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A modo de prefacio.
El abuelo

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– Abuelo, ¿por qué no duermes?

– No sé, algo no me deja dormir, se me ocurren todo tipo de pensamientos.

– ¿Qué pensamientos?

– Muy variados, pensamientos de viejo.

– Bueno, abuelo, cuéntame, estoy interesado. A veces yo tampoco puedo dejar de pensar y me cuesta conciliar el sueño.

– ¿Y en qué piensas?

– ¿Por qué nuestro río se secó por completo? Antes, aún se podía pescar, soñaba con atrapar un gran lucio, pero ahora que no he logrado ese sueño, aún a veces lo veo cuando duermo.

– Si realmente quieres, entonces lo atraparás.

– Pero ¿dónde lo atraparé si el río se ha secado?

– Si quieres, atraparás tu lucio en un río seco.

– No, abuelo, no lo atraparé, no me engañes, eso no puede ser.

– Sí que puede ser. Todo puede ser, si realmente lo quieres. Duerme, mañana iremos a pescar tu lucio.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo; venga, a dormir.

Vovka se durmió y vio en un sueño cómo atrapaba un pez grande y brillante. Era hermoso y reluciente, todo él brillaba al sol, tan resbaladizo y caprichoso intentando escaparse de las manos.

Por la mañana se despertó y llamó al abuelo. Este no respondió. Vovka se levantó, se lavó la cara y los dientes. Salió al patio y volvió a llamar a su abuelo. Pero el abuelo no estaba, así que decidió salir a buscarlo, cruzó la cerca y corrió hacia el río. Gracias a Dios que estaba cerca de la casa, a cien metros como máximo. Aunque antes el río tampoco parecía ancho ni caudaloso, qué agradable era bañarse en sus aguas, bucear hasta la otra orilla, y después secarse, calentarse al sol y sentarse bajo un sauce con una caña de pescar. Y ahora casi no había agua, el verano ha sido muy caluroso y seco.

El abuelo estaba sentado debajo de un sauce, allí donde a Vovka le gustaba ponerse y donde siempre se le encontraba cuando se le hacía tarde para ir comer.

– Abuelo, ¿por qué te sientas ahí? Llevo buscándote un rato.

– Pues aquí estoy sentado, esperándote. ¿Pescamos ese lucio o qué?

– ¿Cómo lo vamos a hacer? No hay agua, todavía corre un poco por allí, y aquí no hay más que arena.

Sin responder, el abuelo sacó la caña de pescar, desenrolló el hilo, enganchó en el anzuelo un grueso gusano, lo agitó y lo lanzó.

Se sentaron un rato, en silencio los dos. Vovka miró la arena y esperó. Pero no aguantó demasiado y a eso del mediodía se fue corriendo a casa. El abuelo dijo que solo había que calentar la comida, había dejado todo preparado desde primera hora de la mañana. Y sobre las cinco Vovka echó de nuevo a correr.

– Yayo, ya ves que no hay nada. Ya te dije que era imposible.

– Y yo te dije que había que desearlo con todas las fuerzas. Y como no lo deseas, no haces más que ir de aquí para allá corriendo.

Vovka se ofendió, frunció el ceño, pero se sentó junto a su abuelo. Decidió no rendirse y comenzó a mirar en silencio la arena.

El día estaba llegando a su fin. El sol se estaba poniendo y empezó a oscurecer. Cuando casi no se veía nada y los ojos de Vovka empezaban a cerrarse, su abuelo se tensó de repente, se puso de pie, y al momento, con un movimiento hábil y brusco, levantó la caña de pescar, tirándola hacia sí mismo y, en medio de los rayos del sol ya lejano, Vovka vio cómo se retorcía un lucio VIVO, iridiscente y brillante.

El muchacho. Novela documental

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