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INTRODUCCIÓN

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Provista de guantes blancos de tela como accesorios de rigor para aproximarme a los textiles, pude apreciar los atuendos de Susú Pecoraro para Camila (María Luisa Bemberg, 1984) y los atavíos ricos en brocados –casi un centenar– que fueron diseñados por Graciela Galán para Yo, la peor de todas (1990). Luego de detenerme ante un vestido de encaje negro que perteneció al placard privado de Tita Merello, mi trayectoria enfatizó los hitos del extravagante guardarropa de Niní Marshall. Mis cómplices en el recorrido de épocas, tramas y texturas en una sala del edificio de La Boca que cobija la colección de vestuarios del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken fueron las expertas en conservación Angélica Crespo y Amalia de Grazia. Siguieron un traje de sevillana rojo con volados de es­­tampas florales, un atavío de terciopelo azul con un cuello rosa que las manos costureras de Niní modificaron al aplicarle un cierre relámpago, y un vestido multicolor con la etiqueta Luis Bocús. De su galería de sombreros, vislumbré modelos de rafia ornamentados con honguitos de plástico, cintas y flores, las gorras para lluvia en crudo o negro con la etiqueta de la casa Sombreros Ely y también otra sombrerera donde acostumbraba trasladarlos. En la travesía asomó el tailleur rojo años cuarenta que la experta Leonor Puga Sabaté diseñó para Luisina Brando en Boquitas pintadas (Leopoldo Torre Nilsson, 1974), así como una malla de baile dorada que complementó la falda con yuxtaposición de tules multicolores creada por Paco Jaumandreu para urdir uno de los trajes de varieté de Isabel Sarli en Favela (Armando Bo, 1961). Contemplé un atuendo sartorial que Tito Lusiardo vistió en Isabelita (Manuel Romero, 1940). El chaqué y el pantalón conservan la etiqueta de la sastrería E. Boragino y expresan la fecha de culminación de su costura a medida: 24/6/1940.

“Cuando se usa el vestuario de un film se le exige al máximo, pero cuando se termina de vestir, el producto final es la película; de ahí que las colecciones de vestuario representen el último testimonio que queda de un film”, repitieron a modo de mantra las conservadoras. Ellas ilustran una rúbrica de los oficios redescubierta y visibilizada por la museografía contemporánea.

El cine contribuyó a mi aprendizaje inicial sobre moda. Los artilugios de Louise Brooks en Diario de una perdida (Georg Wilhelm Pabst, 1929), los modismos de Audrey Hepburn en Sabrina (Billy Wilder, 1954), La princesa que quería vivir (William Wyler, 1953) –también conocida como Vacaciones en Roma–, Muñequita de lujo (Breakfast at Tiffany’s, Blake Edwards, 1961) y Amor en la tarde (Wilder, 1957), las extravagancias de Anna May Wong, pasando por los ciclos revisionistas de la Sala Lugones del Teatro San Martín, y también un cineclub hogareño que en los inicios de 1990 compartí con el crítico de cine Diego Curubeto. Cada tertulia que allí se celebraba apuntaba a contemplar los últimos hallazgos que proclamaba el tándem de amigos cinéfilos conformado por los coleccionistas Fabio Manes y Fernando Martín Peña. Los recuerdo acarreando unos pequeños baúles de cuero marrón que se sujetaban con lazos. Los films se proyectaban en una de las paredes del living y el proyector de 16 mm podía permanecer sobre una mesa de trabajo, con las latas apiladas sobre el piso de modo tal que el conjunto componía una caótica torre durante varios días posteriores a cada función.

Con el transcurso de los años y gracias a la labor de cronista y crítica de modas, surgió el impulso de indagar en la estética del cine argentino y en la construcción de los vestuarios.

Prueba de vestuario concluye una serie iniciada en el año 2010 con los ensayos reunidos en Prêt-à-Rocker. Moda y rock en la Argentina y continuada en 2014 con Letras hilvanadas, referido a las representaciones de la vestimenta en los personajes de la literatura argentina. Así, se traza una hoja de ruta donde la vestimenta interactúa con el rock, la literatura argentina y el cine. Además de poner en evidencia las relaciones entre la moda contemporánea, las citas de los estilos foráneos y la exaltación de estilos criollos, da cuenta de los oficios relacionados con la cinematografía. Durante el proceso descubrí la magnificencia de los films de Manuel Romero, comprendí el legado estético de la Rubia Mireya y el charme arrabalero de Tita Merello, el porte y la fotogenia de Zully Moreno y el desparpajo indumentario de Niní Marshall, celebré el fashionismo de Paulina Singerman y el dandismo de los villanos del cine de los años cuarenta. Además, ahondé en la relación con la moda de la actriz Graciela Borges y en el protocolo de ropas despojadas de estampas que el director Martín Rejtman destina a vestir a los protagonistas de sus films.

Me zambullí en los métodos de la reconstrucción histórica, como el trabajo meticuloso de María Julia Bertotto que consiste en observar fotos con lupas, y en el frenesí por las divas y los desfiles cual happenings de dibujo urdidos por Paco Jaumandreu. Las entrevistas con los vestuaristas componen otro de los ejes fundamentales. Beatriz Di Benedetto fue una interlocutora fabulosa, precisa y concisa; de María Julia Bertotto aprendí la máxima “el mejor vestuario es el que pasa desapercibido para los espectadores”. Eduardo Lerchundi, quien murió en 2018 a los 92 años, no acostumbraba dar reportajes, pero aceptó hablar conmigo en 1997 para un artículo de la revista de cine Film, por encargo de Paula Félix Didier y Fernando Martín Peña, sus directores, amigos del club cinéfilo de mi juventud.

A Paco Jaumandreu lo entrevisté en diversas ocasiones. La primera vez fue una tarde de 1994 en la que llamé al portero eléctrico de su hogar en el cuarto piso de un edificio art nouveau de la calle Esmeralda, sin siquiera haber concertado una cita previa. Por entonces, su teléfono fijo no funcionaba. Las coordenadas geográficas de su morada me las había pasado Laura Quesada, una amiga de la escena del bar Bolivia, que lo descubrió mientras realizaba un censo como trabajo part-time. Desde ese día lo visité en varias ocasiones y lo entrevisté para diversas publicaciones. Lo recuerdo vestido en tonos de marrón y negro, con una cadena de oro colgada del cuello. Nos sentamos entre los muebles franceses raídos del living y una extraordinaria colección de miniaturas de madera con forma de lechuzas dispuestas en los estantes.

A Horace Lannes volví a interrogarlo sobre vestuarios a veinte años de una conversación inicial en la confitería La Ideal en la calle Suipacha, ritual del té con masitas mediante. Me regaló uno de sus dibujos para Susana Giménez en Tú me enloqueces (Sandro, 1976), película en la que compartió el protagonismo con el cantante Sandro. En el verano de 2017 conversamos en un bar de Villa Devoto contiguo a su casa y me obsequió su libro La moda en el espectáculo (2008), editado por la Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico, que compila su labor para el cine, el vestuario y las revistas y sus saberes sobre la trama de la industria. Lo que no cambió en el transcurso de esas décadas fue el protocolo de extensas charlas al teléfono que todo aspirante a entrevistar a sir Horacio debe sostener durante varias jornadas y, por lo general, durante la noche. En ese lapso, los modismos indumentarios de Horace se flexibilizaron: pasaron del riguroso traje con camisa y corbata al imperativo uso de una bermuda y una camisa informal, como consecuencia de los cuarenta grados que esa tarde marcaba el termómetro.

Percibí que, así como el cine de las décadas de los años cuarenta y cincuenta enalteció las sastrerías teatrales, las nuevas generaciones de vestuaristas hacen rescates en tiendas de ropa vintage. Roberta Pesci y Julio Suárez ilustran la estética contemporánea. Mientras que Pesci pasó del diseño de indumentaria al de vestuario y a las prendas requisadas en la Feria del Hogar Israelita Argentino que acostumbraron vestir algunos personajes de los films de Daniel Burman, Suárez, quien se inició como actor en el underground, donde realizaba el vestuario para sus personajes, enunció que “en un film la ropa debe estar en movimiento”.

Al momento de abordar la investigación no existía bibliografía que indagara sobre estética y vestuarios en el cine argentino. La principal fuente que utilicé fueron las películas, en su mayoría disponibles gracias a los canales de YouTube creados por los infinitos adoradores del cine argentino. No me propuse trazar una historia lineal del vestuario. El inicio del recorrido intenta diseccionar los arquetipos de las morochas y de las rubias diseñados por los directores en complicidad con los vestuaristas. Para el capítulo dedicado a los “estilos mas­culinos”, me remití a la observación de las revistas de cine que componen el acervo de la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional y sus representaciones de los galanes de antaño, las publicidades de las sastrerías y dos films fundamentales. Uno fue La edad difícil (1956), que conseguí ver en 35 mm en una de las jornadas de cine en el auditorio de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC), y el otro, Pelota de trapo (1948), ambos de Leopoldo Torres Ríos. Por su parte, el libro Leopoldo Torres Ríos: el cine del sentimiento (1974), de Jorge Couselo, aportó aristas sobre la estética de la infancia abordada por este director.

Cerca de mi televisor anclado en la señal de YouTube e impregnado de la cadencia del cine argentino de antaño, dispuse cuadernos y tomé infinitas notas referidas a diálogos, descripciones de vestuarios, créditos de sastrerías, nombres de tiendas, maquilladores y peinadores documentados en las secuencias de los títulos. También hice listados de películas que debía ver, y esas filmografías de actores y directores derivaron en la confección de nuevas listas que no siempre cumplí a rajatabla.

Algunas entrevistas tuvieron segundos tramos. Cuando me reuní por tercera vez con Julio Suárez, le pregunté acerca de la reconstrucción del estilo de Tita Merello, si conocía la procedencia de los foulards que le regalaba el actor Luis Sandrini, si había leído tratados sobre los vestuarios para tango y si acaso consideraba que el estilo de Merello se diferenciaba de los ropajes de las cantoras Mercedes Simone y Azucena Maizani. Al terminar la charla fuimos juntos a un desfile de Jean Paul Gaultier en el Centro Cultural Kirchner (CCK). En las escalinatas de ingreso nos encontramos con el artista y diseñador Sergio de Loof, quien vestía un jean que parecía un esparadrapo, una camisa verde, pulseras y purpurina. Al verlo, Julio no vaciló en componer el conjunto de modo tal que le diera una apariencia festiva.

Las influencias cinéfilas suelen ser enunciadas con mayor o menor rigurosidad por estilistas y diseñadores como referencias y disparadores de sus colecciones, de ahí que haya considerado fundamental ahondar con el mayor detenimiento en la construcción de los vestuarios y el imaginario del cine argentino. Cual portadora de una cámara tan caprichosa como analógica, lejos de detenerme en los destacados de una ostentosa y efímera alfombra roja con capturas teatralizadas mediante cámaras Glam 360, preferí dirigir la mirada hacia los gestos de moda y modos menos grandilocuentes y más intimistas vinculados con los estilos en el cine argentino.

El 3 de marzo de 2020, mientras escribía el corte final de esta introducción, aconteció el cierre de la Semana de la Moda de París. Quedé estupefacta al ver cómo la experta en diseño de vestuario Milena Canonero caracterizó por encargo del diseñador Nicolas Ghesquière a doscientas cantantes de ópera dispuestas en el Museo del Louvre, devenido pasarela. Delante de un fondo negro, las integrantes del exquisito coro conformaron seis hileras, como si se tratase de un mural sobre la historia de la moda con artilugios fechados entre el siglo XV y 1950 que dialogara con la vanguardia de la moda. La interacción entre los vestuarios para cine y las arbitrariedades de la moda que en un gesto impulsivo había decidido denominar Prueba de vestuario se corporizó entre cuellos isabelinos, crinolinas, pelucas, faldas con superposición de volados confeccionados con textiles tecnológicos y pantalones derivados del estilo deportivo.

Prueba de vestuario

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