a leer tres cosas: “El amor no es una mercancía que se ofrece al primero que se presenta”. “Un corazón ama, cuando ama”. “¿Cómo es posible prometer el corazón?”. Y el libro entero es así. Y también en Overol, este año va a salir otro libro que se llama Miércale, que es muy curioso pero no te pienso decir de qué se trata.

—Además, en Ediciones UDP van a reeditar tus dos libros de diarios (Rápido, antes de llorar y A quién matamos ahora) y están preparando tu Poesía reunida, un libro grande.

—Eso me pone súper bien, porque yo he hecho puros libros imperfectos, con poemas abollados, mal hechos, y para ese volumen de Poesía reunida —que va a tener todos mis libros— me di el gusto de sacar un montón de poemas que no debí haber publicado nunca. Por fin va a quedar un libro con el que voy a estar más o menos contento. Además, va a estar en la colección de poesía iberoamericana, donde están la Gabriela Mistral, Enrique Lihn y César Vallejo, el poeta, quizá, que más amo. Su poema “Voy a hablar de esperanza” es lo más profundo, fidedigno y conmovedor que he leído en mi vida.

—Y los poemas que dejaste afuera, ¿antes te parecían buenos o no te atrevías a botarlos?

—Dudaba, no sabía qué hacer con ellos. Y como soy tan irresoluto, ahora pienso que quizás borré mi Hamlet sin darme cuenta. A lo mejor dije: “¿Qué es esta huevada de to be or not to be? Estoy puro leseando, lo borro”. Pero eso no lo voy a saber nunca, porque dudo y dudo. No soy un budista, soy un dudista. Para serte franco, esta mañana estuve a punto de decirte que no iba a dar la entrevista, porque dormí como las huevas, en la noche desperté tres veces en un desamparo más o menos. Pero estoy contento de haberla dado igual, porque no me ha parado la lengua y de lo único que he hablado es de lo que pensé que no iba a hablar: lo que realmente siento, cómo estoy. Que para mí, al final, la única huevá es poder respirar, que no me duela nada, comer frugalmente, que haya luz y que los demás no lo pasen tan mal. Soy así, no lo puedo evitar, tengo una visión muy fregada de la realidad. Y si siento eso de la existencia, me tengo que recoger, refugiarme en la Simone Weil, en Charlie Parker, en Parménides, hay como líneas espirituales en la historia que tú sigues. Eso es lo que a mí me tocó y a eso me aferro con dientes y uñas. No soy una Teresa de Calcuta, porque ella tiene a Dios detrás, pero yo abrazo a un huevón y soy un ancla, nos hundimos los dos. Esa es mi situación. Yo nací, no me quiero morir, parece que tengo buena salud, estoy muerto de susto, qué quieres que te diga.

El mejor periodismo chileno. Premio Periodismo de Excelencia 2020

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