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2 ANTES DE LA GRAN EXPLOSIÓN

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Dios, la Primera Causa, se movió y el Espíritu entró en actividad. Al moverse, se nos dice, trajo la Luz. Luego, el caos.1

Lo de la luz, podemos comprenderlo. Parecería ser consecuencia natural de que la Primera Causa se revelara a Sí misma en el movimiento. Porque toda luz es una forma de vibración o movimiento. Pero, ¿por qué habría de seguirle el caos?

Al principio, esta sorprendente secuencia nos parece paradójica. Si debía haber caos en el primer movimiento de la Energía Creadora, esperaríamos un orden inverso de los acontecimientos: caos —el vacío de lo no revelado— seguido de una gran explosión de luz, una vibración cósmica. De hecho, justo lo que los cosmólogos parecen haber previsto bastante acertadamente como principio de las cosas, en su percepción racional del orden jerárquico divino (si es que fue «divino» y no un simple «suceso casual» en el tiempo y el espacio).

Pero aceptemos que fue divino. El orden es demasiado evidente por doquier en el universo que podemos observar, como para admitir la teoría de lo «casual» como veremos más adelante. En cuyo caso, entonces el Creador Divino habrá tenido Su propia lógica.

¿Pero cuál es esa lógica? Sigamos. Está a punto de revelarse.

La proyección de la Luz, descubrimos, fue sinónimo del despertar de la Fuerza de la Mente Suprema o Conciencia Universal. La Mente, y su compañero, el Espíritu, dieron vida a la primera creación: un universo espiritual, siendo uno con el Altísimo, y poblado con ideas celestiales que tomaron forma y sustancia espirituales, cuales vivían en una dimensión de la Mente y no requerían tiempo ni espacio para su expresión individual. (En esta etapa, el equivalente material de esta creación superior no existía todavía, porque aún no era necesaria su aparición).

Las lecturas de Cayce sobre ese suceso inicialy los acontecimientos siguientes, corroboran y desmitifican muchos pasajes bíblicos que hasta ahora habían sido desconcertantes. Nos enteramos de que, tal como el Evangelio de San Juan y la Epístola de Pablo a los Hebreos lo sugieren con algunos rodeos, la «luz» que originalmente se menciona en el Génesis era sinónimo del primero y único Hijo —la Mente—: el Verbo engendrado. Y fue después que Él, como Mente Creadora o aspecto creativo del Altísimo (definido por Edgar Cayce como la Primera Causa, o «Padre», como el Cuerpo; el Hijo, la Mente; el Espíritu Santo, el Alma),2 creó otro universo aparte, cuando el Infinito avanzó sobre lo finito en ese lugar fuera de Sí mismo llamado caos.3

En cuanto a las razones para esa segunda creación, así como sus consecuencias, me temo que eso ya es querer adelantarnos demasiado. Las respuestas aparecerán en su debido orden, cuando lleguemos a la Guerra en el Cielo y la rebelión de los ángeles. (Porque los ángeles, hay que reconocerlo, son bien reales ¡aunque no necesariamente «angelicales»! El registro de sus actividades, buenas y malas, se ha tejido en los etéreos hilos de Akasa, junto con el de los hombres). Entretanto, es tiempo de señalar un acontecimiento portentoso. Ese mismo primero y unigénito Hijo de Dios, a través del cual fueron engendrados después todos los demás hijos, así como las huestes de fuerzas angélicas que pueblan el universo superior de las formas mentales etéreas, ahora tomó una decisión insólita. Decidió materializarse a Sí mismo en el reino más bajo de la materia cada vez más densa —su segunda creación— donde hay que compartir la luz con la oscuridad, en el planeta Tierra. ¿Pero por qué? Para cumplir un propósito divino, sugieren los registros. Un propósito de carácter expiatorio. Después de aparecer una y otra vez en manifestación física, al final su ciclo de apariciones terrenales acabó victorioso sobre una cruz y en un sepulcro. Resucitó, y regresó al lugar de donde Él había venido, para que otros en la Tierra pudieran seguirle . . .

«Estudie la información filosófica o teosófica», alguna vez aconsejó Cayce a una mujer que le preguntó qué debía hacer para involucrarse en un trabajo espiritual que complementara el del propio Cayce.4 En otra ocasión, Cayce se refirió en una de las lecturas psíquicas a la utilidad de la filosofía ofrecida al mundo por Confucio y Buda, o contenida en las enseñanzas del taoísmo, para el desarrollo de la mente del hombre, así como también la de aquellas sagradas escrituras de la India que hablan de Brahma.5 Después enfatizó la necesidad de correlacionar las escrituras de diversas naciones, a través de los tiempos, como medio de ampliar nuestra perspectiva espiritual de acuerdo con ese precepto holístico que contiene la Biblia: «El Señor nuestro Dios es uno».

Es un buen consejo, así que vamos a seguirlo.

De hecho, en los escritos teosóficos de Helena Petrovna Blavatsky, a finales del siglo diecinueve, ella presentó como su lema estas palabras, provenientes de una fuente india: «No hay religión superior a la verdad».6 ¿Quién puede decir que es una afirmación errónea? Atengámonos a ella mientras retrocedemos un poco para explorar uno de los muchos antiguos paralelos de la versión bíblica de la creación. En realidad, esas versiones paralelas surgen en las leyendas religiosas de casi todas las grandes culturas, en las que hallamos familiares verdades ocultas en sus mitos y metáforas. Es obvio que la historia de la creación ha existido hace tanto como el mismo tiempo y se ha convertido en parte del inconsciente colectivo de toda la raza humana. ¿Qué mejor prueba entonces, de su probable veracidad? Pintada en muy diversos colores, con pinceladas distintas de una nación a otra, y a menudo con personajes que aparecen en escena con extravagantes atuendos apenas identificables, de todos modos conocemos demasiado bien los papeles como para confundir los actores, o la historia.

Tomemos la versión hindú para este ejemplo. Encontraremos que es muy parecida a nuestro familiar recuento bíblico de las cosas. Y sin embargo, igual podemos buscar en otras partes, por supuesto. En la China y la trinidad taoísta. En Egipto y Osiris. En Grecia y la Mónada de Pitágoras. En la mitología nórdica. O en el «Adán Superior» de los cabalistas hebreos y en el multicolor «Logos» de las primeras sectas gnósticas. Pero, ¿para qué confundir el tema con tanta diversidad?

Volvamos pues, a la literatura hindú. Aquí también existen variaciones entre los textos puránicos y védicos. Simplifiquemos un poco. En pocas palabras, al principio encontramos a Dios identificado como Brahma, el Ser Absoluto. Sin embargo, también se le anuncia como el miembro creador (la Fuerza de la Mente Suprema, por así decirlo) de la versión hindú de la trinidad, cuyos «hijos nacidos de la mente» hacen su aparición, junto con los saptarishi —agentes angélicos— en la primera, o invisible, creación. Más adelante, Brahma sale del reino interior del Ser Absoluto e inicia el «ciclo de lo necesario» al dejar caer el Huevo Cósmico en el caos, del cual va a nacer el universo visible. Luego, como Señor del Universo, Brahma entra en esta creación inferior en forma corporal para comenzar el Gran Ciclo de la evolución de regreso al Absoluto, y mostrar a las almas que luchan a Su alrededor el camino que los librará de la noria del karma, de la reencarnación, y también de maya o la ilusión de separación y multiplicidad.

En el Bhagavad-gita, un conocido texto védico, encontramos esta encarnación del Ser Superior denominado Atman. Sin embargo, los estudios del Gita dejan claro que debemos considerar el Atman simplemente como otro nombre y forma de Brahman o Brahma, o Brahm, si así se prefiere. Los puristas, atrapados en el concepto de dimensiones y divisiones escalonadas del Uno, por supuesto argumentarán lo contrario, e insistirán en las sutilezas de la diferenciación. Esos matices filosóficos no caben aquí. No se trata de negarlos, por supuesto. Pero optemos más bien por una Unicidad fundamental. Nombres diferentes y otros rostros, quizá, pero la misma Entidad divina. Eso es lo que importa.

Y también es cierto del Cristo.

En la interpretación psíquica de Cayce de la versión bíblica de los acontecimientos, descubrimos al Señor interpretando su papel divino como Guía por excelencia en unas treinta distintas encarnaciones en carne y hueso, todas con nombres diferentes, pero siempre el Cristo. Más adelante lo encontraremos en varias de esas apariciones históricas. Sin embargo, se puede revelar aquí una de ellas, de pasada. Este fue la del Adán andrógino, como Él existió antes de la proverbial Caída. Y la última, por supuesto, ya la hemos identificado como Jesús de Nazaret. ¿Y entre estas dos? Todas, salvo unas cuantas, permanecen en el misterio.

No obstante, cabe la posibilidad de que uno de ellos haya sido una encarnación en la antigua India, con un nombre brahmánico. Porque las lecturas de Cayce nos cuentan que el «Salvador» bíblico, bien sea en su manifestación en carne y hueso, o como ese impulso crístico invisible que lleva a otros a ser uno con la única Conciencia Universal, ha influido en todas las formas de filosofía o pensamiento religioso que a través de la historia han enseñado que Dios es Uno.7 En todo caso, para nosotros es fácil imaginarlo como Maestro de la cosmogonía y filosofía védicas, deificado y mitificado por reverentes escribas hindúes que a su paso entre ellos, habían vislumbrado su divinidad. Es un escenario posible. Sin embargo, no necesitamos insistir en él, por supuesto. De cualquier manera, sin duda explicaría, como nada más podría hacerlo, por qué dos de las principales religiones del mundo, tan claramente diferentes en términos culturales y geográficos, ofrecen una versión de la creación tan sorprendentemente parecida.

Y hay otro aspecto más de su paralelismo que podemos estudiar: la Palabra. OM. En el léxico hindú, «OM» es el sonido vibratorio y símbolo de Brahm. También se le conoce como la «Corriente Audible de Vida», un término oculto que puede equipararse, en esencia, con la Voz de la Creación, el Verbo. (Recordemos que el sonido, como la luz, es solo un modo de energía o vibración). Repetido una y otra vez durante el acto de meditación, OM (pronunciado «Ommm») es el mantra hindú tradicional. Se cree que su repetición audible eleva las vibraciones corporales en tal forma que despierta la energía kundalini que reposa dormida cual serpiente enroscada en la base de la columna vertebral, a medida que el que medita pasa a un estado alterado de conciencia. Se dice que una vez despierta, esta «energía» transformadora sube como una flecha dentro del cuerpo siguiendo una trayectoria ya establecida y activando ciertos centros espirituales hasta que alcanza el más alto de ellos, en esotérica asociación con la glándula pituitaria localizada en el centro del cerebro. Se supone que si alcanza ese pináculo, quien medita experimentará un estado inefable de unicidad con Brahma, o Dios. Este estado de arrobamiento se denomina samadhi. Es equiparable, por supuesto, al «éxtasis» de los santos y místicos cristianos, que han logrado un estado de unión meditativa con Dios a través de la elevación de la conciencia crística interna, obviamente un proceso de transformación idéntico pero bajo distintos términos de referencia metafóricos. En lenguaje psicológico, este mismo estado meditativo se denomina «conciencia cósmica».

Las lecturas de Cayce dicen mucho sobre este tema tan complej o. Sin perder la cabeza en aguas tan profundas, igual nos sumergiremos fugazmente en ese insondable pozo de sabiduría en un capítulo posterior, cuando este viaje nos lleve allí. Y veremos que nuestro conocimiento de la materia desempeña un papel necesario en la evolución gradual del alma de regreso a su Origen, y que de hecho es un tema muy ligado a la compleja simbología del Apocalipsis de Juan.

Entretanto, con una referencia más específica aquí, donde nos hemos tropezado con un paralelo por demás obvio entre el «Verbo» bíblico y el «OM» hindú, alguna vez Cayce observó que el habla es la vibración más elevada del cuerpo humano. A este mismo respecto, recomendó el uso de la palabra hablada en la oración como más efectiva que su homologa silenciosa.8

¿Cuántas hazañas inimaginables, podríamos preguntar con razón, mucho más asombrosas que derribar las murallas de Jericó con gritos y trompetas, no habrá realizado el Señor en el principio con los incalculables poderes vibratorios de Su Palabra hablada? Entonces, ¡ es de suponer que una palabra fue suficiente para dar vida a todo un universo! Mas yo les presento la formidable idea de que en la Mente de Dios, mil millones de ideas por mil millones de veces no son mayores que una. Y es ahí, deducción lógica, donde reside el gran secreto de la creación: en su Unicidad. Un átomo es igual a un universo. Y la Mente informa y gobierna todo, el macrocosmos y el microcosmos, hasta la última partícula de polvo sideral . . .

Para reanudar nuestro viaje, ahora debemos iniciar el descenso con nuestro guía psíquico a través de los inmensos y nebulosos dominios de Akasa hasta donde está a punto de estallar la Guerra del Cielo.

¿La causa de esa guerra?

Obstinación. O, en un contexto más metafísico: un mal encauzamiento del don divino del libre albedrío. En resumen: egoísmo. Alejarse, o separarse, de Dios.

¿Y el culpable de esta celestial conmoción? Nada menos que el antiguo Príncipe de la Luz —Lucifer—, hoy conocido en la Tierra por una cantidad de nombres menos halagüeños como el Tentador, Satanás, Diablo, Dragón, Serpiente, Príncipe de las Tinieblas, todos simbólicos de la malévola influencia del libre albedrío mal utilizado.

El primero en ser creado de los siete arcángeles y de todas las huestes angélicas, a Lucifer también se le consideraba el más hermoso: un verdadero «ángel de luz». Tal vez es por eso que su nombre, que significa «portador de luz», y su mandato inicial se relacionaron en la leyenda con Venus, el lucero de la mañana y de la tarde. (Una metáfora acertada, que describe su temprano auge y posterior caída). Es probable que este concepto mítico se remonte al conocido pasaje de Isaías, «¡Cómo has caído del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana!». Las palabras, claro, iban dirigidas como advertencia profética a Nabucodonosor, Rey de Babilonia, quien buscaba, como el equivocado Lucifer, exaltar su trono «por encima de las estrellas de Dios . . .».9

Sin embargo, esta teoría de Venus-Lucifer debe caer, como cayó el propio Lucifer. Venus, igual que los demás planetas y el resto del universo manifiesto, ni siquiera existían cuando Lucifer y sus secuaces fueron expulsados de la presencia de Dios y lanzados al abismo. Es de suponer que allí, en el vacío del caos y despojados de todo esplendor celestial, Lucifer y sus caídos seguidores vagaron sin rumbo fijo por su propia oscuridad, sin un reino o gobierno visible hasta que la segunda creación fue puesta en marcha.

Este universo inferior de la materia se constituyó entonces en una arena en la que las fuerzas opuestas de la luz y la oscuridad —el bien y el mal— se encontrarían de nuevo para reanudar la batalla inconclusa, en un lugar bien apartado de la santidad del Ser Infinito, aunque no del todo lejos de la redentora influencia de la refracción de su Luz. Aquí el destronado Lucifer, con sus trémulas hordas, tomaría un nuevo nombre —Satanail o Satanás— y asumiría un gobierno muy diferente, como Príncipe de las Tinieblas. Su poder e influencia quedarían restringidos, sin embargo, por el hecho de que debe luchar eternamente con la constante presencia vigilante de las Fuerzas Superiores, que por mandato divino actúan para imponer el equilibrio necesario. Así, el libre albedrío de cualquiera de los hij os de Dios que decidiera apartarse del Creador para vivir la experiencia evolutiva en el universo inferior de la materia seguiría intacto, permitiéndole regresar por fin al universo espiritual del cual provenía, y recuperar su divinidad.

Esa batalla aún continúa, dicen las lecturas al igual que los teólogos, aunque ahora se libra más que todo en las mentes y corazones humanos y, por supuesto, en las almas.

Pero, ¿qué hay de sus verdaderos comienzos? Separar los hechos de lo puramente alegórico puede plantear un problema para las mentes muy exigentes. Adoptemos pues la perspectiva más amplia, desde la cual se reconoce que reducidos a su esencia, lo objetivo y lo alegórico pueden ser uno.

Si recurrimos primero a las enseñanzas teosóficas, no nos debe sorprender encontrar una vez más que el hinduismo nos puede facilitar un esclarecedor paralelo. La versión védica de la historia de Lucifer muestra a Moisasure, el Lucifer hindú, que envidioso de la luz resplandeciente del Creador, decide liderar su legión de subordinados espíritus declarando una guerra espiritual contra Brahma. Pero Shiva, la tercera persona de la trinidad hindú y señor de las fuerzas de la destrucción, expulsa de su celestial morada a Moisasure y sus espíritus rebeldes y los arroja a la región de las tinieblas eternas.10

Veamos en nuestro próximo relato de los acontecimientos, las escrituras apócrifas y la Biblia. Y después volveremos a nuestra fuente psíquica.

Es lamentable, no obstante, que hasta aquí no haya nada lo suficientemente atrayente en nuestra historia como para que un científico participe en esta investigación celestial. ¿La razón? Falta de datos empíricos, por supuesto. Ausencia de leyes naturales que observar y teorizar. El marco de la ciencia no permite la especulación filosófica, y con toda razón. No obstante, si por fin algún día la ciencia aprende a recurrir a los registros akásicos, como ahora pueden hacerlo solo unos pocos dotados con el don psíquico, la observación científica del fenómeno celestial así como del terrenal será una clara posibilidad. Es más, los medios para tal avance científico pueden estar más cerca de lo que se cree. Primero, ya es evidente que la ciencia está avanzando a gran velocidad hacia nuevos horizontes antes inimaginables. Abundan los nuevos descubrimientos. En los últimos tiempos han surgido dos nuevas y asombrosas disciplinas científicas: una conocida como la ciencia del caos, y otra denominada en forma aún más inverosímil, ciencia de la metafísica experimental. Impresiona la obvia audacia que ambas implican en su vertiginoso abandono del determinismo científico del pasado. Entretanto, en una serie de lecturas sobre lo que denominó energía etérea y fuerzas de onda etérea, Cayce señaló el rumbo que debería seguir la osada ciencia nueva que entre a resolver uno de los mayores misterios del universo: la naturaleza del Akasa.11 Sinónimo del misterioso «éter» que la ciencia desechó hace tiempo porque su existencia no se puede detectar, lo cierto es que en esencia es una fuerza mental y está presente en todo el espacio.

Entre los evangelios apócrifos, hay uno atribuido a Bartolomé, en el cual el apóstol sostiene lo que se debe interpretar como un diálogo alegórico con el Diablo.12 Se trata de una reunión en la cual Satanás, obligado por mandato del Señor, debe hablar a Bartolomé de muchas cosas, entre ellas la naturaleza de su creación y su caída final, después de haber rehusado obedecer la orden del arcángel Miguel de deponer su orgullo y adoptar la actitud de angelical adoración para la cual fue creado.

Satanás repite a Bartolomé su jactanciosa respuesta a Miguel:

«Soy fuego del fuego, fui el primer ángel creado», le recuerda a su hermano arcángel, quien, aunque capitán en jefe de las huestes, fue el segundo («creado por voluntad del Hijo y consentimiento del Padre»). Y aunque además de estos dos primeros había otros cinco arcángeles, es bien sabido que la rivalidad entre hermanos siempre es más fuerte entre los dos primeros vástagos.

Cuando Miguel dice al recalcitrante Satanás que provocará la ira de Dios, la reacción es de abierta rebelión.

«Dios no descargará su ira contra mí, sino que estableceré mi trono contra el Suyo, y seré como es Él».

Pero Dios, por supuesto, sí estaba muy airado. Satanás fue expulsado del Cielo, con todos sus ángeles. Y desde entonces se dedicó a tramar su venganza sobre el hombre de la tierra, quien había sido creado a imagen y semejanza de Dios. (Lo que por supuesto ocurriría más tarde, en los tiempos de Adán).

Después de sus obligadas confesiones a Bartolomé, se le permite partir. Y Satanás se va mascullando amargamente que fue «engañado» para que hablara antes de su tiempo señalado. Sin duda consideró humillante todo el episodio. Endemoniadamente humillante, es de suponer . . .

En otro relato apócrifo, contenido en los «Secretos de Enoc»,13 es el propio Señor quien cuenta como creó el orden de las diez legiones de ángeles, y dispuso que cada una quedara a órdenes Suyas. Pero Satanail, habiéndose alejado con la legión bajo su mando, «concibió un pensamiento imposible . . . el de igualar en rango a Mi poder».

El resultado era inevitable. Tenía que irse.

Y se fue, mas no por voluntad propia.

El Evangelio de Lucas describe su partida de manera por demás gráfica en las propias palabras del Señor, después de que Él ha escuchado a los setenta que regresan, relatar regocijados sus experiencias al expulsar los demonios en Su Nombre. «Yo vi a Satanás caer del cielo como un rayo», les cuenta Jesús de la expulsión original.14

¿Y el expulsor? Veamos estas palabras del Apocalipsis al respecto: «Se desató entonces una guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron al dragón; éste y sus ángeles, a su vez, les hicieron frente, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. Así fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y que engaña al mundo entero. Junto con sus ángeles, fue arrojado a la tierra».15

¿A la tierra? Bueno, no inmediatamente, sin duda. Primero, al abismo, dondequiera que fuera. Porque aquí debemos atenernos a un lenguaje en gran parte compuesto por símbolos. La Tierra, como ya hemos observado, aún no había sido creada cuando cayó ese resplandeciente arcángel convertido en dragón. Y tampoco «cayó» en un sentido literal. No había en qué o a través de qué caer. Recordemos que ni tiempo ni espacio se habían hecho manifiestos todavía. En un ilimitado universo de formas mentales puramente etéreas, ¿qué necesidad había de esos accesorios o limitaciones que más adelante se impondrían a la segunda creación del Señor? No, Satanás y sus secuaces caídos deben haberse encontrado a sí mismos encerrados en una especie de reino inferior, un vacío espiritual de noche e inexistencia absolutas.

Podríamos llamarlo caos, lo que fue creado inmediatamente después de la Luz. Y al parecer por una buena razón: constituiría la base de la segunda creación y la expresión de los pares de opuestos. Puesto que, sin esa opción, ¿de qué serviría al alma el don del libre albedrío? ¿Y de qué otra manera sabría que se había apartado a sí misma de su Creador?

Lo que nos trae de nuevo a Satanás.

¿Fue la creación de este ángel convertido en monstruo un accidente? Es sorprendente, pero en la creación pueden darse esos accidentes. Ese asombroso dato fue extraído directamente de los registros akásicos por Edgar Cayce.16 Y en verdad, ¿acaso Dios no se arrepintió de haber hecho al hombre? Eso nos dice la Biblia. (De ser cierto, un pequeño recordatorio de nuestras innatas deficiencias).

Pero los caminos del Señor a menudo son inescrutables. Y para respaldar una creciente sospecha de que la difícil situación de Satanás, aunque claramente autoinfligida, de todos modos ha podido formar parte del plan divino desde el principio, me permito citar un fragmento de Isaías que así lo confirma. Es el mismo Dios quien habla a través de su profeta:

«Yo soy el Señor y no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas, traigo bienestar y creo calamidad; Yo, el Señor, hago todas estas cosas».17

Es una expresión concluyente. ¿Cómo debemos interpretarla?

Creo que ya tenemos algo para dar con su significado. Esa parte del libre albedrío, que hemos observado, y la necesidad de dar al alma la opción de decidir, al crear los pares de opuestos en un bipolar universo material. Será mejor buscar una explicación más detallada. Y para eso, más nos vale ver lo que Edgar Cayce sacó de los registros akásicos.

Vemos que, en el universo espiritual todo el poder es Uno; y ese Uno es positivo.18

Los hijos nacidos de la Mente y proyectados para existir por voluntad de la Mente Creadora, eran a su imagen y semejanza (Sus seres individuales, dice una de las lecturas, muy explícitamente19), lo que significa que eran proyecciones de la imaginación celestial, células divinas, por así decirlo, del cuerpo de Dios, que de repente tomaron conciencia de su individualidad. Cada una de ellas un universo en sí misma, y capaz de manifestar creatividad de manera autónoma.

Seres andróginos que contenían en sí mismos todos los elementos y características necesarias para reproducirse en forma espiritual mediante la proyección del pensamiento, incluso como su Creador. Quienes, por lo tanto, no tenían necesidad de desarrollar ningún tipo de polarización sexual como parte de su naturaleza. Más bien extrajeron su creatividad de la fuerza divina. (Esto puede servir para ver la realidad tras el comentario del Señor en Mateo 22:30, con respecto a las almas resucitadas en la tierra, quienes no contraerán matrimonio ni se darán en matrimonio ¡sino que serán como los ángeles!).

Dios es Amor, se nos dice. Y de la unión con Dios se deriva pleno gozo espiritual. La creatividad es el resultado inevitable.

Los hijos nacidos de la Mente, mientras mantuvieran la unión psíquica con su Fuente Creadora en la Unicidad, podían estar separados, mas no «apartados». Dios, sin embargo, deseoso de su compañía, había otorgado a los hijos el don del libre albedrío, que pudieran escoger entre permanecer en Su Presencia o apartarse de ella. Porque, sin esa opción, los hijos quedarían en la misma categoría de los ángeles, quienes, aunque creados a una mayor altura en el principio, deben permanecer como servidores (aunque muy enaltecidos, por cierto), atendiendo al Creador. Por otra parte, a los hijos les fue otorgado un patrimonio exclusivo, si decidían ganárselo, elevándolos por encima del más alto de los ángeles.20 Si a través del ciclo evolutivo espiritual ellos se perfeccionaban, se convertirían en verdaderos coherederos con el primer Hijo, y corregentes del universo con Él en un interminable modelo de creatividad y crecimiento espiritual. (Porque, como alguien sabiamente observó alguna vez, crecer es el eterno mandato de la Mente).

En cierta ocasión que se pidió a Edgar Cayce describir el ciclo de la evolución espiritual comparado con la evolución del hombre en carne y hueso, respondió con rodeos. La evolución en el plano espiritual, señaló, no se puede apreciar bien desde otro plano.21 Es de suponer que tendremos que esperar a haber alcanzado ese nivel para saberlo.

Entretanto, hay otro punto que nos desconcierta. Y al no poder conseguir al señor Cayce para que nos responda, vamos a intentarlo nosotros mismos. Tiene que ver con el hecho de que Lucifer, el primero de los arcángeles en ser creado, al parecer fue dotado con una característica que Dios se había propuesto reservar sólo para los hijos: el don del libre albedrío, o la opción. ¿Fue éste uno de esos «accidentes» antes mencionados? Tal vez. O quizás fue una parte de los misteriosos planes del Señor . . . En todo caso, sin la deliberada desobediencia de Lucifer, ¿qué causa habría surgido para dejar caer, por así decirlo, el «Huevo» bráhmico y crear ese universo inferior? Y sin ese acontecimiento salvador, ¿dónde, en nombre del cielo, estaríamos ahora todos nosotros las almas apartadas? En el abismo, es lo más probable. En cambio, henos aquí: avanzando a tientas en nuestro lento y arduo caminar ascendiendo de vuelta a la Mente del Creador, lo cual —se nos ha asegurado— es nuestro destino a menos que por insensatos elijamos algo distinto.

Nuestra fuente nos señala que el hombre en su estado original o de conciencia permanente, es alma, con un cuerpo espiritual como el del Creador. Y que aquí, en carne y hueso, el alma es la parte de Dios en nosotros. La conciencia de carne y hueso en lo material fue creada sólo para que el alma pudiera ser conciente de su separación del poder de Dios. Y fue Satanás, o Lucifer —como alma, se nos dice— quien «creó esas necesidades», a través de su propia caída, para que este estado se diera.22 Tampoco se arrepiente de lo que hizo. De ahí el enfrentamiento constante de carne y espíritu, que es una réplica de aquella rebelión original en el cielo.

«Como es arriba es abajo», dice el axioma hermético.

Y tal como existe un Salvador personal en la tierra, cuyo Nombre podemos invocar a voluntad, también existe un demonio personal.

Sin embargo, el relato de esa batalla primordial de las Fuerzas Invisibles entre el arcángel Miguel, servidor de la Luz y Señor del Camino, y Lucifer, Señor de la Rebelión y las Tinieblas, concluye con una recomendación de prudencia. Se sugiere que todo el mal actual en la tierra debería ser visto de manera impersonal, como diversas influencias contra las que debemos luchar, más que como obra de una personalidad específica. De hecho, el intento de personalizar el mal, o el error, si a eso llegamos, es más acertado que no señalarnos a nosotros mismos.

¿Y por qué eso?

Cada uno de los que estamos en el plano terrenal vinimos por voluntad propia, como almas en busca de experimentar en carne y hueso un reino de conciencia aparte de Dios.

Nosotros también caímos.

Edgar Cayce la Historia del Alma

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