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EL SHERIFF DEL “MÉTODO”

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ED LACY


Len Zinberg comenzó su carrera de autor con varias no­velas firmadas con su nombre real, pero alcanzó más éxito con la serie de ficciones crudas de tema policiaco que pu­blicó bajo el seudónimo de ED LACY: unas treinta novelas y casi cien cuentos cortos. Por desgracia, hoy en día no es fácil conseguir la mayor parte de su obra. Además de su abundante producción, Lacy aportó una innovación significativa al utilizar a un detective afroamericano como personaje central de su novela El detective negro, distinguida con el premio Edgar. Buena parte de sus relatos refleja un compromi­so con temas sociales y raciales. Sin embargo, el cuento presente tiene otro carácter: una travesura muy divertida.

EL BANCO ESTABA EN UN EDIFICIO PEQUEÑO, modernista, sucursal de un banco grande cuya matriz quedaba a muchos kilómetros de distancia. Fue construido a las afueras de un pueblo soñoliento, frente a una desviación que conectaba la autopista con un nuevo puente.

El sheriff Banes se parecía al pueblo: viejo, chaparro y raído. Al entrar jadeante al banco aquel día, la cajera flaca corrió hacia él y gritó:

—¡Tío Hank, nos han robado! ¡Nos robaron!

La palidez de su cara expresaba histeria, y los ojos se le desorbitaban por el susto.

—¿Un… un asalto?

El sheriff dejó caer los hombros. Sus ojos lucían desconcertados por la conmoción. Sacudió el cuerpo, le dio a la cajera unas palmaditas en los hombros trémulos con una mano, mientras aflojaba la funda de la pistola con la otra.

—Emma, tranquilízate. Cuéntame lo que pasó.

—Ay, tío, unos… —Emma comenzó, pero se interrumpió al no lograr contener el llanto.

—Emma, esto es un asunto oficial, debes llamarme she­riff Banes. Es importante que te controles y me digas exactamente lo que sucedió.

Condujo a la cajera a una silla y se volvió al único otro hombre presente en el banco, el gerente.

—A ver, Tom, ¿qué pasó? Dímelo ya, los primeros minutos después de un crimen son los más importantes.

—Pues abrimos como de costumbre, a las 9:00 a. m., hace media hora. Entraron dos hombres al banco. Yo estaba en el escritorio, revisando el correo. Desconocidos, pero no me despertaron sospechas. Emma tenía abierta su ventanilla y Helen estaba en la bóveda. Unos minutos después salie­ron del banco, y fue entonces cuando Emma gritó. Le pasaron una nota, donde le advirtieron que si no llenaba de billetes una bolsa grande de papel que le dieron, nos matarían a todos. Alcancé a oír que un carro se ponía en marcha, pero con tanto tráfico no supe en qué dirección se fueron. De cualquier modo, corrí a la puerta y después lo llamé a usted.

El sheriff Banes se buscó un cuaderno en los bolsillos de la chamarra y terminó por tomar papel y lápiz del escritorio del gerente.

—Bien, ¿a qué hora exactamente cometieron el robo, Tom?

—Yo diría que… a las 9:32 a. m.

Después de humedecer el lápiz con los labios, el sheriff Banes tomó nota.

—¿A cuánto asciende el robo?

—No he sacado cuentas todavía, pero unos veintiséis mil dólares, todo en billetes de baja denominación.

El gerente se sentó y apoyó la cabeza en las manos.

—Hank, apenas abrimos esta sucursal hace tres meses y ya nos asaltaron. ¡Me despedirán!

—¡Deja de quejarte! ¿Puedes describirlos con precisión, Tom?

—Apenas eché un vistazo, usted comprende. Como de unos treinta años ambos, de complexión mediana. Vestían traje oscuro y… el más gordo llevaba una bolsa de compras. Era el que no llevaba sombrero y tenía pelo negro, bien peinado. El otro sí tenía puesto un sombrero y traía un perió­dico en la mano… No recuerdo haber notado el color del pelo.

—Yo sí logré verlos, Hank —dijo Helen Smith, asomada desde la entrada de la bóveda, atrás de las ventanillas de las cajas.

Helen era una mujer madura, regordeta, con pelo rubio deslavado.

—El que no llevaba sombrero tenía pelo muy oscuro y cara de rasgos afilados, con aspecto extranjero, y uno de esos bigotes estrechos. Creo que el que llevaba la gorra de cazador era calvo, y…

—¿De qué color era la gorra de cacería, Helen? —preguntó el sheriff, con el lápiz en la mano rechoncha.

—Pues, creo que de color marrón.

Emma se incorporó de su silla.

—¡No, no! ¡La gorra era más bien anaranjada! Fue él quien me pasó la nota y puso su periódico doblado sobre el mostrador.

—¿Notaste con qué acento hablaba?

—Tío, ninguno de los dos habló. Sólo me dieron la nota, escrita a máquina, que decía: “Llene la bolsa de dinero o mataremos a todos. En el periódico hay una escopeta de cañón corto. Espere diez minutos antes de dar la alarma. Afuera hay otro hombre con una metralleta”. Tuve tanto miedo que metí todo el dinero de mi cajón en la bolsa grande de papel. ¡Casi me desmayo! Me tapaban toda la ventanilla y no pude hacerle una señal a Tom ni…

—¿Dónde quedó la nota? —la interrumpió el sheriff Banes.

—¿La nota? Se la llevaron, con el dinero.

Banes gruñó.

—A ver, piensa con cuidado, Emma. ¿Notaste algo especial en la bolsa?

—¡Sí! ¡Ahora que lo pienso, la bolsa tenía impreso el lo­gotipo de A&P!

El sheriff empujó su sombrero hacia atrás y se rascó los cabellos grises despeinados.

—Maldita sea, debe de haber una docena de esos supermercados dentro de un radio de ochenta kilómetros desde aquí. Bueno…

Giró hacia el escritorio y tomó el teléfono.

—Más vale llamar a las barracas de la tropa. ¿Alguien se fijó en la marca del carro en que se fugaron?

Las dos mujeres y el gerente menearon la cabeza. Emma habló:

—Creo, pero ahora no estoy tan segura, que vi a través de la ventana un viejo sedán gris estacionado afuera del banco.

El sheriff sacudió la cabeza y colgó el teléfono.

—¿Había alguien más en el banco?

—No, señor, apenas acabábamos de abrir.

—¿Por qué tenían todo ese dinero a mano? —preguntó Banes.

—Mira, Hank… sheriff Banes, usted se acuerda de que una de las razones por las que abrieron la sucursal después de que inauguraron el puente fue para administrar la nó­mina de las dos fábricas al otro lado del río, diecinueve mil quinientos sesenta y ocho dólares cada semana, los miércoles por la mañana. Contamos la nómina los martes por la noche. Además, en el cajón de Emma siempre hay cinco o seis mil dólares al comenzar el día.

Helen estaba meneando la cabeza.

—No sé qué pasa en el mundo —dijo—. Nunca hubo un asalto en el pueblo, como ya sabes, Hank. Nosotros…

De repente el sheriff se acercó al mostrador de la cajera, diciendo con voz exaltada:

—¡Huellas! ¿Ha tocado alguno de ustedes el mostrador?

—¡Se me olvidaba! —gritó Emma—. ¡Los dos llevaban guantes de cuero!

Triste, el sheriff Banes meneó la cabeza.

—¡Qué maldición! No tenemos nada con qué buscarlos.

Se dirigió a la ventana, movió la cortina y contempló el cielo oscuro.

—Tal vez llueva —anunció.

Después de un momento, se dio vuelta y se sentó en el escritorio mientras rompía el papel con sus notas.

—No estuvo nada mal. Emma, tienes que llorar con más energía, sobre todo cuando llegue la tropa del estado. Muy buena tu descripción, Helen. Te portaste como una verdadera pueblerina confundida. Tom, también lo hiciste bien, pero tienes que parecer más conmocionado, ya sabes, como si fuera el fin del mundo. Mañana, martes por la noche, haremos un último ensayo y me llevaré los veintiséis mil conmigo. Tengo el escondite perfecto bajo unas tablas en la cárcel municipal. El miércoles me llamas por teléfono tan pronto se abra el banco y no haya clientes. Creo que eso es todo. No olviden que de esto no se habla con nadie. Esperaremos seis o siete meses antes de dividirnos el dinero y diremos que recibimos una pequeña herencia. Tom, ¿qué tal estuve yo?

—Actuaste perfectamente tu papel de policía provin­ciano, papá.

Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso

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