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Capítulo 3.
Células-células-células

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– ¿Y qué puedo esperar? —le preguntó al médico titular de la clínica, al que todos llamaban profesor.

– Pues bastante. Comprenda que las células madre tienen una capacidad asombrosa para regenerar las células humanas enfermas, reparar tejidos dañados y conexiones de señales rotas en el organismo. Se les puede llamar médico universal.

Parecía muy alentador.

– ¿Podría ser algo más concreto?

– Es evidente que todo depende de cada caso específico, pero, por los datos que tenemos, usted tiene muy buenas perspectivas para restaurar las funciones de los órganos pélvicos y la movilidad de las extremidades inferiores.

– ¿Y cuánto tiempo puede durar eso, cuánto tiempo tendré que estar en la clínica, hasta que al menos se vean los signos principales de una recuperación relativa?

– Dos o tres años. Con visitas cada tres meses, de al menos dos semanas.

Su querida compañera cerró felizmente los ojos, la madre-hermana-hija comenzó a enjugar las lágrimas de alivio. Pero él se sumergió en un oscuro pensamiento: «¿otro charlatán?”. Parece que no, y encima habla un ruso de lo más correcto y es muy convincente. Y de él emana algún tipo de carisma.

Entonces, ¿qué pasará, que podrá usar el baño solo, sin ayuda externa? ¿Es que va a poder dormir con la hermosa mujer que está a su lado y a la que un día logró amar profundamente, aunque en sus pensamientos también tenía miedo de intimar físicamente con ella? Dos o tres años… ¡Dios mío, eso es una tontería, una nadería en comparación con los cuatro años que ya llevaba en una silla de ruedas!

Estuvo viajando a Moscú durante más de diez años…

Al principio, todos los médicos de la clínica no salían de su asombro, mejor dicho, mostraban su indignación porque aún no le hubieran sometido a una cirugía plástica en el cráneo. El hecho es que por aquel entonces en España, la crisis estaba en todo su apogeo. Así llamaban a lo que estaba pasando, en su opinión algo totalmente inventado por alguien, algo provocado por Estados Unidos y por los ladrones y chupópteros públicos. El seguro social cambió completamente debido a la constante disminución de las inyecciones financieras estatales y los servicios médicos, en general, casi se convirtieron en papel mojado. Después de la operación del traumatismo craneoencefálico, en la cabeza le quedó un agujero del tamaño de un puño. Simplemente lo cubrieron con piel y dijeron que no había nada de qué preocuparse, que solo quedaría un pequeño defecto estético.

– ¡Qué locura! —el profesor casi gritó—. ¿Tan difícil es de entender? La naturaleza no hace nada en vano, no es casualidad que haya protegido el cerebro ocultándolo dentro de una caja tan sólida. ¡Necesita urgentemente una cirugía!

Él mismo lo sabía, por lo que inmediatamente aceptó, incluso con cierta alegría. Lo cierto es que le era desagradable mirarse al espejo. En el lado derecho de la cabeza aparecían unas venas muy marcadas, lo que no era nada estético, y la madre-hermana-hija tenía miedo de que en algún momento se tropezara con algo y se abriera el agujero. Y se había dado cuenta, hacía tiempo ya, de que ese zurcido en su piel de algún modo afectaba su estado y a su comportamiento y no precisamente para bien, pues se había vuelto más irascible, nervioso, alterado y grosero en sus relaciones con los demás, incluso con su amada compañera. La operación fue realizada por una médica maravillosa, una neurocirujana de clase alta especializada en lesiones craneoencefálicas en niños. “Y la tienes solo para ti”, pensó. Precisamente Vladimir acababa de cumplir cuarenta años. La doctora no solo era hermosa y elegante, sino también amable, discreta y muy receptiva. Su amabilidad se combinaba sorprendentemente con el tono exigente, casi dominante, de su voz, que por lo general era cariñosa, cuando se dirigía a las enfermeras que le ayudaban en las curas. Y contaba con unas manos fuertes con dedos hábiles y consistentes. Incluso casi se enamoró de esa mujer, aunque luego se paró a pensar: «¿De nuevo vuelves a las andadas, gilipollas?”.

Posteriormente se reuniría en más de una ocasión con esa mujer inteligente y hermosa. Una vez, en su visita de turno a Moscú, incluso la invitó al cumpleaños de su compañera, a la que ya presentaba a todos ni más ni menos que como mi mujer, aunque nunca habían hablado de matrimonio ni de convivencia conjunta. Todavía sentía vergüenza por su invalidez y se acomplejaba con el tema de la higiene, el cuidado personal y sus necesidades. Pero su cabeza, después de la operación —que duró seis horas en lugar de las dos planificadas—, durante la cual la neurocirujana encontró en su cerebro pequeños fragmentos de tejido craneal óseo que quedaban después de la primera cirugía (la española), funcionaba ahora mucho mejor. Quizás incluso mejor que antes, antes de la lesión. Y les dijo a todos: “Esta mujer me ha puesto la cabeza en su sitio, perfeccionándola ostensiblemente”.

Y la invitó a un restaurante donde se reunieron sus conocidos, su hermano y su mujer, que habían ido a visitarlo desde Bielorrusia, y otra persona más que había jugado un papel muy importante en su vida en ese momento, que no había dejado de apoyarle y animarle, aunque sin conseguir su objetivo. Se trataba de Petia. La ocasión era muy especial.

El muchacho. Novela documental

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