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1 LOS SOFISTAS Y SÓCRATES. LAS PRIMERAS PREGUNTAS
ОглавлениеLa reflexión sobre la moral empieza propiamente con los sofistas que protagonizan los diálogos socráticos de Platón. Estamos en el siglo V a.C., la época del máximo esplendor de Atenas, esplendor no sólo político y económico, sino cultural. Una época gloriosa para la sociedad, la literatura, el arte y la filosofía. En ella vivieron Pericles, Fidias, Sófocles, Anaxágoras y los grandes sofistas: Protágoras, Pródico, Hipias, Gorgias y, finalmente, Sócrates. Dice Hegel que «los sofistas fueron los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura». De ahí que la sofística se haya vinculado con la Ilustración griega, con el afán de acudir a la razón para resolver las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana. Los libros de filosofía explican que ésta significa el paso del mito al lógos, de la explicación mágica y fantasiosa a la argumentación racional. De hecho, sin embargo, el mito no desaparece, los filósofos siguen acudiendo a la mitología para argumentar sus teorías y hacer más viva su enseñanza. Lo que ocurre es que la explicación mítica se utiliza ahora sólo como recurso, el recurso a la ficción para exponer una idea, pues, por sí solo, el mito ya es insuficiente para responder a los grandes interrogantes. Como son insuficientes los oráculos, porque hace falta no sólo tener unas máximas o guías de conducta, sino también inquirir en el porqué de las costumbres y en la razón de ser de las leyes. Hay que «estrujarse» la mente, pensar, extraer del lenguaje todo el potencial que atesora para plantear preguntas y persuadir de la verdad de los valores que se van descubriendo. Ya no es legítimo aceptar dócilmente lo que viene dado, hay que discutirlo y enmendarlo si es preciso. En una palabra, lo que la filosofía pretende es hacer hombres cultos, que significa hombres críticos y reflexivos, no complacientes sin más con la realidad.
La filosofía llevaba ya más de un siglo de andadura, con los filósofos presocráticos. El pensamiento reflexivo tenía ya un notable desarrollo. Pero el tema de los presocráticos había sido sobre todo la naturaleza y sólo excepcionalmente el ser humano o la sociedad. El giro hacia la práctica lo dan los sofistas. Cultivan la retórica y se autodenominan «maestros de virtud», porque enseñan el saber moral como un saber útil que puede ayudar a los hombres a vivir bien y a tener éxito en el gobierno de la ciudad. En la transmisión de ese saber es fundamental el dominio del lenguaje; de ahí el fervor por la elocuencia y las figuras de la retórica.
La sofística tuvo mala prensa porque no todos los sofistas fueron honrados, también los hubo manipuladores y sin escrúpulos. Platón se encargó de denigrarlos a todos por igual, concienzudamente, presentándolos en continua polémica con Sócrates, quien, pese a mantener una posición ambivalente frente a la sofística, siempre acababa saliendo el más airoso de la contienda. La autoadjudicación del nombre de «sabios» (sofistai), y no modestos «amantes de la sabiduría» (philosophoi), junto al oficio de maestros de virtud a cambio de unos estipendios, al parecer no siempre módicos, les acarreó la reputación de mercaderes del conocimiento y, peor aún, de algo tan etéreo y discutible como el conocimiento moral. Más aún cuando esos sabios que pretendían enseñar la virtud hacían gala de un escepticismo que sólo producía desconcierto y teñía el conocimiento moral de un relativismo que provocaba en los interlocutores más dudas que certezas. Todo muy propio de un pensamiento ilustrado —lo sabemos hoy—, pero difícil de asimilar como tal en su momento. Los sofistas supieron aprovecharse de una sociedad en la que la religión no era un vehículo de cultura, no contenía enseñanza alguna, no había una clase sacerdotal administradora de unos libros sagrados que cerraran el paso a la reflexión personal. Era, además, una sociedad que acababa de inventarse la democracia, donde todos los hombres libres tenían derecho a hablar, a cultivar el conocimiento y a participar activamente en el gobierno de la ciudad. Una sociedad, finalmente, en la que se notaba la influencia de las invasiones persas, el incremento del comercio y de los viajes que enfrentaba a la gente con diferentes culturas poniendo de manifiesto que lo que era bueno en Persia no lo era en Atenas y lo que valía en Egipto no valía en Megara. Muchos fueron los factores que propiciaron el vuelco intelectual que se produce con los sofistas y que pone en primer lugar al hombre como objeto de reflexión, y a la palabra como instrumento de persuasión.
SER BUENO, SER EL MEJOR, SER VIRTUOSO
Agathós («bueno») es el concepto ético por antonomasia. La ética es la reflexión sobre lo bueno, sobre la mejor manera de vivir, lo que hoy llamamos «excelencia» y los griegos llamaron areté («virtud»). En sus orígenes, la ética es el pensamiento sobre la vida excelente o vida virtuosa.
Muchos libros de ética empiezan refiriéndose a los poemas homéricos como el lugar donde encontramos los primeros ejemplos de virtud o de vida buena. Sin duda, el mundo que relata Homero poseía ya un éthos, una manera de ser moral. Lo que no había entonces era filosofía, reflexión sobre la moral. No había preguntas ni dudas sobre si los héroes de la Ilíada merecían ser reconocidos como «los mejores» (aristoi), cuando la medida de la virtud era el valor que se mostraba, mejor que en ningún otro escenario, en la guerra. Nadie lo dudaba, porque la guerra era la situación natural del hombre: como había dicho Heráclito, la guerra es «el padre de todas las cosas».
Pero lo que determinaba el significado de lo bueno no era sólo la realidad incuestionada de la guerra. Es que ser bueno o no poder llegar a serlo era algo que derivaba de la naturaleza de cada uno en una época en la que no se discutía la existencia de una aristocracia natural. Era aristós —«el mejor»— el que nacía para serlo, no el que se lo proponía, entre otras razones porque nadie que no tuviera un origen singular podía proponerse mejorar. La excelencia y la virtud, en consecuencia, eran patrimonio de unos pocos, las castas más nobles, de las que salían los guerreros. La virtud fundamental era el valor, entendido, por supuesto, como valor físico, capacidad de vencer en el combate. Una virtud eminentemente masculina, como no podía ser de otra manera. Ser bueno era, así, ser útil y listo (para la guerra), ser valiente, ser astuto y tener éxito en los combates. Decir de alguien que era agathós no era hacer un juicio moral, sino describir una posición social y unas capacidades personales unidas a la buena fortuna. Como lo era también llamar a alguien kakós, «malo», a saber, de origen humilde y bajo. Dice Héctor en la Ilíada: «¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!».1 Lo que uno es capaz de hacer, en virtud de una condición social que le ha tocado en suerte y no ha elegido, es lo que le depara lo más alto a lo que uno pueda aspirar: la memoria y el reconocimiento social.
La restrictiva identificación del agathós con el guerrero y el valiente marca una pauta que estará siempre presente en el significado de la moralidad. Con una diferencia: ese valor que, en principio, es físico y tiene que ver con la fuerza, con la agresividad y con la formación técnica del guerrero, se convertirá más adelante en valor psíquico, capacidad de autodominio, valor como esfuerzo para vencer los deseos y las pasiones inconvenientes con vistas a la excelencia a la que hay que aspirar. Por otra parte, la equiparación del mejor con el héroe soslaya una de las cuestiones más discutidas luego por los filósofos del período socrático: si la virtud es una o múltiple. Dicho de forma más simple: si poseer una virtud implica poseerlas todas, pues, de entrada, se hace difícil aceptar que el valiente, sólo por serlo, sea a la vez el compendio de todas las virtudes. Pero el mundo homérico reduce todas las virtudes a una sola, y ser bueno significa estar en posesión de todas las cualidades valoradas en la sociedad griega: coraje bélico y habilidad en la guerra, así como éxito en la misma.2
El éthos homérico es muy simple. Es dudoso que a los personajes homéricos se les pueda atribuir algo parecido a la responsabilidad. Desempeñan la función que el destino les ha otorgado: el rey, la función de gobernar; el padre de familia, la de proteger a los suyos, y la mujer, la de ser discreta, casta y fiel. En ningún caso puede hablarse propiamente de un agente moral que decide qué debe hacer, porque uno vive condicionado por su suerte al nacer, una suerte imposible de cambiar. Un hijo sordo o mudo no es un hijo real, dice Heródoto. Si un ciudadano maltrata a una anciana o a un niño, hay que recriminarle su cobardía o su arrogancia, no que no otorgue el respeto y la consideración debidos a las ancianas y a los niños. De ahí que no se pueda hablar de responsabilidad, porque no la hay si uno hace lo que le corresponde, no lo que elige. Lo que hay que saber es la función que compete a cada uno y adecuar el carácter a la misma. Esa fijación de los roles de cada uno, reconocidos como tales por la sociedad, ha llevado a entender la cultura homérica como una típica «cultura de la vergüenza», en contraposición a la «cultura de la culpa», posterior, más elaborada y donde sí entrará en juego la responsabilidad individual.3 El héroe griego busca, por encima de cualquier otra cosa, el reconocimiento social, el aplauso de los demás cuando cumple su cometido a la perfección.
PROTÁGORAS: EL ORIGEN DE LA MORALIDAD
La sofística viene a subvertir todas esas nociones cuyo significado había sido fijado por una ley natural incuestionable que colocaba a cada uno en su lugar, e introduce escepticismo y relativismo en el pensamiento. Los sofistas tuvieron donde aprender porque, como se ha dicho hace un momento, las guerras, las colonizaciones y el comercio llevaban a cuestionar la rigidez de los conceptos. Con la acuñación de la moneda, Teognis observa la confusión que se vierte sobre lo que debe ser considerado bueno y virtuoso: «Para la mayoría de los hombres, sólo hay una virtud: ser rico». Por su parte, Tucídides y Hesíodo escriben textos memorables sobre la evolución del lenguaje y la transformación del significado de las palabras por causa de los acontecimientos y la mezcla de culturas. Tucídides registra la corrupción del lenguaje a raíz de la revolución de Corfú con estas palabras profusamente recordadas durante milenios:
El significado de las palabras ya no tiene la misma relación con las cosas [...] El obrar temerariamente es considerado valor leal; la espera prudente, cobardía; la moderación es el disfraz de la debilidad; saberlo todo es no hacer nada.4
En Los trabajos y los días, también Teognis lamenta no poder seguir llamando «justos» a quienes lo son de verdad porque «es malo ser justo si el injusto logra convertirse en el mejor». Los sofistas buscan una salida al desconcierto moral, y lo hacen planteando una pregunta que va a dar filosóficamente mucho juego: ¿las leyes morales son phýsis o nómos?, ¿son naturales o convencionales?
Los dos sofistas más conocidos y respetados en su época, Protágoras y Gorgias, hicieron gala de la relatividad de cualquier forma de conocimiento así como del poder del lenguaje para justificar cualquier opinión o punto de vista. Protágoras (c. 485 a.C.-c. 411 a.C.) era originario de Abdera y viajó por toda Grecia difundiendo sus enseñanzas. Según Diógenes Laercio, su tratado de retórica y dialéctica se proponía mostrar que cualquier tesis podía defenderse si el argumento era hábil. Todo lo que los sofistas enseñaban pertenecía al ámbito de la dóxa, de la opinión, y no de la verdad: «Cuando sopla el viento, unos tiemblan y otros no; no podemos, pues, afirmar que este viento sea en sí mismo frío». Con respecto a la religión, no dudó en declararse agnóstico con la sentencia, harto conocida: «Acerca de los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida del hombre». Pero la afirmación que sintetiza el escepticismo y el carácter convencional que reviste el conocimiento, la sentencia que ha hecho famoso a Protágoras, es la tantas veces citada: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes».5
Es una sentencia equívoca, que ha merecido numerosas interpretaciones y comentarios y que, se entienda como se entienda, resulta crucial para el giro que está emprendiendo la ética. ¿Quién es «el hombre» que se proclama como la medida de todas las cosas? ¿Es el hombre genérico —la humanidad— o el individuo, con sus intereses y pasiones particulares? Seguramente, más el segundo que el primero, pues, como explicó Hegel, con los sofistas, el protagonismo del pensamiento lo tiene la conciencia, otro signo de que estamos ante un pensar ilustrado. Es el punto de vista del que habla el que determina qué es cada cosa. Más aún cuando de lo que se habla no es de entes naturales que pueden ser verificados, sino de símbolos y valores, como la justicia o el pudor. En el diálogo platónico dedicado a Protágoras se encuentra un texto fundacional para la ética: aquel en el que el sofista trata de convencer a Sócrates de la convencionalidad de la política y la moral echando mano de un mito de todos conocido, el mito de Prometeo.
En la versión que da Protágoras, el relato es, más o menos, como sigue. Una vez que Zeus creara la tierra y la poblara de seres vivientes, se dio cuenta de que éstos necesitaban recursos varios para defenderse de las adversidades y poder sobrevivir. A tal fin envió a Epimeteo a la tierra para que dotara a las distintas especies de lo más apropiado en cada caso para desenvolverse. Pero Epimeteo no era muy listo y calculó mal el reparto de los dones de que disponía, de forma que agotó todos los recursos en los animales y dejó al hombre desnudo y desprotegido. Es entonces cuando Zeus envía a Prometeo a la tierra para que otorgue al hombre un elemento imprescindible: el fuego. Prometeo así lo hace y los humanos adquieren las habilidades necesarias para protegerse del frío, defenderse de los animales, procurarse la alimentación que el cuerpo requiere. Con el fuego, el hombre adquiere la técnica para sobrevivir. Pero la técnica se muestra en seguida insuficiente: al hombre le falta algo más, le falta el sentido de la convivencia. Zeus observa alarmado que los hombres se pelean y amenazan con destruirse unos a otros. Para evitarlo, recurre a Hermes y lo envía también a la tierra con un mandato: que distribuya entre los humanos «el sentido moral y la justicia» (aidós y diké). Ante la pregunta de Hermes en busca de precisión: ¿cómo debo hacer el reparto? ¿Debo dar ambas virtudes a todos por igual o las virtudes morales se reparten como están repartidos los conocimientos: unos son médicos; otros, agricultores; otros, militares? La respuesta de Zeus, en el relato platónico, es inequívoca:
A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.6
Son muchas las ideas y los interrogantes que plantea la disquisición del sofista Protágoras. La primera es que los humanos se constituyen como tales bajo un determinado orden social. Antes de que exista este orden, se presupone un hombre natural, presocial, un estado de naturaleza, que debe ser corregido para bien de la humanidad. Hay aquí el germen de lo que luego se llamará «contrato social»: el constructo racional, la hipótesis por la que nos explicamos el porqué de las leyes y el Estado, así como la obligación de someternos a ellas. La idea de contrato justifica la necesidad de las convenciones morales y políticas para vivir en la ciudad, ya que sin ellas la estabilidad se destruye y todo está en peligro de desmoronarse. Esas convenciones morales imprescindibles vienen resumidas en el mito por las dos virtudes mencionadas: aidós y diké. Pero, a diferencia de las leyes de la naturaleza, que son physei, las leyes políticas y las normas morales son nómos, convenciones, en definitiva, opinables, que caen en el ámbito de la dóxa. Lo que no obsta para señalar que la naturaleza crea una familiaridad entre los semejantes, existe una cierta igualdad natural que permite aspirar a una moralidad común. La idea la expresa muy bien Hipias, cuando tercia en la discusión entre Protágoras y Sócrates incitándolos a un entendimiento mutuo:
Amigos presentes, considero yo que vosotros sois parientes y familiares y ciudadanos, todos, por naturaleza, no por convención legal. Pues lo semejante es pariente de su semejante por naturaleza. Pero la ley, que es el tirano de los hombres, les fuerza a muchas cosas en contra de lo natural. Para nosotros, pues, sería vergonzoso conocer la naturaleza de las cosas, siendo los más sabios de los griegos y estando, por tal motivo, congregados ahora en el pritaneo mismo de la sabiduría de Grecia, y en esta casa, la más grande y próspera de esta ciudad, y no mostrar, en cambio, nada digno de tal reputación, sino enfrentarnos unos a otros como hombres vulgarísimos. Así que yo os suplico y aconsejo, Protágoras y Sócrates, que hagáis un pacto coincidiendo uno y otro en el punto medio, a instancias nuestras, como si nosotros fuéramos una especie de árbitros.7
El segundo interrogante que plantea el mito de Prometeo como explicación del origen de la moralidad entre los hombres es la universalidad de los valores morales. Zeus le ordena a Hermes que no exceptúe a nadie en el reparto de las virtudes, pues la virtud deben adquirirla todos por igual si pretenden formar parte de la ciudad y ser incluso reconocidos como humanos. ¿Cómo se compagina esta teoría con la tesis de Protágoras de que «el hombre es la medida de todas las cosas»? ¿Es la medida también de la moralidad? Sería lo más lógico si, además, hemos aceptado que la moral no es «natural», sino convencional, fruto de un contrato o de un pacto, en este caso, con los dioses. Estamos ante otro de los temas inagotables de la filosofía moral: ¿los valores morales son universales o son valores culturales? En nuestros días, seguimos sin tener una respuesta unívoca y a gusto de todos para tal pregunta. No obstante, lo que se desprende del Protágoras parece claro: las bases de la moral son universales, pues se reducen a esas dos virtudes —sentido moral y justicia—, que todos deben adquirir. Ello no obsta para que, al adquirirlas y desarrollarlas, se interpreten de forma diversa, de acuerdo con las peculiaridades de los tiempos y los lugares. Estamos ante una cuestión altamente ilustrada: la de la igualdad básica de los seres humanos y los límites de la misma. ¿Hasta dónde es posible hacer concesiones a lo cultural sin que se resienta la igualdad de todos los humanos? ¿Cómo hacer compatibles y no contrarias la universalidad que se le supone al sentido moral y la relatividad de las costumbres? ¿Cómo hacer que podamos seguir dándole un sentido unívoco a la justicia, como reclamaba Teognis? Protágoras expresa ya ese problema y parece resolverlo apelando a una convencionalidad con un fundamento universal, un cierto oxímoron, sin duda, que sólo refleja las contradicciones de la propia condición humana.
Pero lo nuevo ahora, con vistas a lo que fue el éthos homérico, tan anclado en la posición social de cada uno, es el empeño en distinguir lo físico y natural de lo que es obra de los humanos. La base de la convencionalidad del nómos es ese escepticismo gnoseológico del que parte y a la vez trata de liberarse la buena filosofía. Gorgias (485 a.C.-380 a.C.), coetáneo de Protágoras, oriundo de Sicilia, expresa aún con más desenfado la tesis escéptica en un escrito titulado Acerca del no ser, y que dice así: «No existe nada. Si algo existiese, no podríamos conocerlo. Si existiese algo cognoscible, sería indemostrable a los demás». Pero a Gorgias lo que de veras le interesa es el arte de la retórica, la capacidad de persuasión que tienen el lenguaje y los buenos argumentos. En eso es un maestro, y su tesis sobre el no ser sólo busca atacar las supuestas verdades filosóficas poniendo de relieve las aporías que contienen.
Gracias a esa ruptura con la fijación natural de las leyes, gracias sobre todo al contexto democrático establecido en Atenas, en virtud de las reformas políticas y administrativas llevadas a cabo por grandes estadistas como Solón y Clístenes, los argumentos de Protágoras aportan una perspectiva nueva e insólita para una sociedad estamental como la reflejada en la literatura homérica. Con la idea de un pacto moral entre los humanos para convivir en la ciudad, se afianza la igualdad, la igual competencia política de todos los ciudadanos. Hay que decir «ciudadanos» ya que, como es sabido, no todos los habitantes de la pólis tenían derecho a serlo. La mayoría quedaba fuera de esa condición, y harían falta muchos siglos de desarrollo moral y político para corregir la aberración ética de que los esclavos, las mujeres, los trabajadores no estuvieran en condiciones de adquirir las virtudes propias del ciudadano libre. No obstante, algo se ha avanzado: la virtud ya no es patrimonio de los que por naturaleza son nobles y pueden llegar a héroes, sino algo que todos —todos los ciudadanos— pueden adquirir si se esfuerzan en ello. Hermes reparte el sentido de la moralidad y la justicia, pero ese sentido hay que seguir cultivándolo para que produzca efecto y forme el carácter. La moral no es innata, no viene dada, sino que exige voluntad y esfuerzo. Por eso hay que vincularla a la paideia, a la educación.
¿LA MORAL SE PUEDE ENSEÑAR?
La tercera pregunta, de hecho, la pregunta que abre la discusión planteada en el Protágoras es ésta: ¿es posible enseñar la virtud? Los sofistas son oficialmente «maestros de virtud», su oficio consiste en ir por las ciudades enseñando retórica como el mejor instrumento para dirimir las cuestiones teóricas y prácticas que preocupan a los humanos. Al comienzo del diálogo que estamos analizando, Sócrates acude a casa de Protágoras, donde lo encuentra acompañado de sofistas «paseándose y cautivando a quienes lo escuchan, como Orfeo, con la música de sus palabras». Le confiesa que Hipócrates, que lo acompaña, desea apuntarse a su magisterio, pues quiere llegar a ser «ilustre en la ciudad», por lo que Protágoras se siente halagado y no duda en dar buena cuenta del arte que cultiva. Desafiando a las malas lenguas que, por temor o por envidia, recelan de la sofística, Protágoras no duda en mostrar sus cartas: «Soy un sofista y me propongo instruir el espíritu de los hombres»:
Yo, desde luego, afirmo que el arte de los sofistas es antiguo, si bien los que lo manejaban entre los varones de antaño, temerosos de los rencores que suscita, se fabricaron un disfraz y lo ocultaron, los unos con la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides, y otros, en cambio, con ritos religiosos y oráculos, como los discípulos de Orfeo y Museo. Algunos otros, como Ico el Tarentino y el que ahora es un sofista no inferior a ninguno, Heródico de Selimbria, en otros tiempos ciudadano de Megara. Y con la música hizo su disfraz vuestro Agatocles, que era un gran sofista, y, asimismo, Pitoclides de Ceos, y otros muchos.8
Así pues, los sofistas trasladan al pensamiento y a la argumentación lo que antes y de otra forma hicieran la poesía, la música, incluso la gimnasia: el cultivo del espíritu o la educación de los jóvenes. Pero eso es lo que Sócrates empezará de inmediato a cuestionarle, una vez hechas las presentaciones oportunas. Con la ironía que le es propia y que convertirá en su manera de filosofar, no duda en salir al paso de la autocomplacencia del sofista con esta frase: «¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras, si es que lo tienes dominado! Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable, y, al decirlo tú ahora, no sé cómo desconfiar». El dardo está en el aire y contiene un cúmulo de dudas no por inexplícitas menos adivinables: ¿no peca de arrogante quien se atribuye el título de «maestro de virtud»? ¿Quién posee el saber suficiente para poder enseñar a comportarse adecuadamente? Es más, ¿no es contradictorio con el escepticismo y el relativismo de la sofística el erigirse en maestro de moral en cualquier lugar en el que uno se encuentre? ¿Cómo un originario de Abdera —Protágoras— se atreve a decirles a los atenienses cuáles deben ser sus virtudes y si deben o no cumplir sus leyes si al mismo tiempo se hace profesión de relativismo?
Precisamente, el mito de Prometeo es el recurso con el que Protágoras pretende acabar convenciendo a Sócrates y al resto de los contertulios del valor y la viabilidad del cometido al que se ha entregado. La virtud es enseñable y debe haber maestros que lo hagan, porque así se desprende del mandato de Zeus a Hermes: todos los ciudadanos deben adquirir la virtud porque, de no hacerlo, no podrán seguir viviendo en la ciudad. Pero Sócrates no está tan convencido. Por una parte, si todos deben poseer esas virtudes, ¿por qué unos pocos deben considerarse más excelentes que el resto en el conocimiento de la virtud? ¿Quién los ha hecho expertos en moral? En lo que a la virtud concierne, ¿no debería estar en condiciones de opinar cualquiera?
La tesis de Protágoras, en principio, es inequívoca: en efecto, todos deben conocer y practicar la justicia, pues ésa es la virtud fundamental, pero es un hecho que no todos lo hacen, y a ésos hay que enseñarles y castigarlos a fin de que acaben haciendo lo que deben. Es curioso —apostilla Protágoras— que «los hombres de bien enseñan las demás cosas a sus hijos, pero ésta no, observa qué extrañas resultan las personas de bien». La observación nos suena todavía hoy: de la enseñanza de la moral nadie quiere hacerse cargo; no obstante, tiene que haber alguien encargado de esa misión imprescindible para la comunidad. Pero volvamos al diálogo platónico. La discusión es larga y, como siempre, se pierde en menudencias que parecen apartarnos del tema esencial que, sin embargo, se recupera al final del diálogo. Sócrates ha ido derivando hacia la tesis de que la virtud es una ciencia, ya que el virtuoso —el justo, el decente— lo es porque conoce qué es la justicia. No discute que la virtud pueda aprenderse, sino que deba haber maestros que la enseñen. Porque, a su juicio, el conocimiento de la virtud, en realidad, ya está en nosotros. La teoría de que la virtud es conocimiento es una de las teorías socráticas más firmes... y más falsas, lo veremos luego. Contra esa idea, Protágoras se niega a considerar que la virtud sea una ciencia, que pueda ser conocida como las demás ciencias, pues tal afirmación se contradice con lo esencial de la sofística. Por tales derroteros se ha llegado a una conclusión paradójica: si la virtud es ciencia (o conocimiento) —tesis de Sócrates—, será enseñable, como lo es cualquier ciencia; si la virtud no es ciencia —tesis de Protágoras—, difícilmente podrá enseñarla nadie. El propio Sócrates se recrimina con asombro el absurdo al que han llegado con su prolija discusión.
Como ocurre con todos los diálogos de Platón, éste acaba sin conclusiones, abierto a que el debate continúe otro día: «Otra vez, si quieres, nos ocuparemos de eso», dice un resignado Protágoras al despedirse. Se ha seguido discutiendo, en efecto, pero ni Sócrates ni Platón ni nadie hasta hoy ha dado en la clave de lo que debe ser la enseñanza de la moral. En el siglo XXI nos lo seguimos preguntando.
LA VIRTUD ES CONOCIMIENTO
Sócrates, sin embargo, tiene la respuesta. Su tesis es que el conocimiento de la virtud es posible y que quien llega a conocerla la practica, mientras que el no virtuoso actúa mal por ignorancia. Es curioso que sea precisamente Sócrates quien defienda con total convicción la teoría de que basta conocer el bien para ser buena persona. Es curioso que lo diga el filósofo que, a su vez, detesta la arrogancia del sabio y hace reiterada profesión de ignorancia, reaccionando contra quienes le proclaman sabio con la célebre respuesta: «Sólo sé que no sé nada». Pero es que hay que entender en qué consiste «conocer» para Sócrates.
Siendo en principio uno de los sofistas, Sócrates se distanciaba de la sofística, en primer lugar, porque no cobraba por sus enseñanzas. Pero, sobre todo, le separaba de ellos una actitud modesta por la que hacía gala no sólo de no ser sabio, sino de aprender de los demás, de buscar el saber en lugar de ofrecerlo, y de buscarlo a través del diálogo y, muy especialmente, de la reflexión sobre uno mismo o del autoconocimiento. Como es sabido, Sócrates fue ágrafo, no escribió ningún libro. Conocemos sus ideas a través de lo que sus contemporáneos han contado de ellas. Unos, como Platón o Jenofonte, lo elevaron al pedestal de los grandes filósofos; otros, como Aristófanes en Las nubes, lo retrataron como un auténtico sofista en el sentido más peyorativo del término. Es difícil hacerse una idea cabal de cuál fue exactamente el pensamiento de Sócrates sin confundirlo con el de quienes se dispusieron a reproducirlo o a criticarlo. Sabemos que nació en Atenas, hacia el 470 a.C., donde vivió el esplendor y la decadencia de la ciudad, con la guerra del Peloponeso y el gobierno de los Treinta Tiranos. Dijera lo que dijera sobre sí mismo, era considerado un maestro que frecuentaba los gimnasios y estaba dispuesto a discutir de cualquier tema con el primero que le saliera al paso. Se definía a sí mismo como el aguijón del tábano que se clava en la piel y no deja tranquilo. La vida hay que examinarla, de lo contrario no merece ser vivida, una sentencia que repetía y que se aplicó a sí mismo con la esperanza de que los demás siguieran su ejemplo.
Las cuestiones éticas que preocupan a Sócrates son las mismas sobre las que reflexionan los sofistas. Pero él las aborda con otro método, el de las preguntas desconcertantes, con el fin de poner en evidencia la ignorancia de sus interlocutores haciendo ver que nadie sabe en el fondo lo que cree saber. Lo hace con ironía, como hemos visto en el encuentro con Protágoras citado hace un momento. Al sofista seguro de sí mismo, que se dispone a disertar sobre la enseñanza de la virtud, Sócrates le corta nada más empezar: «¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras, si es que lo tienes dominado! Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable, y, al decirlo tú ahora, no sé cómo desconfiar». Sin abandonar la adulación, marca la distancia y lo lleva a su terreno, que es el de la perplejidad, el cuestionamiento y la duda. Es lo mismo que hará al comienzo de la República, cuando se promete una disertación sobre la justicia. ¿Es que alguien sabe qué es la justicia? Sólo el intento de definirla ocupará todo el diálogo. Intento que acabará sin éxito, con meras aproximaciones a la definición buscada, porque el objetivo del filósofo no es buscar respuestas, sino mostrar que el otro las desconoce y que el conocimiento es algo muy complejo.
El método propiamente socrático, el que nos explica cómo entiende el conocimiento, es la mayéutica que, según nos dice, aprendió de su madre, que era comadrona. Si la comadrona ayuda a alumbrar niños, el filósofo debe ayudar a alumbrar pensamientos para llegar a ideas generales a partir de los casos particulares. Y sin temer las aporías, contradicciones o paradojas, pues la misión de la filosofía es producir dudas y confusión, no partir de la claridad, porque lo que está claro no necesita reflexión alguna. A través del diálogo con los que inquieren y se interesan por lo mismo que nosotros, sin dejar de hacer preguntas y de sugerir respuestas, nos acercamos a la verdad. Pensar, razonar es más una búsqueda que otra cosa. Sócrates no pretende definir nada ni dar por concluida ninguna discusión, con lo que da a entender que, si la virtud es conocimiento, éste nunca se alcanza del todo, es un proceso que no acaba, que es inagotable sobre todo en las discusiones filosóficas.
Lo que no comparte Sócrates es la complacencia con la dóxa que muestran los sofistas. Por eso no basta con dominar la retórica, que es una técnica, porque hay que aspirar a la epistéme, a encontrar la verdad, aunque no se alcance. El conocimiento moral requiere una búsqueda común, la que propicia el diálogo, pero sobre todo requiere el esfuerzo del «conócete a ti mismo», el camino para conocer el bien del alma por encima de los bienes corporales. Así se logra la excelencia del ser humano. Sócrates se sitúa en las antípodas de Protágoras sobre la enseñanza de la virtud porque está convencido de que ésta no viene de fuera, no la enseña ningún maestro, sino que la encuentra cada cual en sí mismo, en su propio espíritu, en lo que Sócrates denomina el dáimôn, el demonio interior. A diferencia de lo que ocurre con los saberes técnicos, uno aprende a ser zapatero, a tocar la flauta, a ser atleta, pero no aprende nunca del todo a ser buena persona. Es un conocimiento que se adquiere por autorreflexión y ésta sólo finaliza cuando acaba la propia vida.
La muerte de Sócrates es el mejor ejemplo de su concepción del conocimiento moral. El individualismo y la independencia de Sócrates incomodan al Estado ateniense, que lo acusa formalmente de no honrar a los dioses patrios y de pervertir a la juventud. Lo condenan a muerte y Sócrates acepta la condena, porque, según dice, el dáimôn le inspira la aceptación de esa decisión final. Antepone la obediencia a la ley a la defensa de sus convicciones, no porque no esté seguro de ellas o porque no crea que sus acusadores se equivocan y levantan contra él falsos testimonios, sino porque cree que la autoridad de la ley está por encima de las creencias de cualquier ciudadano. En el diálogo que mantiene en la prisión con su amigo Critón, quien trata de convencerlo de que eluda la ley, tenemos una excelente muestra del examen al que se debe el filósofo.9 Pone en boca de «las leyes» la defensa de sí mismas, que él, como buen ciudadano, cree que debe hacer suya. «Hay que permanecer fiel a las sentencias que dicta la ciudad» por injustas que parezcan, porque desobedecerlas es ir contra la voluntad de la ciudad a la que uno pertenece. Vivir como ciudadano es obedecer las leyes o utilizar la persuasión para que cambien si las consideramos equivocadas.
La determinación de Sócrates pone de relieve su valentía ante la muerte, que no hay razones para el miedo, y el deber cívico de respetar la sentencia. No acepta las acusaciones y asegura que su muerte será un escándalo para la democracia, una muestra de lo lejana que está la justicia real del ideal: «Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos».10 En definitiva, no son las leyes las que lo condenan, sino los hombres que las hacen. Ante la debilidad y la contingencia de la democracia, se percibe el valor de la filosofía. Lo dice muy bien un notable helenista: «¿Qué mejor acicate podía legar el filósofo a sus discípulos que el mostrarles cómo un jurado democrático decidía, por votación, el aniquilamiento de un hombre justo que, fundamentalmente, había querido ser una llamada a la reflexión sobre la vida auténtica? Desde este punto de vista, el gesto arrogante del acatamiento de la última pena es un estupendo colofón a la tarea de toda una vida».11
El desconcierto de los discípulos de Sócrates ante su decisión de morir se hace palpable en los dos diálogos que relatan el episodio: la Apología de Sócrates y el Critón. El mismo que había defendido la independencia del espíritu y la libertad para elegir enarbola el principio de la lealtad al Estado como único argumento. El destino de Sócrates —dirá Hegel— «representa la tragedia del espíritu griego». Con su decisión paradójica, en realidad Sócrates destruye la «eticidad» del pueblo griego en nombre de una justicia superior que acabará manifestándose:
Tal es siempre la posición y el destino de los héroes de la historia universal: que hacen nacer un mundo nuevo cuyo principio se halla en contradicción con el mundo anterior y lo desintegra: los héroes aparecen, pues, como la violencia que infringe la ley. Perecen en lo individual, pero perece solamente el individuo, no el principio en él encarnado, que la pena impuesta a aquél no alcanza a destruir.12