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SACERDOTES
ОглавлениеGEORGE C. CHESBRO
Probablemente el personaje más famoso de GEORGE C. CHESBRO sea Robert Frederickson, investigador privado, criminólogo, cinta negra de karate y enano que, con el nombre artístico de “Mongo el Magnífico”, alguna vez fue cirquero de talla mundial. Las historias de Mongo solían incluir elementos fantásticos o sobrenaturales, y aunque “Sacerdotes” no pertenece a la serie de Mongo, comparte su preocupación por fuerzas fundamentales como el mal.
LOS SÍMBOLOS QUE ALGUNA VEZ LE TRAJERON PAZ y sentido de pertenencia a una comunidad que se perpetuaba infinitamente ahora evocaban en él las emociones opuestas y le recordaban lo que había perdido y su aislamiento de todas las personas, lugares y cosas que hasta cinco años antes, cuando fue desterrado de ese mundo, habían permeado su alma y definido su ser entero.
Flanqueado por las estatuas del viacrucis en sus nichos umbríos y sintiéndose como un corredor desnudo y vulnerable que tras un desafío ha decidido poner a prueba su espíritu, Brendan Furie recorría con grandes zancadas, que la gruesa alfombra granate amortiguaba, la nave mayor de la catedral, débilmente iluminada. No había estado en una iglesia en los cinco años desde que lo excomulgaran: esa amputación de su alma del cuerpo de la iglesia, urdida por la figura de negro arrodillada, con la cabeza inclinada en oración, en la barandilla ante el altar cubierto de telas blancas frente al sagrario.
Brendan tenía la clara sensación de estar siendo observado y se preguntaba si no sería una especie de sentido vestigial de los ojos de Dios, una reacción psicológica a su regreso, tras una larga ausencia, al entorno físico que alguna vez lo significó todo para él pero ahora no parecía sino un recuerdo lejano de otra vida, una vida que quizá fue sólo un sueño.
Llegó al sagrario, pero la débil figura arrodillada no se movió y Brendan no estaba seguro de que el hombre se hubiese siquiera percatado de su presencia. Por un momento sintió aquel viejo impulso, prácticamente instintivo, de hacer una genuflexión frente al altar, pero sabía que ya no tenía ni la obligación ni el derecho, así que simplemente se sentó en el extremo del primer banco y esperó a que el cardenal Henry Farrell terminara sus oraciones.
Pasaron casi cinco minutos antes de que el anciano, sin levantar la cabeza ni separar las manos, dijera en voz baja:
—Gracias por venir, padre.
—Vine porque usted me lo pidió, su eminencia —respondió Brendan sin alterarse. Tragó saliva y añadió suavemente—: le agradecería si no me dijera “padre”. Suena un poco raro, francamente, viniendo de usted, que sabe mejor que nadie que ya no soy sacerdote.
Hubo un prolongado silencio y Brendan empezó a preguntarse si el cardenal lo habría oído, pero en eso la figura arrodillada dijo:
—Otras personas siguen diciéndole así.
—No.
—Se ha vuelto famoso.
—¿Sí?
—Lo he visto en los periódicos. Le dicen “el sacerdote” o a veces nada más “sacerdote”.
—No es lo mismo, su eminencia.
—No —respondió el anciano y se estremeció ligeramente, como si hubiera sentido un escalofrío—. Y preferiría que no me dijera “su eminencia”. Hace tiempo que dejé de sentirme eminente. Agradezco su cortesía, pero no es necesaria.
—Como usted desee, señor.
—Brendan, ¿trae usted una… pistola?
Parecía una pregunta decididamente extraña en esa casa de culto hecha de piedra, y Brendan se quedó unos momentos observando la espalda del anciano. La figura arrodillada, sin embargo, permanecía inescrutable: vieja carne y viejos huesos cubiertos de negro.
—No —respondió al fin.
—Pensé que podría ser. Lo que se cuenta…
—A veces traigo pistola, pero no muy seguido. En mi profesión, una pistola no sirve de mucho. Aún no conozco superstición, ignorancia, odio u obsesión que pudiera eliminarse con una bala.
Ahora el cardenal levantó la cabeza, separó sus huesudas manos, enderezó la espalda. Se recargó en el barandal y penosamente trató de levantarse. Brendan se puso de pie y avanzó para ayudarlo, pero se detuvo cuando el cardenal sacudió la cabeza vigorosamente en señal de rechazo. Brendan volvió a sentarse y esperó. El cardenal finalmente consiguió ponerse de pie. Se dio la vuelta, caminó vacilante hacia el banco al otro lado del que ocupaba Brendan y se sentó con cuidado. Brendan miró a los ojos al hombre sentado al otro lado de la nave de alfombra granate y quedó horrorizado por las facciones demacradas, la carne apergaminada y casi traslúcida, las grandes ojeras. El cardenal Henry Farrell, pensó Brendan, parecía una fruta marchita o a la que se le hubiera quitado el corazón.
Los labios del anciano se recogieron en una especie de sonrisa desconcertada. Una serie de emociones que Brendan no supo descifrar se movían como sombras de luna en los llorosos ojos grises.
—El peligro, el mundo y las buenas obras parecen haberle hecho bien, sacerdote. Tiene usted muy buen aspecto.
—Usted no.
—Voy a morir… pronto.
—Lo lamento.
Con mano temblorosa, el débil príncipe de la Iglesia hizo un gesto de desdén y de nuevo sonrió.
—Sin duda son misteriosos los caminos del Señor, ¿verdad?
—Eso he oído, padre.
—Supongo que podría decirse que en un sentido yo lo creé a usted.
—¿Por qué, padre?
—Yo creé este “sacerdote” en el que se convirtió, este hombre con tanta fama, o mala reputación, como dirían algunos, que ahora es nada menos que investigador privado especializado en asuntos religiosos y espirituales, acérrimo defensor de los niños y sus derechos. Antes usted no era más que… un sacerdote. He oído una y otra vez que es una encarnación de Cristo mucho más efectiva ahora en su deshonra que antes de su… cambio de profesión. Las implicaciones de esto para la Iglesia son tema de acalorados debates entre ciertos teólogos. Casi nunca se menciona mi nombre. En realidad creo que mi papel en todo esto se ha olvidado.
Brendan no dijo nada. Se sentía extrañamente distanciado, separado de este viejo enemigo y de la institución que representaba por un infranqueable muro de traición, pérdidas, dolor y muerte.
—Usted nunca fue buen sacerdote, Brendan —prosiguió el cardenal con una voz que parecía elevarse con pasión nacida del enojo o del arrepentimiento—. Siempre fue rebelde, nunca estuvo a gusto con la Iglesia. Siempre cuestionaba lo que no tenía ningún derecho a cuestionar.
—Cuestionaba lo que usted no quería que yo cuestionara, su eminencia, pero siempre lo obedecí, ¿o no? —Brendan hizo una pausa para dar tiempo a que retrocedieran las oleadas de enojo y viejo resentimiento que empezaba a sentir. Cuando se esfumaron continuó—: Me retiré a hacer penitencia cuando usted me lo ordenó y salí para hacer su mandado cuando usted me dijo. No era la Iglesia lo que me tenía incómodo.
El cardenal se puso rígido.
—¿Mi mandado?
—Es lo que dije.
—Era un asunto de Dios.
—Era un asunto de usted.
—La razón por la que se le ordenó retirarse, para empezar, era enseñarle que a usted no le corresponde hacer esos juicios.
Brendan reprimió un suspiro.
—¿Por qué me pidió venir, padre?
El anciano, esquivando la mirada de Brendan, miró hacia el altar y, más allá, la enorme figura de madera pintada de Cristo clavado en una cruz.
—Le dije que moriré en poco tiempo. Mis asuntos profanos están en regla y ahora trato de hacer lo mismo con mi alma.
—¿Qué quiere de mí, padre? —preguntó Brendan en tono neutral.
—Quiero que escuche mi confesión.
Brendan no creía haber oído correctamente al hombre; de ser así, sólo podía significar que haberle hecho acudir a él era la broma lamentable de un anciano moribundo, o que la mente de ese hombre estaba deteriorándose. No dijo nada.
—¿Rechazaría la petición de un hombre tan cercano a la muerte?
—No entiendo la petición.
—No le pido entenderla, sólo concederla.
—No estoy precisamente cualificado para escuchar su confesión, ¿o sí? ¿Por qué querría participar en una acción herética? Algunos de sus colegas más conservadores podrían decir que usted cometió herejía con tan sólo haberme hecho esa petición, suponiendo, esto es, que lo dijera en serio.
El anciano abrió la boca y emitió un raro sonido áspero. Brendan tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba riendo.
—¿Desde cuándo le ha preocupado lo que la Iglesia considerara, o no, herejía? No creo que le importara mucho ni siquiera antes de que lo expulsaran del sacerdocio.
—Qué cosas me preocupen son asunto mío, padre —respondió Brendan, sereno—. Perdóneme por decir que antes ha jugado conmigo, y no puedo evitar preguntarme si esto no será parte de algún otro jueguito.
El cardenal apartó la mirada abruptamente; cuando volvió a dirigirla a Brendan, sus ojos apagados y llorosos adquirieron un brillo inusual.
—Esto no es un juego, Brendan —dijo, enérgico.
—Sus pecados no tienen nada que ver conmigo.
—Sabe que eso no es cierto. —Hizo una pausa, se echó hacia delante y agregó—: Algunos pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.
—No voy a oír su confesión.
El cardenal suspiró y volvió a recargarse en el banco.
—¿Por qué me acusa de haber jugado con usted? Se le pidió realizar un exorcismo. Por sus errores de cálculo, la madre de la muchacha en cuestión cometió un pecado mortal al quitarse la vida. Las autoridades eclesiásticas determinaron que el suicidio de esa joven mujer fue resultado directo de su infracción, Brendan: su falta de preparación adecuada y acaso también su falta de fe y resolución. Se decidió que el pecado era de usted, no de ella, y su castigo fue excomulgarlo. Puede ser que el dictamen fuera duro, pero influyeron en él sus actitudes pasadas, sus escritos, su reputación y sus acciones como sacerdote disidente. Constantemente estaba usted metido en organizaciones y causas sociales y políticas que la Santa Sede consideraba inapropiadas. Se le advirtió más de una vez. Esos son los hechos. ¿Los impugna?
—No los impugno. Esos son los hechos, pero la verdad está en otro lado.
—Ah, ¿sí? ¿Y exactamente cuál es la verdad?
—Usted me mandó a realizar un rito para el que sabía que no estaba preparado y en el cual tenía sospechas de que yo no creía.
—¿No cree en la posesión satánica?
—Creo en la obsesión fundada sobre la avaricia, la lujuria, el odio u otra docena de males humanos. Pero bastante difícil de por sí es lograr que la gente se responsabilice de sus acciones sin darles la posible excusa de que el Diablo los llevó a hacerlo.
—No es propio de usted mostrarse displicente o irrespetuoso con ideas que otras personas se toman muy en serio, Brendan.
—Le estoy diciendo la verdad que afirmó querer escuchar. Si piensa que estoy siendo displicente, es que aún no me conoce y nunca podrá entender lo que pasó. Lisa Vanderklaven no estaba poseída por demonios: su comportamiento imprevisible era, bajo esas circunstancias, racional y saludable. Tenía una muy buena razón para desobedecer a su padre y huir a cada rato de su casa: el mismo hombre que era amante de su madre y socio cercano de su padre la maltrató salvajemente una y otra vez. Cuando Lisa le habló a su padre del maltrato, se negó a creerle. Henry Vanderklaven prefirió creer que a su hija la poseían los demonios, pues aceptar que Werner Pale abusaba sexualmente de ella habría interferido con sus intereses comerciales y puesto en duda su ojo para la gente. Lo que Lisa Vanderklaven necesitaba no era un exorcismo sino protección.
”En mi entrevista inicial con Lisa, ella se desmoronó; no podía creer que su padre en verdad pudiera pensar que estaba poseída. Eso fue cuando me contó que Pale no sólo había estado maltratándola, sino que por un tiempo había mantenido una relación amorosa con su madre; Pale había hecho alarde de ello frente a Lisa. En aquel momento no creía tener más opción que hablar con Olga Vanderklaven, no sólo para tratar de confirmar la historia de Lisa sino para ofrecerle mi ayuda, si la quería. Ese fue mi error. Enfrentada al hecho de que Lisa y yo sabíamos que tenía un amante, y que el amante abusaba sexualmente de su hija, se suicidó.
”Si alguien en esa familia hubiera podido describirse como poseído, era el padre de Lisa, y él había creado su propio infierno con una combinación mortal de avaricia y pretensiones de superioridad moral. Fue la avaricia de Vanderklaven lo que lo llevó a emplear a un hombre como Werner Pale, para empezar. Vanderklaven era traficante de armas, como usted bien sabe. Lo que tal vez no sabía es que Werner Pale era un asesino mercenario a quien Vanderklaven contrató para entrenar agitadores. Esos agitadores se encargaban de provocar guerras de baja intensidad en diferentes partes del mundo para mantener el volumen de ventas de las armas que Vanderklaven fabricaba. No veía nada de malo en lo que hacía; era un hombre sumamente hipócrita que no podía ver alrededor el mal que él mismo había creado. Era un católico ferviente con poderosos amigos en Roma, un benefactor de la Iglesia que daba millones a diversas causas religiosas. Confiaba tanto en tener un lugar reservado en el Cielo que podía destruir a su familia y tranquilamente ignorar la causa, a saber, el mal que había llevado a casa consigo: ese hombre al que consideraba no sólo socio sino amigo. Cuando Lisa le dijo que su amigo la violaba, Vanderklaven le exigió ir con un psiquiatra. Cuando ella se fugó, mandó a Werner Pale a buscarla y llevarla de vuelta. Cuando ella volvió a fugarse, acudió con su compinche del golf (usted, su eminencia) y le pidió que organizara un exorcismo para liberar a su hija de sus demonios. Posesión satánica era la única explicación de su comportamiento que a él podía ocurrírsele.
”Creo, su eminencia, que cuando usted escuchó la historia sabía que no soportaría el escrutinio y la investigación que Roma requiere antes de declarar oficialmente que alguien está poseído por el Demonio, y que era del todo improbable conseguir a un exorcista capacitado para intervenir en los asuntos de tan atribulada familia. Pero tenía miedo de ofender a Henry Vanderklaven diciéndole la verdad; temía que eso cerrara la llave del dinero en detrimento de los intereses de la Iglesia, incluso que pudiera quejarse con sus amigos del Vaticano de su falta de sensibilidad. Entonces buscó otra solución para el problema que él le había pasado. Yo fui esa solución. Mandaría a ese joven sacerdote al que estaba tratando de arruinar para que simulara estar realizando un exorcismo; una vez más, me obligaría a someterme a su voluntad para al mismo tiempo complacer a Vanderklaven. Fallé, padre, sí, y debido a mi fracaso como ser humano para percibir plenamente y lidiar con el tormento de Olga Vanderklaven, ella se suicidó como resultado directo de mis investigaciones. Y bien, Roma no iba a declarar que el alma de la esposa de ese importante pilar laico de la Iglesia ardería en el Infierno; en su opinión, y tal vez en la de usted, era mejor mandar mi alma a arder en el Infierno, y posteriormente me excomulgaron. Yo no discrepé entonces de esa acción, y tampoco ahora. Fui responsable de la muerte de esa mujer porque debí haber hecho caso omiso de sus maquinaciones, desechar toda la idea de un exorcismo y derivar el caso directamente a unas trabajadoras sociales. Olga Vanderklaven murió debido a mi fracaso como sacerdote, su eminencia, pero también murió porque usted mandó a alguien que sabía que no estaba espiritualmente preparado para la tarea de realizar un rito que ni siquiera se requería, en una situación emocional increíblemente cruda. Esa es la verdad, su eminencia.
Brendan esperó, previendo que el cardenal se defendería o negaría la acusación, pero éste simplemente dijo:
—Tiene razón, sacerdote. Esa es la verdad.
—Si así lo entiende, me parece que ya ha confesado todo lo necesario.
El anciano lentamente se dio la vuelta para estar frente a frente con Brendan, con los apagados ojos muy abiertos.
—Entienda esto, Brendan —dijo con voz entrecortada—: el mismísimo Satanás estuvo ahí. Usted luchó contra el mismísimo Satanás.
Brendan estudió el rostro del hombre y vio ahí un auténtico miedo, además de algo que no sabía interpretar.
—Supongo que está hablando metafóricamente, padre —dijo; hizo una pausa y frunció el ceño cuando el cardenal negó con la cabeza—. ¿Werner Pale?
Ahora el cardenal asintió. Brendan se pasó la mano por el pelo negro que le llegaba a los hombros y bajó la mirada, resistiendo el impulso de decir algo displicente o sarcástico que después pudiera lamentar. Al fin levantó la mirada y dijo:
—No, padre. Pale era un asesino psicópata y un ser humano completamente inútil, no Satanás. Creer eso no es más que su manera de eludir la responsabilidad personal por lo que pasó. Eso es lo que hizo Henry Vanderklaven y es lo que mató a su esposa.
El cardenal abrió aún más los ojos y sus manos empezaron a temblar junto con su voz.
—Pero, ¿y si tengo razón, Brendan? ¿Y si era Satanás?
—Lo que usted crea a mí no me incumbe, su eminencia —respondió Brendan sin alterarse—. Crea lo que le dé paz, pero luego no me pida que ayude a resolver los conflictos que siguen ahí.
El anciano aspiró hondo y exhaló con mucha lentitud. Sus temblores disminuyeron y se arrellanó cansinamente en el banco.
—Me gustaría mucho saber qué pasó después —dijo en voz tan baja que Brendan difícilmente entendió sus palabras.
—¿Acaso Vanderklaven no le contó?
El viejo suspiró, se produjo un sonoro traqueteo en sus pulmones y habló.
—Henry Vanderklaven se metió una bala en el cerebro poco después de volver de Europa, como tres meses después de que trascendieron los acontecimientos de que hemos estado hablando. Creo que fue por algo que usted le dijo o le hizo.
Brendan buscó en su interior alguna lástima por Henry Vanderklaven, un hombre que, de acuerdo con su sistema de creencias, se había sentenciado a la condenación eterna. No sintió nada. Creía que el hombre no había hecho nada por sí mismo salvo acabar con su vida. Descubrió que ya no creía en infiernos o cielos, excepto esos creados por la conciencia y las acciones humanas vivientes, y acaso nunca había creído. Su fe siempre había consistido en vivir cada día como un ser humano que procura estar a la altura del ejemplo de Cristo, no en recompensas o castigos eternos. Lo que sí creía y sabía era que Vanderklaven había creado un infierno para los demás que aún los atormentaba, y le alegraba que ya no estuviera vivo.
—¿Brendan? —dijo suavemente el cardenal—. ¿Qué pasó?
—Después de que Lisa se fugó por segunda vez y vino al refugio infantil, le prometí que estaría a salvo de toda clase de demonios (humanos o no) hasta que yo hubiera investigado para intentar determinar la verdad —dijo Brendan en un tono uniforme que no dejaba traslucir la agitación que una vez más se levantaba en su interior—. Le fallé. No sólo se suicidó su madre a consecuencia de mis torpes preguntas, sino que Werner Pale, actuando bajo las órdenes de su padre, la secuestró una segunda vez mientras yo estaba ocupado tratando de defenderme de la excomunión. Luego el padre, la hija y Pale se fueron a Europa. Por lo que respecta a los cuerpos policiales y las agencias de asistencia a menores, el asunto estaba fuera de su jurisdicción. Pero no era una circunstancia con la que yo pudiera vivir. Le prometí a Lisa que no le harían daño. Los busqué y los encontré. Los detalles son lo de menos. Lo importante es que finalmente hallé la manera de que Henry Vanderklaven encarara el hecho de que el amigo en el que confió para levantar su negocio de muerte lo traicionó con su esposa y violó reiteradamente a su hija. Vio, finalmente, cómo su propia avaricia lo cegó, destruyó a su esposa y le ganó el odio de su hija. No sabía que se hubiera suicidado. A pesar de su aparente fanatismo, por lo visto no creía en el perdón, ni siquiera para sí, y seguramente tampoco creía en la redención.
—Y ahora… ¿dónde está la muchacha?
—En Nueva York. Felizmente casada y madre de un hijo. Trabaja para una agencia privada de servicios sociales para la infancia.
En eso el anciano volvió a voltear lentamente para ver a Brendan y estudiar su rostro unos momentos. Al fin dijo:
—Ah, sí. La misma agencia, supongo, para la que usted ha hecho tan buen trabajo, la que dirige la exmonja con la que se rumora que tiene usted una… ¿relación?
—No creo que eso forme parte de esta historia, su eminencia, ¿o sí? El hecho es que Lisa ahora está a salvo y tiene una vida propia. Sigue teniendo pesadillas, pero ésas se irán con el tiempo.
El cardenal movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.
—Y… ¿Werner Pale? —preguntó.
—Está muerto. Yo lo maté.
Brendan vio al hombre reaccionar con lo que podría haber sido sorpresa, pero también algo que no pudo determinar del todo.
—¿Usted, sacerdote, mató a este mercenario?
—Él estaba tratando de matarme a mí. Peleamos, y tuve suerte. Había planeado prenderme fuego, pero fue él quien cayó en las llamas.
Una vez más el viejo cardenal, aparentemente absorto en sus pensamientos, guardó silencio unos minutos. Al fin dijo:
—He oído decir que desde que nos dejó ha matado a varios hombres. ¿Es posible que haya cambiado tanto, sacerdote?
—No me toca a mí decir cuánto he cambiado, su eminencia. No he hecho daño a nadie que no intentara hacerme daño a mí o, en ocasiones, a un niño. Ya le he dicho lo que quería saber. ¿Está satisfecho?
—¿Le gustaría escuchar lo que me ha pasado en los últimos cinco años?
—Si siente la necesidad de contármelo, escucharé.
—Dios me ha dado la espalda, Brendan. Fui injusto con usted, y por eso he sido castigado. Si bien es cierto que la decisión de excomulgarlo vino de Roma, la misma gente me culpó a mí en última instancia, pues conocían la verdad de la que usted hablaba. A menudo me siento como si se me hubiera excomulgado como a usted. No he tenido paz en estos cinco años.
—Me suena a que ha estado ocupado castigándose a usted mismo, su eminencia. Cometió un error, y Dios lo perdonará. ¿Dónde está su fe?
El cardenal sacudió la cabeza con impaciencia y renovado vigor.
—Fue más que un simple error. Es cierto que nunca creí que la muchacha estuviera poseída, y sin embargo, lo mandé a realizar un rito sagrado simplemente para aplacar a su padre. Eso es blasfemia, sacrilegio. No necesito nada más el perdón de Dios, Brendan: también el de usted.
—Lo tiene.
—Escuche mi confesión.
—Creo haberlo hecho ya.
—En el confesionario. Por favor.
—No, su eminencia. Esta es la segunda vez que me pide realizar un rito sagrado en circunstancias inapropiadas. La…
—¡Precisamente!
—…primera vez ninguno de los dos creía en lo que estábamos haciendo, y las consecuencias fueron una muerte y mi excomunión. Ahora que me han excomulgado, las autoridades eclesiásticas no reconocerían la santidad de ninguna confesión que usted hiciera ante mí. No entiendo qué es lo que verdaderamente quiere, pero sí sé que no puede ser el sacramento de la confesión.
El viejo cardenal se puso de pie despacio, se giró para quedar frente a Brendan y se irguió. Sus ojos se pusieron de pronto muy brillantes.
—Si no lo entiende, sacerdote, significa que no ha estado escuchando atentamente mis palabras, como le pedí. Necesito confesarme con usted para poderle oír decir las avemarías.
Brendan sintió que los pelos de la nuca se le erizaban y resistió el impulso de hacer algún movimiento súbito.
—Como usted quiera, su eminencia —dijo en tono ecuánime, inclinando ligeramente la cabeza.
—El confesor vendrá a usted —dijo el cardenal con la misma voz enérgica, y se dio la media vuelta.
Brendan se obligó a permanecer quieto, a respirar acompasadamente, mientras veía al anciano cojear por el sagrario y desaparecer por una puerta a la derecha del altar. Esperó unos segundos, se levantó y caminó hacia el confesionario con ornamentos de madera tallada que estaba a su izquierda. Vaciló unos momentos antes de entrar a la sección destinada al sacerdote y sentarse.
Los pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.
Transcurrieron casi cinco minutos y en eso Brendan oyó que se abría la puerta de la sección al otro lado de la rejilla de madera. Se asomó y vio entrar a una figura encorvada con sotana blanca y capucha.
Incluso sin la críptica petición del cardenal de oírlo decir avemarías, que era una inversión del rito toda equivocada, habría percibido peligro, pues esta figura encapuchada llevaba el fajín blanco, el alba, alrededor del cuello, y eso estaba mal: un sacerdote se ponía el alba para recibir confesiones, no para entrar en la cabina como penitente.
Su anterior sensación de estar siendo observado no había sido una fantasía, pensó Brendan, pero los ojos que lo observaban definitivamente no eran los de Dios.
¿Trae usted una pistola?
Brendan se puso de pie y se arrojó a la rejilla, golpeando la madera con el hombro derecho y tapándose la cara con el antebrazo izquierdo para protegerse los ojos de las astillas. Se precipitó por la delicada celosía, fue a dar contra la figura de sotana y ambos cayeron al piso de la cabina. Brendan usó la mano izquierda para agarrar la muñeca derecha del hombre, que se había asomado por la sotana sosteniendo una pistola calibre 22, mientras le lanzaba el puño derecho al abdomen.
La capucha se deslizó para revelar un rostro que era una masa pesadillesca de arrugado tejido cicatricial del color de la leche y líneas de cicatrices rosadas que sólo podían haber sido resultado de una serie de operaciones fallidas. Werner Pale se retorcía atrás de Brendan con la fuerza nacida de un odio y una rabia sin límites e intentó golpearlo con el garfio que le habían puesto para remplazar la mano izquierda. Brendan se agachó para esquivar el golpe pero sintió la afilada punta en la espalda cuando el acero empezó a atravesarle la chamarra de cuero hacia la carne. Alargó la mano libre, encontró un fragmento de madera de la rejilla hecha añicos y la envolvió con los dedos. Cuando la punta de acero cortó la chamarra y tocó la piel, levantó la estaca y metió la punta en la garganta de Werner Pale.
Salió sangre a chorros por la yugular perforada. La boca del hombre, llena de cicatrices, se abrió en un grito silencioso formando una O, pero casi de inmediato el único ojo vidente se le empezó a vidriar. El cuerpo debajo de Brendan se agitó violentamente por unos momentos y luego se quedó quieto.
Brendan se levantó del cadáver, abrió la puerta del confesionario y, limpiándose la sangre del rostro, atravesó a toda prisa un estrecho laberinto de piedra y corredores de madera hacia los cuartos privados del cardenal.
Encontró al anciano en su estudio, más pálido y con un dolor evidente en los ojos llorosos, sentado frente al escritorio, aparentemente manteniéndose erguido con las palmas sobre la pulida superficie de roble.
—Brendan —el cardenal Henry Farrell respiró aliviado al verlo entrar por la puerta y detenerse—. Gracias a Dios. Mis plegarias fueron atendidas. —Hizo una pausa y entrecerró los ojos, como si le costara trabajo ver—. ¿Está herido…?
—La sangre es de Werner Pale, su eminencia, no mía.
—Gracias a Dios.
—Gracias a usted por su advertencia. Me salvó la vida.
—No podía advertírselo abiertamente, sacerdote. Él estaba oyendo.
—Lo entiendo —dijo Brendan, y avanzó de nuevo. Se detuvo a unos pasos del escritorio cuando el cardenal levantó una temblorosa mano con la palma hacia afuera, como para hacerlo retroceder.
—Vino a mí… a matarme, claro está, pues yo era responsable de haberlo enviado a usted a entrometerse en su vida. Quería saber dónde encontrarlos a usted y a la muchacha, y ofreció que si le decía, me mataría rápidamente. No hay nada que pudiera haber hecho para obligarme a decírselo, Brendan. Créame.
—Le creo, su eminencia. No me lo tiene que explicar.
—Pero quiero hacerlo —dijo el anciano con voz cada vez más débil.
”Creo que pasó la mayor parte de los últimos cinco años en hospitales, o habría sabido lo famoso que es usted ahora. No le habría costado ningún trabajo encontrarlo, y usted no habría tenido ninguna advertencia. También podría haber dado con la muchacha, Lisa. Decidí jugármela por su vida y la de la muchacha; usted ya lo había derrotado una vez y quizá podía hacerlo de nuevo. Percibí que tenía miedo de usted, pero también noté que tenía muchas ganas de hacerlo sufrir y que dispararle desde alguna azotea no le iba a resultar satisfactorio. Actué bien, Brendan. Me arrodillé ante él y le imploré que no me matara. Le dije que lo haría venir a usted ante él y le extraería la información que quería, con tal de que me perdonara la vida. También que le ayudaría a atraparlo en un espacio cerrado, donde estaría a su merced. Estaba muy contento con la idea de matarlo en el confesionario, verdaderamente encantado cuando le sugerí que podía fingir ser yo. Dijo que primero iba a dispararle en el estómago o las rodillas y luego lo cosería a puñaladas. No podía dejar de reír cuando le enseñé la sotana y el fajín que podía ponerse. Le fascinó la idea de vestirse de sacerdote para matarlo. —El anciano hizo una pausa, y la amplia sonrisa que de pronto apareció en su semblante parecía pertenecer a un hombre mucho más joven y menos atribulado—. Fue entonces cuando supe que teníamos una oportunidad, sacerdote, pues nadie mejor que usted para encontrar un poco extraño que nada menos que yo le pidiera unírseme en un acto de herejía.
Entonces el cardenal tosió sangre y se lanzó sobre el escritorio. Brendan corrió y levantó al viejo por los hombros. Vio la mano y el mango del estilete que le salía al hombre del estómago. También vio que era demasiado tarde.
—Ruegue por mí, sacerdote. A usted Dios lo escucha. Ruegue por mí. Ayude a que mi alma encuentre su camino al Cielo.
—Lo haré.
—¿Entiende… lo que… quiero decir?
—Sí. Lo haré.
Y entonces el anciano expiró. Brendan caminó al armario en un rincón del despacho, sacó una sotana y se la puso. Retiró el crucifijo del cuello del cardenal y lo colgó del suyo. Luego se arrodilló junto al cadáver del anciano y empezó a realizar los últimos ritos, su último rito. Por primera vez en cinco años, rezó a la vieja usanza, como si importara.