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PREMIO PERIODISMO DE EXCELENCIA

SOLDADITOS DEL NARCOTRÁFICO


Matías Sánchez

10 de abril

Sábado, El Mercurio

Como tanto del mejor periodismo, todo empezó con una noticia: en junio de 2019, “Emerson, de 17 años, falleció producto de infecciones en su cuerpo. Había quedado parapléjico tras participar en una persecución de carabineros. Al momento del accidente, su tuición legal estaba en manos de una supuesta traficante de drogas de La Pincoya,” según revela la introducción de este reportaje.

El joven reportero Matías Sánchez descubrió que, por años, la madre del joven había sido testigo de cómo él era usado para transportar y vender droga en la población. A pesar de que sus denuncias fueron transmitidas por los programas de protección a menores a los tribunales de familia y el Ministerio Público, nada se concretó. En una investigación que se extendió a archivos, pedidos de información oficial, funcionarios, expertos y repetidas entrevistas a los denunciantes descubrió que al menos a otros diez jóvenes habrían sido reclutados por la misma persona.

El día de su publicación fue de inmediato compartido por legiones en redes sociales. Combinaba perfectamente la investigación acuciosa, personajes inolvidables y lo mejor en los reportajes memorables: provocar emoción sin mostrar la que siente el autor. El tema era a la vez antiguo —el papel de un estado que le fallaba a los más vulnerables— y nuevo: el fenómeno del narcotráfico a nivel cercano, íntimo, extendido a casi cada casa en las poblaciones.

Por todo esto, el jurado del Premio Periodismo de Excelencia Escrito consideró que “Soldaditos del narcotráfico” merecía el premio máximo en la categoría Periodismo Escrito.

Esto dice el fallo del jurado: “Trata un tema relevante de forma original. Presenta una investigación profunda y meticulosa, excelente estructura y una escritura cuidada, con finos detalles. Este reportaje da cuenta del abandono del Estado y de cómo se perpetúa la violencia en las zonas marginadas de Chile. Revela una situación grave y sus características actuales. Muestra el poder que adquiere el narcotráfico cuando el estado y la sociedad están ausentes. Toca distintos temas (narco, Sename, pobreza, desprotección ante el poder, consumismo) y ensambla todo en un texto coherente que alarma y emociona”.

10 de abril del 2017, 10:05 horas. La audiencia, realizada en la sala 9 del tribunal de familia de Santiago, es presidida por la magistrada Constanza Feliú. En la sala también está presente Carola Ortiz. El registro de audio, que es parte de la carpeta de investigación, capta, además, a las otras personas del lugar: una dupla psicosocial de un hospital y la madre de Ortiz y su hijo Emerson.

No es primera vez que Carola Ortiz está en una situación así. Pero ese día, a diferencia de otras veces, ella está frente a la jueza para saber si será autorizada a llevarse a su hijo a su casa los fines de semana. Luego de que la dupla psicosocial termina de declarar, se produce un silencio. Antes de que la magistrada tome la palabra, transcurren 18 segundos en los cuales solo se escucha sollozar a Ortiz.

Magistrada: Cuénteme, ¿por qué está tan apenada?

Carola Ortiz: Y me pregunta…

Magistrada: Sí, le pregunto, porque no la conozco.

Carola Ortiz: Porque mi hijo está así, me lo dejaron así.

Magistrada: Tuvo un accidente…

Carola Ortiz: No, no fue un accidente.

Magistrada: Ah, no fue un accidente. Ah, perdón, estoy equivocada. Tuvo una enfermedad, por eso él quedó así.

Carola Ortiz: No, él chocó con una camioneta. Venía de una persecución.

Cuatro meses antes de la audiencia, en diciembre de 2016, Emerson, entonces de 15 años, chocó contra una camioneta mientras escapaba de Carabineros. Horas antes había realizado un

portonazo junto a la hermana de V., su tutora legal, una supuesta traficante de la población La Pincoya, en Huechuraba. En ese accidente, Emerson terminó parapléjico.

Magistrada: Entonces fue un accidente. ¿Por qué dice que no?

Carola Ortiz: Porque no fue un accidente, venía de un robo. A él lo hicieron robar. Una magistrada entregó a mi hijo, a él (Emerson), a una persona que ni siquiera era de mi familia, que es traficante. ¿Entiende? Yo tengo muchos videos para mostrar cómo esa mujer le pegaba a mi hijo, cómo lo hacían trabajar, cómo él se volaba. Yo tengo muchos antecedentes de eso…

Por más de cuatro años, Carola Ortiz aseguró tener esas pruebas y denunció que su hijo era usado para vender y guardar drogas por su tutora legal, la que fue autorizada por el tribunal de familia a cuidarlo. Los programas de protección de menores recibieron las denuncias de Ortiz e informaron a diversos jueces del tribunal de familia y al Ministerio Público, según detallan los documentos. Sábado investigó las denuncias realizadas por los programas de protección y descubrió que, desde 2015, se han informado otros diez casos más de niños y adolescentes usados como “soldados” en La Pincoya, todos reclutados por la supuesta traficante.

Magistrada: Lo que les pase a los hijos es responsabilidad de los padres. Si el día de mañana tengo una hija drogadicta, va a ser porque yo no he sabido tener las herramientas suficientes, o lo que sea, para poder alejarla de las drogas. No puedo echarles la culpa a los demás.

Carola Ortiz: ¿De esa manera cuidaba a mi hijo esa mujer?

Magistrada: Pero si la que tiene que cuidar a sus hijos es usted. ¿Por qué no lo sacó de las mechas y se lo llevó a su casa?

Carola Ortiz: Porque la magistrada estaba al medio. Le dio la tuición…

Magistrada: No, no, no. ¿Qué tiene que ver la magistrada? Si yo tengo un hijo y veo que le pegan, me meto en la noche, vestida de negro, a punta y codo, lo saco y me lo llevo para mi casa.

Carola Ortiz: Saca pistola...

Mamá de Carola Ortiz: Ya, hija. Tranquila, no diga nada.

Magistrada: ¿Qué cosa?

Carola Ortiz: Ella saca pistola. Son narcotraficantes.

Ese 10 de abril del 2017, al salir de la audiencia, Carola Ortiz lloró.

—Me sentí tonta, ignorante. Yo no sé defenderme en un juicio —dice hoy a Sábado al recordar ese día.

Carola Ortiz baja el tono de su voz. Susurra. La mujer de 45 años se encuentra en su casa, en la población La Pincoya. Dice que allí, en el segundo piso, su vecina, V., la mujer a la que los tribunales de justicia le dieron la tuición de su hijo, no puede escucharla.

—Yo vivo al lado de ellos, están en la casa de la derecha —relata al teléfono.

Carola Ortiz es vendedora ambulante y madre de nueve hijos. Ninguna de las cinco parejas con las que estuvo asumió la paternidad económica ni de crianza. Ortiz, para mantener a su familia, vende envases de plásticos, escobas y palas en los alrededores de la población.

—Acá venden droga, pero está todo cerrado. Hay piedras, plantas y una cama elástica al medio de la calle para que ningún auto pueda subir o bajar. Ellos tienen dominado aquí. Ahora, con menos fiscalización, se paran hasta en la esquina, se hacen colas para comprarles drogas a los niños que venden.

—¿Quién domina esa calle?

—La V., mi vecina. Ella y su familia toman a los niños para salir a robar, para traficar. Muchos llegan a su casa buscando droga o para ser reclutados. También he visto que llegan otras mamás como yo, alegando por sus hijos. Ellos les hacen daño a muchos niños.

A los 17 años, Carola Ortiz fue mamá por primera vez, cuando recién había completado la enseñanza básica. En 2001 tuvo a Emerson. Con 26 años y cuatro hijos más, Ortiz le pidió a su abuela materna que se hiciera cargo del menor. Cuando ella falleció, Carola Ortiz retomó el cuidado y la relación con Emerson en 2009. Él tenía ocho años.

—Siempre andaba con amigos, era loco por el fútbol. Pero después cambió —relata.

La historia de Carola Ortiz y los tribunales de familia comenzó en 2011, cuando cuatro de sus hijos robaban y pedían dinero en el mall Plaza Norte: K., de seis años; Y., de ocho; J., de nueve; y Emerson, de diez. Además, el grupo de niños también solía deambular, en la madrugada, cerca de la autopista Américo Vespucio. En más de una ocasión, Carabineros los trasladó hasta su casa.

A raíz de esas conductas, que se repitieron durante años, Ortiz fue acusada de vulneración de derechos a sus hijos. Como sanción, el Centro de Medidas Cautelares —área del tribunal de familia que se enfoca en causas de violencia intrafamiliar y medidas de protección a menores— dictaminó cumplir con diversos programas que ayudarían a reparar y reinsertar a la madre y a los menores.

Los cuatro niños también acumulaban varias inasistencias y tenían un significativo desnivel en sus etapas escolares, ya que algunos aún no pasaban de primero básico, cuando en realidad tenían que estar en quinto. Muchas de esas ausencias se debían a conflictos con otros alumnos, ya que eran molestados por su higiene y vestimenta.

—Les decían “Los bacterias”, porque siempre andaban sucios y pidiendo plata. Ellos tenían un rollo con una conocida traficante del sector, siempre robaban o amenazaban a los otros profesores

—recuerda un docente que conoció a los menores y que prefirió no revelar su nombre.

En más de una ocasión, Carola Ortiz pidió que sus hijos fueran internados en el Sename. Al no tener un trabajo estable, dice que era difícil ejercer la maternidad de sus nueve hijos.

—Estuve bien mal, no tenía los recursos, no podía cuidarlos. Quería que los internaran, porque se portaban mal, salían a robar. Yo tenía que ir a trabajar y nadie me ayudaba. Se me fueron de las manos, nomás. Perdí el control de ellos. Perdí al Emerson. Como no iba al colegio, comenzó a reunirse con otros jóvenes, los que se pasaban el día afuera de la casa de mi vecina. Todos menores de edad. Él consumía marihuana, se volaba. Después, la vecina lo invitó a dormir en su casa. Le dije que no quería que pasara tiempo allí, pero como eran traficantes, venían todos a intimidarnos.

En diciembre de 2014, en la tarde del día de Navidad, Emerson, por voluntad propia, se mudó a la casa de su vecina. Sin zapatos y en la reja de entrada, pidió ser invitado a la cena, a lo que V. accedió. Según el propio relato de Emerson, incluido en informes del caso, ese día le regalaron un par de zapatillas nuevas. No serían los únicos regalos que le darían, recuerda su madre.

—V. le dijo a la magistrada que mi hijo había llegado muerto de hambre y sin zapatillas a su casa. El Emerson le siguió el juego, pero también mintió porque la Navidad sí la pasamos juntos. Le regalé unas zapatillas Nike. El problema es que no le gustaron porque eran de su hermano mayor. No podía regalarle unas nuevas, siempre le compré usadas, pero eran buenas igual —agrega Carola Ortiz.

En abril de 2015, el tribunal de familia recibió un informe sobre los avances de Carola Ortiz, en relación a la vulneración de derechos de sus hijos. En este se evidenciaba un cambio y un compromiso por haberlos matriculado en el colegio, lo que benefició a los menores, excepto a uno: Emerson.

“Durante enero y febrero no asiste a las actividades ni al colegio (…), tampoco ha sido posible tomar contacto con él, en el contexto de visita domiciliaria, debido a que el joven se encontraría viviendo con una vecina, la cual se dedica al tráfico de drogas. La madre da cuenta de que ella ha intentado ir a buscar al joven, sin mayores resultados”, consigna el informe.

Dos meses después, el 16 de junio de 2015, Emerson y V. asistieron voluntariamente al tribunal de familia. Según el acta de la audiencia no programada del Centro de Medidas Cautelares, V. contó que le dio un hogar al menor y que vivía con ella. También explicó que no podía mandarlo al colegio porque no era su apoderada. Allí V. solicitó el cuidado provisorio de Emerson. Él declaró estar de acuerdo y bien con su vecina. Frente a la jueza Paulina Roncagliolo, ambos negaron el consumo y venta de drogas en el domicilio.

Según un informe social, en ese momento V. tenía 25 años, era madre de tres niños y había cursado hasta segundo medio. En su casa vivía con los menores, más tres adultos, hogar que mantenía como vendedora en un puesto de flores y con su pareja, que trabajaba como taxista. Pero esa versión sobre sus ingresos no pudo ser comprobada con ningún documento. Emerson tenía 14 años y solo había llegado hasta segundo básico. Nunca volvió a clases.

Antes de finalizar la audiencia, la consejera técnica del tribunal revisó el historial de vulneraciones de Emerson y de los otros tres hijos de Carola Ortiz, quien no estaba presente ese día. Luego, la jueza Paulina Roncagliogo autorizó entregar el cuidado provisorio de Emerson a V. Todo el proceso duró diez minutos.

En la madrugada, cuando salía de su casa para ir a trabajar, Carola Ortiz dice que solía encontrarse con la misma escena: su hijo Emerson parado en la esquina de su calle, con un banano negro colgando de un hombro. Allí guardaba la droga que vendía.

—Se amanecía en la calle. Me contó que le pagaban diez lucas por hacer esa pega. A él le gustaba la vida de traficante, tenía todo en bandeja y con eso era feliz —recuerda la madre.

A pesar de que la tuición de Emerson la tenía su vecina, Carola Ortiz seguía participando en programas de protección e intervención a menores. El Programa Especializado en Calle (PEC) de Recoleta fue uno de los primeros en escuchar e informar las denuncias de la madre.

El PEC Recoleta pertenece a la Corporación Asociación Chilena Pro Naciones Unidas (ACHNU), la que busca reducir o interrumpir el tiempo de permanencia de los niños y jóvenes en la calle, junto con la defensa y promoción de los derechos de estos. Además, ACHNU es una institución colaboradora del Sename.

Cuando V. recibió la tuición de Emerson, Gabriel Sáez, trabajador social, era director del PEC Recoleta. Para él, no era el primer caso de jóvenes reclutados por narcotraficantes.

—Ellos conocen así el rubro, tienen acceso a celulares, ropa y zapatillas. No lo connotan como algo negativo, al contrario, lo manifiestan como una manera fácil de obtener dinero todos los días. La mayoría de las familias que se dedican al tráfico reclutan a estos jóvenes, los usan como soldados y estos dejan de asistir al programa —dice Sáez.

Una situación similar vivió Emerson, asegura su madre.

—Mi hijo empezó a vivir otra vida, le regalaban ropa cara, zapatillas, Play Station, lo trasladaban en autos o manejaba moto. Cosas que yo no le podía dar, tengo muchos hijos y hago lo que puedo.

Según documentos, a los que tuvo acceso Sábado, el PEC Recoleta le informó al tribunal de familia —en julio y agosto de 2015— las denuncias de Ortiz. Este último expediente fue enviado a Paulina Roncagliolo, la jueza que autorizó la tuición del menor a V.

El protocolo para las denuncias de narcotráfico e informes realizados por estos programas son entregados al tribunal de familia, el que, a su vez, debería traspasar la información al Ministerio Público para que se investigue. Gabriel Sáez asegura que en denuncias anteriores, con otros casos parecidos, la fiscalía lo citó o le pidió más documentación del hecho. “Pero en este caso nunca me llamaron a declarar; asumo que no pasó nada”.

En diciembre de 2015, Sáez dejó la dirección del PEC Recoleta y en su reemplazo asumió María Carreño, trabajadora social que conocía las denuncias de Carola Ortiz. Ese mismo mes, el PEC Recoleta envió por segunda vez un informe a la jueza Roncagliolo, del tribunal de familia.

En él se detalla que V. no cumplía con lo estipulado por el programa y el tribunal; que Emerson había vuelto a la casa de su madre, después de que ser golpeado por V. y utilizado para robar; y que “la mejor alternativa para los jóvenes (los cuatro hijos de Ortiz) es salir del espacio actual donde se encuentran e irse a uno más protector donde pueden ser restituidos sus derechos vulnerados y cuenten con un adulto responsable”. Ese espacio era internarlos en una residencia del Sename, situación que había ocurrido en el pasado.

En esa ocasión, el PEC Recoleta consultó el ingreso de los niños en cinco residencias: una de ella no tenía vacante, dos tenían disponibilidad para los próximos meses y el resto no respondió la solicitud.

En junio de 2016, el PEC Recoleta volvió a entregar nueva documentación a la jueza Roncagliolo, esta vez solicitando el cese de los cuidados personales que tenía V. y el ingreso de Emerson y sus hermanos “a un hogar residencial de forma urgente”. En los dos años que María Carreño fue directora del programa, ella asegura que, a pesar de sus reiteradas entregas de información, nunca tuvieron audiencia con algún juez para formalizar la denuncia.

—Estábamos aburridos, siempre nos cancelaban las audiencias. Nos daban una fecha, llegábamos al tribunal y nos decían: “El niño está bien”, pero eso no era cierto. Enviamos informe tras informe, sin ninguna respuesta. Era muy frustrante, porque dimos todos los detalles posibles. Prácticamente era resolver en base a los contundentes documentos. Cualquier persona que los lea podría resolver un caso así de grave. En cambio, V. fue al tribunal, le programaron una audiencia, le dieron los cuidados de Emerson y ni siquiera nos preguntaron. No pidieron ningún informe, nada —sentencia.

Sábado procuró contactar, a través de llamadas y correos electrónicos, a la magistrada Roncagliolo, quien no respondió las solicitudes de entrevista.

Sin poder concretar la denuncia de la mamá de Emerson, la directora y el equipo PEC Recoleta comenzaron a investigar otros hechos similares. La idea era presentar un grupo de víctimas, todos menores de edad y usados por una red de narcotráfico. El 26 de julio de 2016, la Corporación Asociación Chilena Pro Naciones Unidas (ACHNU) presentó una denuncia en la Fiscalía Centro Norte detallando que en uno de sus programas se habían comprobado situaciones irregulares, las que involucraban a Emerson y a cuatro adolescentes más.

“En efecto, se ha tomado conocimiento de que al interior del domicilio, ubicado en (…) existe presuntamente tráfico de drogas, actividad que su propia dueña, V., ha confesado a profesionales de nuestra institución. Esta misma persona ha confesado que ha hecho industria de solicitar, a tribunales de familia, el cuidado personal de niños y jóvenes vulnerables de la comuna, a quienes utiliza en el comercio de drogas”, detalla el documento incluido en la investigación.

En esa fecha, los otros cuatro niños denunciados tenían entre siete y 18 años, todos con historial de vulneraciones.

Meses después de la denuncia en la fiscalía, María Carreño asegura que fue citada a un cuartel de la PDI para hablar del caso. Pero le explicaron que aún no se iniciaban las diligencias y, según ella, le pidieron que tomara fotografías del tráfico y que diera una lista con nombres de los involucrados. Se negó a hacerlo.

—Frente a cualquier denuncia corríamos el riesgo de que las personas del sector se enteraran de que fuimos nosotros. Para entrar, de manera segura, hay que ganarse la confianza de la gente de la población. Investigar y tener pruebas era labor de la policía. Nosotros éramos los que seguíamos trabajando allí. Era mi vida la que estaba en riesgo.

Al salir del cuartel, María Carreño recuerda que sintió impotencia y tristeza. “Había usado todas mis herramientas para denunciar y todo el mundo sabía lo que estaba pasando. ¿Qué más podía hacer?”. En noviembre de 2016, la directora renunció al PEC Recoleta. Explica que, a pesar de haber logrado metas con varios jóvenes del programa, el nulo apoyo de las otras entidades relacionadas en el proceso perjudicó el trabajo realizado, situación que terminó por desanimarla.

—Muchas veces logras las intervenciones, pero no son sostenibles en el tiempo, porque no existe una red de apoyo. A los jóvenes podemos reinsertarlos en el colegio, pero que se mantengan es otro cuento. Además, el Sename nos establece un plazo máximo de dos años para trabajar con un adolescente. ¿Qué problemas estructurales puedes cambiar en ese tiempo? Ninguno. No consideran que te demoras, al menos, seis meses en encontrar a un niño. Hay que ir a buscarlos a la calle, a las poblaciones, a los terminales, y cuando los encuentras tienes de intermediario a un traficante.

Sábado se contactó con la Corporación Asociación Chilena Pro Naciones Unidas (ACHNU) para conocer más detalles de las denuncias realizadas por su programa PEC Recoleta, pero se excusaron de dar una versión, ya que, por políticas de la institución, no pueden hablar de jóvenes que estuvieron o están en el programa y que, en este caso, se desconocen más antecedentes de lo que pasó.

Un mes después de la renuncia de María Carreño, el 9 de diciembre de 2016, Emerson, junto con la hermana de V., se involucró en un portonazo. Tras escapar de una persecución de carabineros, el auto en el que iba chocó contra una camioneta. Después de ser operado, quedó parapléjico, en silla de ruedas, sin movilidad de la cintura para abajo y sin posibilidad de volver a caminar.

El 10 de diciembre, al otro día del accidente, Carola Ortiz se enteró de lo ocurrido con su hijo y que estaba internado en el Hospital Roberto del Río. La madre cuenta que intentó saber cómo estaba, pero al no ser su tutora legal le prohibieron el ingreso. Ese día, asegura Ortiz, igual ingresó hasta la habitación de Emerson. “Estaba lleno de máquinas y de cabros, todos cuidándolo. Me gritó, me dijo que me fuera. Tenía mucha rabia, no era el mismo de siempre. Al final, llegaron los guardias y me sacaron”, recuerda.

Según el registro de una trabajadora social del hospital, “a Emerson le hacen compañía, durante el día, diferentes adultos y jóvenes, pero se percibía que solo estaban ahí para realizar

acompañamiento, para que Emerson no pueda tener mayores interacciones con otras personas”.

El 11 de enero de 2017, Emerson ingresó al Instituto Nacional de Rehabilitación Pedro Aguirre Cerda. Al estar en un programa permanente e intensivo, dejó la casa de V. y se mudó al instituto que también asumió su tuición.

El accidente que sufrió Emerson, al estar bajo los cuidados de V., fue investigado por el Centro de Medidas Cautelares del tribunal de familia. El 1 de marzo de 2017, un consejero técnico informó sobre la situación de V. y evidenció que solo visitó dos veces al menor, por lo tanto, “esto podría estar relacionado con la sospecha de que utilizaba al joven en actividades delictuales y ahora que Emerson no puede realizar las mismas actividades de antes, lo abandona con excusas respecto a la imposibilidad de visitarlo, lo que afecta emocionalmente al joven”.

—La V. ya no quería estar con mi hijo, porque ahora había que bañarlo, mudarlo, transportarlo; se desligó. Pero él se dio cuenta de eso, de que lo habían abandonado. Él me pidió perdón —agrega Carola Ortiz.

En esa ocasión, el consejero del tribunal de familia también recomendó prohibir que la tutora legal del menor se acercara al adolescente, lo que terminó con la suspensión de todas las visitas de V. y se le prohibió estar a menos de 200 metros del menor. Ese proceso, por parte del tribunal de familia, demoró cerca de dos semanas. En ese tiempo, Emerson se escapó del instituto de rehabilitación, pero regresó la misma noche porque olvidó sus medicamentos. “Llega en pésimas condiciones de higiene, con compras realizadas. Se detecta que tenía en su poder bastante dinero, el que según refiere fue adquirido mediante la venta de ropa”, detalla la constancia del instituto.

Luego, la jueza Constanza Feliú, la misma que autorizó la orden de alejamiento de V., citó a la madre para estipular las visitas del menor a su casa los fines de semana. Según el registro de la audiencia, los profesionales declararon que Emerson estaba de alta, que era independiente en su vida diaria y que había cumplido con las metas establecidas de rehabilitación física. También se aclaró que incluir a su madre en el proceso, marcó un antes y un después. Ella cumplió con todas las visitas estipuladas: día por medio y en las tardes ayudaba a Emerson en la nivelación escolar, pero para eso debió abandonar un trabajo de guardia que había conseguido hace poco. Con los avances de Ortiz, la magistrada Feliú autorizó a la madre a estar con Emerson de viernes a domingo.

Pero en la semana, cuando el menor regresaba al instituto de rehabilitación, se volvía agresivo con el personal, lo que terminó con su expulsión del lugar y su regreso, de forma permanente, a la casa de su madre y al lado de V. Ahí se movía en silla de ruedas.

—Él tenía mucha rabia, se llenó de amargura. Me decía que se quería morir. Tenía mucha pena porque tomó malas decisiones. Se dio cuenta de cómo había quedado. A veces, cuando veía a la V., le gritaba: “¡Mira cómo me dejaste!” —recuerda su madre.

Ortiz asegura que su hijo comenzó a escaparse de la casa. Se perdía por días y luego regresaba en malas condiciones de salud e higiene. “Salía a buscarlo, pero no lo encontraba. A veces, unos tíos de La Vega me llamaban y me decían dónde estaba. Me daba mucha pena, lloraba con él”.

En mayo de 2019, carabineros de la Comisaría de Recoleta encontraron a Emerson viviendo en la calle. Llevaba varios días fuera de su casa, durmiendo en el suelo sobre unos cartones. Con una frazada tapaba las escaras que se habían formado en su espalda y glúteos. El adolescente quedó internado en el Hospital San José, donde falleció un mes después por una úlcera sobreinfectada, lo que le produjo un shock séptico.

En su casa, Carola Ortiz realizó el velorio de su hijo Emerson, de 17 años. Ese día, mientras fumaba un cigarro afuera de su hogar, recuerda que V. se le acercó. Paradas en la calle, ambas se enfrentaron a gritos. De esa discusión, la madre dice que aún siente impotencia por la frase que le gritó V.: “No vayan a decir ahora que nosotros lo matamos”.

Tras la muerte de Emerson, la Oficina de Protección de Derechos (OPD) de Niños y Niñas —que pertenece a la Municipalidad de Huechuraba—, le informó a su equipo sobre lo ocurrido con el menor. Al escuchar la noticia, Paulina, una funcionaria de la oficina, no supo cómo reaccionar. Ella pidió cambiar su nombre real para este reportaje y dice que en más de una ocasión informó a los tribunales de familia sobre la situación de V. y Emerson, al que conocía desde hace un año.

Paulina, tras revisar los documentos de Emerson, cuenta que recordó otro caso similar: el de un padre, que en julio de 2016, denunció que S., su hijo de 13 años, había sido reclutado por su vecina, quien resultó ser V. Según documentos de la OPD de Huechuraba, compañeros del colegio de S. declararon que él “conducía una moto pequeña con la que trabaja como soldado para una red de narcotráfico que opera en el sector”. Ese año, Paulina asegura que se reunió con el Centro de Medidas Cautelares, con el Ministerio Público y el Sename. En las oficinas del tribunal de familia, realizó formalmente la denuncia sobre la situación de S. y la sospecha de otros casos más. En esa oportunidad, dice que vio cómo se firmó un oficio para ser enviado al Ministerio Público.

—Pero nunca encontré vestigios de esa denuncia. Le pregunté a compañeros y fiscales si podían buscar algo relacionado a V., pero no dimos con nada. No existía esa denuncia. No está dentro del sistema. No sé qué pasó —relata Paulina.

La última denuncia realizada al Ministerio Público sobre el caso de Emerson y nuevos jóvenes reclutados, ocurrió en diciembre del año pasado. La jueza Pilar Villarroel, del Centro de Medidas Cautelares, presentó la información a la Fiscalía Centro Norte. Pero ella dice a Sábado que no conoció el caso de Emerson por las denuncias de los programas de protección, sino que fue a través de otro hijo de Carola Ortiz: J. El menor, después de acudir a los funcionarios de la OPD de Huechuraba, se reunió con la magistrada en los tribunales de familia. Villarroel accedió a escucharlo por dos razones:

—En mis 18 años de experiencia en causas familiares o con menores relacionados a delitos, en solo dos oportunidades ha llegado un joven espontáneamente al tribunal y ha pedido hablar conmigo. J. fue uno de ellos. Pero nunca me habían solicitado ser ingresado a un hogar del Sename y menos que no fuera visitado por su propia familia. Él estaba desesperado, me dijo: “Métame al Sename, estoy cansado de lo que estoy viviendo” —asegura la magistrada.

Pilar Villarroel relata que J. le solicitó salir de su casa porque estaba siendo obligado a delinquir por sus hermanos. “Lo golpearon tanto que J. denunció en Carabineros, pero, según su relato, no lo tomaron en cuenta, porque los policías sabían que su familia tenía problemas con los narcotraficantes, así que no hubo declaración ni constataron lesiones”, relata.

J. denunció y se reunió con la jueza a escondidas de su familia. Es así como la magistrada revisó las causas anteriores del menor y las denuncias de Carola Ortiz. Ella asegura que no es primera vez que se entera de que las denuncias realizadas por los programas de protección a los tribunales de familia no son consideradas. Explica que uno de los motivos puede ser la alta carga laboral de cada magistrado, que bordean las 100 y 150 causas diarias cada uno, pero lo que realmente afecta, según ella, es lo rotativo que son los jueces en cada una de esas causas.

—El problema es que las causas complejas no radican en un solo juez. Un caso como el de Emerson puede pasar en un año de tramitación, fácilmente, entre 15 y 20 jueces. Ahí dependerá del criterio de cada uno si revisa o no los expedientes pasados. ¿Por qué el tribunal no hizo nada y por qué actuó de forma indebida? Es porque el sistema está mal hecho. Los magistrados de medidas cautelares vemos causas que tratan desde el bullying hasta niños que pueden ser usados como soldados de tráfico. Y ese problema ocurre en todos los tribunales de familia de Chile, por lo tanto, es importante reformar íntegramente la ley, y crear un sistema de protección administrativa, que sea previo a lo judicial, con una ley de garantías que reconozca los derechos de todos los niños, niñas y adolescentes del país.

Además, agrega Villarroel, otra falencia del sistema es la falta de asesoramiento legal que reciben los padres involucrados en vulneración de derechos de sus hijos.

—Carola Ortiz nunca estuvo asesorada por un abogado que la pudiese defender del sistema, que la guiara en el proceso judicial. Por muy inhabilitada que esté una persona como madre o padre, ellos tienen derecho a tener un abogado que los apoye en el proceso. El sistema debería tener como objetivo no alejar a los niños de sus padres, al contrario, debería ser habilitar o rehabilitar las habilidades de estos padres para que puedan hacerse cargo. Pero, en este caso, el problema estuvo en que el tribunal de familia no verificó que esta vecina ya tenía denuncias previas de los programas.

Con los antecedentes, la magistrada Villarroel investigó en otros programas y dio con tres nuevos casos de jóvenes reclutados por V. “Ellos me informaron que existe un grupo organizado que va a los tribunales de familia o de garantía y piden la tuición o cuidados de niños vulnerados, los que no tienen un adulto responsable y hábil. Hoy, esos niños estarían siendo usados como soldados”. Además, la jueza asegura que pidió más datos sobre esos menores al Sename y a la OPD de Huechuraba, los que “fueron resistentes a entregar la información. Después, derechamente, ya no me respondieron más”.

Con la información que alcanzó a recopilar, Villarroel presentó la denuncia de diciembre pasado. “Lo hice como magistrada, con mi nombre, sin escatimar en los peligros que conlleva. No lo hice a nombre del tribunal de familia porque, lo más seguro, es que quedara en el aire”. Semanas después, dice que fue citada a declarar a la fiscalía y asegura que entregó todos los antecedentes a José Morales, fiscal jefe. Nunca más recibió información del caso ni de su denuncia. Sábado se contactó con el fiscal Morales para saber el destino de las tres denuncias —que realizaron los profesionales de programas y tribunales de familia— que involucran, al menos, a 10 menores de edad; y para conocer antecedentes de V., pero prefirió no referirse al tema.

En diciembre del año pasado J., el hermano menor de Emerson, ingresó al Cread Pudahuel. Lo hizo apoyado por una antigua profesora de su colegio, la que mantiene una estrecha relación con él.

La profesora confiesa que ella le recomendó pedir ayuda por las golpizas que recibía de sus hermanos, cuando no quería delinquir. Incluso, por solicitud del mismo J., el tribunal de familia prohibió todas las visitas de Carola Ortiz y de su familia. Excepto a la profesora, la que después pudo llevárselo a su casa, los fines de semana. Junto a ella celebró su cumpleaños, Navidad y Año Nuevo.

En la dinámica del hogar, junto a su marido e hija, relata la docente, notaron las verdaderas carencias del menor. “Ahí me di cuenta de que él solo necesita cariño, que lo ayuden, que le enseñen cosas cómo cortarse las uñas, lavarse el pelo con champú”, agrega. La profesora explica que J. destaca por ser un joven con una sola meta en su vida: terminar el colegio.

—J. nunca faltó a clases. Es un chico amable, creó vínculo con los profesores, entonces, para él, fue una fortaleza estar en la escuela y rodeado de gente que lo apoyaba. Es muy querible, donde va, la gente le toma cariño. J. tiene unos ojos verdes hermosos y cada vez que lo veo, siento que sus ojos reflejan su alma. Suena raro, pero a él lo ayudó mucho ese tiempo en el Sename. No en rehabilitación ni en enseñanza, lo ayudó a escapar de lo que estaba rodeado. Hasta su cara cambió, era otro niño, uno feliz. Me decía que ahora podía dormir tranquilo. Pero se escapó.

J. alcanzó a estar siete meses en el Sename antes de volver a vivir con su madre, quien hoy tiene la tuición de todos sus hijos de nuevo, en La Pincoya.

—A mis hijos los voy a tener siempre conmigo. No quiero que me los vuelvan a quitar, no quiero que los recluten los narcos. Si es necesario, me voy a andar arrancando siempre, pero no voy a volver a pisar un tribunal. Después de lo que pasó, no puedo confiar en la justicia —relata Carola Ortiz.

La semana pasada, J. se comunicó con la profesora.

—Me llamó y me dijo que estaba bien. Estaba muy orgulloso porque va a ser el primero de su familia en terminas octavo básico. Y antes de cortar le pidió un último favor.

—Me dijo: “Tía, ¿me podría ayudar con las tareas del colegio? No me quiero atrasar. Quiero terminarlo luego, quiero salir de acá”.

El mejor periodismo chileno. Premio Periodismo de Excelencia 2020

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