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RITUAL FUNERARIO

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DOUG ALLYN


El siguiente relato fue la primera publicación de DOUG ALLYN, y resultó distinguido con el Premio Robert L. Fish para el mejor cuento corto de 1985. Nos presenta a Lupe García, un policía de Detroit que también aparece en The Cheerio Killings y en Motown Underground. Allyn ha escrito más de dos docenas de cuentos para la revista AHMM, con respuestas entusiastas de muchos lectores. Además de su carrera literaria, Allyn y su esposa tocan en una banda de rock llamada The Devil’s Triangle.

NO TENÍA ASPECTO DE POLICÍA. Con la sudadera manchada y sus zapatos deportivos más bien asemejaba un entrenador escolar de clase C en una temporada de derrotas. Roncaba con suavidad, los pies sobre su caótico escritorio, y llevaba una gorra de los Tigres de Detroit inclinada sobre los ojos. Al dibujante Norman Rockwell le habría encantado la escena. Di unos golpes en el escritorio.

—¿Sheriff LeClair? Soy el sargento García. Lupe García.

Uno de los ojos se abrió un momento.

—Aquí no están.

—Pero todavía no le he dicho qué es lo que quiero.

Con precaución me acomodé en una desgastada silla de oficina tapizada con una cobija de rombos, preguntándome por qué razón me molesté en ponerme mi traje bueno.

—Algoma es un pueblo pequeño…, García, ¿no es cierto? Me encontré una nota al entrar esta mañana, donde me comunicaban que vendría de Detroit a verme un tipo de la Fuerza de Tareas del Crimen Organizado. Supongo que se trata de usted. Y supongo que lo trae el caso de Roland Costa y su hijo, pues ellos constituyen la única razón por la cual se comunican conmigo los de Motown. Cuando necesito que me ayuden con un auto robado o un prófugo, ni siquiera me quieren saludar. De todos modos, no están aquí. Anduvieron en el pueblo hace como dos semanas para enterrar a Charlie, pero desde entonces no los he vuelto a ver.

—No me sorprende. Nadie los ha vuelto a ver.

Se echó atrás la gorra de beisbol y me miró por primera vez. Teníamos edades parecidas, pero su kilometraje era mayor que el mío. Sus ojos se hallaban enrojecidos y se veía exhausto.

—¿Dice usted que están desaparecidos? —preguntó.

—Hicieron traer a Charlie a Algoma para el funeral —manifesté—. Fue la última vez que se les vio.

—Así que desaparecidos —dijo el sheriff, encogiendo los hombros—. Algo que resulta bastante común en su oficio, ¿no le parece?

—¿Usted los vio cuando vinieron?

—Lo difícil era no verlos. Llegaron en una limusina Lincoln como de media cuadra de largo. Aquí en los pueblos perdidos no se ven muchos carros de ese tipo.

—¿Viajaba con ellos una mujer?

—Nada de mujer. Sólo Roland Costa y Rol júnior. Alquila­ron una habitación en la posada Dewdrop el día del funeral y estaban los dos solos. ¿Por qué me pregunta sobre una mujer?

—Charlie Costa tenía una novia, Cindy Kessel, que ha estado en contacto con la oficina del procurador distrital negociando su inmunidad a cambio de información sobre las operaciones de Charlie. También ella ha desaparecido.

Soltó un gruñido y se frotó la cara áspera con manos endurecidas por el trabajo. Advertí que en torno a la muñeca derecha llevaba una sencilla pulsera de oro.

—Mire, mucho me temo que todavía no consigo despertar del todo —explicó—. Una niña pequeña que sufre retraso mental se perdió afuera del Campamento de Algoma. La encontramos hoy al amanecer, en buen estado a grandes rasgos, pero no pude dormir y necesito esperar a que me llame el comandante de la Guardia Nacional para avisarle que no necesitamos sus tropas para la búsqueda. Le recomiendo que se desayune en Tubby’s, al otro lado de la calle, y yo lo alcanzo tan pronto como pueda.

—Si se quedaron en el motel del pueblo, yo puedo…

—Mire, García, aquí no es Detroit. Es mi pueblo. Ya le dije que no están aquí, y esa es la verdad. Tal vez se pueda conseguir algún indicio sobre ellos, pero usted es un desconocido y nadie le dirá absolutamente nada, y hasta se les podría olvidar lo que sí saben. Mejor se toma una taza de café y me espera un poco, ¿de acuerdo? Por favor.

—Bueno, lo esperaré un poco. No tarde demasiado.

—Si echa de menos la ciudad, siempre puede ir al estacionamiento del supermercado, donde puede inhalar los escapes de los autos. Iré tan pronto como pueda.

Se volvió a bajar la gorra sobre la cara. Antes de que yo llegara a la puerta ya se había quedado dormido.

Algo de lo que me dijo era auténtico: Algoma definitivamente era un pueblo pequeño, de una sola calle, con algunas tienduchas, un supermercado en un extremo y una ga­solinera en el otro. Como casi todos los pueblos del norte de Michigan, seguramente fue campamento de leñadores en tiempos pasados; sólo Dios podría saber qué lo mantenía a flote económicamente.

Tubby’s no tuvo yogurt, granola fresca ni aire acondicionado. La pálida luz del sol que lograba pasar por las ventanas mugrosas daba al cuarto una temperatura bastante más alta que la de mi pan tostado, y tuve que quitarme la corbata y la chaqueta. Para pasar el rato traté de determinar si el nombre del lugar se refería a la mesera o al cocinero; cualquiera podía merecerlo por igual. LeClair entró cuando me servían mi tercer vaso de té helado. En la gorra había sujetado su placa con un alfiler.

—Santo Cristo —exclamó, acomodándose en el sillón de vinilo rojo—. No pudo pasar la llamada, de modo que voy a tener a dieciséis guardias nacionales asignados a una tarea que no existe; mejor dicho, otra tarea que no existe si con­tamos la de usted. Bueno, ¿quiere ponerme al corriente?

La mesera le llevó un jarro despostillado de café, que él agradeció con señas.

—Ya lo hice —dije—. Vinieron aquí. Al parecer, no regresaron nunca. En realidad, es lo único que sabemos.

—Pero, ¿qué le hizo venir hasta aquí a usted? ¿Tiene una orden de aprehensión en su contra?

—No, pero si logro encontrar a la chica, tal vez podamos saber algo de ellos. Sabemos que se dedican a la usura y al tráfico de narcóticos, pero hacen sus movimientos con mucho cuidado. Sin ella… De cualquier modo, un procedimiento policial básico consiste en seguir la pista de los delincuentes.

—¿En serio? ¡No me diga! Quisiera tener algo para tomar notas. Vea usted, yo casi siempre espero a que alguien haga algo ilegal, y entonces lo arresto. Supongo que me falta ser más sofisticado.

—¿Por qué trajeron a Charlie hasta aquí sólo para en­terrarlo?

—Roland y Charlie crecieron aquí. Su padre era fabricante clandestino de alcohol allá en la década de los treinta, o eso dicen. Después de la ley seca se movieron a mayores empresas en Detroit, pero la familia aún tiene una casa de buen tamaño junto al río. Los veranos pasan un mes aquí, y a veces también cuando se abre la temporada de cacería.

—Entonces, ¿usted los conoce? Quiero decir, ¿en persona?

—Sí —contestó sorbiendo su café—. Los conozco desde la infancia, igual que todos en el pueblo. ¿Y qué?

—Nada. Sólo estaba preguntando. Oiga, ¿tiene usted una especie de complejo por venir de un pueblo chico? ¿O le disgustan los chicanos, o qué?

Puso su taza de café sobre la mesa entre nosotros y respiró hondo.

—García, estoy cansado. Llevo más de treinta horas sin dormir. Sé que nada les sucedió a esos payasos en Algoma, porque cuando una ardilla hace sus necesidades en los bosques de los alrededores, me informan de ello. Deseo irme a mi casa, acostarme, tal vez saludar a mi esposa para que se acuerde de mí, pero en cambio me voy a quedar cuidándolo hasta que usted se convenza de que aquí no hay absolu­tamente nada, porque es parte de mis obligaciones y porque he notado su brazalete de Vietnam. ¿Le parece? Pero no espere que le demuestre entusiasmo. No tengo suficiente energía.

—Excelente —repliqué—. ¿Por qué no nos ponemos a ello cuanto antes, para que pueda dejarlo en paz? ¿Por dónde sugiere comenzar?

—Vayamos a hablar con Faye en la posada Dewdrop —di­jo mientras se levantaba y acababa de beberse su café, que no se molestó en pagar. Yo cubrí mi cuenta.

Faye y la posada Dewdrop daban la impresión de ser una de esas parejas que llevan demasiado tiempo casadas. Se parecían entre sí, y ambas conocieron días mejores. El cabello rojo de ella estaba enjuagado con descuido, y tenía el mismo tono que el vello capilar de sus mejillas; tanto ella como la posada necesitaban ponerse en orden. Si sintió algún gusto de vernos, logró disimularlo.

—Buen día, Faye. Si no es inconveniente, necesito ver tus registros.

—Poco te iba a importar que fuera inconveniente, ¿verdad? Toma, haz lo que quieras.

Empujó sobre el mostrador una caja de archivar recetas.

—Se quedaron aquí Roland Costa y júnior el día del funeral de Charlie, ¿es verdad?

—Si ahí lo dice, será verdad. No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿o sí? Añaden tantita clase a este pueblo, por si les interesa.

Su dicción se ceñía a la precisión forzada de alguien que bebe en serio.

—En la tarjeta no aparece la hora de salida. ¿Cuándo se fueron?

—La mitad de la gente que se registra no pone las horas. Al diablo, Ira, yo no puedo estar en el escritorio de recepción cada minuto. Los huéspedes pagan por adelantado y en eso consiste el negocio para mí, no en…

—¿A qué hora piensas tú que se fueron?

—Ya te lo dije: no sé —dijo ella de mal humor—. Si no te molesta, tengo cosas que hacer.

El sheriff se le quedó viendo un momento, con el ceño fruncido. Ella recorrió con el dedo un surco en el maltratado mostrador como si nunca lo hubiera visto.

—Está bien, Faye —concedió el sheriff, cerrando la tapa del registro—. Es suficiente. Por ahora.

—Menos mal que vino conmigo, LeClair —reconocí—. A mí no me habría dicho nada, seguramente.

—Me pareció que estaba un poco… nerviosa —comentó, con la mirada puesta en el camino mientras conducía el sedán que yo había alquilado entre los baches del camino de tierra al norte del pueblo. Con la salvedad de una que otra granja, el campo no parecía tener más habitantes que la superficie de la luna.

—Se sabe que en ocasiones Faye se toma algunas libertades con las pertenencias de sus huéspedes —agregó—. Probablemente no fue más que eso.

—Lo tendré presente.

—No será necesario —dijo en tono cortante—. Con un poco de suerte, usted se irá de aquí antes de necesitar una habitación. Vamos a visitar el cementerio y hablar con el cuidador, Hec Michaud, y eso será suficiente. Usted podrá volver a Motown y yo tal vez logre acostarme en mi cama.

Disminuyó la marcha al acercarnos a una fila de casas antiguas que se juntaban a un lado de la capilla y entramos al cementerio que se extendía sobre la mayor parte de un cerro, una isla en un mar de campos de maíz. Las lápidas variaban en estilos y tamaños, pero los senderos barridos y la hierba cortada indicaban otros habitantes aparte de los muertos.

Dos hombres trabajaban en un sepulcro a medio camino de la subida al cerro. Para ser más precisos, un hombre trabajaba, cavando mecánicamente en una fosa que le llegaba a la cintura, mientras que el otro permanecía sentado, recargado en una vieja lápida con una lata de cerveza genérica. Tendría unos cuarenta años, barrigón, con el rostro sin afeitar y mechones de pelo gris que salían de una gorra grasienta de ferroviario. Se alzó aparatosamente cuando nos vio llegar, sonriendo con la amabilidad que confiere la cerveza.

—Bienvenidos a Lovedale, distinguidos señores. No es gran cosa como cementerio, pero es mi hogar. Ey, Paulie, deja de cavar un minuto. Tenemos visitas.

El cavador era más joven, algo mayor de treinta años, larguirucho, con cara de pastel de manzana y pelo color arena. Una cicatriz profunda iba de la sien izquierda a la nuca, bordeada por cabellos blancos. A pesar del calor, llevaba abotonadas las mangas y el cuello de su camisa de mezclilla, manchada de sudor. Salió del hoyo con buen humor y una sonrisa primaveral en el rostro.

—Hola, Ira, qué gusto verte.

—El gusto es mío, Paulie. Como de costumbre, se ve que Hec te tiene haciendo todo el trabajo.

—Ah, Paulie no lo resiente —dijo el bebedor de cerveza—. Más fuerte que un buey y dos veces más listo. ¿Cierto, Paulie?

—Claro que sí, Hec. ¿Sigo cavando?

—Descansa un minuto, Paulie —propuso LeClair—. Necesito preguntarles ciertas cosas.

La sonrisa de Hec permaneció en su cara, pero cerró con fuerza la mano que agarraba la lata de cerveza.

—¿No quieres una cerveza, sheriff? Paulie, corre al cobertizo y tráele a Ira una bien fría.

—No quiero cerveza, Héctor, y a Paulie no le pagan para que haga tus mandados. Quiero saber…

—Pero, ¿ése quién es? —preguntó Hec señalándome con un movimiento de cabeza—. Tal vez no queramos contestar preguntas con él aquí.

—Es el sargento García, que viene de Detroit. Estamos trabajando juntos.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Hec en tono de burla—. Ya terminó la cosecha de frijoles.

LeClair puso dos dedos sobre el pecho del otro, más pesado que él, y lo empujó. Michaud perdió pie en la tierra suelta y cayó sentado dentro de la tumba a medio cavar, pero sin derramar una gota de cerveza. Miró a LeClair con ex­presión de sorpresa más que de enojo, y en sus ojos se asomó un destello de satisfacción.

—No tenías ningún motivo para hacerme eso, Ira —protestó hablando con lentitud—. Ningún motivo.

—Tal vez no, Hec —admitió LeClair mientras se arrodillaba a la orilla del sepulcro—, pero hay varias cosas que desde hace tiempo quiero constatar contigo y hoy es un día tan bueno como cualquier otro. En tu lugar, yo me quedaría un poco más en el hoyo mientras conversamos. Paulie, lleva al sargento García al cobertizo y dale una cerveza. Él también tiene algunas preguntas que podrás contestar. ¿Entendido?

—Haz lo que te dice el sheriff, Paulie —dijo Hec desde adentro del hoyo—. A lo mejor quiere hablar también con Billy mientras están allá arriba.

Llegué sin aliento al cobertizo, pero el esfuerzo de trepar no le afectó nada a Paulie. Sacó dos cervezas de una hielera barata y me pasó una.

—¿Estuvo usted en Vietnam? —me preguntó. Asentí—. Eso pensé cuando vi su brazalete. Ira también tiene uno. Yo he pensado pedir el mío, pero, ¿sabe?, un amigo mío mexicano estuvo allá. Creo que tenía muchos nombres. ¿Usted tiene también muchos nombres?

—Claro que sí —repuse—: Lupe José Andrew Mardo Flores García.

Los nombres de mis santos me brotaron con sorprendente facilidad de la lengua, después de años de no enumerarlos.

—¡Flores! —exclamó, ansioso—. Ey, así se llamaba también mi amigo. Es lo mismo que “flower”, ¿verdad?

Asentí, sin poder disimular una sonrisa. Se le contagiaba a cualquiera su buen humor.

—Pues mire, Flower —prosiguió—, ¿qué le parece si escogemos un montón de tierra cómodo y nos sentamos con las cervezas? Ira dice que quiere preguntarme algo.

—Tal vez conviene llamar también a Bill —dije, mirando alrededor con incertidumbre—. Así no tendré que repetirle las mismas preguntas.

—Si habla en voz bastante alta, podrá preguntarle desde aquí —repuso—. Está enterrado allá junto a la barda, al lado del alcalde Gault.

Le di un trago largo a mi cerveza antes de volverme a mirarlo. Él vigilaba de reojo mi reacción sin expresar nada.

—Lo sorprendí —dijo con suavidad, sonriendo finalmente—. No se preocupe, Flower, no estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec. Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo también. Fuimos amigos en la secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad en Vietnam. Además estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale, mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.

—¿Cuánto hace que trabajas aquí?

—No estoy tan seguro —dijo, arrugando el entrecejo—. El alcalde Gault ha estado aquí desde 1864 o 1862, y en la lápida de Bill dice 1973, pero no manejo muy bien el tema de los números, así que no puedo decirle exactamente cuánto tiempo llevo aquí. Es chistoso lo que pasa en los cementerios. El tiempo ya no importa tanto. Por ejemplo, Billy y el alcalde se llevan como cien años de diferencia, pero ahora están aquí juntos, contándose anécdotas de sus guerras y todo eso. Por lo menos es lo que espero.

Se quedó en silencio, sorbiendo su cerveza.

—Hace unas tres semanas hubo un funeral aquí, de Charles Costa. ¿Te acuerdas de eso?

—Claro que me acuerdo. Sólo los números me dan dificultades.

—Perdón, no quise… Bueno, en cualquier caso, ¿trabajaron tú y Héctor aquel día?

—No, solamente yo. Fue un sábado por la tarde, y a Hec no le gusta trabajar los sábados. Pero aquello tuvo gracia, en realidad.

—¿Gracia? ¿Qué pasó?

—Fue el funeral más grande que he visto en mi vida. ¿Puede ver ese feo pedazo de mármol con cedros plantados en derredor, como si quisieran apartarlo de la plebe del resto del cementerio? Es de los Costa. Ya ve que es todo un monumento, ¿no cree? ¡Si hubiera visto la caja! Debió de ser del tamaño estándar, pero parecía mucho más grande. De cobre bruñido con incrustaciones de nogal. Pesaba como una tonelada. Tal vez ese fue el problema.

—¿Qué problema?

—Al terminar los ritos funerarios, el director no lograba activar el mecanismo para bajar el ataúd, pero no me refería a eso al decir que tuvo gracia. El director del funeral no era alguien de aquí, sino de Detroit, Claudio algo, y ha de haber traído una docena de asistentes con él, todos vestidos igual que capitanes de meseros, que se dedicaron a recorrer el cementerio como si fuera una noche de graduación poniendo flores y más cosas. Y entonces, tras tanto aparato, no vino nadie. Nada más Rol Costa júnior y su padre. Sólo ellos dos.

—Ellos sí vinieron, entonces. ¿Tú los viste?

—Sí, estuvimos juntos en la escuela, Rol y yo, y he visto a su padre por ahí. Llegaron en un Lincoln gigantesco, metieron al viejo Charlie a la tierra, y eso fue todo.

—Aparte de ellos, ¿no hubo nadie más que los empleados de la funeraria, Hec y tú?

—Ya le dije que Hec no estuvo aquí —dijo, ligeramente irritado—. No le gusta trabajar en sábado.

—Parece que cuando está aquí eres tú quien hace casi todo el trabajo.

—Puede ser —dijo, alzando los hombros—. Mire, tal vez Hec se aproveche un poco de mí, pero no me importa. Me siento feliz de estar fuera de aquel hospital haciendo algo, aunque sea solamente cavar fosas. Además, a veces Hec me defiende, como con la vieja señora Stansfield, que vive en su casa cerca de la barda del oeste, y yo no le sim­patizo, ¿sabe? Cuando llegó una queja porque me vieron trabajar sin camisa, supe enseguida que era ella y le pedí a Hec que hablara con la señora, y él dijo que sí. No recibe muchas quejas por mi trabajo. El cementerio luce bastante bien, ¿no cree usted, Flower? No digo para vivir aquí. Ya sabe a qué me refiero.

—Se ve muy bien, Paulie —concurrí—. Está a la vista de cualquiera que trabajas mucho. ¿Cuándo se fueron los Costa?

—Supongo que justo después del funeral. No estoy muy seguro porque me quedé dormido atrás del cobertizo.

—Gracias, aprecio mucho tu colaboración.

Sin pensarlo, me quité el delgado brazalete de oro del brazo y se lo entregué.

—Ey, Flower —dijo, abriendo bien los ojos—, no tiene que darme nada. Me gusta poder hablar con alguien, ¿sabe?

—Por favor, acepta, Paulie, yo… yo tengo otro igual en casa. Todo está bien.

—Bueno, pues muchas gracias. He pensado en conseguir uno, pero… —dijo mientras se lo ajustaba cuidadosamente en la muñeca—. En fin, gracias de verdad. Yo quisiera…

Se rebuscó en el bolsillo de su camisa de trabajo.

—Mire, tengo un par de churros. ¿Los quiere? No está nada mal esta hierba.

Acepté uno de los cigarros torpemente liados y lo olfateé. Hierba pura, sin mezclar.

—¿Dónde conseguiste esto? —le pregunté.

—¿No hizo nunca un reconocimiento agrario en Viet­nam? —me preguntó, con una sonrisa llena de astucia. Yo asentí sin palabras.

—Pues así es como la conseguí —me dijo—. Vivo de la abundancia de la naturaleza.

Eché un vistazo alrededor y, por un momento, el cementerio y el campo circundantes asumieron un aroma de peligro, como en la jungla, pero fue sólo por un momento.

—Creo que es hora de partir —dije, y me puse de pie—. Veo que el sheriff está ayudando a Héctor a salir de su hoyo.

El regreso al pueblo transcurrió en silencio, cada uno de nosotros dos metido en sus pensamientos. Hacia el final del trayecto, por fin hablé:

—Paulie me dijo que estuvieron en el cementerio y después se fueron. ¿Pudo sacarle algo a Héctor?

—Nada. Además, me parece que en las próximas elecciones no va a votar por mí. Dijo que no estuvo en el cementerio el día del funeral. ¿Cree que con esto ya tiene suficiente? No puedo pensar en nadie más.

—Tampoco yo. Mire, sinceramente aprecio su ayuda en todo.

—Es gratis —suspiró—, va con el territorio. Sabe, si esta mañana me hubiese hallado despierto al llegar, podría habernos ahorrado varias vueltas. Los Costa forman todos ellos una pandilla de las más duras, y crecieron aquí. No veo que pueda haberles pasado nada en un lugar como Algoma.

—Probablemente tiene razón —declaré—. A pesar de todo, corroborar la información es parte de mi tarea. Paulie mencionó a un director de la funeraria llamado Claudio. ¿Significa algo para usted?

—Los Funerales Rigoni. A veces realizan funerales aquí, pero la base está en Detroit. Hasta donde sé, se trata de un negocio legítimo.

—Lo investigaré cuando esté de regreso, pero no promete mucho.

Detuvo el sedán junto a la acera frente a su oficina.

—Bien, pues hemos llegado. Lamento que no haya conseguido lo que buscaba, pero se lo advertí. ¿Se marchará de inmediato?

—Creo que me voy a dar un paseo —dije—. Salgo poco de la ciudad, y este pueblo de ustedes me parece muy agradable.

—A nosotros nos gusta. Si se le ofrece algo, estaré en la oficina, por lo menos hasta que lleguen los de la Guardia Nacional. Tengo que darles las gracias por haber venido, aunque no sirva ya de nada. En realidad, quisiera encontrar un trabajo más honesto. Buen viaje, García.

Hizo una parodia de saludo militar y se marchó.

Di varias vueltas en el automóvil, tratando de entender cómo un pueblo de seis cuadras de largo podía seguir atrayendo a la gente. Me detuve frente al escaparate de una tienda con un letrero burdo sobre madera contrachapada: “Pueblo de Algoma”.

El encargado se arrastró literalmente hacia el mostrador, un anciano lisiado, paralítico de una pierna, un brazo atado al cinturón, y uno de los lados de su cara, caído como cera derretida marcada por la intemperie. Su mejilla se distorsionaba aún más por un enorme bolo de tabaco de mascar. Apoyó en el mostrador el brazo bueno y escupió un torrente de jugo marrón aproximadamente en la dirección de una escupidera junto a la pared.

—¿Le puedo servir en algo? —preguntó.

—Deseo ver un libro parcelario del municipio, por favor.

—Aquí mismo tengo uno.

Sacó una carpeta delgada de abajo del mostrador y la abrió en la página del Municipio de Algoma.

—Algunos títulos de propiedad no están al día, pero yo conozco a casi todos los dueños de terrenos de aquí. ¿Busca una parcela en particular?

Tracé la línea del camino a Lovedale en la parte norte del mapa.

—Aquí, los terrenos en torno del cementerio.

—Bueno, hay casas al norte y al sur del cementerio, pero…

—No. Me interesan estos campos al oeste. ¿Propiedad, al parecer, de alguien llamado Lund?

—Max Lund —asintió—. Ya no vive para nada en Algoma, pero sigue siendo propietario de esos terrenos.

—Hay cultivos de maíz.

—Creo que lo hace con aparceros. Me parece que Hec Michaud es uno de ellos. Plantó un maíz muy corriente esta primavera. No sabe mucho de cultivos.

—Yo creía que estaba a cargo del cementerio.

—Así es. ¿Viene de la ciudad?

Asentí.

—Lo adiviné —dijo, y dirigió a la escupidera un nuevo chorro—. En un pueblo como Algoma, un hombre no logra sobrevivir con un solo empleo. Casi todos hacen un poco de esto o aquello para ir saliendo adelante. Hec se ocupa del cementerio, pero es pintor de casas y a veces se dedica a sembrar.

—Y el sheriff, ¿también se dedica a sembrar? —pregunté.

—A veces —repuso, y me examinó atentamente con el ojo bueno—. Siembra a veces.

Encontré a LeClair dormido en la silla de su oficina, con los zapatos sucios descansando sobre el escritorio. Dejé que la puerta se cerrara de golpe después de entrar, y se despertó con un sobresalto.

—¿Otra vez usted? —dijo, mareado y aún medio dor­mido—. Creí que ya se iba. ¿Han llegado los de la Guardia Nacional?

—No los he visto —dije, y me senté sobre la orilla del escritorio—. Tengo que matar un poco de tiempo hasta que salga mi vuelo. Pensé que tal vez podíamos compartir algo de fumar, en despedida.

Saqué el churro del bolsillo de la camisa y lo puse en el escritorio.

—Yo invito. Es hierba de la potente.

Se me quedó mirando fijamente, sin expresión.

—Préndalo. Lo hará sentirse mejor, y aquí sólo estamos los policías.

Con lentitud se le fue encendiendo la cara por encima del cuello de su camiseta.

—García —dijo, con voz tensa—, vi que Paulie llevaba su brazalete cuando bajaron del cerro hoy. Fue un buen gesto de su parte. Por esa razón, teniendo en cuenta que es de la ciudad y no sabe manejarse entre nosotros, le concedo treinta segundos para que tire ese cigarro a la basura o lo meto de una patada a la cárcel.

—Ábralo —le sugerí—, examine la hierba.

Aún gruñendo, rasgó el papel y desperdigó las hojas sobre el escritorio. Tomó una y la olió.

—Es fresca y no está cortada. Supongo que es local, ¿verdad? ¿De dónde la sacó?

—De alguien que sabe vivir de lo que da la tierra. Por supuesto, como informante tiene que quedar en el anoni­mato.

—Seguro —dijo en tono seco—. ¡Vaya! ¿Quién será? ¿Dónde la encontró?

—En los maizales junto al cementerio. Hay una zona al suroeste donde cada cuarta planta es marihuana, más o menos.

—¡Hec Michaud! —exclamó al tiempo que daba un puñetazo al escritorio—. ¡Supe que algo no marchaba cuando estuvimos allí hoy! Lo sentí en los huesos, pero pensé que tenía que ver con la historia de los Costa. ¿Cuánto calcula que hay en total?

—No sé, tal vez cuatrocientos kilos. Suficiente.

—Y usted creyó que yo estaba metido en el asunto, ¿no es así?

—Perdón —dije, alzando los hombros—. Como acaba de decir usted, soy de la ciudad.

Perdón no cubre la afrenta. ¿De dónde diablos sacó que yo soy corrupto? ¿Es que ya no quedan policías honestos en la ciudad?

—Tiene razón. Fue una estupidez de mi parte. ¿Y qué clase de sobornos podrían circular aquí? ¿Pollos y patos?

—Yo me las arreglo para vivir de mi salario. Tal vez no sea tan listo, pero…

—Mire, ya me disculpé, ¿de acuerdo? Mejor acepte mi disculpa, porque no tengo otra. En mis zapatos, usted también habría tenido dudas.

—Sí —concedió de mala gana—. Supongo que eso es cierto. Bueno, acepto la disculpa, al menos por ahora. Lo bueno es que ya tengo trabajo para los guardias que vienen en ca­mino. ¿Quiere su medalla en el cuello?

—No. Yo vine por otra razón y además no he comido nada en todo el día. Voy a Tubby’s por un sándwich. Tal vez me asome un poco más tarde para ver cómo van las cosas.

Cuando volví al cementerio la cosecha avanzaba a toda marcha. Una docena de guardias en uniforme verde laboraba entre el maíz y se llevaba las plantas de marihuana a una pila al borde de los cultivos, donde LeClair y dos oficiales de la Guardia conferenciaban. Noté que Hec Michaud estaba desconsolado en el asiento del jeep, esposado al volante. Me acerqué a él.

—Ey, míiister —dije—, ¿yu nou güer an hombre can faind chamba piquin frijoles?

Se quedó con la mirada fija en el tablero. ¡Qué poco sentido del humor!

—¡Ey, Flower, suba aquí! Tengo asientos de gradería y cerveza fría!

Paulie se hallaba sentado con la espalda apoyada en el cobertizo del cerro, contemplando la escena. Trepé penosamente y me senté junto a él. Me pasó una lata de cerveza genérica.

—Todo un espectáculo —comentó.

—Ya lo creo —concurrí—. Oye, lamento mucho si con esto se echa a perder tu… tu diversión.

—¡Qué diablos, Flower! No puedo fumar eso. Ya tengo bastante tratando de coordinar la vida normal. Hec me dio esos churros, probablemente para cerrarme la boca. Tal vez debí hacerle caso. No me va a gustar nada perder mi empleo aquí.

—No veo por qué vayas a perderlo.

—No lo ve ahora —dijo en voz baja—, pero lo verá, pues si continúan buscando en esa dirección darán con el au­tomóvil.

Giré despacio para mirarlo.

—¿Qué automóvil?

—Un Lincoln plateado.

Apenas pude escuchar su voz, reducida a un susurro. Apartó la vista de mis ojos y dijo:

—Hec iba a esconderlo en los cultivos para luego deshacerse de él, pero se atascó, así que nada más lo tapamos.

—¿El auto de los Costa?

Paulie asintió.

—¿Cuándo sucedió eso?

—¿Se refiere a cuándo lo escondimos? No estoy muy seguro —dijo, arrugando la frente—. Fue después de que se atoró el ataúd…, pero eso ya se lo conté, ¿no?

—Sólo que se había atorado, pero no me dijiste nada más, ¿verdad? Paulie, ahora todo va a salir a la luz. Quiero que me cuentes lo que pasó. Todo. Poco a poco. ¿Dices que se atoró el ataúd?

—Bueno, al principio no sabía que estuviera atorado. Estaba durmiendo atrás del cobertizo cuando llegó el tipo aquel, Claudio, y me despertó. Le estaba dando un infarto porque la caja estaba atorada en el bastidor y todos se habían ido ya menos él y el señor Costa. Así que fui a ver el ataúd, y estaba realmente atorado, pero aquí en el cobertizo tenemos una manivela para poder bajarlos si se atoran, así que fui por ella. Al volver oí que Claudio y el señor Costa discutían tan alto que se les podía oír en todo el cementerio. Por fin Claudio se fue con pasos bruscos a su carroza fúnebre y se marchó, cosa rara, pues el director necesita permanecer para verificar que el ataúd haya bajado hasta el fondo y poner la tapa a la cripta antes de marcharse. El señor Costa estaba ahí de pie, mirando el ataúd, cuando yo llegué a sus espaldas. Fue entonces cuando me di cuenta. La caja del millón de dólares de Charlie mostraba un pedacito de tela roja que salía por la ranura de la tapa. Eso estaba fuera de lugar. El señor Costa lo vio también, pues ahí ponía la mirada. Pegó un brinco considerable al verme. Me ordenó bajar la caja, pero yo le dije que se necesitaba la presencia del director de la funeraria. “Llamaron al señor Rigone y tuvo que irse. Es bajo mi responsabilidad”, dijo. “Tú mete la caja al hoyo, y ten algo por tus esfuerzos”, y me dio un billete de cien dólares. Es mucho dinero, ¿verdad?

—Sí, mucho dinero —confirmé.

—Eso pensé yo. Me confundo con los números, pero me di cuenta de que algo no andaba como era debido, ¿sabe? Le dije entonces que yo solo no podía hacerlo y necesitaba ayuda. Comenzó a discutir, pero se dio cuenta de que yo seguía mirando la caja. Se le estrecharon los ojos y se dio vuelta, se echó a andar hacia el auto y salió a toda velocidad del cementerio, arrojando grava por todas partes.

”Me arrodillé para ver más de cerca la tela roja. Se movía. Sólo un poco, como si alguien tratara de jalarla al interior de la caja. Di unos golpes en la tapa. “¿Hay alguien ahí dentro?”, pregunté, pero me sentía de verdad estúpido. Era la primera vez que le hablaba a un muerto, fuera de las ocasiones en que quería hacer enojar a Hec. De todos modos, la tela al parecer sí se movía.

—¿Y qué hiciste tú?

Paulie alzó los hombros.

—No había nadie en el cementerio más que yo y la caja, así que desatornillé la tapa y la abrí. Ella se incorporó y yo me caí sentado. Una dama. Vestida de rojo, con un lado de la cabeza ensangrentado, mareada y tal vez cegada por la luz. “Auxilio”, dijo ella.

—Cindy Kessel —comenté—. La novia de Charlie.

—Se puso a murmurar cosas sobre no decir nada de los negocios de Charlie —dijo él, asintiendo—, pero sin dar mucho sentido a sus palabras, como si estuviera en un delirio. Pero debe habérsele pasado un poco, pues se dio vuelta para ver sobre quién se hallaba sentada. Puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el pobre Charlie. A él no pareció importarle demasiado.

—¿Qué sucedió después?

—Bueno, yo no sabía si tenía que ver o no con Charlie, pero consideré que no le correspondía el mismo ataúd que a él, así que la saqué de la caja y cerré la tapa. No me sentía seguro sobre qué hacer a continuación. Ella necesitaba ayuda, pero no había nadie, y no quise dejarla ahí nada más, así que la alcé y la llevé corriendo a la casa de la señora Stansfield. No me tiene simpatía, pero no pude pensar en ningún otro sitio.

”Estuve llamando a la puerta, pero nadie vino a abrir y habían puesto el maldito cerrojo. La carrera me agotó y me dieron palpitaciones en la cabeza —dijo Paulie, y respiró hondo—. La chica… ¿Cindy? ¿Ese es su nombre?

Asentí.

—Ella seguía inconsciente. Alcancé a ver el polvo de la limusina de los Costa que volvía al cementerio y me pareció que se requería acción de inmediato; por eso empujé la puerta con el hombro, logré abrirla y puse adentro a la joven. Volví corriendo a la sepultura, agachado para que no me vieran, pues no quería que Costa supiera de mis movimientos. En cualquier caso, sentí que estaba de nuevo en el ejército, y eso me resultó un poco divertido.

”El señor Costa trajo con él a su hijo, Rol júnior. ¿Conoce usted a Rol?

—Sé quién es… —contesté—. Un tipo duro.

Yo lo conocí en la escuela —explicó Paulie—. Más malvado que una víbora. El señor Costa dijo que estaba ahí para ayudar con el ataúd. Le dije que me parecía bien, pero debe de haberse dado cuenta de lo agitado de mi respiración, porque se me quedó mirando de un modo raro y enseguida examinó la caja. Yo no tuve tiempo de volver a atornillar la tapa. Cuando volvió a mirarme, sus ojos parecían igual de muertos que los de Charlie. “¿Dónde está ella, muchachito?”, me preguntó. “¿Dónde la pusiste?”

”Me hice el tonto, algo no muy difícil para mí. “No sé de qué habla”, contesté. “No tenemos tiempo para esto”, dijo Rol júnior. “Nos lo dirá cuando le enseñe sus tripas”, y sacó un cuchillo con una hoja de veinte centímetros. Esa cosa se abrió en sus manos como por arte de magia.

—¿Y qué sucedió?

—Él no era ningún soldado, sólo un tipo que agarraba un cuchillo. Puede que mi cabeza no funcione del todo bien desde que la granada explotó entre Billy y yo, pero todavía soy capaz de entender a un tipo con cuchillo. Se lanzó derecho contra mí, un error grave de su parte. Agarré la muñeca de la mano con el cuchillo y le di vuelta rodeándole el cuello de modo que lo coloqué entre su padre y yo. El señor Costa sacó una fea pistolita automática y se puso a dar vueltas alre­dedor de mí buscando un espacio para disparar, pero la chi­ca pegó un grito y él desvió la mirada. Ese error fue todavía peor que el primero.

Paulie le dio un trago largo a su cerveza.

—¿Dónde están ahora, Paulie? ¿Dentro del auto?

—¿En el auto? No. Pensé que ese monumento de piedra de Charlie le quedaba demasiado grande a un solo tipo, y en cambio podían acomodarse en él tres muertos. De cualquier modo, dice “Costa” en la lápida, ¿verdad?

—¿Y la chica, Paulie? ¿Qué fue de ella?

—Ahí sigue con la señora Stansfield. Un poco después quise hablar con ella y fui a la casa, pero se sentía demasiado débil y no pudo decirme casi nada. Pero apuesto a que se siente contenta de estar fuera de esa caja.

—Eso creo —afirmé, y volví a respirar después de estar reteniendo el aliento—. Paulie, vamos a tener que decirle a Ira todo esto, ya sabes.

—Eso pensé desde el principio, pero Hec me advirtió que me iba a meter en problemas. Creo que no quería que nadie viniera a investigar. Lo bueno es que la señora Stansfield al parecer me ha tomado un poco de cariño. A lo mejor gruñía tanto por sentirse demasiado sola.

—Es posible —dije con el ceño fruncido, pues algo me pinchaba la memoria—. Paulie, ¿no me dijiste que la casa de la señora Stansfield quedaba al oeste del cementerio?

Movió la cabeza afirmando. Contemplé los campos de ma­íz dorado que se extendían hasta los cerros cubiertos de pi­nos en el horizonte. El sol del atardecer colgaba encima de ellos como un ojo feroz y solitario.

—Paulie, no hay ninguna casa al oeste del cementerio.

—Claro que sí —dijo, con signos de irritación—. Esa casa de piedra al otro lado de la barda. La señora Stansfield vive ahí desde hace más tiempo que el alcalde, desde 1852 o 1851… Ya no puedo manejar bien los números.

—¿Qué cree usted que será de Paulie? —le pregunté al sheriff.

—Cualquiera lo sabe —repuso LeClair, hundido en el asiento de mi auto de alquiler.

Lucía agotado, pero le brillaban los ojos, casi como si tuviera fiebre. Se encontraba mirando a los hombres en el asiento trasero del jeep frente a nosotros, mientras el convoy se dirigía a Algoma bajo la luz del crepúsculo. Paulie hablaba animadamente con un par de guardias, y gracias al movimiento de luces se distinguían sonrisas en sus rostros.

—¿Puede visualizar a Paulie declarando en el proceso de instrucción? —dijo con suavidad—. Lo harán trizas. Lo enviarán tres meses a Ypsilanti para evaluarlo psicológicamente; si tiene suerte, volverá al hospital de veteranos y si no la tiene, quizás a la cárcel.

—Eso es lo más probable —concedí—. Mató a dos personas y al menos contribuyó a que muriera otra más.

—En realidad no sé si hizo eso o no —admitió LeClair, reflexivamente—. Sólo sé lo que usted me ha dicho. No soy más que un sheriff de pueblo chico, y los Costa son ricos e influyentes. Podría sentirme muy poco dispuesto a solicitar una orden de exhumación basándome en la palabra de un pobre veterano con daños cerebrales.

—No puede estar hablando en serio —objeté, mirándolo un momento.

—No sé —dijo—. Voy a ser sincero con usted. Me importa un pepino lo que les haya pasado a los Costa. Sólo lamento que haya pasado aquí. Me siento mal respecto a la chica, pero ella debió cuidarse al elegir a sus compañeros de juego, y a estas alturas ya no hay modo de ayudarla. Eso deja solamente a Paulie. Ya pasó por la molienda una vez, y detesto la idea de volver a meterlo por la maquinaria.

—Pero hay tres muertos.

—Se equivoca usted, amigo, hay muchos más muertos que eso. Recibieron abundantes balazos mientras el hijo de Roland Costa usaba su exención del servicio militar para aprender los negocios de su familia, en los días en que le arreglaban la cabeza a Paulie Croft para que pudiera trabajar cavando tumbas, en lugar de conducir un camión como su padre. Le diré qué voy a hacer, García: nothing. Nada. Dejo todo en sus manos. Decida usted quién le debe a quién y a cuánto ascienden tales deudas. Una vez que lo tenga decidido, me informa. ¿De acuerdo?

—Eso no es justo —dije de plano.

—¡No me diga! —repuso reprimiendo un bostezo—. No necesitamos ser justos. Nosotros somos la ley. Y no se preocupe por Hec. Yo me encargo de él.

—La falta de sueño lo está haciendo alucinar —gruñí—, o quizás una sobredosis de aire fresco le ha afectado la mente. No puede salir bien librado con tales medidas.

—Probablemente tenga razón —admitió—, pero si me descubren, estoy protegido. Basta con que mueva los pies en el polvo y declare que me confundió un policía lenguaraz de la gran ciudad. No sé qué excusa pueda tener usted, pero ese problema sería suyo.

El débil sonido de risas nos llegó desde el jeep, arrastrado por el viento, y pude ver las lámparas de la calle del pueblo encendidas a la distancia. Las dos lámparas.

—Pues yo tampoco sé —confesé, hablando con lentitud—, pero quizá no necesite ninguna excusa. Me refiero a que nada puede sucederle a nadie en un pueblucho como éste.

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