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4 LA ÉTICA HELENÍSTICA. ¿CÓMO HAY QUE VIVIR?

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A partir de la enseñanza de Platón y, en mayor medida, de la influencia y el atractivo que tiene la figura de Sócrates, aparecen en Grecia una serie de tendencias filosóficas que suelen encuadrarse bajo el nombre de filosofías o escuelas helenísticas. Las crean personajes que, de un modo u otro, se desmarcan del modelo sistemático y académico llevado a cabo por Platón y Aristóteles y eligen otras formas de hacer filosofía. Aunque la mayoría de ellos no dejan de tener un pensamiento específico sobre la física, la lógica y demás ramas de la filosofía, el objetivo al que se dirigen es proponer una especial manera de vivir y de buscar la felicidad. Es por ello que la mayoría de tales escuelas (los escépticos son una excepción) no se limita a ofrecer una teoría específica sobre el mundo o sobre el conocimiento sin más, sino que lo hace en la medida en que la teoría sirve de base a la propuesta de una forma de vida, o sea, de una ética.

En el siglo IV a.C., que es cuando el helenismo toma cuerpo, la democracia ateniense se está desmoronando: la ciudad-Estado en la que se fundaba la invención de la democracia está cediendo ante el surgimiento de Estados de dimensiones mayores, en los cuales se establecerá cierta distancia entre el gobernante y el gobernado, que no tiene nada que ver con la comunidad de intereses que existía en el núcleo de la pólis. Empieza a palparse la antítesis entre el individuo y el Estado, que será uno de los problemas a los que deba enfrentarse la reflexión moral y política. Cunden la desilusión y el desaliento, y la felicidad pasa a ser un asunto privado. Ya no se piensa en las virtudes propicias para una vida justa en común. Por el contrario, asoma un individualismo que se convertirá en la señal característica del pensamiento occidental hasta hoy. De ahí que uno de los rasgos más notables de las éticas helenistas sea la desvinculación de la vida política, un alejamiento que, en algunos casos, significa puro desprecio por el poder político y lo que representa, a favor de una propuesta de vida que puede ir desde la indiferencia e incluso el desdén por lo público hasta la oposición a cualquier forma de convención o normatividad. Los cínicos son el mejor ejemplo de tal actitud. En otros casos, como el de los epicúreos o los estoicos, la separación es más proclamada que vivida, pues se trata de filósofos que, de hecho, viven cerca de la política o incluso participan activamente en ella. Aun así, el contexto en el que se concibe a sí mismo el ser humano ya no es la comunidad política ejemplificada en la ciudad-Estado, sino la comunidad de los humanos. Los filósofos helenistas son los primeros cosmopolitas.

Por lo que hace al contenido ético de sus doctrinas, no hay variación en cuanto al cometido fundamental de la ética, que es la vida feliz. Uno de los problemas a resolver seguirá siendo, en consecuencia, el mismo que ya lo fue para los sofistas, Sócrates y Aristóteles: cómo hacer compatible la felicidad con la virtud o la vida buena. Es una cuestión que se ha visto persistentemente en algunos de los diálogos platónicos, donde a duras penas se encuentran argumentos para refutar el hecho de que el más feliz es el tirano, pese a que es quien comete mayores injusticias. La pregunta acerca de si es mejor sufrir una injusticia que cometerla es recogida por Aristóteles en su Ética a Nicómaco para acabar diciendo que ni una cosa ni la otra son buenas, pues lo mejor es no cometer injusticias ni sufrirlas. El mismo Aristóteles dedica varias páginas de sus Éticas a combatir las teorías hedonistas que identifican, a su juicio demasiado alegremente, la felicidad con el placer dando a entender que todo placer es bueno. A pesar de ello, Aristóteles se resiste a borrar el placer del discurso sobre las virtudes. Resuelve el problema afirmando que el virtuoso siente placer siendo como es. Una salida no demasiado distinta de la que ofrecen los epicúreos e incluso los cínicos.

Un último aspecto común a las escuelas o corrientes helenísticas es la afirmación de la independencia del sabio, de la autosuficiencia como manera de ser feliz y, a la vez, buena persona. Cada una de las filosofías propondrá modelos de vida distintos, pero las razones para hacerlo convergen en una sola que no es distinta de la razón que origina el pensamiento ético griego: el objetivo del individuo es ser feliz oponiéndose a un mundo que parece empeñado en encontrar la felicidad de la manera inadecuada.

CIRENAICOS Y CÍNICOS

Aristipo de Cirene (435 a.C.-356 a.C.) da nombre al grupo de filósofos denominados «cirenaicos». Fue discípulo de Sócrates pero, a diferencia de éste, recibía un estipendio por sus enseñanzas, lo que le mereció la reprobación de su maestro y de Platón. Se enorgullecía de su independencia y libertad. Al preguntarle alguien qué había obtenido de la filosofía, contestó tajante: «El poder conversar con todos sin miedo». Tanto de Aristipo como de sus coetáneos no quedan sino fragmentos de sus escritos, recogidos la mayoría de ellos en las Vidas de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio. A propósito de la doctrina de Aristipo, dice Laercio que en el centro situaba el placer y el dolor, ya que todos los animales apetecen el primero y rechazan el segundo. La vida feliz no es otra cosa que «un agregado de placeres particulares», por eso el placer o el deleite debe ser tenido por último fin. Nada es apetecible por sí mismo —riquezas, honores—, sino por el deleite que procura. Platón se refiere a las teorías del placer de los cirenaicos en el Filebo para refutarlas poniendo de manifiesto que la vida de placer es viciosa si no va acompañada de sabiduría. Entre las cosas buenas se encuentra el placer, ciertamente, pero en el último lugar de la jerarquía, después de la medida, la belleza, la inteligencia y la verdad. Para que se entienda mejor, Platón rubrica su tesis jugando con las sílabas finales de los cirenaicos Aristipo y Espeusipo (recordemos que, en griego, ippoi significa «caballo») y, para refutarlos, sentencia: «Aun cuando todos los bueyes y los caballos del mundo digan lo contrario [...] el placer está en el quinto lugar de los valores».

Más rompedores con lo establecido, y también más cercanos a experiencias contraculturales propias de algunas manifestaciones actuales, son los cínicos que, a pesar de considerarse a sí mismos mentores de una cierta forma de moralidad, han acabado dando nombre a un adjetivo —cínico— contrario a toda connotación de ejemplaridad moral. El fundador de esta corriente es Antístenes (444 a.C.-365 a.C.), discípulo y seguidor de Sócrates, a quien admiraba profundamente, desplazándose cada día a Atenas desde El Pireo, donde vivía para oir al maestro. Decía que lo mejor que podía ocurrir a los hombres era «morir felices» y que la felicidad no requería otra cosa que «la fortaleza de un Sócrates». Pensaba que era posible adquirir la virtud por uno mismo y que el sabio debe bastarse a sí mismo. Enseñó en un gimnasio llamado Cinosargo, de donde algunos dicen que procede el término «cínico», aunque lo más aceptado es que deriva de la palabra kinos («perro»), en alusión a la franqueza, desinhibición y desvergüenza de tales animales, actitudes que hicieron suyas los cínicos y, muy especialmente, el más conocido de todos ellos, Diógenes.

A Diógenes de Sínope (c. 412 a.C.-c. 324 a.C.) se le conoce como «Diógenes el cínico», pues ha venido a ser el prototipo del personaje en cuestión. Diógenes Laercio cuenta que fue hijo de banquero y que tuvo que huir de su tierra por haber falsificado la moneda. De esta forma ponía de manifiesto su desprecio por la riqueza material, así como el rechazo que le producía la sabiduría convencional, a favor de un «cinismo» que, a su juicio, era la única forma aceptable de vida. Se formó en tales ideas con Antístenes y luego las puso en práctica de un modo escandaloso, convirtiendo al cinismo en un movimiento radicalmente crítico o, como diríamos hoy, antisistema.

El cinismo de Diógenes tomaba como modelo de moral la vida natural, entendiendo por tal la practicada por los animales, una vida que, a su juicio, la sociedad griega se había ido encargando de pervertir con comportamientos y convenciones artificiales. Proponía, en consecuencia, una vuelta a la naturaleza, que sólo era posible alcanzar a través de una dura disciplina (áskēsis) que hiciera del individuo un ser absolutamente libre y autosuficiente. Son muchas las anécdotas que retratan a Diógenes como un anarquista insolente, que no reconoce jerarquías ni leyes, estima a los esclavos y considera que el sabio no es nadie superior, sino un ciudadano más del mundo. Al sabio debería gobernarle no la convención, sino la razón que coincide con lo «natural». Es libre el que se comporta de acuerdo con lo que el cuerpo le pide en cada instante sin atender a normas ni códigos de buena educación. Deambulaba con un báculo y un zurrón donde llevaba todas sus pertenencias. Como se le hacía difícil encontrar una habitación donde vivir, optó por refugiarse en una cuba. Laercio le dedica varias páginas en las que se suceden anécdotas y citas profusamente recogidas después en los libros que relatan la vida del cínico por antonomasia. Por ejemplo, al volver Diógenes de los juegos olímpicos, alguien le preguntó si había visto a mucha gente, y contestó: «Gente, mucha; hombres, pocos». Cuando se le acercó Alejandro y le dijo: «Pídeme lo que quieras», él le espetó: «Que no me hagas sombra». En otra ocasión en que Alejandro se le presentó con estas palabras: «Yo soy Alejandro, aquel gran rey», le respondió: «Y yo Diógenes, el can». Y al preguntarle qué hacía para que le llamaran «can», dijo: «Halago a los que dan, ladro a los que no dan, y a los malos los muerdo». Al ver a unos diputados que llevaban preso a un ladrón que había robado una taza, comentó: «Los ladrones grandes llevan al pequeño».1

Pero de todos los cínicos quizá el más influyente en su tiempo fue Crates, tanto por él mismo como por su mujer, Hiparquía, una de las escasas filósofas conocidas de la antigüedad griega. Crates reafirmó los principios ascéticos de sus antecesores diciendo que la filosofía era algo tan simple como «una medida de habas y la ausencia de preocupaciones.»2 Escribió mucho y se casó con Hiparquía que, cautivada y seducida por los discursos de Crates, no dudó en desafiar a la sociedad griega e irse con él entregándose a la filosofía en lugar de quedarse en casa dedicada a las funciones propias de su sexo.

LOS ESTOICOS

El pensamiento estoico ocupa un largo período de tiempo, desde el siglo IV a.C. hasta el siglo II d.C. No puede decirse que el estoicismo sea exactamente una escuela, sino más bien la doctrina de un conjunto de filósofos que comparte unas concepciones básicas y comunes sobre el conocimiento, la naturaleza de las cosas y la ética. A partir de ahí, la diversidad entre los distintos estoicos es notable. Tanto en la filosofía estoica como en la de Epicuro es destacable que, más allá del sistema que construyen, se acercan a preocupaciones, como la muerte o la vulnerabilidad del ser humano, poco tratadas directamente por el resto de filósofos antiguos o modernos. No deja de ser extraño que estos problemas, los más misteriosos e irresolubles de la existencia humana, hayan sido tan escasamente considerados por la filosofía y, en concreto, por la moral que pretende ser una orientación para la vida. Es difícil encontrar una corriente filosófica cuyo objeto de reflexión sea la muerte, la vejez, la enfermedad o el sufrimiento. Sólo los estoicos y quienes los siguen abordan directamente esas cuestiones. Efectivamente, los estoicos hablan de todo ello y se afanan también en borrar las diferencias entre esclavos y libres, griegos y bárbaros, ampliando la idea de ciudadanía y extendiéndola a los habitantes del cosmos.

El primer estoico conocido, y también el más influyente, es Zenón, que nació en Citio, una ciudad griega de Chipre, hacia el 336 a.C. En torno al año 300 fundó una escuela en Atenas, la Stoa Poikilé («Pórtico de las Pinturas»), donde empezó a estructurar su filosofía, que luego consolidaron sus discípulos Crisipo y Cleantes. De Zenón dice Diógenes Laercio que era callado, muy paciente y muy frugal. Parece que, como hicieron otros estoicos, murió quitándose él mismo la vida. Un poeta cómico, Filemón, en el drama titulado Los filósofos, lo retrata así:

Pan e higos secos come, y agua bebe;

una filosofía nueva enseña;

enseña a tener hambre,

y para ello discípulos recoge.

Desde el principio, los estoicos quisieron dotar a la filosofía de un sentido eminentemente práctico, rasgo que se acentúa aún más en el estoicismo romano. Más que elaborar una teoría sobre la existencia humana y sus fines, la función de la filosofía es ayudar a vivir lo mejor posible teniendo en cuenta las debilidades humanas. En la época de los primeros estoicos, Atenas ha dejado de ser el centro político del mundo griego, lo que no impide que tanto los estoicos griegos como después los romanos mantengan una relación estrecha con el poder político.

Que la teoría tenga para los estoicos un valor secundario no significa que no quieran dotar a la ética de una base sólida que proporcionan tanto la lógica como la física. El sistema que proponen es mucho más elaborado y completo que el de los filósofos de las demás escuelas helenísticas. Zenón parte de la idea de un cosmos regido por un lógos o una ley natural. A esa ley está vinculado también el hombre, al que se define como un animal que tiene lógos —razón y lenguaje—, lo que le convierte en miembro de la comunidad de seres racionales. El conocimiento es fundamental para la ética, pues el virtuoso es el sabio que es capaz de conocer cabalmente la realidad, sin falsas ideas, y utilizar su saber para vivir con tranquilidad, sin que le perturben miedos y conflictos sin fundamento. La virtud o la vida moral se apoyan en el conocimiento de lo que es, de la naturaleza de las cosas, conocimiento que tiene su origen en percepciones singulares a partir de las cuales la mente infiere conceptos generales. La base de la ética es la lógica, a saber, el mecanismo por el cual se realizan esas inferencias de lo individual a lo general.

La concepción del mundo, según los estoicos, es la de un cosmos en el que se integran todos los seres del universo. Existe un Dios que es una fuerza que lo penetra todo, es la causa de todo, él mismo es la ley de la naturaleza que rige también la conducta humana. La filosofía estoica es determinista, cree en una providencia que determina lo que ocurre y gobierna el mundo. La función del conocimiento es adentrarse en esa ley o lógos que lo dirige todo, penetrar en la razón de ser del cosmos y llegar a descifrarla lo máximo posible. La libertad tal como la entendemos vulgarmente no existe, pues uno es más libre a medida que va descubriendo las causas de todo lo que sucede. La libertad entendida como autosuficiencia es el objetivo humano a conseguir, pero consiste en conocer los propios límites, distinguir entre lo que depende de nosotros y lo que depende de otras causas que no dominamos. La creencia en la inmortalidad del alma carece de fundamento, pues la muerte individual no es otra cosa que la reintegración del individuo en la materia que es el todo. Esa desaparición de lo particular forma parte del orden natural o del plan divino, que es inevitable. Todos los males y catástrofes que no pueden ser gobernados ni impedidos por los humanos no son sino una manifestación de la necesidad de todo el sistema.

A partir de estas premisas lógicas y físicas, el sabio es aquel que acepta voluntariamente lo que hay y se aviene a cooperar con las leyes cósmicas. La ética consiste en la capacidad de ordenar la propia conducta y salvarse uno mismo en medio del caos en el que inevitablemente se encuentra. ¿Cómo conseguir la salvación? Comprendiendo que uno no es más que la partícula de un cosmos y aceptando la ley natural que lo gobierna. «Vivir en conformidad con la naturaleza» es el lema fundamental de los estoicos. Para poder vivir en consonancia con la naturaleza hay que distinguir entre lo que es «indiferente» (adiaphoron) y lo «valioso». Esto último es lo que se sigue de la naturaleza y, por lo mismo, lo razonable, pues es lo único que lleva a la conservación de uno mismo y a la felicidad. Las cosas indiferentes pueden serlo de dos tipos: las que son contrarias a la naturaleza (por ejemplo, querer la inmortalidad) y las que son irrelevantes (la salud, la riqueza, el dolor). Aunque todos los estoicos se refieren a la existencia de cosas indiferentes, no hay unanimidad entre ellos a la hora de precisar cuáles son las cosas irrelevantes.

El concepto de virtud se mantiene, pero ya no es exactamente el mismo de Aristóteles. Los estoicos se centran en la virtud de la fortaleza, pues entienden que la virtud es sobre todo la fuerza individual para adecuarse a lo natural y así vivir con tranquilidad y sin perturbaciones de ningún tipo. Dicha fuerza o valor que es la virtud consiste sobre todo en liberarse de las pasiones que dominan al individuo. La virtud estoica por excelencia es la a-pátheia, la ausencia de pasiones, pues las pasiones siempre han sido consideradas como un estorbo para una vida buena, especialmente cuando ésta se rige por la moderación y el ascetismo.

Es posible evitar las pasiones porque no son otra cosa que «errores del juicio». Zenón define la pasión como «una conmoción del alma desviada de la recta razón de la naturaleza», conmoción que impide «la libre expansión del alma». Si lo que deviene en una pasión perturbadora, como el miedo, la ira, la tristeza, es el juicio vertido sobre cosas o situaciones que, en sí mismas, debieran sernos indiferentes, el remedio para no dejarnos dominar por las pasiones es impedir que sobrevengan, esto es, no sentirlas, suspender el juicio (epojé), no juzgar la realidad, sino limitarse a aceptarla, por decirlo así, sin adjetivarla, sin darle valor ninguno. Lo que busca el estoico es desdoblar la realidad entre lo que sería el hecho bruto —la muerte del hijo— y el sentido que damos al hecho —«¡Qué desgracia, mi hijo ha muerto!»—. Piensan que la realidad no es ni buena ni mala, es nuestro juicio el que la califica. El mal está en el mal juicio, como expresa esta cita de Zenón : «La avaricia es un juicio o estimación de que el dinero es bueno».3 Conocemos la realidad a través de las representaciones que nos hacemos de ella, y la moral ha de consistir en aprender a hacer un buen uso de las representaciones, a saber, utilizarlas de forma que no nos perturben ni nos hagan sufrir.

Con el dominio o la supresión de las pasiones se consigue la autosuficiencia, bastarse uno a sí mismo y no depender ni de los vaivenes de la realidad ni de la versatilidad de los humanos. En ello radica la máxima felicidad que se puede alcanzar. No obstante, la autosuficiencia no es contraria a la solidaridad o a la orientación hacia la vida social, la cual deriva del carácter comunitario del individuo, del saberse una parte insignificante de una realidad que lo envuelve y que es el todo. De ahí que los estoicos trasciendan el valor de la pólis concreta y promuevan un cosmopolitismo que incluye a todos los hombres. Un texto de Cicerón es significativo al respecto:

De todas las cosas buenas [...] ninguna salta a la vista ni tiene tan amplia acción como la unión de hombre y hombre [consistente en] una comunidad y reciprocidad de intereses y amor al género humano [que se extiende] primero bajo forma de parentesco de la sangre, luego de parentesco por alianza, luego por la amistad y por último al vecino, al conciudadano, al aliado político y a la humanidad entera.4

Cicerón (106 a.C.-43 a.C.) no era propiamente un estoico, ni tampoco un filósofo, sino un político y un jurista que, sin embargo, contribuyó mucho y muy positivamente a incorporar el lenguaje filosófico al latín. Quiso introducir en Roma una filosofía que rivalizara con el epicureísmo, cuyas doctrinas no compartía, porque las consideraba demasiado ateas, y encontró la forma de hacerlo acercándose a los estoicos. Fue, sobre todo, un gran divulgador de la filosofía griega.

Un estoico que influyó directamente en Cicerón fue Panecio (185 a.C.-110 a.C.), que perteneció a la llamada Stoa media. En su caso, la necesidad de comprometerse más con la vida real le llevó a abandonar la lógica como algo innecesario para fundamentar la ética. Panecio distinguió dos naturalezas en el ser humano: una común a todos y otra propia de cada individuo. De esta forma quiso explicar la coexistencia de unos deberes morales comunes a todos y otros particulares de cada individuo. La coexistencia de ambos deberes daba cuenta a su vez de una ética personal y otra social, y pretendía superar el conflicto persistente entre el compromiso con la sociedad y los intereses personales. De Panecio no se conserva ninguna obra, pero se sabe que escribió un tratado Del deber que inspiró el De oficiis de Cicerón. Asimismo, éste se vio impelido por las enseñanzas de Panecio a entrar en la cuestión de la legitimidad de la guerra, la llamada «guerra justa» y el derecho de gentes.

Con el Imperio romano florece el estoicismo medio, que cuenta con representantes variados e ilustres. El primero en el tiempo es Epicteto (55-135), todavía griego. Epicteto era hijo de esclavo y él mismo fue también esclavo hasta que fue liberado. La condición de esclavo le confiere el título de estoico propiamente dicho, precisamente el que da sentido al adjetivo «estoico» tal como lo seguimos utilizando hoy: es un estoico el que acepta con resignación y con sabiduría las desavenencias o infortunios que la vida le depara. A juicio de Epicteto, es absurdo oponerse a la propia condición sea la que sea, pues es consecuencia de la ley natural. La libertad que cuenta es la libertad interior, la del alma o la mente, que es independiente del sufrimiento del cuerpo. Un esclavo como él puede ser libre si llega a considerar que la esclavitud corporal es un accidente, pues «no hay esclavitud más vergonzosa que la voluntaria». «Aguanta y abstente» es la consigna que debe seguir el sabio. Epicteto enfatiza hasta lo imposible la idea de que lo importante es dominar el pensamiento: «Cuando abraces a tu hijo o a tu mujer, piensa que lo que abrazas es humano; entonces su muerte no te turbará».5

Estoicos más célebres, por su vinculación política, fueron el emperador Marco Aurelio (121-180) y Séneca (4 a.C.-65). Ambos recogen y desarrollan la doctrina de Epicteto sobre el sentido de la libertad y se apoyan en la creencia en la dignidad de la persona. Así, escribe Séneca:

Yerra quien creyere que la esclavitud se apodera de todo el hombre. Su parte mejor está libre. Sólo los cuerpos están sujetos a esclavitud y pueden ser objeto de dominio. La mente es sui iuris y es tan libre y tan movible que ni siquiera puede ser detenida dentro de esta cárcel en que está encerrada para que no use de su empuje y haga cosas ingentes y salga hasta el infinito para hacer compañía a los astros.6

Séneca fue el más heterodoxo de los estoicos. Marco Aurelio aún escribió en griego, pero Séneca ya lo hizo en latín. Por otra parte, Séneca desprecia las teorías lógicas y físicas como fundamento de la ética. Confía en el poder de las intuiciones. De la Epístola a Lucilio es la célebre frase Ducunt volentem fata, nolentem trahunt («El destino dirige a quien lo consiente, traiciona a quien lo rechaza»). De acuerdo con ella, la libertad consiste en liberarse de todo lo que no depende de nosotros y, ya que lo único que depende de uno es el pensamiento, el uso del pensamiento, de las representaciones o los juicios, es la clave de la libertad. Tal concepción de lo que significa ser libre está estrechamente relacionada con la autosuficiencia: el sabio es el que consigue bastarse a sí mismo, el que encuentra valor en lo que hace sin pensar en resultados ni consecuencias. «¿Qué conseguiré si hiciera eso de modo virtuoso? El haberlo hecho. Nada se te promete fuera del hecho mismo».7 La fuerza del sabio no radica en ser insensible al dolor y a las desgracias, sino en aprender a vivir con ellas: «No sentir la propia desgracia es impropio del hombre, no soportarla es impropio del varón».8 Parecido es este fragmento de Marco Aurelio: «Si alguna cosa exterior te contrista, no es ella la que te contrista, sino el juicio que te formas acerca de ella misma; pero en tu mano tienes el abolir ese juicio al instante».9 O esta otra de Séneca: «Si quieres que te diga la verdad, no creo que exista para el hombre otra calamidad que la de pensar que existe en el mundo alguna cosa que sea para él una calamidad».10

La dignidad humana, valor fundamental para el estoicismo, se traduce en la capacidad del individuo para dirigir su conducta a pesar de las adversidades y los contratiempos. Una capacidad que no es privativa de nadie, ya que la dignidad iguala a todos los hombres. Como corolario de la actitud de Epicteto, es elocuente este fragmento de Séneca:

—Son esclavos. —Antes bien, hombres. —Son esclavos. —Antes bien, camaradas. —Son esclavos. —Antes bien, amigos humildes [...] Las costumbres se las da cada uno a sí mismo, el papel social lo da el acaso... Es esclavo pero quizá libre en cuanto al ánimo.11

EPICURO

Epicuro nace en Samos, en el 341 a.C., y se traslada a Atenas en el 323, el año de la muerte de Alejandro. Le toca vivir unos tiempos de inseguridad económica y política, de ruptura de los lazos cívicos y debilitamiento de las estructuras de la pólis, que Aristóteles aún pretende salvar. No ve en la política nada atractivo ni propicio para la felicidad. Su propuesta va dirigida al individuo y consistirá en una ética del placer, entendido éste con diversos matices, y en un desprecio de la vida pública, como se desprende del lema que sintetiza su enseñanza: «Vive en lo oculto». A diferencia del cínico que busca la provocación y exhibe su extravagancia, el epicúreo predica la moderación y la tranquilidad: «No me preocupo de agradar a la masa. Pues lo que le gusta, yo lo ignoro, y lo que yo sé, sobrepasa su entendimiento».12

De la escuela de un tal Nausífanes toma la idea de la importancia de la akataplexía, la inalterabilidad, para ser feliz, si bien le decepciona la poca congruencia entre lo que predica y la vida real de su maestro. Diógenes Laercio cuenta cómo Epicuro funda su propia escuela, denominada «el jardín», porque busca un ámbito más privado que el de la Academia o el Liceo, una casa con jardín en la que convive una comunidad de fieles sin distinción ninguna entre hombres y mujeres, esclavos y libres. Parece que Epicuro escribió mucho. Laercio menciona cuarenta y un títulos y reproduce tres cartas, que constituyen su cuerpo doctrinal más importante. Destaca, en especial, para los propósitos de la ética, la Carta a Meneceo. Conviene leerla, pues en ella se contiene sintetizada toda la teoría de Epicuro sobre la forma de vida moralmente más conveniente y los peligros que la amenazan, el fundamental de los cuales es una visión equivocada de la religión. Para entenderla bien, sin embargo, es preciso conocer algo sobre la concepción del conocimiento y de la física de su autor, así como sus puntos de vista sobre la religión.

En general, el pensamiento de Epicuro, como dejó claro Carlos García Gual,13 puede calificarse como un pensamiento «utilitario». Si algo le interesa es en la medida en que es útil para vivir bien. Le interesa la dialéctica porque es útil para la física, y ésta, en cuanto es útil para la ética. Las matemáticas, que son pura abstracción y carecen de relación con la conducta, son sencillamente inútiles. Por lo que hace al conocimiento, el criterio de verdad reside en la percepción sensible que siempre es verdadera. Las imágenes que penetran en los órganos de los sentidos no pueden ser falsas. Al igual que los estoicos, Epicuro cree también que el error nunca está en las cosas, sino siempre en el juicio. A partir de ahí rechazará las supersticiones implícitas en las religiones, así como las distorsiones que producen en el conocimiento y que impiden vivir con tranquilidad. Además de las percepciones sensibles, las afecciones o pasiones, como el placer y el dolor, son importantes en tanto son la base de las normas de conducta: el placer nos dice lo que debemos elegir, y el dolor, lo que debemos evitar, así de sencillo.

En cuanto a la física, desarrollada en una de sus obras capitales, Sobre la naturaleza, interesa porque puede librar a los hombres del temor a los dioses y al otro mundo. Epicuro es uno de los filósofos materialistas de la Antigüedad. Sigue, en física, el atomismo de Demócrito, que explica todos los fenómenos a partir del movimiento de los átomos, el cual hace superflua cualquier intervención divina y elimina de entrada ideas como la de que el alma es inmortal. Se supone que los átomos caen a través del espacio vacío y que el origen del universo se debe a una colisión de átomos producida a su vez por una desviación ocasional de la caída vertical, sin la cual los átomos no hubieran llegado a encontrarse nunca. A esa desviación Epicuro la denomina «clinamen», y es su forma de aludir a la existencia de la libertad. El alma es, asimismo, un compuesto de átomos de distinto signo, unos más racionales que otros. La muerte consiste en la separación de los átomos que, mientras permanecen unidos, constituyen esa parte racional o espiritual que es el alma.

Una concepción del mundo materialista como la de Epicuro pone de manifiesto el engaño de la religión. Epicuro no es un filósofo ateo, como algunos, y entre ellos Cicerón, quisieron entender. Se propone destruir la creencia en los dioses del Estado, a partir de su teoría atomista. Pensaba que el Gobierno de la antigua Roma alimentaba la superstición. Para combatirla, bastaba con darse cuenta de que la noción de la divinidad transmitida está equivocada. Los dioses existen, pero no son como el vulgo se los representa, como seres que intervienen en la vida de los hombres a quienes benefician o castigan y cuyas vidas regulan. No es así. Los dioses están tan alejados de los hombres, que para nada intervienen en sus vidas ni les preocupa su existencia. «No es impío quien suprime los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo». Esas opiniones no son sino «falsas suposiciones».14 De la misma forma que es sabio rechazar ideas sobre la divinidad carentes de fundamento, también hay que hacerlo con las opiniones que conducen a temer la muerte. Si todo bien y todo mal reside en la sensación y la muerte es privación de sensación, es absurdo tener miedo de morir y ansiar la inmortalidad. La muerte no es nada para nosotros, afirma Epicuro con un argumento repetido hasta la saciedad, pues «cuando nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros».15

Importa librarse de miedos y angustias porque el objetivo de la vida buena es el placer y la ausencia de sufrimiento. Se conjugan en la ética de Epicuro dos elementos en principio incompatibles: el hedonismo, el placer como objetivo, y una austeridad implacable que, en realidad, nos da la verdadera medida del placer que hay que buscar. Epicuro piensa desde el cuerpo, ha escrito Emilio Lledó.16 Frente a las opiniones y las costumbres de los hombres, frente a las convenciones, el criterio para actuar es el que nos dicta nuestro cuerpo. Ni la sociedad ni los dioses deben decirnos qué debemos hacer, es ese conjunto de átomos que nos constituye el que determina por dónde debemos ir.

Decir que el placer es el único fin del ser humano significa renunciar a todo idealismo. Si Epicuro es materialista en la física, lo es también en la ética. Pero esa voluntad de no trascender lo material no es contraria a una jerarquía de placeres, otro aspecto de la austeridad como guía. Si bien todos los placeres tienen sus raíces en el cuerpo, los del alma son superiores porque dependen más de nosotros: a través de la esperanza, del recuerdo, de la imaginación, de la filosofía, podemos representarnos lo que nos produce mayor placer. Sirva como muestra de lo que logran las facultades espirituales este fragmento de la Carta a Idomeo que narra los últimos días de Epicuro:

Transcurría el día feliz en que agonizaba mi vida cuando te escribía estas palabras. La enfermedad del estómago y la vejiga proseguían su curso sin admitir ya incremento de su habitual agudeza. Pero a todas estas cosas se oponía el gozo del alma por el recuerdo de nuestras pasadas conversaciones filosóficas.17

¿Filosofar es, pues, el máximo placer? En cierto modo sí, pues el placer se consigue con la ataraxia, que consiste, a su vez, en la ausencia de miedos porque se ha llegado a la convicción de que: 1) los dioses no son temibles; 2) tampoco lo es la muerte; 3) es fácil procurarse el bien; 4) es posible soportar el dolor. Para esto sirve y es útil la ciencia de la naturaleza, que nos procura estos cuatro principios: todos los placeres son buenos, pero no todos hay que procurárselos; todos los dolores son malos, pero no todos deben ser evitados. Para conseguir actuar de acuerdo con ello, el sabio ha de aprender a independizarse de sus deseos y a desear sólo los placeres que él mismo puede procurarse, es decir, los placeres espirituales, pues no todos los deseos son igualmente necesarios: «De los deseos, unos son naturales y necesarios. Otros, naturales y no necesarios. Otros no son naturales ni necesarios, sino que nacen de la vana opinión». Saber discernir y tener disciplina para reprimir lo no deseable son dos medidas imprescindibles para ser un buen hedonista: estimar el placer por encima de todo, pero, al mismo tiempo, combinarlo con un principio irrenunciable de racionalidad y orden. Todo está dicho en esta frase lapidaria: «El mayor placer está en beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando se tiene hambre».18

El placer, además de ataraxia, es autarquía, independencia con respecto a los propios deseos y las opiniones de los demás mortales. El sabio es el que consigue la independencia y la serenidad de ánimo que ésta aporta. Por eso Epicuro opta por desentenderse de la política, dado que la operatividad de la misma es casi nula. El sabio, por una parte, no es ambicioso; por otra, está convencido de la impotencia humana para transformar el mundo. Así, el epicúreo se refugia en su «jardín» y opta por desdeñar el poder.

La filosofía de Epicuro es exactamente una manera de vivir, un espíritu, más que una doctrina. Por ello era importante la vida comunitaria, donde los miembros de la comunidad se contagiaban de una misma forma de entender la vida siguiendo en todo momento el ejemplo del maestro, que es el que orienta sobre el sentido de la felicidad. Lo explica bien Festugière: el epicureísmo era «un espíritu que se encarnaba en pequeñas cofradías, donde se guardaba escrupulosamente la palabra del sabio y se hacía profesión de amistad. En un mundo en que los cuadros civiles y familiares tendían a desaparecer, Epicuro supo fundar una nueva familia. Sin duda ése fue el secreto de su prolongado prestigio».19

Hemos dicho que la ética epicúrea es utilitaria, como lo es el conocimiento de la naturaleza. Las virtudes valen si son útiles, pues el bien moral no significa nada «si no está presente el placer». Por eso hay que ser justo, porque el justo goza de tranquilidad de ánimo, mientras que el injusto vive lleno de turbación. Hay en Epicuro un embrión de lo que luego será el contrato social, pues entiende que la justicia deriva de un pacto: «Lo justo según la naturaleza es un acuerdo de lo conveniente para no hacerse daño unos a otros ni sufrirlo».20 Entre los animales no hay justicia porque ellos no pueden hacer pactos. Además, las leyes se justifican porque son útiles a la comunidad que las acepta y, cuando se demuestran inútiles, deben cambiarse porque ya no son convenientes.

El carácter utilitario de todo cuanto hacemos se extiende también, en Epicuro, a su concepción de la amistad, un valor importantísimo para los griegos, que no entienden el individuo sino en un contexto comunitario que lo cobija, sea la familia, la tribu o la ciudad. En ese entorno, la amistad es absolutamente imprescindible: «De los bienes que la sabiduría ofrece para la felicidad de la vida entera, el mayor, con mucho, es la adquisición de la amistad».21 Aunque el sabio ha de procurar la propia autonomía, ésta no es contradictoria con el cultivo de la amistad, que genera placer, porque da seguridad y confianza. Y aunque el móvil sea la seguridad, finalmente la amistad acaba apreciándose por sí misma. La centralidad de la amistad en el epicureísmo explica la solidaridad entre sus adeptos y la concepción de la filosofía como una meditación en común.

No sería justo cerrar este sintético panorama de lo que fue el epicureísmo sin mencionar a Lucrecio y su obra más famosa, el poema De rerum natura. Fue vertido al latín por Cicerón, pese a que no parecía sentir ninguna atracción por el contenido del poema ni, concretamente, por la concepción de la religión que hay en él. Lucrecio expone en forma poética toda la doctrina de Epicuro sobre el materialismo atomista y la necesidad de combatir un temor a los dioses totalmente infundado. La felicidad como fin de la vida humana, ese objetivo que inspira toda la filosofía antigua, ha adquirido rasgos más científicos y no depende tanto de la suerte ni de la voluntad de los dioses olímpicos. Lo dice con maestría el verso de Virgilio, sin duda lector de Lucrecio: Felix qui potuit rerum cognoscere causas («Feliz quien conoce las causas de las cosas»). Esa vinculación de conocimiento y felicidad, y de ética y felicidad, desaparece de la reflexión filosófica con el cristianismo.

Breve historia de la ética

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