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2 PLATÓN. LA CIUDAD JUSTA

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El método socrático se basa en el análisis de los conceptos, que será la clave de la investigación filosófica y, en particular, de la ética. ¿Qué significan las palabras que habitualmente usamos? ¿Las utilizamos bien? ¿Sabemos cuál es el criterio de su aplicación correcta? Alasdair MacIntyre subraya el interés del enfoque socrático al tiempo que lo atribuye a la ambivalencia que ha empezado a acompañar a los conceptos morales. Es un hecho sociológico y cultural que nos encontramos en un mundo menos jerárquico y rígido que el relatado por los poemas homéricos. El lenguaje ya no se limita a describir los acontecimientos y los caracteres cuya notabilidad no ofrece dudas. Ahora hay más elementos de juicio y de duda, las opiniones ocupan el lugar de lo que fueron verdades indiscutibles. En síntesis: «El carácter moral de la vida griega es problemático en tiempos de Sócrates porque el uso moral ha dejado de ser claro y consistente. Para descubrir conceptos morales que no sean ambiguos y que sean útiles en la práctica, habrá que emprender una investigación distinta».1

Tal investigación toma cuerpo en la amplia teorización sobre la vida moral y política que desarrolla Platón. Una teoría, la platónica, asistemática, que sigue siendo, en parte, la de Sócrates, así como la de los distintos personajes que transitan por los Diálogos. Si el Sócrates histórico no es más que un personaje de Platón, el legado de éste, a su vez, se nos muestra, sobre todo, de la mano del que fue su maestro y el protagonista de la mayoría de sus obras. Hasta qué punto hay en ellas mucho o poco de lo que pensaba su autor es una pregunta sin respuesta y una cuestión que, como dice Emilio Lledó, no debiera actuar en demérito del discurso platónico. En el gran teatro de Platón interviene un concierto de voces, no sabemos en el fondo quién habla, pero plantearse si detrás de Sócrates está Platón o lo contrario, es una trivialidad erudita que sólo contribuye a ofuscar la dinámica de un pensamiento que, por encima de todo, está vivo.

Precisamente por ello, lo que menos interesa aquí es quién habla en el fondo de estos diálogos, para que, así, su autoridad no pueda articular lo dicho en la responsabilidad de un emisor singular. La fuerza de este mensaje radica en que, a través de él, nos ha llegado la más amplia y completa imagen de lo que es un planteamiento filosófico y, con ello, la síntesis más rica de las dificultades que presenta pensar con el lenguaje, en teorizar la vida.2

EL «GORGIAS». ¿QUÉ ES MEJOR, LA JUSTICIA O LA INJUSTICIA?

Ese «teorizar la vida» que constituyen los textos de Platón trae a colación muchos de los temas que, a partir de ahora, la reflexión ética no abandonará. Uno de los diálogos de obligada referencia al propósito es el Gorgias,3 uno de los sofistas más relevantes y, de entre todos ellos, el más persistente y convencido defensor del arte de la retórica. La retórica parece que va a ser el objeto de discusión del Gorgias, cuyo subtítulo es, precisamente, «Sobre la retórica», pero esa discusión se acaba en seguida y la conversación deriva hacia un concepto que centrará más que ningún otro el discurrir ético de Platón: la justicia. Del Gorgias se ha dicho que es el diálogo «más moderno» de Platón, porque trata problemas muy actuales. Así define su objetivo, desde el comienzo, Olimpiodoro: «Discutir sobre los principios morales que nos conducen al bienestar político». Se ha dicho también que es uno de los diálogos con mayor fuerza emotiva y mayor belleza. Se conoce que Platón vertió en él su alma entera, con el sentimiento y la pasión que le suscitaban los problemas morales en el contexto lamentable de la serie de desastres políticos que van marcando la decadencia de Atenas. Cuando escribe el Gorgias, Platón ha cumplido cuarenta años y posee una amplia y desalentadora experiencia política: ha visto el final de la guerra del Peloponeso, la ruina de Atenas, el gobierno de los Treinta y la injusta muerte de Sócrates.

El diálogo empieza con una disertación de Gorgias sobre el arte de la retórica, insistiendo especialmente en el potencial extraordinario que dicho arte tiene para persuadir, hasta el punto de que son los buenos oradores quienes acaban imponiéndose en las asambleas y hacen prevalecer sus opiniones políticas. Es ese poder de la palabra el que, como ya se ha visto, inquieta a Sócrates. La elocuencia, el dominio del lenguaje y de la capacidad de persuadir, o directamente manipular al otro, no es más que un instrumento que se puede utilizar para bien o para mal, puede ponerse al servicio de unos objetivos que pueden ser justos o injustos. Lo utilizaron Pericles y Temístocles, que persuadieron a los atenieses para que construyeran las dársenas, los puertos y lo que era necesario para defenderse, sin ser ellos mismos, ni Pericles ni Temístocles, ingenieros navales o militares. Nada garantiza que un maestro de retórica no sea un ignorante y se sirva de su oratoria para fingir que sabe lo que no sabe, para divulgar opiniones con poco fundamento, sólo para conseguir sus propósitos. En sí misma, la oratoria no es justa ni injusta; para que sea justa es preciso que el orador también lo sea y no busque su interés particular, sino el de todos. Si no es así, habrá que desconfiar de la retórica.

En el diálogo en cuestión, Gorgias parece convencerse fácilmente con las razones de Sócrates, él siempre ha creído saber distinguir la buena retórica de la mala y ha apostado por la primera. Pero no todos los personajes en escena comparten tan buena disposición. Uno de ellos es otro sofista, Polo, quien aprovecha la debilidad de Gorgias para hacerse cargo de la situación y desmontar los argumentos de Sócrates. Ciertamente, la retórica es poderosa y los que ambicionan el poder la ponen a su servicio para hacer lo que más les conviene. Es lo que hacen los tiranos, como Arquelao de Macedonia, pero lo cierto es que todos lo envidian y querrían ser como él. Al tirano no le hacen infeliz las injusticias que comete y que, sin embargo, sí hace infelices a sus víctimas. En consecuencia, concluye Polo, el mayor mal no es cometer una injusticia, el mayor mal es sufrirla.

La afirmación de Polo socava los fundamentos de la ética. Sostiene con descaro y sin escrúpulos que la injusticia es mejor que la justicia, ya que «es peor sufrir una injusticia que cometerla». Peor, ¿en qué sentido? En el sentido más realista que se pueda imaginar, pues es cierto que, en la realidad, el que sufre una injusticia es un desgraciado, mientras que el que la comete puede hacerlo con impunidad y vivir feliz. Es así como viven los déspotas, al margen de la ley y sin buscar otra cosa que su propio interés. Polo juega torticeramente con el significado de los dos conceptos agathós-kakós (bueno-malo) y kalós-aisjrós (honrado-deshonroso, desgraciado). El ideal moral ateniense era el kalós kagathós: el que era bueno, y era visto como tal, era al mismo tiempo honrado por sus semejantes. Ser bueno equivalía a ser reconocido y elogiado. Pero en esa equivalencia hay una trampa. La trampa consistente en anteponer a lo que uno es el cómo aparece o es visto por los demás. Polo se apoya en esa falsa equivalencia para subvertir el orden moral y afirmar que el injusto es más feliz que el justo porque, efectivamente, aparece como más feliz, poseyendo cuanto desea. Con todos los procedimientos retóricos a su alcance, Polo está intentando confundir a Sócrates, que, como es lógico, ni se deja enredar ni da su brazo a torcer. En la moral utilitaria, pragmática y a ras de suelo de Polo, no cabe ninguna de las razones idealistas de Sócrates.

Para complicarlo más y acabar de apuntalar el desprecio hacia la moral del que hace gala Polo, aparece un tercer elemento, Calicles, el personaje más cínico y desvergonzado de los diálogos platónicos. Es una figura enigmática, de la que históricamente se desconoce todo; el único lugar donde consta su existencia es en este diálogo de Platón. No es un sofista —desprecia a los sofistas—, y llama la atención por su lengua viperina y mordaz. No sólo apoya, encomiándolas, las tesis de Polo, sino que emplea toda su labia en ridiculizar a Sócrates y, por extensión, el papel del filósofo. Pone de relieve que lo que están discutiendo no es otra cosa que la contradicción insalvable entre la naturaleza y la ley. Ya hemos visto en el capítulo anterior, a propósito del Protágoras, que ése es uno de los temas que acompañan desde el principio la reflexión sobre la moralidad: ¿actuar conforme a la ley, ser justo, es natural o va contra la naturaleza, es phýsis o es nómos? Calicles lo tiene claro: el filósofo se resiste a ver la contradicción entre la naturaleza y la ley porque «no se atreve a decir lo que piensa»; en realidad, todo filósofo es un impostor. No cabe duda de que, desde el punto de vista de la naturaleza, es mejor cometer una injusticia que sufrirla; pero la ley siempre dirá lo contrario.

En efecto, por naturaleza es más feo todo lo que es más desventajoso, por ejemplo, sufrir injusticia; pero por ley es más feo cometerla. Pues ni siquiera esta desgracia, sufrir la injusticia, es propia de un hombre, sino de algún esclavo para quien es preferible morir a seguir viviendo y quien, aunque reciba un daño y sea ultrajado, no es capaz de defenderse a sí mismo ni a otro por el que se interese. Pero, según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multitud. En efecto, mirando a sí mismos y a su propia utilidad establecen las leyes, disponen las alabanzas y determinan las censuras. Tratando de atemorizar a los hombres más fuertes y a los capaces de poseer mucho, para que no tengan más que ellos, dicen que adquirir mucho es feo e injusto, y que eso es cometer injusticia: tratar de poseer más que los otros. En efecto, se sienten satisfechos, según creo, con poseer lo mismo siendo inferiores.4

No acaban aquí los improperios de Calicles. Ahora va directamente contra el Sócrates filósofo al que recomienda que abandone sus afanes y se dedique a algo más provechoso que la filosofía, empresa inútil donde las haya y justificable sólo como un juego de juventud:

Ciertamente, Sócrates, la filosofía tiene su encanto si se toma moderadamente en la juventud; pero si se insiste en ella más de lo conveniente es la perdición de los hombres. Por bien dotada que esté una persona, si sigue filosofando después de la juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien considerado. En efecto, llega a desconocer las leyes que rigen la ciudad, las palabras que se deben usar para tratar con los hombres en las relaciones privadas y públicas y los placeres y pasiones humanos; en una palabra, ignoran totalmente las costumbres. Así pues, cuando se encuentran en un negocio privado o público, resultan ridículos, del mismo modo que son ridículos, a mi juicio, los políticos cuando, a su vez, van a vuestra conversaciones y discusiones.5

Tan vehemente es la disertación de Calicles que hay quien detecta en ella una «secreta simpatía» de Platón por el personaje que está diciendo lo que él mismo diría si no se lo impidiera el recuerdo de la integridad de Sócrates. El verbo de Calicles impresiona —comenta Guthrie— porque traza «un retrato del yo reprimido de Platón». En teoría, éste no comparte sus tesis, pero las expone con la fuerza y la maestría de quien parece sentirse no demasiado incómodo con ellas.6

Como cabía esperar, la salida de tono de Calicles no amilana a Sócrates, que le escucha de forma educada e incluso le acepta la incómoda alusión (teniendo en cuenta cuál fue el final de Sócrates) a la inutilidad de la filosofía para defenderse en caso de ser condenado a muerte. Sócrates le da la razón: lo que él busca es hacer el bien, no ser ingenioso para agradar ni salir airoso de un debate; por eso, ciertamente, no sabría defenderse ante un tribunal. Ese carácter benefactor es el que le obliga a continuar con sus razonamientos, los cuales no conseguirán convencer a Calicles, sino más bien cansarle, como era previsible dada la catadura del personaje: «¡Qué tenaz eres, Sócrates! Si quieres hacerme caso, deja en paz esta conversación o continúala con otro». Efectivamente, Sócrates no se da por vencido, tiene que probar que lo bueno es la justicia, y lo malo, la injusticia; que no hay que ceder a la realidad que premia a los aduladores y a los impostores. El bien no está en el desenfreno:

Niego, Calicles, que ser abofeteado injustamente sea lo más deshonroso, ni tampoco sufrir una amputación en el cuerpo o en la bolsa; al contrario, es más vergonzoso y peor golpear o amputar mi cuerpo o mis bienes, y también robarme, reducirme a la esclavitud, robar en mi casa con fractura y, en una palabra, hacer algún daño a mi persona o a mis bienes es peor y más vergonzoso para el que lo comete que para mí que lo sufro.7

El esfuerzo de uno y otro será vano. Calicles y Sócrates no se pondrán de acuerdo porque sostienen creencias dispares e inencontrables. Además, la verdad de las creencias no es empíricamente comprobable, por eso son simples creencias. Recordemos que el diálogo empieza con una discusión acerca del arte de la retórica. En ella, Sócrates le hace ver a Gorgias que la forma de convencer o de persuadir es distinta según sea el tipo de conocimiento de que estemos tratando. Si nos referimos a una ciencia, como la aritmética o la astronomía, sus verdades son empíricas, mientras que el conocimiento de los asuntos humanos se expresa en meras creencias cuya verdad o falsedad no se puede demostrar mediante la experiencia. Por eso, para persuadir de esa «verdad» no demostrable hay que recurrir al poder que tiene el lenguaje, y eso es lo que estudia la retórica. Gorgias lo reconoce: el arte de persuadir en que consiste la retórica conviene a la creencia o a la opinión, no a la ciencia. Ahora se ve claro que Sócrates cree en un ideal de justicia del que Calicles reniega. Sócrates habla del «deber ser», en tanto Calicles se queda en la pura realidad del «ser»: la justicia hace infeliz a quien pretende practicarla sencillamente porque es un hecho que el tirano, siendo injusto, es feliz.

¿Tiene buenas razones Sócrates para persuadir de que la justicia es mejor que la injusticia? Hay que reconocer que el filósofo no sale muy airoso de la prueba. Utiliza tres argumentos. El primero no hace más que remachar el clavo de la convicción de que el tipo de felicidad esperable de practicar la justicia es mejor que la que pueda proporcionar la injusticia. La felicidad no puede confundirse con la satisfacción de todos los deseos ni con la búsqueda de cualquier tipo de placer. Sócrates «busca el mayor bien y no el mayor placer». Opta por una forma de vida opuesta a la del tirano o a la del hombre sin escrúpulos. Un segundo argumento para probar la superioridad de la justicia es el miedo que atenaza al injusto y que no le deja vivir tranquilo, pues teme que sus injusticias sean castigadas. Por el contrario, el justo vive en paz consigo mismo y nada teme. Finalmente, el tercer recurso al que alude Sócrates es uno de los más queridos de Platón: la referencia a un mito, en este caso, el mito sobre el juicio de los muertos y el destino de las almas con el que se cierra el Gorgias. En el juicio final todo quedará claro y vencerá la justicia: los tiranos serán castigados, y los justos, redimidos.

LA «REPÚBLICA»: ¿QUÉ ES LA JUSTICIA?

El Gorgias concluye con una tesis que significa un giro en el método socrático del «sólo sé que no sé nada» y del preguntar sin buscar respuestas definitivas. Platón pone en boca de Sócrates lo que desarrollará luego largamente en la República, a saber, la teoría de que el filósofo es el sabio que precisa la ciudad justa, porque es el que más puede acercarse al verdadero conocimiento de lo que son las cosas y, por lo tanto, el que mejor puede gobernar y educar en ese conocimiento. El objetivo del político no es ser sofista, buen orador, sino tener dikaiosýnē, ese sentido de la justicia que, según el mito de Prometeo, hay que inculcar a todos los ciudadanos.

La República es el diálogo más leído y conocido de Platón. Lo es, sobre todo, porque en él se expone la «teoría de las ideas», con el célebre mito de la caverna. Una teoría que quiere acabar con las contradicciones puestas de manifiesto por los sofistas más recelosos de los ideales morales, como el ideal de justicia. Según la teoría platónica, la realidad de la justicia o de cualquier otro valor no está en lo que crean los humanos, que sólo perciben sombras de un mundo en sí mismo más real y que aspira a conocer el sabio. Frente al conocimiento imperfecto y borroso de nuestras percepciones, las ideas o formas no son meros conceptos o palabras, son la realidad misma, la esencia de las cosas. No importa que en el mundo, sombrío, confuso y sumido en el error, se aplauda a los injustos creyendo que son los mejores. Son los ignorantes los que acogen y alimentan tal creencia, no los sabios, que conocen la esencia de cada cosa y no se equivocan. Ése es el extremo al que ha llegado la tesis socrático-platónica de que la virtud es conocimiento, y conocer la virtud es practicarla. El sabio es el mejor porque conoce la virtud.

Desde dicha ontología platónica no es difícil entender la concepción de la organización política que se desarrolla en la República, término que, dicho sea de paso, no traduce del todo bien el de Politeía, el nombre griego del diálogo. La obra consta de diez libros, de los cuales el libro I fue publicado como una obra independiente con el título de su protagonista: Trasímaco. Aun cuando correspondía, en principio, a uno de los diálogos de juventud de su autor, fue incorporado luego al conjunto de la República porque sirve perfectamente de introducción al desarrollo del resto de la obra. Trasímaco aborda el significado de la justicia, que es, en definitiva, el valor que va a inspirar el tipo de ciudad que hay que construir.

La acción transcurre en El Pireo, en casa de Céfalo, un anciano a quien todos respetan y que, a instancias de Sócrates, empieza a disertar sobre la paz y la libertad que aporta la vejez. Cuando se avecina la muerte, explica el anfitrión, sólo hay una cosa que produce temores y desconfianzas, y es la sospecha de haber cometido alguna injusticia. Al oír el término, Sócrates se agarra a él y, fiel a su espíritu aguijoneador, plantea directamente la pregunta: ¿a qué llamamos «justicia»? ¿Es cierto que la justicia consiste en «decir la verdad y dar a cada uno lo suyo», incluso en aquellos casos en que la restitución puede devenir en un mal? ¿Hay que darle a un asesino un arma porque es suya? La conversación discurre con un tranquilo intercambio de pareceres entre los asistentes, hasta que interviene con fuerza Trasímaco, harto, dice, de oír estupideces. A su juicio, la justicia no es lo que está oyendo, sino que se identifica, por el contrario, con «lo necesario, lo provechoso, lo útil, lo ventajoso y lo conveniente». Aún con más crudeza y sin pelos en la lengua, Trasímaco saca pecho: «Afirmo que lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte». No hace falta explicarlo con mucho detalle porque es obvio: la justicia la determinan los gobiernos y las leyes, «en todos los estados es justo lo mismo: lo que conviene al gobierno establecido, que es, sin duda, el que tiene la fuerza, de modo tal que, para quien razone correctamente, es justo lo mismo en todos lados, lo que conviene al más fuerte».8

En seguida se ve que la teoría de Trasímaco no difiere mucho de la de Polo o de la de Calicles en el diálogo recién analizado. Los tres (al que pronto se añadirá otro sofista, Glaucón) se mueven en el terreno del realismo moral y político, maquiavelos avant la lettre, que desconfían de los grandes valores porque no son percibidos como tales en la práctica ni sirven, de hecho, para gobernar con eficacia. De nuevo, el ser se contrapone a un deber ser en el que no todos creen. Ya en el libro II, los argumentos de Trasímaco son recogidos por Glaucón, quien, si bien dice no estar de acuerdo con la tesis del primero, se siente incapaz de dar razones a favor del justo y, en cambio, sí las tiene para defender la vida del injusto. Lo hace echando mano de un nuevo mito: el mito de Giges que cuenta las propiedades de un anillo que el pastor Giges ha conseguido en circunstancias especiales. El anillo tiene la propiedad de hacer invisible a su dueño, cuando el engaste se coloca en el interior de la mano, volviendo su dueño a ser visible al girarlo hacia fuera. Al cerciorarse de tales poderes, Giges se precipita en acudir al palacio del rey, seducir a la reina, matar al rey y apoderarse del gobierno. Puede hacerlo, pues nadie percibe al autor del saqueo y el crimen. La lección que se extrae del relato es evidente: nadie es tan íntegro que se mantenga como hombre justo si tiene la posibilidad de cometer injusticias sin que nadie se percate de que las comete. Dicho de otra forma, el justo se mantiene en el respeto a la ley y no roba ni mata por miedo al castigo, no porque valore especialmente el comportamiento justo. El bien y la justicia no se practican por elección, sino por necesidad, porque lo natural es ser egoísta y satisfacer todos los deseos, ya que «Nadie es justo voluntariamente, sino forzado por no considerarse la justicia como un bien individual, ya que allí donde cada uno se cree capaz de cometer injusticias, las comete».9

Nadie ha sabido demostrar que la injusticia es el más grande de los males ni que el justo lo es por otro motivo que no sea la reputación, los honores y dádivas que de ser bueno derivan. Pero ni Glaucón, ni su hermano Adimanto, que tercia en el debate, se sienten en el fondo satisfechos con sus propias conclusiones. Por eso le piden a Sócrates que explique que la justicia es «un bien supremo» que merece ser poseído por las consecuencias que implica y, sobre todo, por sí mismo: «No sólo debes demostrar con tu argumento que la justicia es superior a la injusticia, sino qué produce —el bien en un caso, el mal en el otro— sobre el portador cada una por sí sola, pase inadvertido o no a los hombres y a los dioses».10

Es el momento de Sócrates, quien, en los libros III y IV, desarrollará la teoría política de Platón, la teoría de la ciudad justa. Ésta se apoya, a su vez, en una ontología, una psicología y una antropología. Toda teoría ética o política deriva, explícita o implícitamente, de una determinada concepción del ser humano. Unos filósofos revelan más que otros cuál es esa concepción, que, en cualquier caso, acaba manifestándose en su sistema. Platón es claro al respecto y no esconde ninguna carta. Piensa que la estructura de la ciudad debe reflejar las tres partes de que se compone el alma humana, que es, a su vez, un microcosmos de la ciudad. Esas tres partes son la inteligencia (noûs), el carácter (thymós) y los deseos (epithymíai). La parte racional e inteligente debe dominar a la inferior, donde se manifiestan libremente los deseos. Platón se muestra aquí influido por las creencias pitagóricas y órficas en la separación entre un alma inmortal y un cuerpo que la encarcela y del que hay que liberarse. La ciudad, por su parte, y a semejanza del alma, estará dividida en tres estamentos: los filósofos, los guardianes y los obreros. Cada uno de ellos cultivará las virtudes adecuadas para la función que le corresponde realizar: los filósofos desarrollarán la sabiduría (sophía); los guardianes, el valor (andreía), y los obreros, la templanza (sōphrosýnē). Pertenecer a uno u otro estamento depende de las capacidades de cada cual. En principio, nadie está excluido de ocupar uno u otro estrato, ni siquiera las mujeres, si demuestran que están preparadas para ello. La educación que reciban unos y otros será también distinta, así como habrá diferencias en la forma de vida que corresponde a cada estamento. A los filósofos les toca gobernar porque son los únicos que conocen los arquetipos de todas las cosas y saben qué es el bien; los guardianesguerreros se ocuparán de proteger y defender la ciudad y, para cumplir bien tal misión, les estará prohibida la propiedad privada y la familia; los obreros deberán trabajar para que los otros dos estamentos puedan dedicarse a sus menesteres y obedecer las leyes de la ciudad.

La ciudad diseñada por Platón está en las antípodas de cualquier organización política conocida. Es una utopía que ha sido tildada de progresista y de reaccionaria simultáneamente. Progresista, por los rasgos comunistas y feministas que exhibe; reaccionaria, por proponer una división del trabajo rígida y cerrada, una división en castas, que no permite el ascenso social y consagra una desigualdad natural entre los humanos. No es una ciudad real ni posible; es una ciudad «a la medida del alma de Platón».11 En realidad, a Platón no se le oculta la idealidad de su proyecto y lo confiesa, al final del libro IX:

GLAUCÓN

Comprendo: hablas del Estado cuya fundación acabamos de describir, y que se halla sólo en las palabras, ya que no creo que exista en ningún lugar de la tierra.

SÓCRATES

Pero tal vez resida en el cielo un paradigma para quien quiera verlo y, tras verlo, fundar un Estado en su interior. En nada hace diferencia si dicho Estado existe o va a existir en algún lado, pues él actuará sólo en esa política, y en ninguna otra.12

LAS LEYES: LA DESILUSIÓN POLÍTICA

La República contiene todos los elementos del idealismo platónico, un idealismo que refleja, a su vez, una decepción profunda con respecto a la política. Platón ha sido antes que nada un pensador político. Nacido en Atenas (c. 428 a.C.), de familia noble, tenía la formación y las condiciones para dedicarse plenamente a la vida política. No lo hizo porque en seguida se desencantó y desesperó de las posibilidades que ofrecía la política. La Carta VII, escrita al final de su vida, es un precioso relato autobiográfico que desgrana una a una, con enorme melancolía, las razones que lo han llevado a apartarse de la vida pública. Ha visto el deterioro de Atenas y ha experimentado el fracaso de tres viajes consecutivos a Sicilia, respondiendo a los requerimientos de su amigo Dion y con la esperanza de poder influir como consejero corrigiendo las malas prácticas del tirano Dionisios. Empieza a escribir la República al regresar del primero de los viajes. Está ya convencido de la imposibilidad de reconducir las políticas reales, por lo que se decide a fundar la Academia en un barrio de Atenas y dedica el resto de su vida a escribir sus diálogos y a discutirlos con sus discípulos.

Los dos últimos diálogos que escribe, el Político y las Leyes, son el reflejo de la decepción que siente por la evolución política. Quizá debido a ello apuestan por un realismo insólito en su obra anterior. Platón sigue pensando que el político debe ser un experto, un sabio capaz de ir más allá de las prescripciones legislativas para valorarlas y juzgarlas en nombre del ideal de la justicia y del bien. Lo que no le impide, sin embargo, afirmar que finalmente sólo es posible confiar en las leyes para asegurar la convivencia entre los humanos. Las leyes son «un segundo bien», no el bien superior, pero quizá el único bien al alcance de una condición humana llena de imperfecciones. Las Leyes, el diálogo que acaba poco antes de morir, a los ochenta y dos años, relata el encuentro de tres personajes: el «extranjero ateniense» (supuestamente, el propio Platón), el espartano Clinias y el cretense Megilo. La acción se desarrolla en Creta. El proyecto de pólis que se diseña en la obra es ya mucho más concreto que el de la República, que es pura abstracción, y aborda muchos de los problemas cotidianos de la vida social y política. Insiste en la importancia de las leyes, pues el imperio de la ley es la única garantía:

Es necesario que los hombres se den leyes y que vivan conforme a leyes o en nada se diferenciarán de las bestias más salvajes. La razón de esto es que no se produce naturaleza humana alguna que conozca lo que conviene a los humanos para su régimen político y que conociéndolo, sea capaz y quiera siempre realizar lo mejor.13

El diálogo trata del origen y la evolución de las constituciones políticas y de la importancia y el sentido de la legislación. Es cierto que todas las leyes son imperfectas y tienen el inconveniente de que se refieren a lo general e ignoran los casos particulares. Lo ideal sería no necesitarlas, pero eso sólo es posible para algunos pocos, para aquellos que nacieran con conocimiento suficiente para no tener que guiarse por ellas, cosa que es difícil que ocurra. En el principio, en una supuesta edad de oro, gobernaba Cronos y todo era perfecto. Pero en las ciudades actuales la perfección no existe:

En las ciudades donde reina no un dios, sino un mortal, los ciudadanos no pueden sustraerse a los males y a las penas; debemos, por el contrario, imitar por todos los medios la vida legendaria de los tiempos de Cronos y obedecer a todo lo que hay en nosotros de principios inmortales para conformar a ellos nuestra vida pública y privada, administrar de acuerdo con ellos nuestras casas y nuestras ciudades, dando a tal dispensación de la razón el nombre de ley.14

Tan imprescindibles son las leyes que hay que saberlas presentar de forma que los ciudadanos se dispongan a seguirlas sin demasiados titubeos. Para explicar bien este punto a sus interlocutores, el «extranjero» compara al legislador con el médico. Hay médicos que prescriben un tratamiento a los enfermos sin más detalles y sin prestar ninguna atención a la situación singular del paciente; sin embargo, hay otros que hablan con el enfermo, le explican las causas de su dolencia y el porqué del tratamiento prescrito. Estos últimos saben persuadir, y consiguen que el paciente acepte con más docilidad y mejor voluntad la prescripción médica. Así debe hacer también el buen legislador, combinando adecuadamente la fuerza de la constricción con la persuasión. Por eso, todas las leyes deben ir precedidas de una introducción, un preámbulo que motive el cumplimiento de las mismas y ofrezca razones para ello. Una ley es como una composición musical que también va precedida de un preludio que ayuda a entender los movimientos posteriores. Con dicha insistencia en el valor de la persuasión, el Platón melancólico y desilusionado hace un guiño al escepticismo y al pragmatismo de los sofistas a los que tanto aborreció.

Una de las preguntas que ha planteado la República es qué hacer para que el Estado justo se mantenga, qué hacer para que cada estamento se conserve donde está y cumpla la función que le corresponde. La respuesta es: educación. Hay que educar para ello. Los primeros que tienen la obligación de educar son los gobernantes o guardianes, que deben procurar, mediante las leyes, que se preserven las costumbres. A su vez, las leyes servirán para educar a los propios gobernantes y a los guerreros. Las leyes y la filosofía —sobre todo por lo que hace a los gobernantes que son sabios—, es decir, la ciencia de lo general. Pero también la música, la gimnasia y el arte son instrumentos apropiados para la educación. Los únicos excluidos de la tarea de educar son los poetas. El desprecio hacia la poesía, y la ficción en general, es una de las características de Platón más difundidas y más incomprensibles: la poesía no sirve porque imita la realidad y porque suele imitar lo peor de ella; por eso no es conveniente utilizarla para educar. Son sobre todo las instituciones las que sostienen las costumbres.

Ésta es una idea importante que la filosofía moral posterior tenderá a menospreciar debido al protagonismo creciente de la conciencia individual a partir del cristianismo, un individualismo insólito para los griegos. Platón, como se ha visto, diseña un Estado cuya estructura es la del alma humana porque entiende que la corrupción del alma y la corrupción del Estado son una misma cosa. Es decir, el justo sólo podrá existir en la ciudad justa, y la ciudad justa sólo se mantendrá si sus ciudadanos son justos. Esta simbiosis entre el individuo y la comunidad explica el carácter de la democracia ateniense y de quienes son sus miembros: animales políticos, los llamará Aristóteles, porque su vida privada se confunde con la de la ciudad. Viven para servir a la ciudad, y la felicidad individual no se entiende si no se tiene en cuenta la felicidad colectiva. Las críticas actuales al liberalismo, en especial la crítica comunitarista, reflejan la nostalgia hacia un tipo de persona que no contempla los valores como atributos individuales, porque su fin es conformarse a los valores colectivos. Por eso el éthos común y la paideia van de la mano en la filosofía griega, y es fácil relacionarlos, a diferencia de lo que ocurre en un mundo que piensa la ética desde la libertad individual.

En las Leyes aún se insiste más que en otras obras platónicas en el papel de la educación. Se establecen incluso las etapas que debe seguir la educación desde el nacimiento (e incluso antes: Platón se anticipa increíblemente a algunas teorías actuales sobre la importancia del comportamiento de la madre gestante para el futuro del niño) hasta la edad adulta. Pues «la educación consiste en cultivar la virtud desde la infancia e incentivar el deseo apasionado de llegar a ser un ciudadano consumado, sabiendo mandar y obedecer según la justicia».15 Los hombres educados serán buenos y sabrán dominarse. Entenderemos el significado de la educación si nos imaginamos como «marionetas fabricadas por los dioses», que sienten cómo los hilos nos tiran hacia un lado y hacia otro y nos llevan en direcciones contrarias. Uno de esos hilos es de oro, a diferencia de los otros hilos, que son de hierro. El hilo de oro es el hilo de la razón, el hilo de la ley común de la ciudad, al que obedece el hombre educado. También la educación ha de saber combinar la constricción y la persuasión, lo mismo que las leyes: «Quien quiera ser excelente en algo, lo que sea, debe aplicarse a ello desde la infancia, encontrando a la vez la diversión y la ocupación en cuanto haga a ese fin».16

Breve historia de la ética

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