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PRÓLOGO A UN VIAJE

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Vamos.

Estamos a punto de emprender juntos un viaje memorable. Nos llevará a regiones de las que no existen mapas, a renombradas naciones muy antiguas pero ya olvidadas. No son paisajes imaginarios, forman parte de nuestro pasado evolutivo. Son más reales que cualquier sueño . . .

Encontraremos titanes como dioses, monstruos espantosos y extrañas mutaciones, todos desdibujados y relegados al mito y la leyenda hace mucho tiempo, y también otros seres no muy diferentes a nosotros. Para llegar allí, nuestro guía psíquico deberá atravesar con nosotros los etéreos portales de los archivos akásicos, en los que, se nos dice, todo recuerdo de eones ya envueltos en las brumas ha quedado grabado para siempre en la trama del tiempo y el espacio.

Vamos con un propósito, por supuesto. Partimos en busca de nuestras raíces evolutivas. Para encontrar esas raíces, debemos rastrear el origen, la evolución y el destino del alma. Porque en realidad la que está evolucionando es el alma —y no la materia, según la creencia generalizada— como lo ha dispuesto la mente: arquitecta y constructora de la entidad espiritual.

El viaje estará lleno de sorpresas. Tendremos que aprender a esperar lo inesperado. Como buenos viajeros, aligeremos nuestro equipaje dejando atrás todo prejuicio o idea preconcebida que normalmente abriguemos y vamos a mantener la mente abierta. Nos ayudará a realizar nuestra travesía por ese territorio desconocido, sin impedimentos mentales o espirituales. Es posible que por el camino, muchas de nuestras creencias más preciadas sean puestas en tela de juicio, también creo que algunas desaparecerán y habrán sido reemplazadas antes de que lleguemos a nuestro destino final.

El nuestro es un objetivo meritorio.

La evolución, como todos sabemos, es un tema por demás desconcertante, rodeado como está por controversias muy acaloradas. No es solo que ciencia y religión sostengan puntos de vista radicalmente opuestos en cuanto a nuestros orígenes, sino que sus propias filas también albergan facciones contrarias; agrupaciones y contra-agrupaciones, todas de acuerdo en discrepar unas de otras por falta de un hilo común de interpretación. El resultado es un desastroso enredo de teorías y opiniones encontradas. Nuestro objetivo al seguir una ruta psíquica hacia atrás en el tiempo, que nos lleva a la antigua Lemuria y la Atlántida, a Edén y también a Og, así como a otros prehistóricos paisajes y civilizaciones que se han hundido o sufrido grandes alteraciones, es comparar nuestros asombrosos descubrimientos con la existente mezcolanza de tantos puntos de vista que no coinciden, con la esperanza de reconciliarlos. Resumiendo, buscaremos una teoría de la evolución única y unificadora que reemplace la actual proliferación —una síntesis inteligente y viable, por así decirlo— que en líneas generales se ajuste a los principios básicos de ciencia y religión.

Toda una empresa. Pero cabe perfectamente en el esquema holístico de las cosas que siempre fue distintivo de Edgar Cayce, nuestro guía y mentor en este viaje.

La mayoría de los lectores no requerirá una presentación del hombre o de su obra. El mundialmente renombrado psíquico, sanador holístico y profeta de la Nueva Era, ya es conocido por millones de personas. Hasta ahora se han publicado varias biografías de Edgar Cayce, dos de ellas éxitos editoriales a nivel internacional. También ha habido una verdadera avalancha de artículos y libros acerca de diversos aspectos de su prolongada y fructífera trayectoria como psíquico. Van desde sus numerosas profecías, muchas de las cuales ya se han cumplido, hasta temas de actualidad tan populares como la medicina holística, las prácticas de conservación, la interpretación de los sueños, la reencarnación y el karma, así como la astrología esotérica, para nombrar solo unos cuantos. Pero por encima de todo, la contribución de Cayce se centra en su filosofía espiritual, que se mueve como rayo láser por cada uno de sus pensamientos, iluminando sus palabras con singular sabiduría. En las páginas que siguen a menudo encontraremos su influencia.

En algo más de 14 000 «lecturas» psíquicas, como se las conoce, con más de 25 millones de palabras, Edgar Cayce nos ha dejado un legado hasta ahora solo investigado y explorado en forma parcial, que promete una continua expansión del conocimiento que de sí misma alcance la humanidad en generaciones futuras.

Por lo pronto, antes de que empecemos a analizar su opinión sobre la evolución desde un punto de vista psíquico, debemos conocer la posición filosófica de Cayce con respecto a la ciencia. Y también como, estando en trance como fidedigno vidente en conexión psíquica con fuerzas más elevadas, era tan diferente y en cierta forma tan parecido, al ingenuo y tranquilo campesino de Christian County, Kentucky. Veremos cómo este último era hombre de familia y devoto practicante, cuya lectura diaria se reducía casi exclusivamente a la Biblia, que prefería mucho más la pesca y la jardinería, o su viejo pasatiempo de la fotografía (que en una época fue su profesión), a ser visto, escuchado y buscado por un público siempre curioso. Sin embargo, tal como las fotografías que conocemos de Einstein desmelenado, con su violín y en pantuflas, buscando en la música inspiración para sus ecuaciones científicas, tengo frente a mí una fotografía de Edgar Cayce con su chaqueta arrugada y un viejo sombrero de paja, inclinado sobre el azadón también en busca de inspiración mientras trabajaba en su sembrado de fríjoles. Debemos cultivar nuestros jardines, dijo Cándido. Y muchas de las visiones de Cayce en estado de vigilia le llegaron mientras trabajaba en su parcela. Porque debemos recordar que a pesar de las apariencias Cayce, igual que Einstein, no era un hombre simple sino muy complejo. No obstante, al igual que su homólogo científico, este genio psíquico siempre sobrellevó su grandeza con infinita humildad.

No nos sorprenderá entonces saber que Edgar Cayce mostraba una respetuosa actitud de reconocimiento ante las diversas ramas de la ciencia, y que a través de los años tuvo un creciente número de profesionales científicos y médicos entre sus amigos. De hecho, en sus últimos años varias de sus charlas en estado de trance (ofrecidas en respuesta directa a consultas profesionales) fueron sencillamente insólitas en su presentación de datos científicos de una complejidad técnica tan avanzada, que solo una mente con formación científica apenas alcanzaba a captar o interpretar y que de hecho dejaban perplejo al propio Cayce en estado consciente.

A la luz de lo anterior podemos concluir, sin temor a equivocarnos, que la historia de la evolución de Edgar Cayce, como se encuentra en sus lecturas psíquicas y se presenta aquí, no muestra deliberada hostilidad frente a ninguno de los supuestos fundamentales de la ciencia. Y, puesto que apoyan el concepto religioso de una Inteligencia rectora o Primera Causa detrás de la creación y la evolución posterior, hay que admitir que las lecturas no están de acuerdo con el ateísmo, por supuesto. ¿Pero cuántos científicos son en la actualidad ateos confesos? Estos integran una clara minoría, y sus filas disminuyen con rapidez ante los nuevos físicos que están apareciendo ahora; quienes están efectuando una completa reestructuración de nuestro concepto científico de hombre y universo en términos cuasi-metafísicos.

Por otra parte, si retrocedemos un poco en la historia, de Einstein a Newton, a Kepler y Copérnico y Galileo, encontramos que la mayoría de los hombres de ciencia realmente grandes han tomado el partido de Dios, ¡incluso aunque la religión ortodoxa se hubiera opuesto a ellos! Sin embargo, si la naturaleza de sus creencias religiosas ha tendido a ser cósmica y audaz en su originalidad, ¿acaso no ha sido también cierto eso de casi todas las grandes figuras religiosas del mundo? Aunque el tiempo puede haber distorsionado sus enseñanzas reveladas, acomodándolas en el molde de otra ortodoxia más, siempre han sido hombres —y mujeres— con visión cósmica, que han tratado de llevar a la humanidad a una mayor iluminación a través de su visión excepcional de una verdad superior.

Y fue tal vez en este sentido cósmico más elevado de las cosas, que toca los poderes de revelación inherentes a ciencia y religión en lo mejor de su inspiración, que Edgar Cayce observó alguna vez con respecto a ambas que son como una cuando sus propósitos también se reducen a uno.1

Aplaudamos y adoptemos ese concepto unificador. Pero podríamos extendernos un poco más sobre el mismo. Incluir también lo psíquico y lo místico.

Veamos algunos ejemplos interesantes.

Como Nostradamus.

Creo que esto no es muy conocido, pero en su precognición psíquica de un fuerte terremoto en el Nuevo Mundo en nuestro actual siglo (también previsto por Cayce mucho más tarde, por supuesto) el místico del siglo dieciséis parece haber descubierto por percepción espiritual el origen de los terremotos, que a la ciencia le tomaría otros cuatro siglos observar e identificar, así como el de las erupciones volcánicas y el movimiento gradual de los continentes. Nosotros denominamos esta nueva ciencia «tectónica de placas», por Tekton, el carpintero de la Ilíada. Sin embargo, esa denominación habría correspondido más bien a Nostradamus, quien describió en uno de sus cuartetos la causa del anunciado terremoto: «Dos grandes rocas habrán combatido una a otra durante mucho tiempo».2 Lo que constituye una precisa descripción, por supuesto, de las fuerzas invisibles hoy en acción a lo largo de la prolongada falla de San Andrés en California, donde la placa del Pacífico ha venido «combatiendo» contra la del continente norteamericano en una inexorable batalla de empellones llamada a producir no sólo pavorosos terremotos y posibles inundaciones (que Cayce también predijo), sino también erupciones volcánicas.

Otro ejemplo de presciencia o conocimiento del futuro por inspiración espiritual aparece en los escritos del místico y religioso genio alemán del siglo catorce, Meister Eckhart. «Estoy seguro», dijo claramente Eckhart en cierta ocasión, «de que un hombre que quiera hacerlo, algún día podrá pasar a través de una pared de acero».3 ¿Y qué dice la ciencia moderna de ese aparente milagro? Pues bien, ahora lo considera muy posible, al menos en teoría. Porque hay tal separación entre los átomos de cualquier objeto material, que hombre y pared podrían lograr una rara yuxtaposición de sus respectivos componentes atómicos que permita al uno pasar a través de la otra sin que se produzca colisión alguna. (Claro que, ¡no me pidan que lo intente!). ¿Será que Eckhart, sin tratar en modo alguno de comerciar con milagros, solo visualizó una época dentro de la continua evolución del hombre en la que este dominará una ley natural que involucre energía, masa y movimiento?

Entretanto, en los escritos de Henry David Thoreau encontramos un caso interesante de lo que Cayce una vez denominó «ciencia oculta o mística».4

En el siglo diecinueve, este trascendentalista de Nueva Inglaterra fue muy enfático al atreverse a contradecir la ortodoxia científica de su época: «No existe nada inorgánico», declaró de plano.5 Posición totalmente herética para una época en la que con mucha precisión, la ciencia había clasificado toda la materia en dos tipos de sustancias: «orgánicas» e «inorgánicas». Hoy, por supuesto, en su esclarecedor estudio de las partículas subatómicas y de todo el universo contenido en el átomo, los físicos modernos han llevado a la ciencia a reformular su antigua premisa y ponerse de parte de Thoreau. Después de todo, no hay nada que sea de veras inorgánico . . .

En lo que respecta al átomo, volvemos a Edgar Cayce.

En una lectura sobre el uso que los nativos de la Atlántida dieron a la energía del sol al convertirla en energía atómica, Cayce comentó que esa energía cautiva, en alguna época al servicio de propósitos constructivos, al final se convirtió en un sistema con fines destructivos y en la no buscada desintegración del continente de la Atlántida. Luego, proféticamente, agregó la advertencia de que esa misma energía latente estaba de nuevo cercana y a punto de ser usada una vez más con propósitos destructivos.6

Eso fue el 22 de julio de 1942. El ultrasecreto Proyecto Manhattan para desarrollar la bomba atómica, bajo el mando del General Groves, se había puesto en marcha a raíz de una recomendación hecha al Presidente Roosevelt en marzo de 1942 por Vannevar Bush, presidente del Comité de Investigación para la Defensa Nacional. Y en esa lectura psíquica sobre la Atlántida, Cayce parece haber tocado sin querer ese plan secreto, que más tarde llevó a la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki, así como a la posterior carrera armamentista de las superpotencias.

Este fue, por supuesto, un trágico mal uso de la brillante fórmula de equivalencia de masa y energía, E = mc2, descubierta por Einstein unos años antes.

El gran físico era un creador, no un destructor. Y también era, para exasperación de muchos de sus colegas científicos menos eminentes, un confeso místico y devoto de la religión. Pero veamos como lo expresa por sí mismo.

Primero, sobre el misticismo: «La emoción más hermosa y más profunda que podemos experimentar es la sensación de lo místico. Es la sembradora de toda ciencia verdadera».7

Y sobre su propio y muy personal concepto de la religión, que denominó «el sentido religioso cósmico», escribió: «La base de todo trabajo científico es la convicción de que el mundo es una entidad ordenada y completa, lo cual es un concepto religioso. Mi sentir religioso es de humilde asombro frente al orden que revela la diminuta realidad a que corresponde nuestra débil inteligencia».8

En el caso de Einstein, sin duda, ciencia y religión se fusionaron como una sola, en una unión mística. Es obvio que compartía el punto de vista holístico que Cayce tenía de las cosas. Al igual que otro personaje, de quien alguna vez Cayce dijo que fue el más grande psíquico que jamás haya vivido.9 Su nombre: Jesús de Nazaret.

Edgar Cayce la Historia del Alma

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