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Capítulo 2. Esperanza

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Junto a su madre, a quien en broma empezó a llamar madre-hermana-hija, se fue a Francia, a un pequeño pueblo donde trabajaba ese extraño investigador que resultó ser una persona autodidacta, pero muy inteligente, abierta y alegre, aunque no reconocida. Fue el único que le dijo: “Caminarás, pero tendrás que sudar”. Fue un shock. “O sea, ¿que eso era posible?”. Y creyó, y no creyó al mismo tiempo. ¡Pero realmente quería creer! Y creyó. Creyó en su deseo de creer, en esas palabras que escuchó por primera vez después de constantes decepciones y noches en llanto y se ganó el derecho a la esperanza, ¡solo a la esperanza!

Por supuesto que la esperanza es la esperanza; algo que entusiasma, da alas para volar, pero también hay que aprender a volar, caminar, en su caso. En general, todo resultó no ser tan sencillo. Y no porque no trabajara duro ni sudara. Hizo todo lo posible, todo lo que dependía de él. Se ejercitaba seis horas al día en una amplia variedad de aparatos y en una bicicleta de accionamiento mecánico, y se subió al tutor (unos dispositivos plegables especiales hechos de plástico que ayudan a los discapacitados a erguirse sobre sus piernas, cerrando las rodillas y manteniendo el cuerpo en posición vertical), incluso comenzó a dar pasos, agarrándose al principio a las barras paralelas y después moviéndose con ayuda de un andador. Pero lo cierto es que no resultó ser un caso médico ordinario. Los pacientes con lesión medular se dividen en parapléjicos y tetrapléjicos, según el nivel de la lesión en la médula espinal. Aquellos cuya médula espinal se ve afectada por debajo del cuello, pueden controlar las manos; mientras que los que tienen lesión en las vértebras cervicales, no controlan ni los brazos ni las piernas. Se les conoce como tetras, es decir, tetrapléjicos. En el accidente, él recibió el golpe en la zona del pecho. Aunque aparentemente se trataba de una paraplejia, la maldita lesión de cabeza también se manifestaba con un agujero en el cráneo, en la zona del hemisferio derecho, el que controla el lado izquierdo del cuerpo humano. Por eso la mano izquierda no le obedecía demasiado, apenas podía moverla y agarrar las barras y los pasamanos del andador. Por eso se caía tan a menudo cuando la mano no le obedecía y se resbalaba. A su lado estaba la madre-hermana-hija, que siempre le levantaba (a sus más de 70 años) y que sudaba y se cansaba tanto o más que él. Y además, los médicos normales y ordinarios (especialistas en medicina convencional, bien establecida y conservadora) le daban tantas pastillas que le dejaban constantemente medio atontado. El investigador francés, ya casi convertido en amigo suyo, cuando lo vio por primera vez, dijo de inmediato: “Sí, monsieur gas”, refiriéndose a que el paciente estaba bajo los efectos de estupefacientes, es decir, “bajo el gas”, como dicen los rusos. Y gradualmente comenzó a liberarlo de las pastillas. Tomaba hasta 24 al día: para los espasmos, para las enfermedades infecciosas de la vejiga, sedantes, somníferos, laxantes, ¡y toda la mierda que uno se podía imaginar! Todo este proceso duró medio año, pero terminó solo parcialmente, porque de alguna manera era necesario ir al baño, así que mantuvieron los laxantes y los antibióticos, si bien se los redujeron al mínimo. Volvió a la vida un poco, incluso comenzó a sonreír y, a veces, hasta a reír; todo esto por la influencia del excéntrico investigador, bromista y humorista, a quien declaró seriamente que su madre había llegado a dominar perfectamente el francés. Una vez ella le preguntó: “Hijo, ¿por qué todos los franceses siempre dicen savá, tantas lechuzas tienen en Francia o qué?” (savá significa lechuza en ruso, n. del t.). Lo cierto es que la madre resultó ser una persona muy ingeniosa. Comenzó a arrancar etiquetas de los productos y se hizo una colección completa. Con calma, se acercaba al vendedor ambulante que traía productos al pueblo, le decía bonjour, le repetía varias veces savá y empezaba a comprar para la semana, mostrando las etiquetas de su colección.

Pero el tiempo avanzaba inexorablemente, y él, impaciente e inquieto, volvió a sentirse incómodo. Una vez más, después de dos años y medio de estancia casi permanente en Francia, comenzó a desesperarse lentamente. Se metió en el ordenador y empezó a investigar por Internet. Encontró un foro estadounidense especializado en su lesión, contactó con médicos de Portugal y China, quería ir a Suiza, Polonia y México. Empezó a hacerlo todo de forma apresurada, pero en todas partes fue rechazado. Por unanimidad todos le repetían: “Es una lesión demasiado grave y compleja”. Y fue entonces cómo, por Internet, accidentalmente, vio en un programa de televisión sobre una clínica rusa, donde, según el presentador, los discapacitados realmente se ponían de pie, sin tutores ni andadores, y se les enseñaba a caminar de nuevo. Ahora ya sabía qué hacer. Empezaba el segundo round. Células madre. Moscú.

El muchacho. Novela documental

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