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A la ley de la atracción
le falta algo

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Para que la ley de la atracción funcione, hay que pensar positivamente. Sin embargo, es difícil mantenerse positivo en todo momento. Cuando las cosas van mal, o no salen como esperamos, es difícil conservar el optimismo.

Aunque la mayoría de la gente me veía como una persona positiva, cuando había problemas, perdía por completo la perspectiva. La ira terminaba siempre dominándome. A veces, los acontecimientos externos me provocaban tanta rabia que quería destrozar todo lo que veía. A consecuencia de esto entraba en una espiral descendente. Mi estado de ánimo fluctuaba constantemente entre subidas y bajadas extremas. Como si fuera dos personas diferentes. Esta discordancia se reflejaba en mi vida. Pasaba por algunos períodos realmente buenos y luego por otros bastante malos. En las épocas malas me resultaba imposible ver nada positivo. Tendía a hundirme y a descargar mis frustraciones contra el mundo destrozando muebles, hablando groseramente a los demás y quejándome de lo terrible que era la vida.

Durante mi último año de universidad, sufrí un enorme revés en un proyecto grupal cuya puntuación constituía un elevado ­porcentaje de mi calificación final. Esto sucedió cuando los miembros de mi grupo se enfrentaron entre sí por desacuerdos en la contribución que cada uno hacía al proyecto. Intenté mantener el optimismo y esperaba que todo se arreglaría al final. Pero no fue así, al contrario, las cosas se complicaron mucho.

De repente tuve claro que la ley de la atracción no siempre funcionaba. Faltaban apenas unos meses para la graduación y mi grupo estaba completamente dividido, discutiendo constantemente sobre el papel y el esfuerzo de cada uno. La situación se nos había ido de las manos y se intercambiaban acusaciones duras; por desgracia, no había manera de arreglar el problema. Mi amigo Darryl y yo pensábamos que los demás estaban siendo muy injustos con nosotros, pero no podíamos hacer nada, solo trabajar diez veces más, con unos plazos de entrega inminentes aparentemente imposibles de cumplir, sobre todo teniendo en cuenta la carga de trabajo que teníamos. Estábamos convencidos de que íbamos a fracasar en las tareas asignadas y en los exámenes, por lo que no podríamos graduarnos. Era como si hubiéramos desperdiciado todo el tiempo que habíamos pasado en la universidad.

Fui a la universidad porque creía que debía hacerlo. Era lo que se suponía que tenías que hacer si querías un buen trabajo y una vida cómoda, algo que yo no había vivido durante mi infancia. Pero en el fondo no quería estar allí. No lo disfrutaba. Siempre supe que no terminaría en un trabajo tradicional. Lo estaba haciendo por mi madre más que nada. La había visto esforzarse toda su vida y quería demostrarle que no había sido en vano.

Ahora que estaba tan cerca de la meta, me lo iban a quitar todo. Solo pensaba en que iba a defraudar a mi madre y a mí mismo, y en que malgastaría todo el dinero en una licenciatura que no iba a conseguir. No había servido para nada. Me invadían los pensamientos negativos.

Le anuncié a mi madre que iba a dejar de estudiar, que no tenía ninguna razón para seguir. No me gustaba nada la universidad y lo que me estaba pasando era una injusticia. Como necesitaba un chivo expiatorio para mi rabia, le eché a mi madre la culpa de todo. Con buenas palabras trató de convencerme para que no tirara la toalla y lo hiciera lo mejor que pudiera, pero eso solo sirvió para que, dejándome arrastrar por la rabia, discutiera aún más con ella.

Estaba harto de problemas que no se acababan nunca y quería dejarlo todo atrás. No encontraba ninguna razón ni ningún propósito para vivir. Mi bajo estado de ánimo me trajo a la mente algunos de mis peores recuerdos, que solo añadieron más leña al fuego, convenciéndome de que mi vida no valía nada. ¿Qué sentido tenía soñar si nunca iba a poder hacer realidad mis sueños? Me convencí a mí mismo de que estaba viviendo una mentira y de que me había engañado creyéndome el cuento de que podía lograr grandes cosas.

En aquel momento me parecía evidente: esas grandes cosas no eran para mí. Así que busqué por Internet agencias de empleo y solicité varios trabajos que parecían bastante interesantes y bien remunerados, aunque no estaba cualificado para ellos. Pensé que si podía conseguir uno, no parecería un completo fracasado y al menos tendría algo de dinero para ayudar a mi familia con sus deudas, cuentas y gastos, como los de las bodas de mis hermanas. En mis cartas de presentación, les expliqué que, pese a que no estaba cualificado, sería el empleado perfecto. Nadie me respondió.

En el fondo, sabía que no podía dejar la universidad después de haber llegado tan lejos. Había gastado mucha energía tratando de encontrar una salida al problema, pero ahora era el momento de enfrentarme a lo que había que hacer y esperar lo mejor.

Pero antes tenía que asistir a la boda de mi hermana mayor. Esto añadía más presión aún: significaba que tendría que entregar la tarea antes que nadie y tomarme un descanso de la universidad solo dos meses antes de mis plazos finales, lo que me retrasaría aún más. Le insistí a mi familia en que me era imposible asistir a la boda, aun sabiendo que me arrepentiría siempre de haberme ­perdido un acontecimiento tan importante. Terminé yendo, aunque a regañadientes.

Y en cuanto llegué allí, sucedió algo inesperado. Me sentí tranquilo y relajado. La boda se celebró en Goa (India) y fue maravillosa. Todos resplandecían de felicidad y amor por mi hermana y su nuevo esposo. La verdad es que en aquel momento no me estaba esforzando por ser positivo. Me sentía cómodo estando deprimido y compadeciéndome de mí mismo, y quería que los demás también sintieran pena por mí. Pero ese nuevo ambiente provocó un cambio muy oportuno en mí. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía agradecido.

Siempre recordaré la boda de mi hermana. Y lo mucho que me enseñó sobre cómo funciona el universo.

Cuando regresé, ese sentimiento positivo permanecía conmigo. Me sentía bien, y me tomaba con mucha calma el caos que había a mi alrededor. Y fue esa firmeza recién recuperada lo que me motivó a hacer lo que tenía que hacer.

Me creé una tabla de calificaciones que mostraba la nota final que iba a recibir cuando me entregaran el título. Cada día me quedaba contemplándola durante unos minutos y fingía que aquellas impresionantes notas eran auténticas. No creía del todo que fuera a lograrlo; era solo un deseo. Sin embargo, sí creía que lo iba a hacer bien.

Decidí ir a la biblioteca todos los días, y pasarme horas allí. Le dediqué a la tarea del grupo la enorme cantidad de trabajo extra que hacía falta para completarla, y algunas horas más. Durante los descansos charlaba con personas positivas que me hacían sentir bien conmigo mismo.

Una de ellas era la mujer de la que me enamoraría de por vida.

Cuando llegó el momento de los exámenes, entregar las tareas y hacer las presentaciones del último año, estaba seguro de que había hecho lo suficiente. Al final no saqué las notas que tenía en esa tabla de calificaciones que me había creado, pero aprobé ­cómodamente. Y, para mi sorpresa, superé uno de los exámenes más difíciles del curso.

Seguí teniendo éxitos similares con la ley de la atracción. Pero, en líneas generales, unas veces funcionaba y otras no. Sabía que faltaba algo. Cuando supe lo que era, empecé a tener éxito de manera más constante. Lo probé con otros para ver si también se beneficiaban de mi descubrimiento, y así fue. De hecho, muchos consiguieron hacer cosas que antes les parecían imposibles.

No todo lo que he querido se ha manifestado. Normalmente, por suerte. En muchas ocasiones he creído que quería y necesitaba algo, pero por motivos totalmente absurdos. Con el paso de los años he ido ganando claridad y he suspirado con alivio por no haber conseguido lo que creía que me correspondía. A menudo, no consigo lo que quiero y más tarde descubro que lo que he obtenido es todavía mejor.

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