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3 ARISTÓTELES. LA VIDA BUENA
ОглавлениеMás de una vez se ha aludido al fresco de Rafael La escuela de Atenas para poner de relieve el contraste entre el idealista Platón y el realista Aristóteles. En el cuadro, Platón aparece con el Timeo bajo el brazo y la mano apuntando hacia arriba, hacia lo ideal y lo sublime; Aristóteles sostiene la Ética y señala al suelo, a lo concreto y real. Efectivamente, el pensamiento de Aristóteles y, en particular, su ética, se distancian concienzudamente de la especulación sobre las ideas así como de la utopía de la ciudad justa que ocuparon a su maestro. Para Aristóteles, la ética es una teoría de la acción humana en este mundo, con y para sus imperfecciones y finitudes, una teoría basada en la experiencia y centrada en la búsqueda del bien para el hombre, que es, al mismo tiempo, el bien de la pólis, porque es en el contexto social donde, de hecho, se realiza la excelencia del ser humano. Una de las definiciones más conocidas de Aristóteles es la que da del ser humano como animal que tiene lógos (que habla y razona) y como animal político (que vive en la pólis y su existencia es social). Toda ética tiene en el trasfondo una antropología, una cierta concepción del ser humano, y la de Aristóteles, como veremos, queda perfectamente reflejada en el desarrollo de su reflexión ética.
Conocemos el pensamiento ético de Aristóteles por lo que ha quedado recogido en tres textos básicos: Ética a Nicómaco, Ética a Eudemo y Magna Moralia (esta última de más dudosa autenticidad). Los tres textos recogen lo que hoy diríamos que son apuntes de las clases que Aristóteles daba en el Liceo y que fueron recopilados posteriormente por sus discípulos en forma de libros. Constituyen los primeros tratados de ética de la historia del pensamiento, más sistemáticos que las ideas que Platón había ido desgranando en sus diálogos. Por primera vez, la ética se presenta como algo que tiene un contenido específico y que puede ser enseñado como una materia académica. Aunque, como se verá a lo largo de este capítulo, lo que Aristóteles tiene muy claro es que la ética no debe convertirse en un episodio entre otros del conocimiento teórico que se transmite sobre todo en la escuela. La ética tiene por objeto la formación de la persona, y es un saber práctico. De ahí que la experiencia, las costumbres, las opiniones sean un material insustituible de la propuesta aristotélica.
Suele calificarse la ética aristotélica como una ética teleológica porque se construye a partir del fin, télos, propio de la vida humana: «Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden».1 Con este párrafo, casi una tautología, empieza la Ética a Nicómaco, afirmando que el fin hacia lo que cada cosa tiende es el bien de esa cosa. Así, el fin que le asignemos al ser humano será su propio bien. Ese fin no puede ser otro que la felicidad, aunque habrá que ver qué hay que entender por felicidad en el contexto de la ética. Aun así, incluso cuando haya que precisar qué debemos entender por felicidad, que ésta sea el fin específicamente humano es indudable, ya que nadie pone en cuestión que lo que procuramos en esta vida es ser felices. No se discute, pues, cuál es nuestro fin. La ética elude entrar en esa discusión porque no hace falta. De lo que va a tratar es de los medios más adecuados para que se realice el fin o el bien propio del hombre. Esos medios constituirán la «vida buena» o la mejor forma de vivir.
Como todo buen maestro, lo primero que tiene en cuenta Aristóteles es qué han propuesto los sabios que le han precedido. El más inmediato es Platón, que es su referente y ha sido su maestro más cercano. Le admira, pero no comparte muchas de sus ideas, y, menos que ninguna, la teoría de las ideas, que no cree que pueda ser de ayuda para construir una ética tal como Aristóteles la concibe. No le convence la teoría platónica de las ideas porque piensa que la idea del Bien, como un concepto general y abstracto, puede ser, efectivamente, una bonita idea, pero poco eficaz para hablar de los bienes concretos, que son los que nos interesan. Referirse al Bien, con mayúscula, es una perspectiva inútil porque, para empezar, tal Bien es incognoscible y, si pudiéramos conocerlo, no nos aportaría nada. Lo que hace falta es determinar qué nos hace buenos, qué nos convierte en los mejores, para lo cual debemos tener en cuenta nuestra realidad de seres sociales, animales políticos, seres que hablan y que han de aprender a convivir con sus semejantes. Por eso es indistinto hablar del bien del individuo y del bien de la pólis, porque la vida plena, la mejor vida para el individuo, está en la ciudad, entre los demás hombres: «Quien no vive en sociedad o no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la pólis, sino una bestia o un dios».2 El mundo del que habla el filósofo no es ni el divino ni el estrictamente animal, sino el intermedio entre ambos, el que participa de la animalidad pero también, de algún modo, de la vida divina. El bien al que el ser humano tiende ha de facilitar la vida en sociedad. Por eso no interesa el Bien en abstracto, sino rebajar esa idea a contenidos singulares y concretos que nos dibujen el perfil del hombre bueno, el que ha aprendido a vivir con otros hombres.
El télos de la vida humana es un bien que hay que conseguir. No es aún un bien accesible a todos los humanos, pero está más próximo que en la época prefilosófica de los poemas homéricos, en la que sólo podía ser bueno aquel que pertenecía por nacimiento a un estatus social elevado, el único del que podían salir los héroes. El acceso a la virtud estaba reservado para aquellos que estaban en lo más alto de la jerarquía social. Platón, por su parte, intelectualiza el bien, lo proyecta como una idea de la que los bienes terrenos no son sino sombras y a la que se llega a través del conocimiento. Alcanzar esa idea del bien, el bien real y verdadero, sin embargo, sólo está en manos de los sabios, mentes superiores que llegan a conocer en qué consiste el bien. Pero hemos dicho que Aristóteles mira a la tierra, es realista, se queda aquí abajo, porque es aquí donde se desenvuelve la acción calificable como buena. Alcanzar el bien, la mejor forma de vivir, no será una cuestión de desarrollo del conocimiento, sino de experiencia y de buena práctica. Es cierto que no todos los hombres serán capaces de ser buenos o virtuosos, porque para poder serlo hay que ser libre y no verse agobiado con las tareas propias de los esclavos, de las mujeres o de los trabajadores. No existe entre los griegos la percepción del trabajo como una bendición, una forma de lograr la plenitud humana viéndose cada uno reflejado en el fruto del trabajo. El trabajo envilece y es distinto de lo que viene a llamarse la «vida activa», la acción que es mayormente acción política, dedicación al gobierno y al servicio de la pólis. Ello explica que el bien de los que viven condenados a un trabajo artesanal, el que utiliza las manos, sea un bien mucho menos noble y más prosaico que el de los que se dedican al bien común, que es el bien de la ciudad. No en vano se está experimentando con la primera democracia, que es causa de orgullo y de examen. Los que se encargan de pensarla y organizarla tendrán que ser realmente los mejores para poder ejemplificar con su manera de ser y de actuar la mejor manera de vivir en sociedad. Aristóteles se aleja del «amigo Platón» para poner los pies sobre la tierra y explicar en qué consiste vivir bien entre los hombres. Su ética sigue siendo aristocrática, sólo unos pocos podrán aspirar a ser éticamente virtuosos y llevar una vida buena, en efecto, pero la aristocracia ya no está sólo en la sangre, sino también en el espíritu, en eso que los griegos llaman éthos y que traducimos por «carácter», lo que cada uno llega a ser cultivando y desarrollando lo mejor de sí mismo.
EL FIN ES SER FELIZ
Buscar el bien, perseguir el propio fin, equivale a buscar la felicidad, ya lo hemos dicho. La ética aristotélica es una ética hedonista. No se construye a partir de la noción de deber o de una serie de obligaciones, sino a partir de la felicidad, porque lo que hay que conseguir es estar bien con uno mismo y con los demás. Al referirnos a la felicidad, en ética, el equívoco es fácil. Más aún cuando el término griego que traducimos por felicidad es eudaimonía, que literalmente significa algo un tanto incomprensible para nosotros: «tener un buen dáimôn». ¿Qué es el dáimôn? Tampoco traducirlo es sencillo. Dáimôn puede significar «suerte», pero también, «carácter». Tener un buen dáimôn requiere ese ingrediente que sólo aporta la suerte, pero también el esfuerzo por forjar un carácter virtuoso. Ser feliz no está al alcance de cualquiera, la suerte debe acompañarnos, hay que haber nacido en el lugar adecuado para poder conseguirlo. Pero también hay que ganárselo.
Aristóteles advierte desde el principio la ambigüedad intrínseca al concepto de felicidad. No hay que dejarse embaucar por él e identificar la felicidad con cualquiera de los objetivos que los humanos aspiran alcanzar en esta vida. No todos saben en qué consiste ser feliz ni qué hay que hacer para llegar a serlo. La mayoría entiende que la felicidad está en el placer, en la riqueza, en el éxito o en el honor. El punto de partida para aclarar el concepto y no equivocarnos tiene que ser éste: partir de lo que la mayoría de la gente cree. Ésa es la parte empírica de la ética aristotélica. Antes de exponer su teoría, se pregunta: ¿qué piensa la gente? ¿Qué cree la mayoría que es la felicidad? En seguida añade que la mayoría se equivoca, pues ni el honor, ni la riqueza, ni el éxito son fines en sí mismos. Queremos el éxito, la honra, el dinero, porque pensamos que todo ello nos hará felices, pero no está claro que ésta sea la mejor manera de alcanzar nuestro fin. Aunque el dinero y el éxito ayudan, sin duda yerra quien reduce la felicidad a la posesión de honores o de riqueza. La felicidad, de nuevo, dependerá de que se realice o no «la función propia del hombre», su fin. La pregunta es ahora: ¿cuál es ese fin?, pues parece que estamos encerrados en un círculo: el hombre ha de realizar su fin, que es su bien, y éste no tiene otro nombre que el de «felicidad». Pero no sabremos en qué consiste la felicidad sin averiguar antes cuál es el fin del hombre. ¿Mero juego de palabras? ¿Llegaremos a saber cuál es el fin que de veras nos hace felices?
No nos hagamos ilusiones. Aristóteles, pese a despreciar lo general y lo abstracto, no aterriza mucho en sus definiciones. Nos dirá que ese bien o fin del hombre que reporta la felicidad consiste en algo así como actuar bien como seres humanos, llegar a ser excelentes. Dicho de otra forma, descubrir y realizar nuestra humanidad, nuestra naturaleza humana. Insiste en que el Bien, con mayúsculas, y en general no existe; los bienes son diversos: el bien, como le ocurre al ser, «se dice de muchas maneras». Cada cosa tiene su fin o su bien específico, y determinarlo es determinar la naturaleza de cada cosa. El bien del enfermo es la salud, como el bien del pobre es la riqueza. El bien del esclavo es obedecer a su amo, y el bien de la mujer, ocuparse de las tareas domésticas. Así de claro. Por encima de todos ellos hay un bien mayor y exclusivo del ser libre, es el bien del hombre libre, el único que puede dedicarse a tiempo completo a ejercer sus obligaciones cívicas, el que responde con todo su ser a la definición de animal político o de animal que razona y habla.
Para determinar algo más ese tipo de bien que responde a la función más específica del ser humano, Aristóteles, siguiendo aquí a Platón, señala tres tipos de bienes: los bienes exteriores, los del cuerpo y los del alma. Estos últimos son, en principio, los más importantes, porque son los que acercan al hombre a Dios. De ahí que la función más específica del hombre deba identificarse con «la actividad del alma». Lo cual no significa que haya que menospreciar los bienes exteriores, otra muestra del realismo aristotélico. Los bienes exteriores cuentan, y cuentan mucho, porque sin prosperidad, sin belleza, sin riqueza, incluso sin descendencia, la actividad del alma no podrá desplegarse ni se verá secundada por una serie de circunstancias exteriores que son imprescindibles. Aunque la suerte del nacimiento no lo es todo. Si la felicidad es algo que puede buscarse, quiere decir que depende de un aprendizaje. Por eso no llamamos «feliz» al buey ni al caballo, porque ninguno de ellos despliega esa actividad del alma exclusiva del hombre, ninguno de ellos aprende a ser feliz. Tampoco el niño ni el joven llegan a ser felices, porque su aprendizaje es aún escaso y la felicidad requiere «una vida entera». Actuar de acuerdo con el bien no es fácil, exige mucho esfuerzo, siempre es posible retroceder en la posesión de las virtudes.
Hemos avanzado un poco más. Aristóteles ya está en condiciones de precisar que la función propia del hombre es «la actividad del alma de acuerdo con la virtud y en una vida entera», pues si la felicidad requiere el acompañamiento de la buena fortuna y del esfuerzo, sólo al final de la vida podremos afirmar que alguien ha sido de verdad feliz. Ahora bien, si el bien del hombre es «la actividad del alma de acuerdo con la virtud», lo que procede investigar, antes de entrar en el concepto de virtud, es a qué se refiere Aristóteles con «actividad del alma». ¿La función propia del hombre es una actividad del alma? ¿Por qué del alma? ¿No habíamos dicho que Aristóteles rechaza de plano el intelectualismo platónico?
No hay contradicción ninguna en la expresión «actividad del alma» y el antiidealismo aristotélico, porque para nuestro filósofo el alma y el cuerpo ya no son dos entidades separadas y opuestas como en Platón. Según Aristóteles, el alma es la forma del cuerpo. La actividad del alma no es exclusivamente racional, pues ésta se compone de tres partes: la vegetativa, la sensitiva y la racional. La primera nos interesa poco, ya que es la que compartimos con todos los seres vivos. Pero el alma sensitiva es importante, porque, aunque es irracional, participa también de la razón y, a menudo, lucha contra ella y trata de anularla haciendo valer más el sentimiento. Los deseos y la razón no siempre van al unísono, y eso es algo que una teoría ética no puede ignorar pues, si lo hace, acaba sin poder explicar por qué el ser humano parece conocer el bien, pero se siente más atraído por el mal y sucumbe a él. De acuerdo con esa división tripartita del alma, las virtudes pertenecerán a la parte sensitiva o a la intelectual, con lo que podremos diferenciar dos tipos de virtudes: las éticas y las dianoéticas. Lo veremos a continuación.
LA VIRTUD COMO TÉRMINO MEDIO
Antes de referirnos a la teoría de las virtudes hagamos algunas calas en la biografía de Aristóteles. Nació en Estagira (Macedonia), en el 384 a.C. Era hijo de médico, lo que parece que le predispuso desde joven a la observación científica, como también a ver en la medicina el modelo de lo que debía ser curar las almas de sus vicios, que será la tarea de la ética. Fue discípulo de Platón en la Academia de Atenas. A la muerte de Platón, le reclama el rey Filipo II de Macedonia para que sea preceptor de su hijo, el futuro Alejandro Magno, forjador del Imperio griego que absorberá las ciudades-Estado donde se habían formado las primeras democracias, especialmente Atenas. Al regresar a Atenas, Aristóteles funda su propia escuela, el Liceo, donde enseña y desarrolla el pensamiento que años más tarde es compilado y constituye el conjunto de su obra. Cuando Alejandro muere, tiene que huir de Atenas por ser macedonio y se refugia en la isla de Eubea, donde muere en el 322 a.C.
La proximidad de Aristóteles con la medicina y con la política activa explican algo de la teoría ética de las virtudes y, en especial, de la importancia dada a las virtudes propiamente «éticas», relacionadas con las costumbres o con eso que los griegos llamaban éthos, más que con el intelecto o con la razón. El término griego que traducimos como «virtud» es areté, que significa «la excelencia de una cosa o su manera de ser específica». Si cada cosa realiza una función y puede alcanzar la excelencia al hacerlo, también la acción humana tendrá su propia excelencia: «Decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y unas acciones, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y hermosamente, y cada uno se realiza bien según su propia virtud».3 Así, las virtudes humanas se traducen en una cierta forma de vivir, de relacionarse con los otros, de buscar la felicidad. Que la ética se plasme en las costumbres no implica que todas ellas sean igualmente buenas ni todas favorezcan la vida en común. Por el contrario, seleccionar unas virtudes y desechar unos vicios es una manera de distinguir las buenas costumbres, los buenos hábitos o las buenas actitudes de las que no lo son y deben corregirse. Por eso la teoría de las virtudes como núcleo de la ética remite directamente a la educación, pues es a través de la educación como se adquieren los hábitos y las costumbres más convenientes para la vida en sociedad. La vinculación de la ética con la educación le confiere a aquélla su vertiente más práctica: uno se hace virtuoso a través de un largo aprendizaje, habituándose a actuar de un modo especial, acostumbrándose a no ser cobarde o intemperante a fuerza de intentarlo una y otra vez. Nuestro estudio, no se cansa de repetir Aristóteles en sus Éticas, «no es teórico como los otros (pues investigamos no para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que de otro modo ningún beneficio sacaríamos de ella)».4
El ser humano, que va en busca de su bien o de aquello que puede hacerle feliz, tendrá que aprender a vivir de acuerdo con la virtud. Para empezar, pues, ha de quedar claro que nadie nace siendo buena persona o virtuosa. Las virtudes se van adquiriendo a fuerza de practicarlas. «Ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza, puesto que ninguna cosa que existe por naturaleza se modifica por costumbre».5 Es la primera lección que hay que aprender: la ética o las virtudes actúan sobre aquellos aspectos de la existencia humana que son modificables, pues, si no fuera así, no podría hablarse de actos voluntarios, los únicos susceptibles de ser evaluados como buenos o malos. Hay aspectos de nuestra existencia que no podemos cambiar: no podemos dejar de ser mortales ni dejar de envejecer, pero sí podemos moderar nuestro enfado, ser más generosos, ser más ecuánimes. La ética se aplica sólo a aquello que puede ser de otra manera, porque nos lo proponemos y queremos que sea así. También hay que hurtar al juicio ético las acciones realizadas por constricción o desde la ignorancia, ya que éstas no son voluntarias, no se realizan libremente. El énfasis en la acción voluntaria, tema del libro III de la Ética a Nicómaco, pone de manifiesto el carácter no innato, adquirido, de las virtudes e incluso de los vicios. El mero deseo no conduce a la virtud, hace falta dirigirlo, es decir, querer aquello que es conveniente para uno mismo y para el conjunto de la sociedad.
Las palabras clave para entender el sentido de las virtudes aristotélicas son «moderación» y «medida». Por naturaleza, el ser humano tiende a hacer lo que es placentero y a evitar lo doloroso: «La virtud moral, en efecto, se relaciona con los placeres y dolores, pues hacemos lo malo a causa del placer, y nos apartamos del bien a causa del dolor».6 El problema es que muchas veces lo que produce placer es malo y lo bueno va acompañado de dolor. Por eso hay que aprender a situar el placer y el dolor en su lugar como regla de nuestra vida. Por eso hace falta educación o aprendizaje para aprender a alegrarse y a entristecerse cuando es debido. Lo importante a retener aquí es que, al cambiar el sentido del placer o del dolor, no estamos equiparando la vida virtuosa a una vida sacrificada y sin alicientes. Aristóteles tiene muy claro desde el principio que el bien y la miseria o el sufrimiento son incompatibles, en ningún caso puede hacernos felices el malestar. Por eso se trata de entender adecuadamente los motivos de placer de forma que la persona acabe sintiéndose a gusto siendo buena persona aunque le cueste. Lo bueno y lo bello coinciden en el imaginario griego. La acción virtuosa es buena y, al mismo tiempo, bella (kalós kai agathós), porque el bien no lo sería si no acabara complaciéndonos.
Una teoría de las virtudes que no se limite a ser «pura teoría» ha de dejar claro el mensaje de que uno se hace virtuoso a través de la práctica. Los hombres se hacen justos practicando la justicia, y moderados (temperantes), practicando la moderación. Por eso, «para las virtudes, el conocimiento tiene poco o ningún peso». Con el mero filosofar no se consigue ser virtuoso. Aristóteles refuta la «falacia socrática» que defendía que la virtud es conocimiento. No, la virtud no es sólo teoría, no basta conocer el bien para ser buena persona. Estamos hablando de las virtudes éticas, las que se asientan en el alma sensitiva, no en el alma racional. Son hábitos, maneras de ser, una práctica que modula el carácter. Para situar con mayor precisión a qué tipo de actividad humana nos referimos a propósito de la ética, Aristóteles establece una distinción entre lo que llama poíēsis y praxis. Son poíēsis aquellas actividades que se valoran por el producto que resulta de ellas. Así, la actividad de un escultor se aprecia por la obra que produce, sin importar cuáles sean los medios utilizados para ello ni las circunstancias personales que acompañan al autor de la escultura. No importa que un escultor se drogue para ejecutar una obra admirable. Sólo importa la obra. Por el contrario, la praxis es la actividad que se valora por sí misma y pone de manifiesto la manera específica de ser del sujeto que la realiza. Un acto de coraje vale por sí mismo, y del sujeto que lo lleva a cabo se dice que es valiente. La ética tiene que ver con la praxis, no con la poíēsis.
Estamos ya en condiciones de dar una primera definición de virtud: la virtud es «un modo de ser». Hemos dicho que la teoría aristotélica es teleológica; parte del supuesto de que todo en esta vida está movido por un télos, cumple un fin o una función. Pues bien, la virtud de cada cosa explica el especial modo de ser de la cosa; dicho de otro modo, consiste en el ejercicio correcto de su función. La virtud del ojo hace bueno al ojo y nos permite ver bien; la virtud del caballo hace bueno al caballo para correr y llevar al jinete. Análogamente, tenemos que preguntarnos por la virtud del hombre como tal, que será «el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función propia».7 De nuevo la cuestión es: ¿es posible concretar un poco más y no remitir la virtud únicamente a algo tan general como «la función propia» del hombre? Para precisar tendremos que apelar a la moderación, ya que las pasiones y las acciones humanas pueden desviarse —dejar de ser virtuosas— por exceso o por defecto. Evitar ambos extremos y optar por el «término medio» es convertir la pasión o la acción en algo virtuoso. Desde tales premisas, Aristóteles ofrece su definición más elaborada de virtud:
Es, por tanto, la virtud un modo de ser selectivo, siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente.8
Hay en esta definición muchas claves que aún tendremos que descifrar. El hombre virtuoso selecciona, elige una manera de ser, que consiste en el término medio, en la actuación moderada, guiada por la razón o por lo que haría el hombre prudente. Aunque nos estamos refiriendo a las virtudes éticas, pertenecientes al alma sensitiva y a la costumbre, éstas no permanecen desvinculadas de la actividad racional, que es la que aporta el criterio del término medio. Un criterio, por otra parte, que sólo se ejemplifica en la persona del hombre prudente. En el próximo apartado se verá mejor qué significa todo esto.
Pero ¿de qué virtudes habla Aristóteles? ¿Qué cualidades debe desarrollar el individuo para ser excelente o ser una buena persona? Aristóteles ama lo concreto y lo singular. No puede quedarse en una apreciación general de la virtud como término medio entre dos extremos. En la Ética a Eudemo nos ofrece una lista bastante amplia de las virtudes que contempla como más importantes.9 En la Ética a Nicómaco se refiere a ellas de un modo menos sistemático y menciona, a modo de ejemplo, virtudes como las siguientes:
• El valor: término medio entre el miedo y la audacia.
• La liberalidad: término medio entre la prodigalidad y la tacañería.
• La magnanimidad: término medio entre el honor y el deshonor.
• La indignación: término medio entre la envidia y la malignidad.
En cualquier situación, el hombre virtuoso evita los extremos. Evita ser cobarde o temerario ante el peligro; evita ser tacaño o excesivamente espléndido en el manejo del dinero; desea los honores debidos, pero no deja de tener pretensiones, pues es ambicioso en la medida adecuada (magnánimo); no es envidioso ni desea el mal a nadie, pero sabe indignarse cuando la situación lo exige. En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas, salvo cuando en ellas hay exceso o defecto:
Por ejemplo, cuando tenemos las pasiones de temor, osadía, apetencia, ira, compasión, y placer y dolor en general, caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien; pero si tenemos estas pasiones cuando es debido, y por aquellas cosas y hacia aquellas personas debidas, y por el motivo y la manera que se debe, entonces hay un término medio y excelente; y en ello radica precisamente la virtud.10
Aunque no todas las pasiones o acciones son susceptibles de ser virtuosas o viciosas. Algunas son intrínsecamente malas y no admiten término medio. Por ejemplo, entre las pasiones, «la malignidad, la desvergüenza, la envidia» o, entre las acciones, «el adulterio, el robo y el homicidio».11 Sea como sea, encontrar ese término medio característico de la vida virtuosa no es sencillo, entre otras cosas porque no hay criterios generales, no hay fórmulas, para determinar el término medio de cada caso. El único criterio es la moderación, la medida, el no pasarse por exceso ni quedarse corto por defecto. Por eso hay que subrayar la importancia del aprendizaje y de la experiencia. Saber, por ejemplo, cuál es la medida adecuada de la ira es algo que se aprende a base de intentarlo, con la práctica del ensayo y el error. No se puede determinar sólo desde el cálculo racional. Cada individuo es distinto y cada situación demanda su propio término medio. A veces puede ser mejor inclinarse hacia el exceso, y otras, hacia el defecto. Lo que es un acto de valentía en una situación puede no serlo en otra. Lo que es generosidad para el que tiene poco que dar es tacañería para el que tiene mucho. Por eso, porque las situaciones son distintas y variables, la adquisición de la virtud es una tarea larga, un cometido que ocupa la vida entera.
De esta forma, la excelencia o la perfección moral tal como la entiende Aristóteles no es otra cosa que la perfección teleológica: ser virtuoso es lograr el télos propio de la manera de ser humana. El vicioso desperdicia las potencialidades humanas y desvía su existencia hacia un fin que no le corresponde, que no es propio de la esencia o naturaleza humana.
EL HOMBRE PRUDENTE
Junto a las virtudes éticas están las dianoéticas o intelectuales, que son dos: la sabiduría (sophía) y la prudencia (phrónēsis). La primera es la virtud más excelsa, la actividad contemplativa, que asimila al hombre a los dioses, razón por la cual Aristóteles la considera una virtud bastante inútil, dado que el ser humano es social por naturaleza y su fin está en la acción, no en la contemplación. La contemplación o la theoría fue desarrollada especialmente por los primeros filósofos, como Tales o Anaximandro, que fueron de todo menos prácticos, como explica con sorna Diógenes Laercio a propósito de Tales, que cayó en un pozo por extasiarse mirando al cielo. Lo que, por otro lado, es absolutamente útil y esencial para la ética es la virtud de la prudencia.
La definición que en la Ética a Nicómaco se da de la virtud de la prudencia se parece mucho a la definición de virtud en general y contiene las mismas indeterminaciones que acabamos de ver. La prudencia se define como «una disposición práctica acompañada de la regla verdadera respecto a lo que es bueno y malo para el hombre».12 Efectivamente, la virtud es: a) una disposición, esto es, una tendencia a actuar; b) de acuerdo con la regla de lo bueno y lo malo, es decir, de acuerdo con el criterio del famoso término medio que toda persona debe saber encontrar. Por eso, la prudencia es una virtud intelectual, porque refiere a la regla que guía la conducta y conforma las actitudes a fin de que no se desvíen en ningún caso de la justa medida. Me he referido ya al entorno médico que influye en el pensamiento aristotélico. En la literatura hipocrática, phroneîn significa pensar «sanamente», no patológicamente. Se entiende por «sano» lo normal, lo no extraño. Normalidad a la que se llega a través de la moderación, una doctrina muy presente en los preceptos de los Siete Sabios, en máximas como éstas: «La medida es lo mejor», «Domina el placer», «De nada demasiado», «Conócete a ti mismo», «Conoce el momento oportuno», «Estima la prudencia».
Escoger lo oportuno en cada caso, lo más prudente, no consiste en aplicar una teoría ya conocida de antemano ni una regla universal que valga para todos los casos parecidos. Lo interesante de la prudencia es que en ella está la regla, pero esa regla no es ni formulable ni generalizable. Es prudente realizar algunas acciones que nunca querríamos por sí mismas. Por ejemplo, puede ser prudente obedecer al tirano de buen grado, tirar por la borda las riquezas en caso de naufragio, o decidir, como hizo el propio Aristóteles, huir de Atenas para no ser acusado de idolatría y dar a los atenienses la oportunidad de cometer un nuevo crimen contra la filosofía (como habían hecho anteriormente con Sócrates condenándolo a muerte). ¿Quiere decir esto que Sócrates fue menos prudente que Aristóteles? Seguramente Aristóteles diría que el curso de los acontecimientos acaba determinando cuáles han sido las acciones prudentes, actos que no dependen sólo del carácter de quien los ejecuta sino de otras circunstancias ajenas al sujeto. Nos encontramos de nuevo con la importancia que para los griegos tiene la buena fortuna. Pericles es, para Aristóteles, el ejemplo paradigmático de hombre prudente: práctico, hombre de acción, exitoso, el gran artífice de la democracia y de la plenitud atenienses. La indeterminación del criterio de la prudencia pone de manifiesto una vez más que lo abstracto no sirve, que no hay un bien o mal absolutos: lo que hoy es bueno, puede dejar de serlo mañana; lo que en unas circunstancias fue útil, no lo será en otras. El bien se dice de muchas maneras y se puede ser prudente de muchas maneras. Lo dijo antes Píndaro: «La virtud consistirá en hacer lo que conviene en el instante presente» (en reconocer el kairós).
Pierre Aubenque, autor de la mejor interpretación del concepto de prudencia en Aristóteles,13 señala con mucho acierto la conexión de dicha virtud con la concepción aristotélica de la física y de la contingencia humana en un mundo finalmente regido por el azar, esto es, por causas que la razón ignora y no es capaz de conocer. Si bien en el mundo supralunar, habitado por los dioses, todo es conocido, todo está ordenado, no existe el peligro ni es necesaria la virtud, en el mundo sublunar, habitado por los hombres, todo es contingente y precario. Por eso hay que ser prudente. Hay que ser prudente porque no sabemos con seguridad cuáles son los mejores medios para alcanzar nuestro fin o la opción elegida. Ser prudente implica deliberar, ponderar, contrastar opiniones, ya que no hay ciencia del término medio. De esta forma, la virtud de la prudencia es una pieza fundamental de esa democracia que se está inventando en Atenas. Una institución fundamental de la democracia es la boulé, el Consejo de los Quinientos, cuya función es deliberar antes de decidir. Platón, Aristóteles, y muchos pensadores posteriores a ellos, no creían que la democracia fuera el régimen ideal. A su juicio, la democracia es una forma de gobierno mediocre que refleja nuestra mediocridad. El ideal es el rey filósofo augurado por Platón, el que no necesita opinar porque está en posesión de la epistéme, el saber de lo que hay que hacer para gobernar bien. El problema es que ese rey sabio no existe, por ello sólo nos queda confiar en la experiencia, la buena voluntad y las fuerzas de los seres imperfectos que somos.
Los intérpretes de Aristóteles han tendido a ver en su teoría de las virtudes una mentalidad conservadora, de aceptación del statu quo y de identificación de las distintas virtudes con lo que la sociedad establece como normal. Sin duda, hay indicios sobrados en la obra del filósofo para llegar a esa conclusión, incluso la centralidad de la prudencia invita a suscribir dicha tesis. Alasdair MacIntyre se refiere a las virtudes aristotélicas como las manners propias del gentleman, un tipo de persona que está por encima del común de los mortales y sabe que puede permitirse ser de una manera que al resto de personas les está vedada. De hecho, no hay ningún filósofo que se sustraiga a ese defecto de un pensamiento pretendidamente universal (aunque ése no sea el caso de Aristóteles, cuya ética no es en absoluto universalista), pero fiel reflejo del sentir de su época. Las virtudes de Aristóteles son las aceptadas en la sociedad griega del siglo IV a.C., como las de los filósofos medievales son cristianas y las de los modernos son puritanas. Donde se ve con mayor plasticidad qué tipo de modelo propone Aristóteles es en la virtud de la magnanimidad, la grandeza de alma, una virtud que el virtuoso (valga la redundancia) no debe rehuir: consiste en el orgullo de saberse virtuoso y superior a los que no lo son, lo que imprime en la personalidad no sólo una manera espiritual sino conductual de ser y presentarse ante los demás.
Sin dejar de calificar de conservadora y realista la ética aristotélica, es posible también ver en ella un atisbo de pensamiento trágico que pone de manifiesto la escisión intrínseca a la razón humana y la indeterminación radical que la constituye. Es la interpretación de Aubenque, para quien Aristóteles no es portavoz de un «racionalismo triunfante», sino más bien de un «intelectualismo de los límites». La prudencia no tiene mucho que ver con lo que hoy entendemos por este término, la precaución y la cautela. La prudencia es, por encima de todo, un saber humano, y es un saber moral precisamente porque el saber humano es limitado. Aubenque señala que, con la phrónēsis se apela a un «pensamiento humano» que resume «la antigua sabiduría griega de los límites». Es un pensamiento trágico porque «exalta al hombre sin divinizarlo; lo pone en el centro de su ética, a sabiendas de que la ética no es lo más alto, que Dios está por encima de las categorías éticas, o más bien que la ética se constituye en la distancia que separa al hombre de Dios».14 Pocos filósofos después de Aristóteles sabrán mantener la ética en esa situación fronteriza, entre la tierra y el cielo, que es la que le corresponde.
Por todo lo dicho, la otra virtud intelectual, la sabiduría teórica o la vida contemplativa, le merece a Aristóteles un juicio ambivalente. Desde el punto de vista teórico, debiera ser la máxima aspiración del ser humano, pero es una aspiración al mismo tiempo excesiva. El saber práctico del prudente no proviene del theōrein, la única actividad que puede ser autosuficiente y ejercerse en solitario. No es un saber teórico porque, por excelsa que sea la teoría, es una actividad que no está referida a la práctica o a la acción política, la más propiamente humana. La teoría, la contemplación, es la manera de ser propia de los dioses, no la de los humanos, aunque seguramente haya que decir que es la vida contemplativa la que proporciona la felicidad perfecta. Por eso, los dioses siempre serán más felices que el más sabio de los hombres, porque su vida es tranquila, inmune a las turbulencias y a los conflictos que invaden la vida de los humanos.
LA JUSTICIA Y LA AMISTAD
Desde esa ansia de felicidad jamás conseguida que nos constituye se entiende la necesidad humana de tener amigos. Los dioses sólo se contemplan a sí mismos, mientras que los humanos, para contemplarse o conocerse, necesitan a los demás hombres; tienen que hacerlo a través del espejo del amigo. La amistad tiene una gran importancia en la ética de Aristóteles, que se explica, sin duda, por el sentimiento de solidaridad que unía a los ciudadanos que constituían la pólis y que pretendía extender a la comunidad política los lazos familiares y afectivos más propios de la vida privada. Tan importante es la amistad que, en la Ética a Nicómaco, se le dedican al tema dos libros enteros, más espacio que a ninguna de las virtudes. La amistad «es una virtud o algo acompañado de virtud» y guarda una cierta relación con la justicia, dado que ambas son imprescindibles o consustanciales a la comunidad política. Se afirma, incluso, que la amistad «puede ser más necesaria que la justicia», ya que «cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia».15
Refirámonos primero a la justicia que, en las Éticas, es tratada como la última (no la menos importante) de las virtudes éticas. La justicia busca una cierta igualdad, la misma que persigue la ley. Es la expresión legal de los mandamientos divinos. El nombre griego para la justicia es diké, la virgen que poseía la justicia divina, las leyes eternas de Zeus que, mejor o peor, se reflejan en las nómoi humanas. En capítulos anteriores hemos contrastado el sentido homérico del éthos con la ética que adviene con la democracia. Con ella se pasa del valor supremo que tuvo la nobleza al valor más democrático de la justicia que considera a todos los ciudadanos iguales bajo la ley. También con la democracia, la justicia se seculariza, pierde la relación con la divinidad y pasa a expresar lo conveniente para los humanos a través del derecho y de las decisiones de los jueces que interpretan la ley. Aun así, Aristóteles no acepta el convencionalismo del nómos que defendieron los sofistas. En su caso, no desaparece la tensión entre una justicia legal y una justicia verdadera pero imposible en las comunidades humanas.
Las formas de la justicia son dos: la justicia distributiva, que reparte los bienes entre los ciudadanos, y la justicia correctiva, que corrige el daño infligido. Ambas justicias se rigen por el criterio de la proporcionalidad, que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde o lo que merece y en reparar las injusticias derivadas de comportamientos perjudiciales como el fraude o el robo. Acogerse al criterio de la proporcionalidad supone un paso adelante con respecto al significado anterior de justicia. Ya no vale la reciprocidad de los pitagóricos con la fórmula más primaria del «ojo por ojo y diente por diente».
Una vez hechas las aclaraciones y distinciones referidas a la virtud de la justicia, Aristóteles se refiere a un concepto que de nuevo pone de relieve su mentalidad práctica y concreta. Se trata de la epikéia (traducida por «equidad»), que consiste en una especie de «excepción» a la justicia. El tema es importante porque guarda una estrecha relación con la indeterminación atribuida a todas las virtudes (el término medio no está fijado de una vez por todas), y, en especial, a la prudencia. En realidad, lo justo y lo equitativo son lo mismo —dice Aristóteles—, pero lo equitativo es mejor, aunque es difícil aceptarlo, porque lo equitativo consiste en «una corrección de la justicia legal». Es necesario incluir esa corrección porque el problema de la ley es que es universal, se legisla para todos, cuando los casos particulares en ocasiones exigen ser vistos como casos excepcionales que reclaman una suspensión de la ley o una interpretación distinta de la habitual. En tales casos, la excepción es más justa que la aplicación estricta y rigurosa de la letra de la ley. No es que la legislación esté mal, es que la realidad es compleja y no se ajusta a la uniformidad que la legislación supone. «Por eso, lo equitativo es justo y mejor que cierta clase de justicia, no que la justicia absoluta, pero sí mejor que el error que surge de su carácter absoluto».16
Siempre pensando en la realidad social o política del ser humano, se entiende que la amistad y la justicia responden a la comunidad de intereses que une a los ciudadanos, si bien los tipos de justicia dependen de los regímenes constitucionales que rijan en cada caso. En las monarquías predomina la relación entre el superior y el inferior, y en las tiranías no caben ni la amistad ni la justicia porque la relación es la que existe entre el amo y el esclavo. En la democracia, en cambio, puede haber amistad, una amistad basada en el interés común. Aun así, la amistad que florece en las democracias no es la amistad auténtica, sino una amistad «útil», alejada de la verdadera amistad que es la «virtuosa», la amistad primera, auténtica philía, que está motivada por el bien moral. La amistad virtuosa es la única duradera y que no envilece a quien la practica. ¿Es una virtud? No exactamente. Es más bien un complemento de la vida virtuosa que hace que la excelencia busque la excelencia. Dado que el amigo es imprescindible para el conocimiento de uno mismo, la amistad sólo puede darse entre iguales. Entre el amo y el esclavo es imposible la relación de amistad, sólo se concibe entre ellos una amistad de utilidad porque se necesitan mutuamente. Muy distinta es la «amistad primera», que es el amor del bien, no del Bien con mayúscula, como pensó Platón, sino el bien encarnado en la persona que actúa de acuerdo con la virtud. Como después dirá Pascal, no amamos a las personas, sino sus cualidades. Tan estrecha es la vinculación de la amistad con el autoconocimiento que Aristóteles piensa que el fundamento ontológico de la amistad no es otro que el amor por uno mismo, por lo mejor de uno mismo que se refleja en el amigo.
Es lo que explica que el hombre bueno no sea autárquico o autosuficiente, sino que necesite tener amigos. Los necesita porque se complace en la virtud que puede contemplar en el otro mejor que en uno mismo. También la amistad distingue a los hombres de los dioses ya que éstos se bastan a sí mismos, no necesitan amigos. Los humanos tienen necesidad de los amigos porque la conciencia es imperfecta y sólo se reconoce a sí misma en el otro.
DE LA ÉTICA A LA POLÍTICA
Ha quedado suficientemente repetido que la ética es para Aristóteles un saber eminentemente práctico, cuyo objetivo no es conocer la virtud, sino tenerla y practicarla. Esa idea casi obsesiva es la que le lleva a distanciarse de Platón, según expresa el célebre proverbio que se encuentra en una biografía de Aristóteles: Amicus Plato, sed magis amica veritas («Platón es amigo, pero lo es más la verdad»). Así, ni la idea del Bien ni la felicidad en abstracto sirven como guía para la ética; ésta debe partir de lo particular concreto y elevarse después, en todo caso, a los principios. No es el qué sino el cómo alcanzarlo lo que debe preocuparnos. No deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios: «Ni el médico delibera sobre si curará, ni el orador sobre si persuadirá, ni el político sobre si legislará bien, ni ninguno de los demás sobre su fin, sino que, establecido el fin, considerarán el modo y los medios para alcanzarlo».17 Lo que importa es la acción, no la especulación.
En estas apreciaciones hay que ver no tanto un desprecio de los razonamientos como la convicción de que la pasión no cede ante los argumentos, sino ante la fuerza de las leyes. Debemos tener en cuenta, asimismo, que las virtudes son hábitos acompañados de sentimientos, no sólo cálculo racional, porque sólo así se explica que se reflejen en la práctica de quienes las poseen. Ya hemos dicho que Aristóteles deshace la célebre falacia socrática según la cual basta conocer la virtud para ser bueno. No es así. Existe la akrasía, traducida por «incontinencia» y que consiste en actuar en contra del recto juicio que uno, sin embargo, tiene. El ácrata o incontinente prescinde de los principios, le puede más el placer que espera disfrutar de una acción que el conocimiento de que esa acción debería ser evitada porque no le conviene. La incontinencia ha sido tratada después por el cristianismo como debilidad de la voluntad, y por otros filósofos que han visto en ella una muestra clara de la impotencia de la razón para guiar por sí sola la conducta, como es el caso de Spinoza. Aristóteles lo expresa de forma inmejorable: «El incontinente se parece a una ciudad que decreta todo lo que se debe decretar y que tiene buenas leyes, pero no usa ninguna de ellas».18 Así es de contradictorio el ser humano. Así se explican la corrupción, el fraude y el abuso.
Precisamente porque eso ocurre, el propósito de la ética aparece en entredicho en el último libro de la Ética a Nicómaco, el libro X, que su autor dedica a analizar el paso inevitable que hay que dar de la ética a la política, ya que la política es, en definitiva, el fin último de la acción humana, dada la condición política y social de los humanos. Aristóteles empieza hablando del placer, un tema reiterativo en una ética que pone como fin de la vida humana la felicidad, pero que no puede identificar sin más la felicidad con cualquier placer. No sólo el placer, por definición, no puede ser malo, sino que lo que mueve a actuar es el deseo de conseguir algo placentero. Descartada, por otra parte, esa «felicidad perfecta», privativa de los dioses y de la actividad contemplativa, porque no es humana, habrá que volver a las otras virtudes, como la justicia, la valentía, la prudencia, etcétera, que son las que necesitamos cada día.
Ahora bien, una vez discutidas todas las cuestiones relativas a la virtud, el filósofo cae en la cuenta de que la tarea no está terminada, pues «el fin no radica en contemplar y conocer todas las cosas sino más bien en realizarlas». Los razonamientos no bastan para hacernos buenos. Es necesaria la educación y son necesarias las leyes, «porque la mayor parte de los hombres obedecen más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que a la bondad».19 No sólo eso, sino que los mandatos legales tienen más fuerza obligatoria que las órdenes del padre. Hay que aprender de Esparta, añade Aristóteles, siempre dispuesto a comparar las formas políticas de los distintos Estados, pues es la única ciudad que se ha preocupado de la educación y de las ocupaciones de los ciudadanos.
Además de la educación, es central la figura del legislador o del político. ¿Cómo se enseña a ser político y quién debe hacerlo? Es una pregunta interesante que nadie ha sido capaz de resolver nunca de manera satisfactoria, como, por otra parte, pasa con la mayoría de las preguntas filosóficas. Aristóteles desprecia la suficiencia del sofista que se cree apto para enseñar política cuando lo que hace es confundirla con la retórica. El conocimiento de las leyes y las constituciones será una ayuda para aprender a gobernar, pero no servirá de mucho si no se poseen de antemano los hábitos necesarios para formarse un buen juicio. Todo son dudas, y desde ellas Aristóteles vislumbra la necesidad de ponerse a elaborar lo que hoy llamaríamos una «ciencia de la política», que empiece por recopilar las constituciones existentes para compararlas y valorarlas. Y finaliza diciendo: «Después de haber investigado estas cosas, tal vez estemos en mejores condiciones para percibir qué forma de gobierno es mejor y cómo ha de ser ordenada cada una, y qué leyes y costumbres ha de usar. Empecemos, pues, a hablar de esto».20 La ética, dicho de otra forma, lleva directamente a la política y debe realizarse en ella.