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ОглавлениеLOS 12 DE LA FLORIDA:
CRÓNICA DE UNA MATANZA FRUSTRADA
Claudio Pizarro y Sebastián Palma
18 de mayo
El Desconcierto
No era una tarea fácil: para cumplir rigurosamente con el ambicioso plan, había que recoger las historias de una docena de personas desperdigadas, temerosas y probablemente con pocas ganas de salir en la prensa.
Pero al leer este trepidante relato se comprueba que la combinación de lectura profunda de los clásicos, investigación a fondo y pericia narrativa rinden frutos como este. El 27 de abril de 2020 en La Florida ocurrió un hecho insólito, que al mismo tiempo era representativo de lo desorbitada y perdida que estaba tras el estallido gran parte de la fuerza pública chilena.
En la plaza donde había alrededor de 30 manifestantes, una pareja de carabineros de franco disparó más de una decena de balas que dejaron12 heridos y, milagrosamente, ningún muerto. La balacera fue un episodio que afortunadamente no terminó en masacre, y que Pizarro y Palma cuentan tras entrevistar a cada uno de los heridos. Aquí relatan cómo lo vivieron, qué les pasó luego, qué sienten ahora. Está armado como el clásico Hiroshima de John Hersey, pero en vez de seis víctimas de la bomba atómica, aquí hay el doble de civiles atacados por los que supuestamente están encargados de defenderlos.
Se enteraron por un flyer de Instagram, al igual que todo el mundo. Nayareth (23) pasó a buscar a Jocelyn (30) a su casa y de ahí partieron juntas al metro Trinidad. Eran las siete y media de la tarde del 27 de abril. En el camino se toparon con más gente. Personas que agitaban banderas y que en teoría se dirigían al mismo lugar que ellas. Carolina Adasme (33) no tenía muchas ganas de ir. Había pintado un lienzo en la tarde, previo al día del trabajador, y se sentía cansada. Pensó en un momento subirse a la bicicleta, pero luego se arrepintió. Así que se devolvió a su casa, tomó una mascarilla y partió a pie rumbo a la manifestación. Ahí se encontraría con sus amigos de la asamblea territorial Santa Raquel.
Alrededor de las ocho de la noche llegó Ricardo Rubio (36), un trabajador social del Hogar de Cristo que trabaja con personas con discapacidad mental, haciendo sonar su trutruca acompañado de tres amigos, entre ellos Gonzalo, un joven soldador de 21 años que comenzó a agitar una bandera con la frase “ni perdón ni olvido”. Se veían pocos manifestantes. La convocatoria parecía destinada al fracaso.
—Esto no prendió —bromeaba Nayareth.
A César Herrera (42) y Gabriela Collinao (42) los invitó su hijo mayor al “cacerolazo” y tuvieron casi la misma impresión cuando llegaron al lugar. “No hay nada, parece que te equivocaste”, le dijeron. Hasta que vieron a un lote que se aproximaba con una bandera y unas mujeres que conversaban en la esquina norponiente de Vicuña con Trinidad.
—Somos pocos pero locos —le dijo Nayareth a Jocelyn, intentando subirle el nivel a la convocatoria.
Al otro lado de la calle, en un local de Pizza Hut, Javier (20) y Luca (20) acababan de comerse el último trozo de pizza. Eran compañeros del colegio y se volvieron a encontrar en una marcha, un mes después del asesinato de Camilo Catrillanca. Desde entonces empezaron a ir juntos a las manifestaciones.
—Escuchamos bulla, cacerolas, un compadre con una trutruca, empezaron a golpear unas latas, así que apuramos las pizzas y partimos caminando hacia donde estaban todos —recuerda Javier, estudiante de enfermería.
Diego López (26) nunca tuvo planes de estar ahí, se encontró con dos amigos en la calle que lo invitaron, pero terminó cantando en la misma esquina que todos. Allí se encontró con Carolina Adasme, una amiga suya de la Garra Blanca, que conversaba con Ricardo Rubio. “Era una manifestación pacífica, alegre”, recuerda. “Yo he ido a manifestaciones donde se espera el enfrentamiento, pero aquí no. Había una sensación media vecinal”, dice el joven de 26 años que vende flores de goma eva en Bellavista.
La tarde estaba nublada, hacía frío y Juan Carlos (27) pensó que hasta se podía largar a llover. Pero como vivía tan cerca, a solo un par de cuadras, decidió ir aunque fuera un momento a sacar fotografías. “Mi forma de protestar es sacando fotos y luego subirlas a redes sociales”, cuenta.
Al llegar sintió el ruido de un instrumento mapuche y comenzó de inmediato a sacar fotos con su celular. Recuerda que había gente cantando consignas contra Piñera y que lentamente se fueron sumando más personas.
—Se empezaron a armar grupitos de dos o tres, en total no éramos más de treinta. Era como un carrete fome. Una manifestación bien pobre, con decirte que se armó una fogata con cartones y cajas de pollo, dejando un lado para que pasaran vehículos. La gente tocaba la bocina —describe Jocelyn.
La última en llegar fue Thiare Korner, una joven malabarista de 18 años que no tenía idea que la convocatoria en contra del día del carabinero, se realizaría en la misma esquina donde acordó juntarse con su mamá. Mientras la esperaba se puso a conversar con un amigo que estaba protestando en el mismo lugar.
Todos fueron testigos como la improvisada manifestación comenzó a animarse. Los cánticos se escuchaban cada vez más fuertes, junto al sonido de silbatos y el estruendo de piedras sobre los postes metálicos. En eso estaban, cuando sintieron el primer disparo, y luego otro y otro. Todos recuerdan escenas difusas. Gritos. Llantos. Sangre. Uno a uno, comenzaron a caer al pavimento. Fueron doce en total. Los doce baleados de La Florida.
La balacera
Cuando sintió los disparos, Gonzalo Gómez (21) pensó que se trataba de unos tronadores que alguien había tirado a la fogata. Empezó a caminar, tapándose los oídos, hasta que todos comenzaron a correr en estampida.
—Pensé que eran perdigones, arranqué, vi a una niña tirada. Ricardo venía cojeando. Llegué a un colegio en Trinidad, ya no aguantaba el dolor. Me senté en un paradero, me bajé el pantalón, me toqué, tenía la mano llena de sangre —recuerda.
Carolina Adasme estaba revisando su celular, con un grupo de amigos, cuando escuchó el estruendo de unos “petardos”. Eso fue lo que pensó al comienzo, antes de ver caer a varias personas a su lado. “Estaba arriba de la vereda y sentí que algo me golpeó fuerte en la espalda, me tiró hacia delante y quedé agachada. Pensé que era una lacrimógena, pero no había ni carabineros, ni guanacos, nada. Alcancé a dar unos pasos y empecé a vomitar sangre”, cuenta.
César Herrera sintió un golpe fuerte en la pierna, primero, y luego un dolor intenso. Cayó al suelo, intentó levantarse, dio otro paso y volvió a caer. Otras veces había recibido perdigones en
protestas, pero esta vez era diferente. “Sentía la pierna muerta y perdí la sensibilidad en los dedos, me tomaba el pantalón y la pierna se me doblaba sola”, explica. Gabriela, su esposa, yacía en el suelo unos metros más allá. También había recibido un impacto de bala en la pierna. Su hijo apareció a los minutos y ayudó a trasladar a sus padres a una camioneta.
Fue todo tan rápido —sin enfrentamiento previo, ni voces de alerta— que Diego López pensó, mientras corría despavorido, que podía tratarse de algún sociópata o seguidores de Sebastián Izquierdo, el líder de Capitalismo Revolucionario, quien advirtió por redes sociales que saldrían a “matar a todos”. La hipótesis no le pareció tan rara, luego de verse el dedo meñique colgando y comenzar a sentir un dolor agudo en la pelvis.
—Seguí arrancando, me veo la mano y quedé en shock, ahí empiezo a sentir un dolor fuerte en la entrepierna y comencé a cojear. Tuve que parar. Empiezo a mirar para todos lados, dándome cuenta que había mucha más gente herida —recuerda.
Apenas Javier vio la mano lastimada de Diego, abrió su mochila y le ofreció un guante para que pudiera afirmarse el dedo. Fue tanta la adrenalina que el estudiante de enfermería corrió a una bencinera y le pidió al conductor de una camioneta que trasladara a los heridos a un consultorio, sin reparar que él también tenía en su cuerpo alojadas dos municiones, una en la pierna y otra en la cadera.
—Yo era uno de los más cercanos al auto que nos disparó, sentí que me llegaban cosas en el cuerpo, pensé que eran perdigones. Me acuerdo que me cubrí la cara porque me acordé de los heridos con trauma ocular. Ahí empecé a escuchar los gritos de la gente y partí a buscar ayuda —recuerda.
Ricardo Rubio sintió el estruendo y luego escuchó gritos por todos lados. Dice que perdió la visión periférica y avanzó unos metros hasta donde Gonzalo Gómez. “El cabro estaba desbordado, tenía mucho más dolor que yo, lo empezamos a auxiliar. Yo tenía algo acá en el muslo, pero no le di mucha importancia, pensé que podía ser un perdigón. Me preocupé en ese momento de la Carolina que también estaba herida y que al parecer era algo grave”, cuenta.
—Yo no entendía lo que estaba pasando realmente, todo fue así como de la nada, veo al Diego que se estaba sujetando los dedos, tenía el hueso hacia afuera, era tremendo, y yo lo único que hacía era vomitar sangre. Empezaron a subir a varias personas a una camioneta y en eso se baja una mujer del asiento del copiloto y me dice hueona, súbete, mira como estai —relata Carolina Adasme.
Jocelyn y Nayareth arrancaron juntas por avenida Trinidad hacia el poniente. Justo le estaban respondiendo un whatsapp a la mamá de Nayareth, cuando sintieron los primeros disparos. Jocelyn, en plena carrera, sintió como un hilo de sangre saltaba de su pierna, mientras Nayareth gritaba desde más atrás: “Me llegó, me llegó”.
—Unos locos en bicicleta nos dijeron que eran pacos, otros decían que era un ajuste de cuentas entre narcos y otros que era como estos grupos de extrema derecha —cuenta Jocelyn.
Lo cierto es que no todos sabían con exactitud que era lo que les había pasado, pero en el traslado al consultorio comenzaron a sospechar que se trataba de balas de verdad.
Juan Carlos también se subió a la camioneta, donde ya estaban Diego, Carolina, César y Gabriela. Los otros heridos fueron trasladados a diversos consultorios del sector y luego derivados al nuevo Hospital de La Florida. Carolina estuvo a punto de morir. La bala, supo después, estuvo a punto de perforarle el pulmón. Ninguno, milagrosamente, murió.
Regreso a casa
La vida en la casa de los Herrera-Collinao no es la misma desde el 27 abril. César Herrera, se encuentra postrado en una cama de una plaza con su pierna en altura, tras permanecer una semana internado en el Hospital de La Florida. Pese a que le recetaron dos potentes fármacos para evitar el dolor, tramadol y metadona, desde hace dos días que no puede dormir.
La bala le destrozó una pierna y las dos operaciones a las que fue sometido para reconstruirla le quitaron dos centímetros de largo: quedará cojo de por vida. Además de eso, el equipo médico le informó que varias cicatrices desfigurarán su extremidad para siempre, a menos que le injerten piel de sus glúteos. Él, en su cama, dice que ya no le importa cómo lucirá y que no quiere volver a entrar a un quirófano en su vida.
En otra cama en la misma habitación, está Gabriela Collinao, su mujer, que también recibió un impacto de bala en una de sus piernas. “Me quedaron restos adentro”, dice. Las tareas en el hogar las realizan ahora sus hijos mayores, de 14 y 17 años, quienes van a comprar al almacén y a pagar las cuentas. Ella se traslada a duras penas en una silla de escritorio para ir al baño y su hermano que vive cerca les trae la comida todos los días.
La familia se acaba de reunir por primera vez luego de una semana en la que César estuvo internado. La recuperación se demorará seis meses y no podrá trabajar en su oficio: la desabolladura de automóviles. Se viene tiempos difíciles. Herrera está planificando qué hacer, mientras asimila todo lo que ha pasado. “Pudimos haber muerto o haber matado a algunos de mis hijos. Además, voy a quedar cojo y teniendo tres hijos que mantener. Todo por culpa de un hueón cagado de la cabeza que va y dispara dejándonos así”, se lamenta.
A pocos metros de la casa de los Herrera, Javier, estudiante de enfermería, muestra las heridas en su cadera y su pierna. Las dos balas de 9 mm que recibió siguen alojadas en el interior de su cuerpo y lo más probable es que se queden allí por un buen rato. “Las balas solos las sacan en las películas de vaqueros”, le dijo un doctor en el hospital. Si se quedan aquí, dice, que al menos tengan algún sentido.
—Quiero que estas balas que tengo en el cuerpo valgan la pena y metan presos a estos pacos —reclama.
Junto a él está su amigo Luca Pineda: flaco, alto y de look punketa, estilo que no impide camuflar el miedo que aún mantiene tras el tiroteo. No ha podido dormir y los ruidos de balas, petardos y fuegos artificiales —los que son pan de cada día en su barrio de La Florida— lo hacen evocar el tiroteo donde una bala le rozó la mano.
Para Gonzalo Gómez la situación no es muy distinta. Debe desplazarse por su casa en una silla de ruedas que le prestó un vecino. En su celular, muestra una fotografía de su muslo abierto por el roce una bala que le dejó una cicatriz de 12 puntos de sutura.
El joven soldador, fanático de Colo-Colo, se encuentra terminando la enseñanza media en un 2 x 1. Hoy, en casa de su madre, reflexiona tras el tiroteo: “Estos dos carabineros de civil dispararon para matarnos. Si no hubiese sido así hubiesen disparado al aire, como para asustarnos, echarnos. Ellos nos querían matar”, reflexiona.
En el pasaje paralelo al de la casa de Gonzalo vive Ricardo Rubio, el asistente social que tocaba la trutruca el día de la manifestación. Rubio tiene una bala alojada en su canilla y aún no sabe si podrá volver a jugar a la pelota o incluso a caminar normalmente. “Yo espero que esta bala me la saquen, no sé si alguien puede vivir de forma digna con una bala dentro del cuerpo”, dice sentado en el living de su casa.
El dirigente de la Asamblea Santa Raquel, añade que no puede desprenderse de su profesión a la hora de reflexionar sobre los carabineros que lo atacaron a él y a otras once personas, entre ellos varios de sus amigos y compañeros de la asamblea territorial.
“Yo no creo que estas personas hayan tenido intención de ir a matarnos. Estoy convencido de que estaban conmemorando su día y se tomaron una botellas de whisky y quedaron raja de curados, llegando a un punto donde se sintieron amenazados por nosotros que estábamos manifestándonos en contra de su institución, la misma que les dio la oportunidad a ellos de ser alguien. Yo de verdad creo que estos gallos también son víctimas de la injusticia del sistema, o sea de la institución de Carabineros de Chile”.
Carolina Adasme, otra integrante de la asamblea Santa Raquel, fue otra de las más afectadas por la balacera. El proyectil que recibió ingresó por su espalda, rebotó en una de sus costillas y salió por la parte superior de su pecho. Su paleta y varias costillas están fracturadas, además de una leve perforación pulmonar. El impacto del proyectil, relata, estuvo a siete milímetros de causarle una herida mortal.
Carolina se mueve lento y pausado, jadea al respirar y no puede tomar a sus pequeños gemelos en brazos. A uno de ellos debieron enviarlo donde unos parientes en el campo, para que no la viera en ese estado. A su hijo mayor que alcanzó a ver algunas imágenes en los matinales, Carolina le explicó que recibió unos balazos de unas personas malas, pero omitió quienes eran realmente.
“He tratado de mantenerlo al margen, él no tiene por qué sentir odio”, recalca. Luego agrega: “¿Qué hubiera pasado si nosotros hubiéramos baleado a Carabineros? El Gobierno nos hubiera acusado de terroristas. A ellos en cambió no les pasó nada, pero lo que hicieron con nosotros, yo al menos lo veo como un acto terrorista, un acto de odio”, dice.
Para Diego López, amigo de Carolina, la situación también es delicada. El joven artesano y guitarrista estuvo a punto de perder uno de sus dedos. López se encuentra haciendo reposo en la casa de su hermana en el centro de Santiago.
—Lo único que quiero es recuperar la movilidad de la mano para poder seguir tocando guitarra y para no estar recordando esto toda la vida, porque me imagino que cada vez que me vea mano, si no la puedo ocupar, va a estar ese fantasma. Pero no quiero echarme a morir —recalca.
Tampoco Thiare Korner, la malabarista de 18 años que ni siquiera participaba de la manifestación cuando una bala le atravesó el muslo. A días del ataque, en su casa junto a su pololo y sus parientes, cuenta que es muy difícil “sacarse de la cabeza que intentaron matarnos”. “Más aún si se supone que es alguien de una institución que debe cuidarnos y resguardarnos. Me quedó marcada la bala, esto no es para la risa, creo que ellos son unos delincuentes”.
Para Nayareth y Jocelyn, las amigas que fueron juntas el 27 de abril, la vida también les ha cambiado. Pese a que una de las balas les dañó el muslo, Nayareth piensa que seguirá manifestándose una vez que se normalice la situación sanitaria.
Jocelyn tiene una bala alojada en una pierna y, a diferencia de su amiga, dice que no va a volver a salir a manifestarse por miedo a dejar a su pequeño hijo solo. Al igual que Carolina Adasme, ha preferido no contarle quiénes fueron los que la hirieron en el pie. “Solo le dije que tuve un accidente corriendo. No tiene para que saber esas cosas; después les va a tener miedo a los carabineros”, dice.
Para Juan Carlos, el fotógrafo aficionado que recibió un balazo en su glúteo, el recuerdo de la balacera siempre estará allí. Vive a escasas cuadras de la estación Trinidad y pasa casi todos los días por el lugar. Dice que no tiene odio, ni sed de venganza contra los culpables del tiroteo, pero qué si se los encuentra algún día, no se iría a las manos con ellos. Haría algo mucho más simple y directo. Los miraría a los ojos, dice, y les preguntaría: ¿Por qué lo hicieron?