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E.J. Trelawney

El botín más preciado

(Memorias de un gentilhombre corsario, 1831)

En aquel período de mi vida, sentí nacer en mí una viva pasión por la lectura, aprovechaba todas las ocasiones para hacerme de libros, y dedicaba a ellos mis momentos de solaz. Dramas antiguos, crónicas de largos viajes por mares y tierras, eran mis temas favoritos. Conocía casi de memoria la narración de los viajes del capitán Bligh por los mares del Sur, y no ignoraba detalle acerca de la insurrección de sus tripulantes. Los pasajes cargados de parcialidad no me engañaban; detestaba a Bligh a causa de su tiranía; mi héroe era Fletcher Christian; envidiaba su fortuna y me esforzaba por imitarlo en todo; tal fue la impresión que suscitó dicho personaje, que durante mi vida entera ejerció su influencia sobre mí.

El secretario de nuestro capitán, al advertir que yo contaba con una cantidad de libros que no tenía dónde acomodar, pensó que podrían constituir un ornamento para su cabina. Me propuso, pues, encargarse de esos libros; me ofrecía no sólo un lugar para ellos, sino la posibilidad de ir a leer a su cabina cuantas veces desease. Ingenuo como era, acepté de buen grado su seductora proposición. Por un tiempo, todo estuvo muy bien, pero un día que fui a buscar un libro, hallé al secretario de mal humor, si había o no causa para ello lo ignoro, lo cierto es que con insolencia me espetó:

–Usted puede leer aquí si le place, pero no quiero que se lleve los libros fuera de mi cabina.

–¿Acaso no son míos? –le pregunté.

–Ya no –me respondió.

–¡Cómo! –protesté–. ¿Usted tiene la pretensión de apropiárselos?

Por toda respuesta me dijo:

–¡No toleraré su insolencia!

Entonces, con toda la firmeza de la que me creí capaz, le dije:

–Usted va a devolverme mis libros, no quiero que los siga teniendo aquí.

Él quiso impedirme, con amenazas, que tocara los libros. Yo tomé uno de encima de la mesa. Él me golpeó y yo contesté a su golpe. Hasta allí, no pasaba de ser una rencilla común.

Mi adversario era un joven de veintitrés años, robusto y fuerte. Yo era un esbelto muchacho de catorce años. Mi audacia lo sorprendió, y dudaba acerca de lo que debía hacer, ya que era de carácter cobarde. Pero unos grumetes que pasaban frente a la puerta me alentaron: “¡Bien muchacho! ¡Así se hace!”. Eso picó su vanidad y me saltó encima gritando:

–Ya vas a ver, cara pálida, ahora te voy a agarrar.

Se armó de una regla que había por allí, y me dio con ella un mandoble tan violento que se partió en dos, luego me arrinconó contra un mamparo de modo que me resultaba imposible escapar, y comenzó a golpearme sin piedad. Mi resistencia y mis fuerzas se desvanecían. Los espectadores me azuzaban y se mofaban de mi enemigo. Yo tenía ya heridas por toda la cabeza, me corría la sangre desde la nariz y la boca, sentía mi cuerpo como si estuviera mutilado, pero el coraje no me abandonaba. No quería que mi ofensor me concediera su gracia. Cuando intentó sacarme a patadas de su cabina, me resistí y le dije que sólo saldría de ella cuando me devolviera mis libros. Empezamos a forcejear, él trataba de sacarme de su cabina y yo de impedirlo, hasta que él me propinó una patada en la boca del estómago que me dejó tirado, casi inconsciente, entonces me gritó:

–¡Fuera, miserable! O te voy a arrancar las entrañas.

Yo sentía que no podía ponerme en pie, estaba desesperado. Ser ultrajado por ese cobarde y recibir su ironía insultante después de la victoria me exasperaban de rabia. Comenzaron a agitar mi cuerpo temblores convulsivos, y del deseo de venganza renacieron mis fuerzas. Mis ojos descubrieron algo que brillaba cerca. Durante nuestra lucha la mesa había quedado patas para arriba, cerca de ella mis ojos descubrieron algo que brillaba, y pronto mi mano encerró ese brillo: una navaja.

–¡Infame! Cuida ahora tus entrañas –le grité.

Yo tenía una rodilla en tierra y hacía esfuerzos grandísimos por ponerme de pie. El grandulón retrocedió al ver la navaja y tras ella mis ojos exaltados. Después, sólo recuerdo que le asesté varios navajazos, que él entrecerraba los ojos, se cubría la cara con las manos, y terminó por rogarme, en vano, que cesara el ataque. En eso, alguien me gritó: “¡Qué hace!”. Y yo, sin darme vuelta, respondí:

–Este cobarde asesino quería mi vida, por eso lo he matado.

Tiré el arma, tomé el libro que deseaba leer y salí de la cabina.

Mandaron un sargento de Marina con la orden de conducirme a cubierta. Allí me esperaba el capitán rodeado por sus oficiales.

–¿Qué ha pasado con este jovencito? –le preguntó al primer teniente.

–Este jovencito –le respondió el teniente– ha entrado a la cabina de vuestro secretario y lo ha matado.

El capitán me miró con horror, y sin preguntarme nada, exclamó:

–¡Mi secretario muerto! Encierren al asesino y pónganle grillos... ¡Mi secretario muerto! Lleven al asesino al fondo de la cala, no quiero oír ninguna palabra de justificación, ni una sola... ¡Mi secretario muerto!

Cuando el sargento trató de conducirme, le grité:

–¡No me toque!

Lo rechacé con fiereza, pues ya me sentía un hombre hecho y derecho, y descendí por mis medios, lentamente, a través de la escotilla. Emplazaron un centinela cerca de mi encierro. El capitán, supongo, había hecho caso a una versión de los hechos que me dejaba muy mal parado, pero un guardiamarina llamado Murray se acercó para susurrarme:

–No temas nada; no van a hacerte mal. Nosotros diremos la verdad: que has actuado como un hombre. ¡Coraje!

–¿Temor? –repliqué alzándome de hombros.

Poco después, fue el capitán quien se acercó a mi lugar de encierro.

–¿No tiene vergüenza de su conducta, señor? –me preguntó.

Le respondí con una sola palabra:

–No.

–¡Cómo dice, señor! ¿Le parece manera de contestarme? ¡Póngase de pie! ¡Quítese el sombrero!

Me limité a contestarle, mientras me ponía de pie, que esperaba mi castigo.

–Usted será colgado por asesino, señor.

–Prefiero ser colgado antes que rendirme a los pies de sus servidores.

–¿Está usted loco?

–Sí. Estoy loco. Gracias a vuestro infame tratamiento y al de vuestro teniente, gracias a vuestros injustos castigos, pero no he de someterme, entré a la Marina como futuro oficial, como gentilhombre, y quieren tratarme como esclavo. Arrójeme a tierra y no estaré más a su servicio, ni seré más víctima y juguete de vuestro lacayo.

Di un paso adelante, ni sé con qué intenciones, y él tomándome del cuello me detuvo y me ordenó sentarme sobre el soporte de un cañón.

–¡No! –dije–. Usted mismo me ha prohibido sentarme en su presencia y no volveré a hacerlo.

–Así que no se va a sentar... –me dijo él, aferrándome del cuello con fuerza como si me quisiera asfixiar.

Impedido de hablar, me esforzaba tratando de aflojar sus manos. Él repetía una y otra vez: “Así que no se va a sentar”. Al hacerlo, exhalaba el aire violentamente sobre mi rostro. Impedido de hacer otra cosa, lo escupí en la nariz.

Su semblante, enfurecido, pasó instantáneamente del escarlata a un violeta casi negro. Le resultaba imposible articular una sola palabra. Me arrojó hacia atrás con toda su fuerza, y se retiró a su cabina espumante de rabia. Varios oficiales, sobre todo guardiamarinas, se habían agrupado en torno de nosotros. Volví a levantarme del soporte de cañón contra el cual había sido arrojado. Dos de mis compañeros se acercaron a decirme:

–¡Bien, muchacho! No tengas miedo.

–¿Tengo aspecto de miedo? –fue mi réplica.

Al ponerse el sol, me advirtieron que no volvería a pisar la cubierta durante el resto del viaje, y ya no vi más a nuestro capitán escocés.

El crucero de guerra se convirtió para mí en una sucesión de días festivos. Tenía libros y podía, merced a la lectura, compensar las fallas de mi educación. El secretario del capitán se había restablecido, y aunque bien se cuidaba de mantenerse lejos de mí, cuando se veía obligado a pasar a tiro de mis palabras, con toda malicia, señalando la cicatriz sobre su mejilla, le decía:

–¡Cuidado grandulón! Que no se te ocurra volver a tomar mis libros si no quieres que un gentilhombre te mate.

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