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Capítulo 1. Principio y fin

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El muchacho, nacido en la ciudad de Kopeisk (región de Chelyabinsk), a la edad de cinco años se trasladó a la tierra natal de su padre, donde este había comprado una casa en una remota y perdida aldea. Al niño no le gustó Bielorrusia. Sus compañeros le recibieron con hostilidad. ¿Por qué? Tenía un acento extraño, no se comportaba “como los demás”, “como era debido”. A raíz de aquello el chaval se interesó por sus padres, por quiénes eran, de dónde venían y para qué venían. Le explicaron que su padre procedía de Bielorrusia, pero que vivió en su pueblo natal solo hasta los 14 años, luego se convirtió en un vagabundo, deambulando por toda la Unión Soviética, ocultándose de las autoridades, que intentaban encarcelarlo por vivir en la calle. Su madre era rusa y hablaba más o menos correctamente. Así que el chaval decidió que él también quería ser ruso. Después de acabar la escuela secundaria con las máximas calificaciones, se matriculó en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Minsk. Nada más empezar el curso, lo llamaron a filas. Acabado el servicio militar, pero ya miembro del Partido Comunista de la Unión Soviética, se convirtió en secretario del comité Komsomol de la universidad. Tras la aparición de la brillante figura de Mijail Gorbachev en la arena política, el joven se dio cuenta de que la URSS pronto se iría al traste y decidió marcharse al extranjero para empezar una nueva vida. En la siguiente reunión del comité del partido en la universidad, arrojó sobre la mesa el carnet del partido comunista, lanzándoles a todos los presentes una obscenidad rusa cuidadosamente seleccionada, cogió su diploma rojo de excelencia y se marchó a España. Allí consiguió un trabajo en una academia de idiomas y empezó a enseñar inglés a estudiantes españoles. Pasado un año, la Escuela Oficial de Idiomas de Zaragoza anunció un concurso para el puesto de profesor de ruso como lengua extranjera. Presentó la documentación, ganó y se convirtió en jefe del departamento de lengua rusa. O, mejor dicho, en el único profesor del departamento. No había otras alternativas entonces. Trabajó allí durante siete años, pero al final le despidieron, ya que las autoridades convocaron un nuevo concurso para ocupar su puesto, de manera oficial, estatal y burocrática, para el cual ni siquiera pudo presentar la documentación pertinente, ya que no tenía la nacionalidad española. Y así, hasta ahora. No quería convertirse en un español normal y corriente, y tampoco quiere ahora. Así que creó su propia agencia de traducción privada y, sin quererlo, se convirtió en un hombre de negocios. Pero en 2001, después de llevar once años viviendo en España, con casa propia y tres coches, y con una cierta cantidad de dinero en una cuenta bancaria, todo terminó. Se produjo el accidente. Lo que vino después: 14 años vegetando en una silla de ruedas. Eso es todo. Una historia triste, dolorosa, pero, desafortunadamente, ni original ni única, sino bastante corriente.

Catorce años vegetando en una silla de ruedas, aunque eso no es cierto, no se trata de eso. Cuando comenzó a recobrar el sentido, postrado en una cama de hospital, durante mucho tiempo no logró entender lo que le estaba pasando. ¿Por qué, de repente, sin ninguna razón aparente, su cuerpo ya no lo obedecía? ¿Y por qué las personas a su alrededor (una madre que apareció de no se sabe dónde, médicos, enfermeras, amigos, esposa, hijo y amante) le miraban de una manera extraña y le trataban como a un imbécil? Después, su amada compañera (a quien él entonces no consideraba ni amiga íntima ni familia, sino su amante) comenzó a explicarle lo que había sucedido. Por la mañana temprano, la llamó y le dijo que, como siempre, no podría ir a buscarla para ir a trabajar juntos a la agencia de traducción, de la que eran socios. Prometió ir más tarde, pero desapareció durante toda la mañana. La pobre mujer no sabía ni qué pensar, pues él nunca había hecho eso antes, aunque había hecho muchas cosas que ella ya sabía. Luego, al caer la tarde, al final de la jornada laboral, la llamaron de un hospital para pedirle que acudiera a reconocer a un paciente que estaba en coma después de un accidente de tráfico ocurrido a 70 kilómetros de la ciudad en una carretera de montaña. Al bajar una pendiente, perdió el control en una curva, salió volando de la carretera cayendo por un barranco, donde fue recogido por un helicóptero y llevado al hospital. El diagnóstico sonaba de lo más extraño: LME combinado con TCE. No entendía estas abreviaturas ni en español ni en ruso. Y además, recordó furtivamente la conversación mantenida entre el médico y su madre:

– ¡Pero qué me dice! Ha tenido mucha suerte de que haya sobrevivido, aunque de ahora en adelante estará impedido, pero seguirá vivo. Y olvídese de todo lo demás, hablará con gran dificultad y solo en ruso.

“¡Pero qué coño está diciendo, joder!”, pensó.

Pero pronto empezó a buscar explicaciones y escuchó que LME significaba “lesión de la médula espinal”, mientras que TCE era algo abominable: traumatismo craneoencefálico. Un traumatismo detrás de otro, pensó. Sí, había una esposa a la que amaba sinceramente y a la que, sin embargo, no dejaba de engañar cada vez que podía y le había anunciado que ya no viviría con él. El amor se acabó, como lo entendía ella después de dos meses de cavilaciones.

– Pues entonces pide el divorcio —respondió.

– ¿O sea, que ni siquiera quieres que sigamos siendo amigos? Después de todo, tenemos un hijo en común y podríamos mantener una relación normal; te ayudaré en todo, encontraré un piso en el que puedas vivir con tu madre —continuó murmurando la hipócrita camuflada bajo el icono sagrado.

– ¿Para qué necesito una mujer que no quiera vivir conmigo? —hizo una pregunta lógica y con esto puso punto final a la historia de sus relaciones mutuas, la vida familiar y el amor unilateral.

Después de un año de permanecer en dos clínicas de rehabilitación para pacientes en silla de ruedas, donde le dijeron sin rodeos que nunca volvería a caminar y que permanecería confinado en una silla de ruedas de por vida, su cabeza comenzó a funcionar poco a poco. Pensó seriamente en su vida futura, recordó no solo el español, sino también el inglés, aprendió francés y se preguntó si todo iba a ser tan jodido y realmente iba a seguir siendo un vegetal para siempre. En prensa y en televisión aparecían reportajes. Su amante, que ya se había convertido en un ser querido y una verdadera amiga, fue a verle a toda prisa y habló alegremente sobre un investigador francés que había logrado resultados sorprendentes con la tecnología de rehabilitación que había desarrollado basada en punciones láser, algo como la acupuntura, pero usando un láser en lugar de agujas. Así empezó su primera batalla con la enfermedad y con la impotencia.

El muchacho. Novela documental

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